XXI

Los Montalescot se acostumbraron pronto a su nueva residencia. Louise se ocupaba con pasión de su sorprendente descubrimiento, mientras Norbert exploraba curiosamente el Behulifruen o la ribera derecha del Tez.

La urraca presa, siempre fiel, era la admiración de todos por su ternura e inteligencia; el pájaro, que cada día realizaba nuevos progresos, ejecutaba con seguridad maravillosa las órdenes más diversas dictadas por su ama.

Un día, vagando por las riberas del Tez, Norbert quedó seducido por la extraordinaria maleabilidad de una tierra amarillenta, ligeramente húmeda, de la que se apresuró a hacer provisión. El joven pudo, desde entonces, ocupar sus ocios en modelar, con su facilidad habitual, deliciosas estatuitas bien plantadas que, una vez secadas al sol, adquirían la consistencia y el aspecto de la terracota. Talú, manifiestamente interesado en estos trabajos artísticos, parecía elaborar algún proyecto, al cual, una circunstancia fortuita, llevó pronto a la total madurez.

Desde que estábamos en Ejur, diversas bestias comestibles, embarcadas en el Lyncée para ser sacrificadas en el curso del viaje, habían contribuido poco a poco a nuestra alimentación. Gracias al mayordomo parsimonioso, que cuidaba mucho esta preciosa reserva, quedaban todavía algunos terneros, destinados a seguir la suerte de sus compañeros. El previsor cocinero se decidió al fin a utilizar ese grupo de sobrevivientes, y nos sirvió un día una comida donde, además de las apetitosas lonjas de la primera víctima, había un plato de bofes finamente sazonado. Talú, que por curiosidad instintiva se había mostrado siempre ávido de nuestros platos europeos, gustó cuidadosamente esta última preparación, cuya procedencia y aspecto natural quiso conocer de inmediato.

Al día siguiente Sirdah, triste y angustiada, vino a vernos de parte de su padre, cuyas penosas instrucciones completó con una serie de apreciaciones personales.

A su manera de ver, Talú execraba a Louise, cuya imagen se asociaba siempre en su pensamiento a la del rey Yaúr. El hermano y la hermana estaban confundidos en un mismo sentimiento de loca aversión, y el emperador sólo les concedería un doble indulto a cambio de prodigios irrealizables, de los que había laboriosamente arreglado todos los detalles, con un refinamiento lleno de maliciosa crueldad.

Entre los fardos y cajones reventados cuando el accidente del Lyncée, se encontraba una buena cantidad de juguetes, consignados a un comerciante de Buenos Aires. Talú se hizo mostrar en detalle todos los artículos, para él nuevos, contenidos en los paquetes; se interesó especialmente en los objetos mecánicos, cuya cuerda a resortes manejaba él mismo. Había descubierto, sobre todo, cierto ferrocarril que lo deslumbraba con su maravilloso rodar sobre un complejo conjunto de rieles fácilmente desmontables. Era de este divertido invento que había surgido, en parte, el proyecto que Sirdah venía a exponer en detalle.

Inspirado por su última comida, Talú exigía al pobre Norbert la construcción de una estatua en tamaño natural, cautivante como tema y bastante liviana como para rodar, sin deteriorarlos, sobre dos rieles crudos hechos de la misma materia inconsistente tan bien preparada el día anterior por el cocinero. Además, sin hablar ahora de un peso especial, el emperador reclamaba tres obras escultóricas más o menos articuladas, de las que sólo la sabia urraca, con ayuda del pico o de las patas, podría poner en movimiento el mecanismo.

Cumplidas estas condiciones, a las que se unía el buen funcionamiento del aparato cuya terminación ocupaba a Louise, quedaría asegurada la libertad del hermano y de la hermana, que podrían entonces unirse a nuestro destacamento para llegar a Porto-Novo.

Pese al extremado rigor de este ultimátum, Louise, sin entregarse al abatimiento, comprendió que su deber consistía en alentar y guiar a Norbert.

