XV

Había en Ejur un ejemplar de cautivante originalidad, representado por Fogar, el hijo mayor del emperador.

Con apenas quince años, este adolescente nos sorprendía a todos por su rareza, a veces aterradora.

Atraído por lo sobrenatural, Fogar había recibido de boca del hechicero Bachkú diversas recetas mágicas, que de inmediato había perfeccionado a su manera.

Poeta por instinto, como su padre, el joven amaba apasionadamente la naturaleza. El océano, sobre todo, ejercía sobre su espíritu un encanto irresistible. Sentado en la playa, pasaba horas contemplando las cambiantes olas y soñando en los secretos maravillosos encerrados en el líquido abismo. Excelente nadador, se bañaba voluptuosamente en el fascinador elemento, sumergiéndose lo más posible, para explorar furtivamente los espacios misteriosos que perseguía su precoz imaginación.

Entre otras prácticas tenebrosas, Bachkú había enseñado a Fogar el medio de entrar, sin ayuda alguna, en un estado letárgico vecino de la muerte.

Tendido sobre el primitivo jergón que le servía de lecho, el joven, inmovilizándose en una especie de éxtasis hipnótico, lograba suspender poco a poco los latidos de su corazón, deteniendo completamente las oscilaciones respiratorias de su tórax.

A veces, al terminar la experiencia, Fogar sentía algunos fragmentos de venas obstruidos por la sangre, ya coagulada.

Pero el caso estaba previsto y, para remediarlo, el adolescente tenía siempre a su alcance cierta flor especial indicada por Bachkú.

Con una de las espinas del tallo abría la vena obturada para extraer de allí una piedra compacta. De inmediato un solo pétalo, exprimido entre los dedos, soltaba un líquido violeta, del que bastaban unas gotas para cerrar la herida, mortalmente peligrosa.

Perseguido por el obsesionante deseo de visitar las profundidades submarinas, que poblaba a su pesar de deslumbrantes fantasmagorías, Fogar resolvió cultivar aquel arte misterioso, que le permitía aniquilar temporariamente sus funciones vitales.

Su suprema ambición era sumergirse largo tiempo bajo las aguas, aprovechando el estado hipnótico que controlaba tan perfectamente el juego de los pulmones.

Gracias a un entrenamiento progresivo, pudo permanecer media hora en esa muerte ficticia, adecuada para servir a sus proyectos.

Empezó por tenderse en el lecho, otorgando así a la circulación una calma bienhechora, que le facilitaba la tarea.

Al cabo de algunos minutos, con el corazón y el pecho inmovilizados, Fogar conservaba aún una semiconciencia de sueño, acompañada de una actividad casi maquinal.

Intentó de inmediato ponerse de pie pero, al dar algunos pasos a la manera de los autómatas, volvió a caer al suelo por falta de equilibrio.

Despreciando los obstáculos y los peligros, Fogar deseaba intentar sin demora la expedición acuática proyectada desde hacía tiempo.

Se dirigió a la playa, provisto de una flor violeta con espinas, que depositó en un agujero de la roca.

Después, tendido sobre la arena, logró entregarse al sueño hipnótico.

Pronto su respiración se detuvo, y el corazón cesó de latir. Entonces, como un sonámbulo, Fogar se levantó y penetró en el mar.

Sostenido por el elemento compacto, guardó fácilmente el equilibrio, y descendió sin vacilar los abruptos tramos que formaban la continuación de la costa.

Una ranura en la roca le dio súbito acceso a una especie de laberinto profundo y redondeado, que exploró al azar, descendiendo siempre.

Libre y ligero, recorrió las galerías estrechamente sinuosas, donde nunca un buzo hubiera arriesgado su tubo de aireación.

Tras mil vueltas desembocó en una amplia caverna, cuyas paredes, cubiertas de una sustancia fosforescente, brillaban con suntuoso esplendor.

Extraños animales marinos poblaban por todos lados este feérico refugio, que sobrepasaba en magnitud las visiones imaginarias creadas de antemano por el adolescente.

