La vida en estado primitivo es solitaria, pobre, desagradable, tosca y breve.
Thomas Hobbes, Leviatán
LOS VIGILANTES
Joe Dunhill pasó la manga por su placa y quitó imaginarias pelusas de su uniforme azul brillante. La puerta seguía allí, todavía con la indicación CENTRAL DE SEGURIDAD: Exclusivamente para personal autorizado. Respiró profundamente y extendió la mano hacia el botón que había a un lado. Antes de que su dedo pudiera tocarlo, se produjo un tenue zumbido y la puerta se abrió.
La sala resplandecía de acero, cromo y formica. Un policía con galones metálicos de sargento en el cuello de la camisa, estaba sentado ante un escritorio; de cara a la puerta. En el escritorio no había más que una pequeña pantalla de televisión.
—¿Sí?
—Agente Dunhill, listo para empezar.
El hombre de más edad arqueó una ceja.
—Es algo temprano para el turno de noche.
—Sí, señor. Pensaba que podía haber papeleo… como es el primer día de trabajo…
El sargento sonrió ligeramente.
—Las computadoras se encargan de esas cosas. ¿Dunhill? —Frunció el entrecejo—. ¡Ah, sí! Usted es el nuevo agente que envía el departamento de policía de Seattle. Supongo que allí lograría una buena hoja de servicios. ¿Café? —Se volvió hacia una máquina que estaba a un lado de la habitación.
—Eh… sí. Poco cargado y con azúcar, por favor.
El sargento pulsó varios botones. La máquina pensó un instante, y luego zumbó con suavidad. El sargento sacó una taza de plástico.
—Aquí lo tiene.
Joe paladeó la bebida.
—Caramba. Es bueno. —La sorpresa se reflejó claramente en su voz.
—Naturalmente que lo es… Claro, usted es nuevo aquí. Escuche, todas las máquinas de café de Todos Santos hacen buen café. No las tendríamos aquí si no fuera así. La jefa adquirió mil máquinas como ésta.
Hasta los clichés mueren, pensó Joe Dunhill.
—¿Por qué se fue de Seattle?
La pregunta parecía casual, y tal vez, pensó Joe, lo era. Y tal vez no.
—Todos Santos me hizo una oferta que no podía rechazar.
La sonrisa del sargento fue cordial, aunque también maliciosa.
—Dunhill, yo no formé parte de la comisión que decidió contratarle, pero conozco el caso. Creo que le jugaron una mala pasada.
—Gracias.
—Sí. Pero si hubiera dependido de mí, no le habríamos empleado.
—Oh. —Joe no supo qué responder.
—No porque matara a ese rufián. Yo también he hecho cosas así.
—Entonces, ¿por qué no?
—Porque no creo que esté capacitado para el trabajo.
—Fui un magnífico policía —dijo Joe.
—Sé que lo fue. Y probablemente lo sigue siendo. Y ésa es la pega. Aquí no tenemos policías. —El sargento se echó a reír al ver la mirada de incomprensión de Joe—. Tenemos aspecto de policías, ¿no? Placas. Uniformes. Armas, algunos de nosotros. Pero no somos policías, Dunhill. Somos agentes de seguridad, y la diferencia es enorme. —Se acercó para apoyar la mano en el hombro de Joe—. Mire, espero que usted sirva. Vamos.
Acompañó a Joe fuera de la sala de recepción y lo condujo hasta una puerta cerrada, al final de un largo pasillo.
—¿Le han informado del sistema de cerraduras que tenemos aquí? —preguntó el sargento.
—No.
—Bien, en Todos Santos todos tenemos una placa de identificación. Es algo así como magia electrónica… ¡Caramba, podría ser magia, por lo que yo sé! Podrá abrir las cerraduras si tiene la placa correcta. Las placas de los residentes abren únicamente las puertas de sus hogares, sólo sirven para eso. Las placas de seguridad abren muchísimas puertas. —El sargento agitó su placa ante la puerta que tenía delante. No sucedió nada—. Pero no ésta. La puerta de Seguridad Central es especial. Lo que ocurre es que alertamos al agente de servicio que está dentro.