Se trataba, en primer lugar, de encontrar una materia a la vez ligera, flexible y resistente, que pudiera servir para construir una estatua casi imponderable.

Al azar buscamos en los equipajes sacados del navío, y Louise lanzó bruscamente un grito de alegría al descubrir algunos paquetes importantes, cargados de ballenas de corsé, uniformemente negras. Al consultar las etiquetas, comprobamos que el envío era hecho por una casa en liquidación, que sin duda había cedido barato una parte de sus reservas a algún fabricante americano. Como los intereses en juego eran demasiado graves para permitir escrúpulos, Louise se apoderó de la mercadería, dispuesta a compensar más adelante al destinatario.

Para elegir el tema cautivante impuesto por las instrucciones del emperador, la joven no tuvo más que dejar vagar al azar su memoria, copiosamente enriquecida por innumerables lecturas. Recordó así una historia narrada por Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso donde, en rápidos preliminares, el ilustre cronista procura comparar el carácter ateniense con la mentalidad espartana.

Veamos cuál es, en sustancia, el clásico relato, tantas veces traducido por numerosas generaciones de estudiantes.

Un rico lacedemonio llamado Ktenas tenía a su servicio un gran número de ilotas.

En lugar de despreciar a estos esclavos, envilecidos por sus conciudadanos hasta el nivel de bestias de carga, Ktenas sólo pensaba en elevar su nivel moral y sensible por medio de la instrucción. Su meta noble y humanitaria era convertirlos en iguales y, para forzar a los más perezosos a trabajar con celo, había recurrido a severos castigos, sin temer a veces usar su derecho de vida y muerte.

El más recalcitrante del grupo era, sin duda, un tal Saridakis quien, tan mal dotado como apático, se dejaba sobrepasar sin vergüenza por todos sus camaradas.

Pese a los más duros castigos, Saridakis seguía estancado, y consagraba vanamente horas enteras a la simple conjugación de los verbos auxiliares.

Ktenas vio en esta manifestación de completa incapacidad la ocasión de impresionar de modo terrible el espíritu de sus alumnos.

Dio tres días a Saridakis para grabar definitivamente en la memoria el verbo είμί. Pasado el plazo el ilota, ante todos sus condiscípulos, debería pronunciar la lección frente a Ktenas, cuya mano, armada de un estilete, se hundiría a la menor falta en el corazón del culpable.

Seguro de antemano que el amo actuaría de acuerdo a sus aterradoras promesas, Saridakis torturó su cerebro e hizo heroicos esfuerzos para prepararse a la prueba suprema.

El día fijado, Ktenas, reuniendo a sus esclavos, se colocó frente a Saridakis, dirigiendo hacia el pecho del desdichado la punta del estilete. La escena fue breve: el recitante se equivocó groseramente en el dual del único imperfecto, y un golpe sordo resonó súbito en medio de un silencio angustiado. El ilota, con el corazón traspasado, giró un instante sobre sí mismo y cayó muerto a los pies del inexorable justiciero.

Sin vacilar, Louise adoptó este conmovedor modelo.

Ayudado por las indicaciones de su hermana, Norbert logró levantar, sobre flexibles ballenas, una estatua liviana, provista de ruedas. Los clavos y utensilios necesarios al trabajo fueron entregados por Chenevillot, que construía personalmente una balanza bien equilibrada, adecuada para recibir a último momento los rieles frágiles y delicados. Para completar aquella obra, llena de vigor impresionante, Louise trazó en letras blancas, sobre el zócalo negro, un largo título explicativo, que precedía la conjugación del famoso dual murmurado por los labios expirantes del ilota.

Las efigies con movimiento encargadas por el emperador reclamaban otros tres temas.

La entusiasta Louise era admiradora de Kant, cuyos retratos asediaban netamente su espíritu. Bajo sus miradas, Norbert ejecutó un busto del ilustre filósofo, teniendo cuidado de vaciar el interior del bloque y de dejar en la parte superior de la cabeza una capa arcillosa de espesor nulo. Chenevillot colocó en la cavidad craneana un juego de lámparas eléctricas con poderosos reflectores, cuyo resplandor debía representar las llamas geniales de algún pensamiento luminoso.

