Desde nuestra llegada a Ejur, el húngaro Skarioffszky ejercitaba cotidianamente su cítara de timbre puro y turbador.
Metido en su uniforme de gitano, que nunca se quitaba, el hábil virtuoso interpretaba aturdidores trozos, que tenían el don de despertar a los indígenas.
Todas sus sesiones eran seguidas por un grupo de ponukelianos atentos y numerosos.
Irritado por este público molesto, el gran artista quiso escoger para su trabajo un retiro solitario y seductor, bien al abrigo de visitas inoportunas.
Cargado con la cítara y con el soporte plegadizo, se dirigió al Behulifruen, bajo cuyo elevado follaje se sumergió con paso vivo sin parecer vacilar respecto a la dirección a seguir.
Tras una etapa bastante larga, se detuvo al borde de un manantial, en un paraje pintoresco y encantador.
Skarioffszky conocía ya este lugar lleno de aislamiento y de misterio; un día incluso había intentado bañarse en el límpido arroyo, que corría con mil reflejos sobre brillantes rocas de mica; pero, para su gran sorpresa, no pudo vencer la resistencia del agua, cuya prodigiosa densidad impedía toda penetración un poco profunda; poniéndose entonces en cuatro patas, logró atravesar en todos los sentidos el pesado río, sin mojar su cuerpo, que se mantuvo sobre la superficie.
Abandonando por esta vez el extraño curso de agua, Skarioffszky se apresuró a instalar la cítara y el soporte ante una roca baja, que pudiera servir de base.
Bien pronto, sentado ante el instrumento, el virtuoso se puso a tocar lentamente cierta melodía húngara impregnada de ternura y de languidez.
Al cabo de algunos compases, aunque estaba absorto en el movimiento de sus cuerdas, Skarioffszky tuvo la intuición visual de que algo se estaba desplazando por el lado del río.
Una rápida mirada le permitió percibir un gusano enorme que, saliendo del agua, comenzaba a trepar la orilla.
Sin interrumpirse, el gitano, mediante una serie de miradas furtivas, vigiló al recién llegado, que se acercaba suavemente a la cítara.
Deteniéndose ante el soporte, el gusano se acurrucó sin miedo a los pies del húngaro que, bajando los ojos, lo vio inmóvil, a ras del suelo.
Olvidando el incidente, Skarioffszky prosiguió su ejercicio, y durante tres largas horas, su poético instrumento derramó sin cesar oleadas de armonía.
Al llegar la noche, el ejecutante se puso al fin de pie; al contemplar el cielo puro, exento de toda amenaza de lluvia, resolvió dejar la cítara en el lugar, para el próximo estudio.
En el momento de dejar su retiro percibió al gusano que, volviendo sobre sus rastros, se dirigía hacia la costa, desapareciendo pronto en las profundidades de la ribera.
Al día siguiente Skarioffszky se instaló de nuevo junto al extraño arroyo e inició su tarea con un caprichoso vals lento.
En la primera interpretación, el virtuoso se distrajo levemente al ver el gusano colosal que, saliendo de la corriente, se dirigió a ocupar su puesto de la víspera, donde permaneció graciosamente enroscado hasta el fin de la sesión musical.
Una vez más, antes de retirarse, Skarioffszky pudo ver al inofensivo reptil que, saturado de melodía, se sumergía sin ruido en el tranquilo arroyo.
La misma historia se renovó durante muchos días. Al igual que los encantadores de serpientes, el húngaro, con su talento, atraía infaliblemente al gusano melómano que, una vez atrapado, ya no podía salir de su éxtasis.
El gitano se interesó vivamente en el reptil, cuya confianza lo sorprendía; una noche, terminado el trabajo, le cerró el camino con la mano para procurar atraparlo.
El gusano, sin miedo alguno, trepó por los dedos que se le ofrecían, y después se enroscó con muchas vueltas alrededor de la muñeca del húngaro, que progresivamente fue levantando la manga.
Skarioffszky quedó sorprendido por el peso formidable que debió soportar. Adaptado al medio denso del agua del río, el gusano, pese a su flexibilidad, tenía un peso inmenso.