Aguardaron unos instantes, y después la puerta se abrió a una sala poco iluminada que tenía el tamaño aproximado de un retrete. La puerta que tenían a la espalda se cerró y, a continuación, se abrió la que tenían delante, dejando ver otra habitación mucho mayor y aún más escasamente iluminada.
Había pantallas de televisión, en grupos, en las cuatro paredes, con hombres uniformados ante cada grupo de pantallas. En el centro de la sala se hallaba un enorme tablero de mandos de forma circular, con infinidad de discos selectores y botones. En el tablero había más televisores empotrados. Un capitán uniformado, que llevaba puestos unos pequeños auriculares con micrófono, se encontraba sentado despreocupadamente en un cómodo sillón en el centro del círculo del tablero de mandos.
—Dunhill, capitán —dijo el sargento—. Primer día. Le han asignado a Blake.
—Gracias, Adler. Bienvenido a bordo, Dunhill.
Isaac Blake poseía un rostro cuadrado con una papada incipiente bajo la cuadrada mandíbula, un cuerpo cuadrado, que también iba adquiriendo redondez, y cabello negro en el que predominaban las canas. Se recostó de manera indolente ante el grupo de pantallas y tomó un poco de café. Aproximadamente cada veinte segundos, Blake tocaba un botón y las imágenes variaban.
No parecía existir orden alguno en el flujo de imágenes. En un momento dado, la cámara se centró en las cabezas de cientos de compradores que deambulaban a lo largo de una galería comercial, con multicolores atuendos que parecían extraños porque la luz era artificial pero la grandeza del escenario hacía pensar en la luz solar. Después se vio un enorme comedor. Luego un sector de los naranjales y Todos Santos, que se erigía hasta trescientos metros de altura.
—Caramba… es una ciudad impresionante. Incluso vista en una pantalla.
—Sí —convino Blake—. Todavía me impresiona a veces.
Los dedos de Blake se movieron, y la cámara se desplazó hasta enfocar una pared lateral. Vistos con aquel ángulo, los tres kilómetros de longitud parecían extenderse indefinidamente.
El calidoscopio prosiguió. Tráfico disperso en un ferrocarril subterráneo. Pasillos interiores, que se extendían hasta muy lejos; gente en correas móviles, gente en escaleras mecánicas, gente en ascensores. Una aturdidora vista desde arriba de un balcón, donde un velludo hombre en cueros yacía repantigado con obscena comodidad en un colchón de aire. Una treintena de hombres y mujeres estaban sentados ante un alargado banco de trabajo y soldaban minúsculos componentes electrónicos sobre placas de circuitos; charlaban jovialmente y trabajaban casi sin mirar lo que hacían.
La cámara se desplazó al césped más allá del contorno de Todos Santos, donde los miembros de varios piquetes marchaban letárgicamente portando letreros. «ABAJO EL NIDO ANTES DE QUE ACABE CON LA HUMANIDAD» decía uno de los carteles. Blake mostró su desdén con un bufido y tocó varios botones. La imagen captó una mujer, joven y guapa, que vestía minifalda y llevaba un cesto de comestibles. La cámara siguió a la mujer por una escalera mecánica y un largo pasillo, y se acercó rápidamente para mantener la figura en primer plano mientras se aproximaba a una puerta. La puerta se abrió en cuanto la mujer sacó su placa del bolso. Entró, dejando la puerta abierta mientras colocaba el cesto en una silla. Durante un instante, la cámara captó un elegante apartamento, meticulosamente limpio, con gruesas alfombras, cuadros en las paredes… La mujer estaba desabotonando su blusa en el momento en que se acercó a la puerta y la cerró.
—Me gustaría contemplar el resto del espectáculo —murmuró Blake. Dedicó una perezosa sonrisa a Joe Dunhill.
—Entiendo que nosotros no debemos hacer eso —dijo Dunhill.
—No. Y tampoco podemos hacerlo.
