XIX

Poco antes de la victoria de Talú una noticia sorprendente se extendió hasta Ejur: se comentaba la presencia, junto a Yaúr, de una pareja de europeos, una joven y su hermano, llevados más allá del Tez por el azar de una exploración.

El hermano parecía desempeñar un papel muy apagado, pero la viajera, cautivante y bella, proclamaba orgullosamente su aventura con Yaúr, en quien sus encantos, llenos de atractivo, habían producido de entrada una impresión profunda.

Después de la batalla, Talú hizo que le trajeran a los dos desconocidos, que quedaron en libertad para vagar sin custodia, a la espera de un decreto sobre la suerte que les estaba reservada.

La exploradora —una francesa de nombre Louise Montalescot— se unió pronto a nosotros y, dichosa de encontrarse entre compatriotas, nos puso al corriente de las diversas peripecias cuyo encadenamiento la había conducido, junto con su hermano, hasta esta lejana comarca africana.

De origen modesto, Louise era nacida en los alrededores de París. Su padre, empleado en una fábrica de loza, ganaba regularmente su vida fabricando diversos modelos de vasos y recipientes; en esta tarea había demostrado verdadero talento de escultor, cosa que no envanecía al buen hombre.

Louise tenía un hermano menor, objeto de su más vivo cariño. Norbert —así se llamaba el muchacho— se ejercitó desde la más temprana infancia bajo la dirección de su padre y logró, con gran facilidad, modelar delicadas estatuillas en forma de frascos o de palmatorias.

Enviada desde temprana edad a la escuela, Louise demostró sorprendentes disposiciones para el trabajo; gracias a un brillante concurso, obtuvo una beca en un liceo de niñas, y pudo así realizar serios estudios. A los veinte años, dueña de todos sus diplomas, vivió fácilmente del producto de sus lecciones, y se perfeccionó sola en todas las ramas de las letras y las ciencias. Devorada por la pasión de una tarea fecunda, lamentaba el tiempo que debía consagrar al sueño y al alimento.

Su fanatismo la llevaba sobre todo hacia la química, y buscaba con terquedad, en el curso de sus vigilias, cierto gran descubrimiento que, desde hacía tiempo, germinaba en su espíritu. Se trataba de obtener, con un procedimiento enteramente fotográfico, una fuerza motriz suficientemente precisa para guiar un lápiz o un pincel. Louise estaba ya a punto de llegar a la meta; pero le faltaba aún cierto fluido muy importante, hasta el momento inencontrable. Los domingos salía a herborizar en los bosques de los alrededores de París, buscando en vano la planta desconocida que debía perfeccionar su mezcla.

Entonces, al leer en diversos relatos de exploradores feéricas descripciones de la flora tropical, la muchacha soñó en recorrer las ardientes regiones del centro africano, segura de centuplicar, en medio de una vegetación sin igual, sus escasas posibilidades de éxito.

Para distraerse de su idea fija, Louise trabajaba diariamente en un corto tratado de botánica, llamativo y lleno de imágenes, obra de vulgarización destinada a poner de relieve las sorprendentes maravillas del mundo vegetal. Pronto terminó este opúsculo que, editado en gran cantidad de ejemplares, le proporcionó una pequeña fortuna.

Viéndose dueña de esta inesperada suma, la muchacha no pensó más que en realizar el gran viaje, tan ardientemente deseado.

Pero desde hacía algún tiempo sentía una molestia en el pulmón derecho —una especie de opresión penosa y persistente, que le daba la sensación de una provisión de aire imposible de expulsar—. En busca de una opinión autorizada, antes de emprender la lejana expedición, fue a consultar al doctor Renesme, cuyas admirables obras sobre las enfermedades del pecho había leído.

El gran especialista quedó sorprendido ante el extraño caso. Un tumor interno se había formado en el pulmón de Louise, y la atonía de la parte enferma volvía incompleta la expulsión del aire aspirado.

Según Renesme, el mal era provocado, sin duda alguna, por ciertos gases nocivos que la muchacha había absorbido en el curso de sus experiencias químicas.

Era urgente crear una salida ficticia para el aire, pues sin esta precaución el tumor seguiría creciendo indefinidamente. Además, el aparato respiratorio estaría provisto de una sonoridad cualquiera destinada a comprobar en todo instante su buen funcionamiento —la menor obstrucción de uno de los principales órganos podía permitir que la tumescencia realizara irreparables progresos.