Bastaba tender la mano para apoderarse de las más sorprendentes maravillas.

Fogar dio algunos pasos hacia una esponja viva, que se mantenía inmóvil en el reborde saliente de una de las paredes. Los efluvios fosforescentes, atravesando el cuerpo del animal, mostraban, en el centro del tejido embebido, un corazón humano de pequeño tamaño, unido a una red sanguínea.

Con muchas precauciones Fogar tomó el raro ejemplar que, extraño al reino vegetal, no era retenido por ningún vínculo.

Un poco más arriba, tres muestras no menos extrañas aparecían colgadas de la pared.

La primera, de forma muy alargada, llevaba una hilera de finos tentáculos semejantes a la franja de un mueble o de un vestido.

La segunda, chata y blanda como una simple tela, semejaba un mezquino triángulo adherido por la base al muro: poderosas arterias formaban por todas partes rayas rojas, completadas por dos ojos redondos y fijos como arvejas negras, que daban al conjunto flotante el aspecto del pabellón nacional de algún pueblo ignorado.

La última muestra, más pequeña que sus vecinas, llevaba en el lomo una especie de caparazón muy blanca, semejante a una pompa de jabón solidificada, extraña a fuerza de finura y liviandad.

Uniendo a la esponja este triple botín, Fogar quiso tomar el camino de regreso.

De pronto, recogió en un extremo de la gruta un gran bloque gelatinoso. No encontrándole ninguna particularidad interesante, lo depositó al azar sobre una roca cercana, cuya superficie estaba erizada de pinchos y asperezas.

Como si despertara ante el contacto de las puntas dolorosas, el bloque se estremeció y elevó, en señal de angustia, un tentáculo parecido a una trompa, dividido en su extremo en tres ramas divergentes.

Cada una de esas ramas terminaba en una ventosa que recordaba el horrible brazo de los pulpos.

A medida que las puntas penetraban más y más en la carne, el sufrimiento del animal aumentaba.

Y su desesperación se manifestó de pronto de manera inesperada: las ramas con ventosas se pusieron a girar como los rayos de una rueda, aumentando poco a poco la velocidad, hasta ahora razonable.

Deslumbrado ante la vista de aquel extraño aparato, Fogar retomó el bloque, juzgado ahora como digno de atención. Al dejar la superficie espinosa que lo atormentaba, el animal cesó bruscamente sus manejos para recaer en la inercia inicial.

El joven llegó a la salida de la gruta.

Allí una forma flotante le cerró el paso, colocándose a la altura de sus ojos.

Se hubiera supuesto alguna placa metálica, redonda y leve, que descendía con lentitud, retenida por la densidad del agua.

Con un gesto del brazo, Fogar intentó apartar el obstáculo.

Pero, apenas rozada, la placa porosa y sensitiva se replegó sobre sí misma, cambiando de contorno y hasta de matiz.

Apoderándose ávidamente de este nuevo ejemplar, al que primeramente había juzgado sin valor, Fogar comenzó la ascensión por el corredor tortuoso ya recorrido.

Sostenido por la presión líquida, llegó sin fatiga a la playa, donde pudo dar algunos pasos antes de dejarse caer.

Poco a poco el corazón y los pulmones recobraron sus funciones, y el sueño letárgico fue seguido por una lucidez total.

Fogar miró alrededor, recordando a medias su viaje solitario.

La experiencia, más prolongada que de costumbre, había multiplicado en sus venas las obstrucciones, debidas a la coagulación de la sangre.

Corriendo apresurado, Fogar se apoderó de la flor violeta, de la que previsoramente se había provisto.

La operación habitual, seguida de la cicatrización inmediata, lo libró de unos guijarros alargados, que tiró al azar en la arena.

De inmediato se produjo un movimiento en el grupo de animales marinos que, desde la caída del adolescente, habían quedado desparramados en el suelo.

Acostumbrados sin duda a alimentarse por succión con la sangre de sus víctimas, los tres ejemplares de la pared vertical, obedeciendo un instinto irresistible, se apoderaron glotonamente, para regodearse, de los finos terrones, tiernos y cuajados.