—Oh. He notado que no ha recorrido el interior de una sola vivienda. A mí tampoco me gustaría tener cámaras en el cuarto de baño.
—Pues las tenemos —dijo Blake—. Pero no pueden usarse sin autorización… En estos momentos hay una conectada. —Tocó los auriculares—. Capitán, yo me encargaré de esa llamada interior.
—Perfectamente.
La pantalla fluctuó hasta mostrar una cocina. Un niño de corta edad estaba sacando cosas de los armarios. Esparció harina por el suelo, la mezcló cuidadosamente con sal y se dispuso a verter sobre la masa el contenido de una botella de jerez. Blake tocó un botón situado bajo la pantalla. Aguardó unos instantes.
—Señora —dijo por el minúsculo micrófono—, aquí Central de Seguridad. Alguien ha pulsado la alarma en la cocina, y será mejor que vaya a echar un vistazo… Sí, señora, no hay peligro, pero debe apresurarse.
Blake esperó. En la pantalla superior se vio a una mujer qué aparentaba treinta y cinco años, no muy atractiva en aquellos momentos porque parte de su cabello estaba sujeto con rizadores y el resto pendía aglutinado y húmedo; la mujer entró en la cocina, contempló la escena, horrorizada, y gritó:
—¡Peter!
Luego levantó los ojos, sonriente, y se acercó a la cámara.
—Gracias, agente —dijo.
Blake devolvió la sonrisa, sin motivo lógico, y tocó un botón. La imagen desapareció.
Joe Dunhill observaba, muy concentrado. El sargento Adler estaba en lo cierto, él jamás había visto a un policía hacer ese trabajo.
—No lo comprendo —dijo a Blake—. Usted salta de un sitio a otro.
—Algo así. Naturalmente hay excepciones, como cuando alguien nos pide que vigilemos algo concreto. Pero fundamentalmente observamos lo que nos parece. Cuando se lleva cierto tiempo aquí, uno aprende a juzgar la conveniencia.
—Pero ¿no sería mejor tener lugares asignados, en vez de ir de un sitio a otro?
—Los jefes no opinan así. Quieren que estemos atentos. ¿Y cómo vamos a estar atentos si siempre miramos una sola escena? Los matemáticos resolvieron los problemas… cuántos agentes, cuántas pantallas por agente, probabilidad de complicaciones… Está fuera de mi alcance, pero el sistema funciona.
Joe digirió la información.
—Eh… creo que yo sería de más utilidad en las calles. Para responder a las llamadas…
Blake se echó a reír.
—Cuando lleve un año aquí, quizás esté en situación de influir en los accionistas. Si es que sirve.
El calidoscopio proseguía. Una correa móvil, y algunos niños corriendo sobre la baranda, por encima de la correa. Blake accionó los controles y la cámara se acercó a los niños. Al cabo de un momento el calidoscopio se inició de nuevo.
—Piense en ello —dijo Blake—. En Seattle, usted era un policía, y salía a mezclarse con los civiles. Le preocupaba hacer buenos arrestos, ¿no es cierto? Era el mejor modo de ascender.
—Sí, pero…
—Bueno, aquí es distinto. —Blake arrugó la frente de improviso y dejó la taza de café.
A Joe Dunhill le costó unos instantes comprender que Blake ya no tenía ganas de hablar, y tardó otro segundo en darse cuenta de lo que había atraído la atención del agente. No era la pantalla, sino una luz azul que se había encendido junto a ella.
—En la azotea —dijo Blake, con duda reflejada en su voz. Después, con más confianza, añadió—: Un visitante. ¿Cómo habrá subido hasta ahí?