Esta primera experiencia fue seguida de muchas otras. El gusano aprendió a conocer a su amo y a obedecer al menor llamado de su voz.
Tal docilidad hizo surgir en la mente del gitano la idea de una domesticación, que podría dar preciosos resultados.
Se trataba de lograr que el gusano sacara él mismo ciertos sonidos a la cítara, cultivando pacientemente su misteriosa pasión por la conmoción sonora de las capas de aire.
Tras largas reflexiones, Skarioffszky imaginó un aparato adecuado para utilizar el peso de la onda especial habitada por el gusano.
Las rocas de la ribera le proporcionaron cuatro placas de mica sólidas y transparentes que, talladas finamente y soldadas luego con arcilla, formarían un recipiente adaptable a ciertos fines. Dos ramas resistentes, plantadas verticalmente en el suelo a cada lado de la cítara, sostendrían en su extremo bifurcado el aparato de base baja y delgada, en forma de artesa.
Skarioffszky enseñó al gusano a meterse en el recipiente de mica, y después a cubrir, al extenderse, una ranura abierta en la arista inferior.
Armándose de una gran vaina de fruta, rápidamente recogió del río algunas pintas de agua, que vertió en la artesa transparente.
Después, con la punta de una ramita, levantó, durante un cuarto de segundo, un ínfimo fragmento del cuerpo extendido.
Una gota de agua escapó y fue a golpear una cuerda, que vibró con pureza.
La experiencia, renovada varias veces en la región vecina, dio como resultado una serie de notas que formaron un ritornello.
Súbitamente el mismo contexto musical fue repetido por el gusano que, por sí mismo, dejó pasar el líquido, con una serie de estremecimientos realizados sin error en los lugares deseados.
Jamás Skarioffszky había imaginado una comprensión tan rápida. Su tarea le pareció, a partir de entonces, fácil y fructífera.
Compás tras compás, enseñó al gusano muchas melodías húngaras, vivaces o melancólicas.
El gitano usó su ramita para educar al reptil que, de inmediato, reproducía sin ayuda el fragmento solicitado.
Al ver el agua deslizarse en el interior de la cítara por una de las dos aberturas de resonancia, Skarioffszky, con ayuda de una aguja, practicó bajo el instrumento un agujero imperceptible, que dejaba caer en fina cascada el exceso de líquido acumulado.
La provisión se renovaba a veces en la cercana ribera, y el trabajo marchaba muy bien.
Pronto, impulsado por una creciente ambición, el húngaro, con una ramita en cada mano, quiso obtener dos notas a la vez.
El gusano se prestó de golpe a esta nueva exigencia, y los trozos de la cítara, invariablemente basados en el choque perfecto y simultáneo de dos varillas, fueron todos abordables.
Decidido a presentarse en la función de gala como domador y no como ejecutante, el gitano, durante muchos días, se entregó con pasión a su tarea educadora.
Al fin, multiplicando las dificultades, ató una ramita a cada uno de sus diez dedos, y logró enseñar al gusano muchas acrobacias polifónicas, generalmente excluidas de su repertorio.
Seguro ya de poder exhibir el sorprendente reptil, Skarioffszky buscó ciertos perfeccionamientos capaces de mejorar el aparato en su conjunto.
A su pedido, Chenevillot reemplazó por una doble montura metálica, fijada en el soporte mismo de la cítara, las dos ramas bifurcadas que hasta entonces habían sostenido el recipiente de mica.
Además, un afelpado parcial con que cubrió el instrumento, estaba destinado a dulcificar el choque retumbante de las pesadas gotas de agua.
Para evitar una inundación en la Plaza de los Trofeos, una cazuela con un canal afelpado debía recoger la delgada cascada escapada de la cítara.
Terminados estos preparativos, Skarioffszky completó la educación de su gusano que cada día, con los primeros sonidos de la cítara, salía veloz del espeso río, donde el húngaro se apresuraba a echarlo de nuevo al terminar el trabajo.