Este banquete inesperado se hizo con el rumor de un ligero hipo de glotonería, exhalado por el extraño molusco de la caparazón blanca.

Entretanto, el bloque de las tres ramas giratorias, la esponja y la placa chata y gris, seguían inmóviles sobre la unida arena.

Totalmente recobrado, Fogar corrió a Ejur, y volvió llevando a la playa un recipiente que llenó de agua de mar antes de alojar allí a los huéspedes de la gruta submarina.

En los días siguientes Fogar, muy orgulloso del resultado de su zambullida, proyectó para el día de la función de gala una curiosa exhibición de sus hallazgos.

Había estudiado con atención los seis ejemplares que, vez fuera de su elemento, continuaron viviendo siempre en perfecta inmovilidad.

Pero esta inercia desagradaba a Fogar y, rechazando la idea vulgar de una presentación en agua de mar, quiso destacar el valor de sus pupilos como los domadores muestran sus bestias en una feria.

Recordando la rapidez con la cual la mitad de su «troupe» se había apoderado de los guijarros sanguíneos lanzados por él a la playa, resolvió emplear de nuevo el mismo procedimiento de sobreexcitación.

La experiencia se iniciaría con una sesión de sueno letárgico, hecha ante todos por el joven negro perezosamente tendido en su catre, en medio de los diversos animales dispuestos con simetría.

Para la esponja se presentó un medio fácil, procurado por el azar.

Durante los primeros ensayos intentados para acostumbrar a sus alumnos al aire libre, Fogar, queriendo actuar poco a poco, tenía cuidado de verter de vez en cuando cierta cantidad de agua de mar sobre aquellos tejidos vivos, que hubieran perecido en una gran sequía.

Un día, cuidadoso de conservar su provisión de agua marina, el joven utilizó agua dulce e inició la distribución por la esponja, que de inmediato se contrajo enérgicamente para expresar su horror ante aquel líquido, mal adaptado a sus funciones vitales.

Una ducha idéntica, administrada el día fijado, debía forzosamente provocar los mismos efectos, determinando la actividad exigida.

El bloque gelatinoso se mostró especialmente apático.

Por suerte, Fogar, pensando en la gruta, recordó las asperezas rocosas que, al penetrar dolorosamente en las carnes del animal, habían provocado el movimiento giratorio de las tres ramas divergentes.

Buscó el medio de imitar con elegancia las puntas de piedra, torcidas e irregulares.

Cierto fru-fru persiguió entonces su memoria y, ante su espíritu surgió el vestido elegido por Adinolfa para inaugurar la escena de las Incomparables.

Encargó a Sirdah pedir a la trágica algunas de las más gruesas agujas de azabache cosidas a la seda.

Adinolfa puso el vestido entero a su disposición, con generosidad, y la cosecha se acrecentó con la falda y el corpiño, abundantemente provistos.

Una escasa cantidad de cemento, pedido a uno de los obreros de Chenevillot, formó una delgada capa, extendida regularmente sobre un trozo de alfombra. Pronto cien agujas de azabache, plantadas en distintas filas semejantes en la sustancia todavía blanda, pero pronta a solidificarse, irguieron verticalmente sus puntas finas y amenazadoras.

Para dar más interés a la exhibición del bloque gelatinoso, Fogar quiso fijar una presa a cada una de las ventosas en que terminaban las tres ramas giratorias, cuya fuerza muscular y rapidez de evolución serían así mejor apreciadas.

A su pedido, la familia Boucharessas prometió el concurso de tres gatos sabios, que sólo sufrirían un aturdimiento pasajero.

La placa grisácea, una vez salida del agua, se volvía rígida como el zinc.

Pero Fogar, soplando sobre ella, determinaba, en cualquier sentido, muchos balanceos graciosos y sutiles que convenía usar para la función de gala.