Blake accionó diversos mandos. La pantalla mostró imágenes inconexas, fugaces visiones de nueve kilómetros cuadrados de terraza: las ventanas cubiertas con cortinas del Sky Room, la sala de fiestas; jugadores en el campo de golf; una vista desde el aire de un pozo de ventilación, en forma de pirámide invertida, que descendía formando escalones cada vez más estrechos de un piso de altura y revestidos de ventanas. Luego un bosque de estructuras esqueléticas, un parque infantil, vacío en aquel momento, y otra jungla de barras metálicas con una decena de niños colgados de ellas como murciélagos. La piscina olímpica, con otra piscina al lado, amplia pero poco profunda, para niños. Un campo de béisbol. Un campo de rugby. En la azotea de Todos Santos había toda clase de juegos para niños o adultos.
Al otro lado de una valla baja, una zona vacía, sacos de cemento y pilas de madera para hacer bancos, y un dosificador de cemento ocioso en aquellos instantes. La cámara se concentró en el dosificador.
—Una placa de identidad —murmuró Blake—. La placa del visitante, debe estar metida en el dosificador. ¿Por qué condenada razón? ¿Y qué está haciendo ese tipo ahí arriba?
La pantalla volvió a deslizarse sobre la azotea, en busca de…
—¡Allí! —gritó Joe Dunhill.
—Sí, ya lo he visto. No parece que lleve nada. Aunque lo que sea puede haberlo ya dejado. Tendremos que registrar la azotea. Los detectores habrían localizado cualquier metal, y ahí arriba hay pocas cosas dignas de hacer estallar, pero tendremos que investigar de todos modos.
La figura avanzaba rápidamente junto a la valla de cuatro metros de altura que la separaba del límite del edificio. El hombre caminaba encorvado, era una caricatura de un hombre que se esconde. Encontró una brecha en la valla, vaciló, y se metió por el hueco.
Blake sonrió maliciosamente.
—¡Ajá! Quizá no sea preciso enviar agentes allí. El visitante ha encontrado el trampolín.
—Esa zona no corresponde a la piscina.
—Lo sé. A veces siento admiración por Rand. ¿Ha oído hablar de Tony Rand? Es el arquitecto principal de este edificio. El trampolín alto de Rand no se encuentra en la zona de piscinas.
—¿No?
—Fíjese. Si ese hombre es un buen saltador, no tendremos que recurrir a nadie. —Blake tocó otro botón—. Capitán, el bandido está en la azotea. Da la impresión de querer zambullirse.
Blake ajustó los mandos. La imagen se hizo más nítida.
Hacía media hora que seguía la valla, en busca de un camino para llegar al final. La valla parecía interminable, y se preguntó si podría escalarla, y si habría alarmas. Se decía que Todos Santos era muy superior al Gran Hermano…
Entonces vio el boquete. Cerca había un dosificador de cemento, y el hombre introdujo en la máquina la placa de visitante. La placa no era suya, y no decía nada de él, pero se trataba del último camino posible. Tal vez lo encontrarían, tal vez no. Siguió avanzando, hacia la brecha de la valla.
Había un gran letrero: ¡CUIDADO! El hombre no sonrió. Su alargado y feo rostro conservó extremada calma, como si jamás hubiera sonreído y no pensara hacerlo nunca. Se metió en la abertura circular del vallado, que apenas superaba la anchura de su espalda.
La abertura acababa en una escalera de acero. A través de los peldaños, el hombre distinguió los naranjales y parques que había abajo, muy lejos, y detrás de ellos las diminutas formas de edificios urbanos, algunos con la mancha azul de una piscina, todos con apariencia de miniaturas. Apretó la frente contra el frío metal y miró hacia abajo… Trescientos metros más abajo se extendía el paisaje verde que rodeaba Todos Santos. Trescientos metros que conducían al olvido.
Subió por la escalera. La situación era extraña. Los escalones finalizaban en un rectángulo largo y estrecho. El hombre lo tanteó con los pies. Madera forrada de arpillera… que vibraba ligeramente.
Un trampolín en las alturas.
Se asomó al trampolín y miró hacia abajo.
Los balcones menguaban en perspectiva hasta confundirse con el uniforme muro. La zona herbosa de la superficie era un borrón verde. Una visión más matemática que real, líneas paralelas que se encontraban en el infinito. Allí estaba el punto final de una vida oscura y frustrada. El hombre no llevaba un solo documento de identidad. Después de una caída así, nadie sabría quién era el muerto. Que lo averiguaran.