Louise se inspiró después en una vieja leyenda bretona que relata de manera conmovedora la heroica y célebre mentira de la monja Perpetua, que no temió arriesgar la vida al rehusar entregar a los esbirros encargados de perseguirlos, dos fugitivos ocultos en su convento.

Esta vez fue un grupo entero lo que Norbert debió modelar con arte y paciencia.

Finalmente el joven, dócil instrumento de su hermana, evocó al Regente inclinado ante Luis XV; a la estudiante le gustaba la antítesis contenida en la humilde muestra de respeto otorgada a un niño por el personaje más poderoso del reino.

Cada obra estaba provista de un mecanismo muy simple, especialmente adaptado al pico y a las patas de la urraca, cuya educación dio más trabajo de lo que podía esperarse.

En efecto, el nuevo trabajo era mucho más complejo que las insignificantes muestras de fuerza dadas hasta ahora por el pájaro. Los movimientos debían ejecutarse seguidamente, sin piloto ni indicaciones, y el ave retenía con dificultad una serie de tantas evoluciones, diferentes y precisas. Norbert ayudó a su hermana en el laborioso aprendizaje, que era menester llevar bien a cabo.

Entretanto, Louise proseguía activamente sus trabajos químicos, cuyas últimas manipulaciones exigían un local preparado de una manera especial desde el punto de vista de la luz.

A su pedido, Chenevillot edificó una especie de casita muy exigua, cuyas paredes, prudentemente privadas de salidas, no dejaban pasar ningún rayo.

Una luz amarillenta muy atenuada debía penetrar únicamente en el laboratorio; un vidrio de color, aunque estuviera oscurecido por la más densa opacidad, no hubiera podido producir más que efectos desastrosos sobre la extraña placa sensible en preparación.

La solución del problema la encontró Juillard, que había asistido a las conversaciones de Louise y del arquitecto.

El sabio poseía, en su gran caja de libros, un precioso ejemplar de La Bella de Perth, proveniente de la primera edición de la célebre obra. Las páginas, antiguas en más de un siglo, estaban totalmente amarillentas, y podían servir para tamizar y apagar la enceguecedora claridad del sol africano.

Pese al precio inestimable de esta pieza extremadamente rara, Juillard, sin vacilaciones, la ofreció a la estudiante, que la encontró perfectamente adaptable a sus proyectos y agradeció calurosamente a su amable donante.

Chenevillot cortó las páginas en forma de tejas que, colocadas en diversos espesores y mantenidas por una delicada estructura, formarían la parte superior de la casita. Una abertura practicada en el centro de este frágil techo permitiría a la prisionera aspirar a veces un poco de aire puro, además de cubrir con cuidado los diversos utensilios e ingredientes. La prudencia, en un caso tan grave, estaba por encima de la comodidad, y era por esta abertura única que Louise haría sus entradas y salidas, utilizando dos pequeñas escalas dobles, con escalones chatos, fabricadas por el arquitecto para esta finalidad especial. En efecto: la menor infiltración luminosa podía comprometer el éxito del trabajo, y la abertura del techo se prestaba mejor que una puerta lateral a tener un cierre hermético, garantizado por su propio peso.

La casita se elevaba sobre la Plaza de los Trofeos, no lejos de la Bolsa, separada de ésta por las estatuas de Norbert, correctamente alineadas. Antes de colocar el techo, Chenevillot había amueblado el interior, que contenía una de las escalas dobles, una mecedora y una mesa cargada de los objetos necesarios para el maravilloso descubrimiento.

Louise pasó desde entonces la mayor parte de los días encerrada en el laboratorio, entre sus drogas, sus probetas y sus plantas; empleaba los momentos libres en entrenar a la urraca, que la acompañaba, siempre fiel, en el seno del frágil calabozo.

Cuando se la interrogaba sobre el resultado de sus trituraciones químicas, la joven parecía llena de esperanza y de alegría.