Queriendo obtener sin fatiga pulmonar transformaciones continuas y prolongadas, el joven, siempre traducido por su hermana, recurrió a Bex en persona quien, con una pila de recambio eventualmente consagrada a cierta orquesta termo-mecánica, surgida de sus laboriosas vigilias, fabricó un ventilador a hélice, práctico y ligero.

El aparato ofrecía, con un solo abanico, la ventaja de una regularidad perfecta, y de un aliento dulce e ininterrumpido.

Fogar, siempre al lado de Bex, había espiado con pasión la colocación de las diferentes piezas que componían el ingenioso instrumento generador de brisa.

Con su curiosa facultad de asimilación, había comprendido todas las finezas del mecanismo, y expresaba con gestos su admiración por algún rodaje delicado, o por alguna tuerca de detención hábilmente colocada.

Interesado por aquella extraña naturaleza, tan inesperada en semejante país, Bex inició a Fogar en algunos de sus secretos químicos, llevando su complacencia hasta hacer funcionar ante el muchacho su orquesta automática.

Fogar quedó petrificado ante los diversos órganos que, al ponerse en marcha, producían oleadas de armonía rica y variada.

Sin embargo, un detalle lo sorprendía por su relativa pobreza y, gracias a la intervención de Sirdah, allí presente, pudo solicitar a Bex varias explicaciones.

Estaba sorprendido al ver que cada cuerda era incapaz de producir más de un sonido por vez. Según él, unos roedores, habitantes de una zona especial de Behulifruen, tenían una especie de crin, en la que cada pelo, suficientemente tenso, era capaz de engendrar, ante cualquier frotamiento, dos notas simultáneas y distintas.

Bex rehusó creer un cuento semejante y, encogiéndose de hombros, se dejó llevar por Fogar quien, seguro de lo que decía, quería llevarlo al refugio de dichos roedores.

Junto a su guía, el químico se aventuró en las profundidades de Behulifruen, hasta llegar a un lugar lleno de agujeros en forma de madrigueras.

Fogar se detuvo y, después, dedicó a Bex una mímica sorprendente, trazando con el dedo varios relampagueantes zig-zags, mientras imitaba con la garganta el arrastre de los truenos.

Bex hizo señal de aprobadora comprensión: el joven acababa de explicarle, de manera muy clara, que los roedores, actualmente esparcidos en la espesura, temían mucho el ruido de la tempestad y corrían apresurados a sus madrigueras al oír los primeros rugidos del trueno.

Al levantar los ojos, Bex percibió la inmutable pureza del cielo, y se preguntó a dónde quería llegar Fogar; pero éste adivinó su pensamiento y, con un ademán, le indicó que esperara con paciencia.

Aquel rincón como espumadera estaba sombreado por unos extraños árboles, cuyos frutos, parecidos a gigantescas bananas, habían caído al suelo por todos lados.

Con los dedos, Fogar peló sin dificultad uno de los frutos, y amasó el interior blancuzco y maleable, para quitarle su forma ligeramente curvada.

Obtuvo así un bloque cilíndrico perfectamente regular, que perforó a lo largo con ayuda de una ramita delgada y recta.

En el agujero luminoso y hueco deslizó cierta liana recogida de uno de los troncos y después consolidó el conjunto amasando otra vez rápidamente.

Poco a poco el fruto se había convertido en una verdadera vela, cuya mecha, muy inflamable, se encendió súbitamente gracias a varias chispas, provocadas por Fogar rozando dos piedras elegidas con cuidado.

Pronto Bex comprendió la finalidad de aquellos complicados trabajos.

La vela, puesta de pie sobre una piedra chata, hacía oír, al arder, unos estremecimientos sonoros y prolongados, que recordaban exactamente el ruido del trueno.

El químico se acercó, intrigado por las extrañas propiedades del fruto combustible, que parodiaba hasta el engaño el furor de una tempestad violenta.

De pronto un ruido de galope resonó bajo los montes, y Bex vio aparecer una banda de animales negros que, engañados por el mentiroso rayo, volvían a la madriguera a toda prisa.