El trampolín osciló cuando el hombre se apoyó en la tabla.
—Pero… pero ¿y si salta? —preguntó Joe Dunhill.
—Bueno, no lo avisamos, pero hay una red que sale en cuanto el suicida pasa ante los ojos electrónicos. Después lo recogemos y lo expulsamos. Para que nos haga mala publicidad —le explicó Blake.
—¿Es un hecho normal? Usted no parece muy interesado.
—Oh, me interesa. He apostado cinco dólares. ¿Ve aquella tabla?
Blake señaló la pared más alejada, donde alguien había escrito con tiza:
RIERON: 3
RETROCEDIERON SALTARON: 8
SE ATERRORIZARON: 7
—Es el resumen de este trimestre. Interprételo —dijo Blake—. El tejado de este edificio tiene un muro de doce kilómetros. Aquí vienen todos los aspirantes a suicida del oeste de las Montañas Rocosas y algunos de Nueva Inglaterra y Japón. Pero el trampolín es el único acceso al borde del edificio, y ejerce un efecto curioso en la gente. —Blake adoptó un aire ceñudo y se rascó el cuello—. Tiene todo el aspecto de un saltador. Si se arrepiente tengo una buena posibilidad de ganar.
El hombre estaba montado a horcajadas en el extremo del trampolín, meditando una caída de trescientos metros. La imagen de la melancolía… hasta que una ráfaga de viento le abofeteó, y de repente se encontró bailando a la pata coja y agitando los brazos.
—Quizá no —dijo Blake.
El saltador estaba luchando por su vida de un modo reflexivo. La ráfaga de viento cesó súbitamente, y el hombre estuvo a punto de caer por el otro lado del trampolín. Dio la vuelta a gatas. Se quedó inmóvil, aferrado al trampolín. Después retrocedió hacia la escalerilla. Al llegar a los escalones permaneció encogido y empezó a bajarlos, colocando cuidadosamente los pies.
—El saltador se va, capitán —dijo Blake.
—Perfecto. Ordene que vayan a detenerlo.
—¿Hay gente que se echa a reír? —preguntó Joe.
—Sí. Una situación curiosa, ¿eh? Piensas suicidarte. Reír es la declaración más vigorosa que puedes hacer respecto a la forma en que te ha tratado el mundo. Bueno, eso es lo que opina Rand. Y cuando por fin llegas ahí, ¡un trampolín añade tres metros a la caída!
Joe sacudió la cabeza, sonriente.
—No todos retroceden. En cierta ocasión vi una mujer ahí arriba. Se quitó el abrigo, y no llevaba otra prenda debajo, brincó una vez y realizó una maravillosa zambullida de cisne. —Blake sonrió, y se estremeció después—. Pero el trampolín desalienta a mucha gente. Rand no tiene un pelo de tonto. Él construyó Todos Santos, y sigue construyéndolo… ¿Me comprende? Rand siempre está haciendo arreglos.
—Me gustaría conocerlo.
—Lo conocerá.
Ni en sueños, pensó Joe.
—¿Y qué ocurrirá con el saltador?
—Un jefe hablará con él. Se trata de una norma vigente. Rand desea saber los móviles de los suicidas. Quizá quiera idear otros medios para desanimarlos. —Blake miró su reloj—. Es posible que éste tenga que esperar un rato. Se espera la visita de un pez gordo canadiense y toda la jefatura estará ocupada.
—¿Podemos detenerlo? —preguntó Joe—. Me refiero a derechos civiles y…
—Naturalmente. Algunos somos auténticos policías —dijo Blake—. Es un acto legal. Todos Santos, legalmente, es una ciudad. Algo así. La seguridad es más fácil de lograr con agentes que con policías. Pero estamos en una ciudad. Incluso disponemos de una cárcel. Y también tenemos jueces, aunque sin demasiado trabajo. Los de la Corporación se encargan de los asuntos civiles, y los delitos mayores son incumbencia del fiscal de distrito de Los Angeles.
