Hacía dos meses que Seil-kor había partido y esperábamos con impaciencia su regreso pues, terminados los preparativos para la función de gala, sentíamos que el aburrimiento, hasta entonces combatido por el trabajo o la maduración de ideas, no tardaría en apoderarse otra vez de nosotros.
Por suerte, un incidente muy inesperado vino a ofrecernos una poderosa distracción.
Una noche, Sirdah hizo el relato de un grave acontecimiento ocurrido ese mismo día.
A eso de las tres, un embajador del rey Yaúr, tras atravesar el Tez en una piragua, se hizo llevar a la cabaña de Talú, a quien aportaba buenas noticias: el soberano de Drelchkaff, enterado de lo que pasaba en Ejur, estaba obsesionado por el deseo ardiente de oír cantar, con voz de falsete, al emperador, vestido con sus esplendorosas ropas; concedería sin condición la curación de Sirdah si el padre de la joven ciega consentía en subir en su presencia al escenario de los Incomparables para cantar, con emisión femenina, la Aubade de Dariccelli.
Halagado por el pedido y encantado de poder devolver tan fácilmente la vista a su hija, Talú esbozaba ya una respuesta afirmativa cuando Gaizduh —éste era el nombre del embajador negro— se acercó unos pasos para hacer secretas revelaciones en voz baja. El pretendido deseo tan ardientemente formulado no era más que una treta para permitir a Yaúr la libre entrada a Ejur, a la cabeza de numerosa escolta. Conociendo el orgullo de Talú, y sabiendo de antemano que su temible vecino iba a querer deslumbrarlo recibiéndolo en medio de todas sus tropas, el rey esperaba hacer caer en la trampa al ejército enemigo, dentro del espacio relativamente restringido de la Plaza de los Trofeos. Mientras la población de Ejur, atraída por la ceremonia, se aglomerara al borde de la explanada, el ejército de Drelchkaff pasaría el Tez sobre un puente de piraguas rápidamente improvisado, y después se extendería alrededor de la capital como un cinturón humano, con el fin de invadir por todos los lados a la vez el lugar de la representación. Al mismo tiempo, Yaúr daría a su escolta la señal de ataque, y los guerreros ponukelianos, presa en una emboscada, serían masacrados por sus fogosos agresores que, entre muchas otras ventajas, tendrían la de la sorpresa. Dueño de la situación, Yaúr se haría proclamar emperador, tras reducir a la esclavitud a Talú y a toda su descendencia.
Gaiz-duh traicionaba sin remordimiento a su amo, que retribuía mal sus servicios y que, con frecuencia, era brutal con él. Como precio de la delación se entregaba a la generosidad de Talú.
Decidido a sacar partido de la advertencia, el emperador envió a Gaizduh con la misión de invitar al rey Yaúr para el día siguiente, a la puesta de sol. Olfateando de antemano una magnífica recompensa, el embajador partió lleno de esperanza, mientras Talú preparaba ya en su mente todo el plan de defensa y de ataque.
Al día siguiente, por orden del emperador, la mitad de las tropas ponukelianas se ocultó en los macizos del Behulifruen, mientras el resto se dividía en pequeños grupos en las cabañas del barrio más meridional de Ejur.
A la hora dicha, Yaúr y su escolta, comandada por Gaizduh, subieron a una docena de piraguas y atravesaron el Tez.
Apostado en la orilla derecha, Rao, sucesor de Mossem, espió el desembarco, después llevó al rey a la Plaza de los Trofeos, donde Talú esperaba sin armas, con su vestido femenino y rodeado sólo por un puñado de defensores.
Al llegar, Yaúr lanzó una mirada a su alrededor y pareció turbado por la ausencia de guerreros, a los que pensaba hacer caer en la trampa. Talú se adelantó y ambos monarcas cambiaron algunas palabras, que Sirdah, que había quedado junto a nosotros, tradujo en voz baja.
De pronto Yaúr, procurando en vano disimular su inquietud, preguntó si no iba a tener la dicha de ver a las hermosas tropas ponukelianas, cuya audacia y ferocidad eran tan elogiadas. Talú contestó que su huésped se había adelantado levemente a la hora fijada, y que los guerreros, actualmente ocupados en engalanarse, llegarían dentro de unos instantes a aglomerarse en la explanada, para realzar con su presencia el brillo de la representación. Tranquilizado por esta afirmación, pero temiendo despertar con su pregunta imprudente las sospechas del emperador, Yaúr fingió de inmediato ocuparse de frivolidades. Se puso a admirar apasionadamente el atavío de Talú, mientras manifestaba el ardiente deseo de poseer un vestido semejante.
Al oír estas palabras el emperador, que buscaba la ocasión de ganar tiempo hasta la llegada del ejército enemigo, se volvió bruscamente hacia nuestro grupo y, por intermedio de Sirdah, nos dio orden de buscar en nuestros equipajes un atavío semejante al suyo.
Acostumbrada a representar el Fausto de Goethe en todas sus giras. Adinolfa salió corriendo y volvió unos momentos después trayendo entre sus brazos el vestido y la peluca de Margarita.
Al ver el regalo que le ofrecían, Yaúr dejó escapar alegres exclamaciones. Arrojó las armas al suelo y pudo, gracias a su extremada flacura, meterse sin dificultad en el vestido, que se colocó por encima del taparrabo; después, poniéndose la peluca rubia de espesas trenzas, dio algunos pasos majestuosos, realmente alegre del efecto producido por su extraño disfraz.
Pero un inmenso clamor resonó de pronto fuera y Yaúr, olfateando alguna traición, se apresuró a tomar sus armas y a huir con su escolta. Sólo Gaizduh, listo a combatir en las filas enemigas, se unió a los guerreros ponukelianos que, siguiendo a Talú y a Rao, se precipitaron tras el rey. Atraído por el conmovedor espectáculo que se preparaba, nuestro grupo salió corriendo en la misma dirección, y llegó en poco tiempo al límite sur de Ejur.
Pronto nos dimos cuenta de lo que acababa de suceder. El ejército de Drelchkaff, según la decisión real, había atravesado el Tez por un puente de piraguas; en el momento en que el último hombre ponía el pie en la orilla derecha, las bandas de Talú, lanzando gritos como señal, habían salido de las cabañas de Ejur y de los macizos del Behulifruen, rodeando al enemigo por todas partes y utilizando en beneficio propio la táctica imaginada por Yaúr. Ya el suelo estaba colmado de muertos y de heridos del Drelchkaff, y la victoria parecía conquistada por las tropas del emperador.
Yaúr, siempre con su vestido y su peluca, se lanzó con valor al combate y luchó junto a los suyos. Armado de una lanza, Talú, recogiendo la cola del vestido con el brazo izquierdo, se precipitó sobre él, y un extraño duelo tuvo lugar entre los dos monarcas de apariencia carnavalesca. El rey logró primero parar varios golpes, pero pronto el emperador, con una hábil estocada, agujereó profundamente el corazón de su antagonista.
En seguida descorazonados por la muerte de su jefe, los ejércitos del Drelchkaff, cada vez más diezmados, no tardaron en entregarse, y fueron llevados a Ejur en condición de cautivos.
Todos los cadáveres, exceptuando el de Yaúr, fueron lanzados al Tez, que se encargó de llevarlos al mar.