Cuando el rebaño estuvo a su alcance, Fogar, tirando una piedra al azar, mató uno de los roedores, que quedó tendido en el suelo, mientras sus congéneres se sumergían en las innumerables cuevas.

Después de apagar la mecha vegetal, cuya ruidosa carbonización ya no tenía razón de ser, el adolescente recogió el roedor y lo puso ante los ojos de Bex.

El animal presentaba una ligera semejanza con una ardilla y tenía, a lo largo de casi todo el espinazo, una crin negra, tupida y dura.

Al examinar la pelambre, el químico percibió ciertas nudosidades raras, capaces sin duda de producir los dobles sonidos que tanto atraían su curiosidad.

En el momento de dejar el lugar, Fogar, por consejo de su compañero, recogió la vela apagada, de la que sólo se había consumido una pequeña porción.

De vuelta a Ejur, Bex quiso verificar de inmediato la afirmación de su joven guía.

Escogió, en el lomo del roedor, varias crines de nudosidades distintas.

De inmediato, buscando una especie de apoyo resonante, talló dos delgadas planchas de madera que pegó una contra otra, con el fin de agujerearlas juntamente con una cantidad de puntos imperceptibles, regularmente espaciados.

Terminada esta tarea, cada sólida crin atravesó fácilmente la doble superficie, y después fue anudada voluminosamente en los extremos, para que se mantuvieran allí mucho tiempo.

Las planchas, separadas lo más posible, fueron sujetas a dos postes verticales, que determinaron de inmediato una fuerte tensión en las crines, transformadas en cuerdas musicales.

Fogar proporcionó él mismo una rama flexible y fina que, recogida en el centro de Behulifruen, y cortada luego a lo largo, ofrecía una superficie interna perfectamente lisa y un poco pegajosa.

Cortado con cuidado por Bex, el fragmento de la ramita se convirtió en un frágil arco, que de pronto atacó sin dificultad las cuerdas del minúsculo laúd, tan rápidamente obtenido.

Según la predicción de Fogar, todas las crines, al vibrar aisladamente, producían dos notas simultáneas de igual sonoridad.

Bex, entusiasmado, decidió al joven a presentar el día de la función de gala el inconcebible instrumento, al igual que la vela vegetal tan fácil de encender.

Alentado por el éxito, Fogar buscó nuevas maravillas capaces de aumentar aún el interés de su presentación.

Al ver, una noche, a un marinero del Lyncée lavando ropa en la corriente del Tez, quedó sorprendido ante el parecido de uno de los animales marinos con la espuma de jabón extendida sobre las aguas.

Terminada la tarea, el marinero, por broma, dio el jabón a Fogar, acompañando este regalo intencionado con una frasecita amistosa sobre el color de piel del joven negro.

El adolescente, torpemente, dejó caer el cuadrado húmedo, que se deslizó entre sus dedos, pero que, recogido de inmediato, le inspiró un doble proyecto con respecto a la función de gala.

En primer lugar, Fogar pensó en colocar sobre el jabón al animal de caparazón blanca que, confundido de esta manera con una masa inerte, iba a impresionar a los espectadores con la brusca revelación de su personalidad moviente. Después, queriendo beneficiarse de las propiedades extrañamente resbaladizas de aquella sustancia nueva para él, Fogar quiso usar de alguna manera el pedazo de jabón, vuelto inestable por una humedad suficiente.

En este sentido, el joven recordó un lingote de oro percibido por Bachkú en el fondo del Tez, un día en que el agua estaba más límpida que de costumbre. Sumergiéndose rápidamente, el hechicero se apoderó del brillante objeto, que guardó después con la más celosa solicitud.

Dada su forma de cilindro redondeado en los extremos, el lingote se prestaba muy bien a la difícil experiencia concebida por Fogar.

Pero el hechicero apreciaba demasiado su hallazgo para separarse de él ni un instante.