—Aquí las cosas son muy distintas… —Joe parpadeó y se acercó a la pantalla—. Oiga…
—¿Qué?
—He visto brillar una luz. Ésa.
—Hum… La zona del túnel. Será mejor comprobarlo, se trata de un territorio crítico. —Hizo varias operaciones en el tablero y se encendió una hilera de luces verdes—. No hay nadie que no pertenezca a esa zona. ¿Está seguro de haber visto algo?
—Prácticamente seguro.
—Algún hombre de mantenimiento debía tener la placa dentro de una caja de herramientas. —Blake bostezó—. ¿Puede traerme otro café?
—Naturalmente.
Preston Sanders ocupaba un elevado puesto en la jerarquía de Todos Santos. Lo bastante elevado para merecer un enorme despacho amueblado a su gusto, con cuadros abstractos y mapas con la situación de diversas pistas para esquiar. Una pantalla de televisión con bordes de madera de teca, y que casi cubría una pared entera, mostraba imágenes de acontecimientos del mundo del esquí. Las fluctuantes imágenes, tomadas por una cámara fija o por un experto esquiador que con la cámara al hombro bajaba las pendientes más pronunciadas del mundo, solían ser causa de que los visitantes de Sanders pidieran algo distinto. Pero a Preston le encantaban.
El mobiliario era de madera de caoba y de teca. Incluso los cuadros de la consola-escritorio tenían bordes de madera de teca, y había marcos de rojiza madera en las pantallas de televisión del escritorio y de las paredes. El día en que Sanders explicó la decoración que deseaba, Tony Rand comentó de un modo muy peculiar: «Que todo haga juego, ¿eh?».
Sanders recordaba aquellas palabras de vez en cuando. Eran muy ciertas. Su piel tenía el color de la madera de teca. Y Tony Rand no se había referido a otra cosa con su comentario. Sanders fijó la mirada en Rand, que estaba esforzándose en hacer caso omiso de la mareante vista del salto olímpico.
—Al principio me asombrabas —dijo Preston—. No tienes prejuicios raciales.
Planteado de improviso por un negro, el tema habría irritado a ciertos blancos.
—¿Debo tenerlos? —contestó Rand. Y todavía con los ojos apartados de la pantalla, que producía un vértigo instantáneo, terminó de servirse un café con el samovar de plata. Agregó una buena cantidad del coñac de Sanders; un Carlos Primero que era demasiado bueno para mezclarlo con el café.
—Ciertamente. Es normal. Por eso me extrañé, y finalmente hallé la explicación. Todos Santos sigue siendo para ti una práctica para construir una nave espacial. ¿Me equivoco?
—Por supuesto que no, Pres. Yo construí Todos Santos. ¿Quién puede tener más conocimientos que yo? Podríamos empezar a construir naves ahora mismo. El diseño es correcto. Lo que no podemos hacer es formar una sociedad tecnológica autosuficiente con sólo varios miles de miembros.
—¿Sabían los directores que tú pensabas así? Me sorprende que te permitieran trabajar en esta obra. Pudieron elegir a una persona que creyera que Todos Santos era un fin en sí mismo.
—No lo es. No creo que los directores opinen de esa forma. Piensan que esto es una práctica para lograr mejores arcologías. Pero también es un fin en sí mismo. Dependemos demasiado de Los Angeles, pero sabremos qué detalles faltan en este diseño y los añadiremos en el siguiente. ¿Coñac?
—Ahora no. Tengo que ver a Art antes de que atienda al canadiense que viene de visita… Me sorprende que no lo sepas. —Sanders extendió la mano hacia el tablero de madera de teca y giró un botón. El escenario olímpico desapareció, y fue sustituido por una imagen de Los Angeles vista desde la parte más elevada de Todos Santos.
—Estoy enterado. Convencí a Bonner de que yo iba a estar ocupado todo el día. ¿Cuál fue tu gran contribución al aceleramiento de relaciones?