Admirablemente dotada desde el punto de vista físico, Louise, pese a la gravedad de su carácter, no carecía de cierta coquetería. Desesperada por la revelación de Renesme, buscó el medio de volver gracioso y estético, dentro de lo posible, el instrumento protético que, desde entonces, formaría parte de su persona.

Tomando como pretexto su próxima partida para comarcas peligrosas, resolvió adoptar el traje masculino, cuya comodidad convenía perfectamente a las dificultades de la audaz exploración.

Su elección se fijó en un uniforme de oficial: de este modo podría dar a los tubos sonoros el aspecto de agujetas, imitando el subterfugio con el que se disimulan las cornetas para sordos en las monturas de los abanicos o de los paraguas.

Renesme se prestó de buena gana a la realización de este capricho, y construyó un aparato de acuerdo a los planes solicitados.

La operación tuvo un éxito total: el tumor, situado en la parte baja del pulmón, fue puesto en comunicación con el aire exterior por medio de una estrecha abertura, a la que fue a adaptarse un tubo rígido subdividido en muchas agujetas, huecas y resonantes.

Gracias a la acción bienhechora de esta sopapa, Louise pudo llevar sin temores una vida de fatiga y de trabajo. Cada noche debía obstruir la abertura por medio de un botón metálico, tras retirar el aparato, que era inútil durante la respiración tranquila y regular del sueño.

Cuando se vio por primera vez con su traje de oficial, la joven quedó un poco consolada de su triste desventura. Encontró su nuevo atuendo muy conveniente y pudo admirar el efecto de su magnífica cabellera rubia, que dejó caer en bucles naturales bajo un gorrito de policía, pícaramente requintado sobre la oreja.

Ni siquiera en los períodos más activos de sus absorbentes estudios, Louise había descuidado a su hermano Norbert.

Su ternura por él se había vuelto aún más atenta tras la desaparición de sus padres, muertos casi al mismo tiempo en el curso de un terrible invierno, generador de epidemias mortales.

Norbert ocupaba ahora el puesto de su padre en la fábrica de loza, y poseía un maravilloso don manual para ejecutar con rapidez toda clase de figuritas llenas de vida y gracia. Aparte de este talento muy real, el joven tenía escasa inteligencia y se sometía por completo a la excelente influencia de su hermana.

Louise quiso compartir con Norbert su súbita opulencia: resolvió, pues, llevarlo en su magnífico viaje.

Desde hacía cierto tiempo la muchacha se interesaba en una urraca encontrada en extrañas condiciones. El pájaro se le había aparecido por primera vez un domingo, en pleno bosque de Chaville. Las doce del mediodía acababan de sonar a lo lejos y Louise, luego de una fatigante sesión de herborismo, se había sentado al pie de un árbol para hacer una comida frugal. De pronto una urraca, audaz y golosa, se acercó a ella a saltitos, como esperando las migas de pan, que le fueron arrojadas con abundancia. El pájaro, lleno de agradecimiento, se acercó aún más sin demostrar susto, y se dejó acariciar y agarrar por la generosa dadora que, conmovida ante esta confiada simpatía, lo llevó a su casa y empezó a educarlo. Pronto la urraca, al menor llamado, corría a posarse en el hombro de su ama, y llevaba la obediencia hasta traer en el pico cualquier objeto ligero señalado con el dedo.

Louise se aficionó tanto a su alada compañera que no pudo aceptar la idea de abandonarla a cuidados mercenarios. Por eso llevó consigo al pájaro el día en que, llena de exuberante optimismo, tomó en compañía de su hermano el expreso de Marsella.

Llevados a Porto-Novo en un rápido vapor, el hermano y la hermana reclutaron a toda prisa una pequeña escolta de hombres blancos y se dirigieron hacia el sur. El proyecto de Louise era llegar al Vorrh, que le había sido señalado por varios libros de exploradores; era allí, sobre todo, que su imaginación descubría de antemano todas las maravillas vegetales.

Su esperanza no se vio defraudada cuando, tras largas fatigas, conoció la imponente selva virgen. De inmediato inició sus investigaciones, y experimentaba una alegría inmensa al ver, a cada paso, bajo la forma de una flor o de una planta, algún nuevo tesoro desconocido.

Antes de la partida, Louise había compuesto químicamente cierto líquido corrosivo, destinado a facilitar su tarea. Una gota de esta solución, derramada sobre cualquier vegetal, debía revelar, por medio de una combustión parcial acompañada de un ligero humo, la presencia indudable de la esencia buscada.