—Bueno, un día me dije, aquí estoy yo, uno de los doscientos negros de un edificio tan grande como una ciudad, y soy el lugarteniente de Art Bonner. Y aquí está Tony Rand, que en su cabeza pilota una nave espacial con un solo negro entre el personal del puente. Entonces lo comprendí. Soy un extraño admitido por convencionalismo, un símbolo, y tú estás estudiándome.
Rand esbozó lentamente una sonrisa.
—Un extraño símbolo. En el puente. Interesante… Escucha, si me dices cuál es el color de tu simbólica piel, te diré la forma de tus simbólicas orejas.
—Verde.
—Puntiagudas.
Ambos hombres sonrieron.
—Te diré una cosa —explicó Rand—. Hay extraños en el puente, y tú no eres uno de ellos. Y, sí, estoy estudiándolos. ¿Puedes garantizarme que Art Bonner es un genio?
—Por supuesto —dijo Preston sin vacilar—. Conozco las responsabilidades de un cargo en la jerarquía. Ninguna otra persona sería capaz de hacerles frente.
—¿Piensas que vas a sorprenderme en el intento? Muy bien. Barbara Churchward. ¿Es un genio?
Sanders frunció la frente durante un momento.
—Trabajo muy poco en la sección de economía. Art opina que sí. —Arrugó de nuevo la frente—. Ajá. Creo saber a dónde quieres llegar.
—Perfecto —dijo Tony Rand—. Bien, ambos tienen esos injertos. —El rostro de Rand adoptó una extraña expresión. Casi de intensa nostalgia, pensó Sanders, igual que la expresión de un exilado cuando contempla el mar en dirección a su patria—. ¿No te gustaría saber qué se siente cuando puedes conocer cualquier cosa que quieras, simplemente preguntándola? Es igual. Podemos imaginar a los dos como interacciones hombre-computadora. Lo que hay que decidir es lo siguiente: ¿Hasta qué punto es importante el vínculo electrónico? Ambos eran genios antes de que se les implantara el injerto.
La pantalla de televisión mostraba la fálica forma del ayuntamiento de Los Angeles sobresaliendo en la niebla. Sanders mejoró la nitidez de la imagen.
—Y los injertos son terriblemente caros —dijo Preston—. Comprendo. Debes decidir si los oficiales de tu nave espacial los precisan o no.
—O la jefatura de mi próxima arcología. Lo que debes aclararme respecto a esos dos es lo siguiente: ¿Son genios, o ya son algo más?
—¿Cómo diablos puedo saberlo?
—Sólo probabilidades. Creía que tú también podías ser un genio. Es decir, el único negro de la jefatura de Todos Santos debe haber tenido una conducta algo más que normal.
—Oh, eres un necio.
—¿No es cierto?
—Esa condición no es precisa. Hace falta cierta dosis de inteligencia, y estar dispuesto a aceptar las responsabilidades producto de las órdenes que das, y…
Preston enmudeció, asustado por la palabra que había estado a punto de usar. Y contempló a Rand para ver si el arquitecto la había adivinado. Pero el problema era totalmente opuesto. Rand, sin la menor idea de lo que estaba diciendo Preston, esperaba que el otro hombre prosiguiera.
—Muy bien —dijo Preston—. Aquí jugamos al juego de la política. Implica constantes fricciones entre individuos, muchos compromisos, entre una persona que cree tener la respuesta correcta y otra que opina que su solución es la apropiada. Yo me encuentro en medio muchas veces, quizá más que cualquier otro, porque soy más conspicuo. —Sanders se encogió de hombros—. Así que me resigno. Cedo en muchísimas ocasiones, aun cuando sé que tengo razón. Eso sería servilismo para ciertas personas.
—¿Servilismo? ¿El Tío Tom? Pero mandas más que obedeces.
Rand jamás lo entendería. Era el rasgo personal que le preservaba de la micropolítica de Todos Santos: una persona intentaba manipularle, y de repente él se hallaba en otra parte, tal vez redistribuyendo el espacio de su armario, mientras la persona en cuestión se esforzaba en destrozar la imagen de alguien.
Y por eso Sanders se sentía a gusto, generalmente, con Rand. Tony Rand no representaba amenaza alguna. Como Art Bonner, Rand siempre era digno de confianza.
Excepto el día en que estuviera directamente implicado, pensó Sanders. Si ello sucedía, Rand sería un hombre peligroso. Sí, Mantenimiento formaba parte de Operación… pero los supervisores de Mantenimiento se pondrían de parte del Ingeniero Jefe cuando llegara el momento de elegir. Quizá no abiertamente, aunque… Sanders vio en su mente la imagen de alguien que intentaba poner la zancadilla a Rand y terminaba con el desagüe conectado al lavabo mientras el acondicionador de aire vertía agua con olor a mofeta. El rostro de Sanders esbozó una amplia sonrisa.
—¿Qué ocurre?
—¿Significa algo para ti el nombre Sir George Reedy?
—No.
—Es el sujeto al que no has querido conocer, el canadiense que viene a estudiar Todos Santos. Estoy atento a su helicóptero.
—Pensaba que habías cambiado la imagen para mostrarte cortés.
—Y otra cosa, Tony. Sir George tiene un injerto.
—Ah. En ese caso vale la pena hablar con él. —Rand adoptó una expresión pensativa.
—Más de lo que crees. Le hicieron el injerto porque alguien debía un favor a su familia. Dudo que fuera un genio antes del injerto.
—Oh, oh. —Rand miró su nuevo juguete, un reloj de pulsera Bulova Dalí, tan plano y flexible como la manga de su camisa—. Creo que debería preocuparme de ciertos detalles —dijo—. Tal vez esté desocupado por la tarde. Gracias, Pres.
Rand se marchó rápidamente, seguido por la suave sonrisa de Sanders.
La sonrisa desapareció en cuanto Sanders volvió a dedicarse a sus pensamientos particulares.
Su familia jamás había sufrido la esclavitud. Indudablemente algunos Sanders habían sido esclavos, en algún lugar; pero desde 1806, la fecha más lejana hasta la que podía seguirse el rastro, los Sanders fueron negros libres al servicio del gobierno de los Estados Unidos, en Washington. El padre de Preston había sido médico del Servicio de Salud Pública. El mismo Sanders asistió a los mejores centros docentes privados…
… donde la gente era tan liberal que ni siquiera imaginaban un adjetivo despectivo para los hombres negros. Y cuánto llegué a odiar a esos miserables bastardos, recordó Sanders. Contempló sus oscuras manos y se extrañó de sí mismo. ¿Por qué no odiaba a Mead, a Letterman y a los otros, a todos los que se ponían nerviosos cuando hablaban con él?
Irguió la cabeza al recordar algo, y accionó los mandos de la consola para cambiar la vista, desde el este de Los Angeles hacia el oeste, hacia el océano. Una palanca movió la cámara hasta que Sanders distinguió una forma de brillantes colores en el cielo de la tarde, y a continuación maniobró el zoom para acercarse. Frank Mead, que daba gritos de alegría mientras colgaba del planeador de doble ala. Mead no tenía un peso anormal, era simplemente gordo, y necesitaba un planeador de diseño especial. Mead era uno de ellos, una persona que no ocultaba su opinión de que Preston Sanders iba a meter la pata algún día.
Entonces, ¿por qué no le odio?, se preguntó Preston. Me pone nervioso, pero no le odio. ¿Por qué?
¿Porque no comparto la experiencia negra? Eso habría dicho mi compañero de habitación en Howard.
¿O porque todos estamos haciendo algo en que creemos? Gobernamos una civilización, algo nuevo en este mundo, y no me importa que alguien me diga que se trata de una civilización muy pequeña. Es una civilización. La primera, desde hace mucho tiempo, en que la gente puede sentirse segura.
Si tan sólo creyeran en mí.
Sanders se levantó. Era la hora de su entrevista con Art Bonner.