Pero, pese a la enorme variedad de ejemplares acumulados en el Vorrh, los ensayos continuamente repetidos eran infructuosos. Durante muchos días Louise prosiguió su tarea con coraje, penetrando cada vez más en la admirable espesura. A veces, al percibir en algún árbol una hoja rara y atrayente, la señalaba a la urraca, que la arrancaba con el pico para entregársela.

Todo el Vorrh fue así recorrido de norte a sur, sin ningún resultado. Louise, desesperada, repetía maquinalmente la experiencia de costumbre, cuando de pronto una gota de su preparación, echada por prurito de conciencia en una nueva planta, provocó la breve combustión vanamente esperada desde hacía tanto tiempo.

La muchacha tuvo un momento de embriaguez que recompensó las decepciones pasadas. Recogió un buen montón de la preciosa planta, fina y rojiza, cuyas semillas, cultivadas en invernadero, debían proporcionarle la provisión futura.

Fue a la caída de la noche que la viajera hizo su memorable descubrimiento; acamparon en el sitio mismo en que se habían detenido, y cada uno se tendió para dormir, tras una abundante comida durante la cual se tomaron todas las decisiones para volver pronto a Porto-Novo.

Pero al día siguiente, al despertar Louise y Norbert, se encontraron solos. Los compañeros los habían traicionado, robando, tras haber cortado las correas, cierto saco de cuero llevado siempre en bandolera por la muchacha, y que contenía, en sus diversos compartimentos, una carga de oro y billetes. Procurando evitar una denuncia, los miserables habían esperado llegar a la etapa más lejana, para quitar toda posibilidad de regreso a los dos abandonados, privados de víveres.

Louise no quiso tentar lo imposible procurando regresar a Porto-Novo; por el contrario, marchó hacia el sur, en la esperanza de llegar a alguna aldea indígena desde donde pudiera hacerse repatriar con la promesa de una recompensa. Hizo amplia provisión de frutos y salió rápidamente del Vorrh, atravesando toda la inmensa selva sin encontrar huella de Velbar ni de Sirdah, a quienes el incendio iba a expulsar dentro de poco, de su retiro.

Después de algunas horas de marcha, Louise debió detenerse ante el Tez, cuyo curso, a cierta distancia de Ejur, remontaba sensiblemente hacia el norte. En ese momento un tronco de árbol descendía a la deriva por el curso de agua. A un signo de su hermana, Norbert agarró el largo despojo, e impulsados por una fuerte rama a manera de remo, los dos desterrados pudieron cruzar el río, instalados más o menos sobre la corteza húmeda. La muchacha aprovechó con alegría esta ocasión de poner una barrera entre ella y sus guías que, acaso arrepentidos de haber dejado vivos a sus víctimas, podían ser capaces de algún regreso ofensivo.

A partir de este punto, el hermano y la hermana siguieron invariablemente la ribera izquierda del Tez, y cayeron así en poder de Yaúr, a quien la hermosura de Louise turbó profundamente.

En el curso de sus estudios, la muchacha se había mezclado a un mundo de estudiantes y estudiantas, cuyas doctrinas, muy avanzadas, le habían dejado huella: de buena gana proclamaba el desprecio a ciertas convenciones sociales y, a veces, hasta defendía el amor libre. Yaúr, joven y de rostro impresionante, ejerció un poderoso atractivo sobre su imaginación, amante de lo inesperado. Y, según sus ideas, dos seres atraídos el uno hacia el otro por un impulso recíproco no debían sentirse trabados por prejuicio alguno. Dichosa y orgullosa del lado romántico de la aventura, se entregó sin reservas al rey extranjero, cuya pasión se había encendido a la primera mirada.

Todo proyecto de regreso a la patria quedó demorado por este acontecimiento imprevisto.

Lejos ya del traidor follaje del centro del Vorrh, los guías habían abandonado cierto bolso, cuyo contenido, inútil para ellos pero infinitamente precioso para Louise, se componía de una cantidad de objetos e ingredientes referentes al gran descubrimiento fotográfico, hasta ahora inacabado.

La joven reinició sus trabajos con ardor, no dudando ya del éxito ahora que poseía el inhallable fluido proporcionado por las plantas rojas de la selva virgen.

Sin embargo, la tarea exigía aún muchos tanteos, y la meta no estaba alcanzada en el momento de la batalla del Tez.

Al terminar su relato, Louise nos confesó el violento pesar que le había causado la muerte del desdichado Yaúr, cuyo ardiente recuerdo planearía ya sobre toda su existencia.