Recelando que el Tez debía guardar otros lingotes semejantes al primero, Fogar proyectó una zambullida en agua dulce, de la que esperaba con certeza fructuosos resultados. Como el jugador favorecido por la suerte, no veía más que el éxito, y ya se consideraba de antemano como poseedor de varios cilindros preciosos que, por su brillo, unido al interés de su proveniencia, desencadenarían muchos comentarios, y servirían para adornar su catre, ya tan ricamente ornamentado por extraños animales.

Provisto de una nueva flor violeta, Fogar se tendió a la orilla del Tez y esperó un nuevo sueño letárgico.

Obtenido el curioso estado de semiconciencia favorable a sus designios, rodó hasta la costa y desapareció en las profundidades del río, en el sitio mismo en que Bachkú había encontrado el lingote.

Arrodillado en el fondo, Fogar hurgó la arena con los dedos y, tras pacientes búsquedas, encontró tres brillantes cilindros de oro que, acarreados sin duda desde lejanas regiones, habían adquirido con el roce un pulimento nítido y perfecto.

El joven acababa de levantarse, dispuesto a volver a la superficie de las aguas, cuando se detuvo súbitamente, como clavado al suelo por la sorpresa.

Una planta enorme, de color blancuzco, largamente extendida en toda su amplitud, se erguía ante él, como una caña gigantesca.

Y, sobre la pantalla así desplegada, Fogar se vio a sí mismo arrodillado en la arena, con el cuerpo inclinado hacia adelante.

Pronto la imagen se transformó, evocando al mismo personaje en una postura algo distinta.

Después se produjeron otros cambios, y el adolescente atónito vio sus principales gestos reproducidos por la extraña placa sensible, que parecía funcionar para él desde su lenta llegada al fondo del río.

Uno tras otro, los tres lingotes extraídos de la arena brillaron en la tela viva, que traducía fielmente todos los colores, con una leve atenuación, debida a la opacidad del líquido elemento.

Apenas terminada, volvió a recomenzar la serie de cuadros iguales y en idéntico orden.

Sin esperar el fin de este nuevo ciclo, Fogar abrió el suelo alrededor de la inmensa pantalla blanca, que pudo así arrancar del suelo con la raíz intacta.

Varias plantas de la misma especie, pero más jóvenes, brotaban en diversas partes. El hábil nadador arrancó algunas y subió al fin con su cosecha y sus lingotes.

Vuelto a la vida plenamente consciente y liberado de los guijarros sanguíneos por la flor violeta, Fogar corrió a encontrarse en su choza con el fin de examinar a gusto los preciosos vegetales.

La primera planta repetía sin cesar la misma serie de cuadros clasificados en un orden invariable.

Pero las otras, aunque rigurosamente similares desde el punto de vista científico, no presentaban asidero apreciable a las impresiones luminosas.

Según toda la evidencia, era sólo en una fase de su gigantesca madurez cuando los níveos juncos captaban los contornos coloreados que impresionaban su tejido.

El joven se prometió aguardar este momento para sacarle partido.

Las visiones fijadas en la planta inicial no podían satisfacerlo realmente, dada su apariencia turbia y nebulosa.

Fogar quería crear imágenes netas y finas, dignas de ser ventajosamente colocadas ante todos los ojos.

Sin ayuda alguna, Fogar extrajo del Behulifruen una cantidad de tierra vegetal, que colocó en una espesa capa contra una de las paredes de su cabaña.

Trasplantó aquí las cañas monstruosas que, semejantes a algunas algas anfibias, se adaptaron sin dificultad a este nuevo cultivo, puramente terrestre.

Desde entonces el joven negro permaneció siempre confinado en su choza, vigilando cuidadosamente su cantero, que cuidaba con solicitud constante.

Un día, inclinado sobre el angosto macizo, vio que una de las plantas, ya muy alta, parecía haber alcanzado cierto grado de amplitud.

Súbitamente se produjo un proceso en el tejido vegetal, y Fogar examinó aún de más cerca.

La superficie blancuzca y vertical se renovaba a intervalos regulares por obra de una serie de extraños movimientos moleculares.

Una sucesión de transformaciones se efectuó así, durante un período de tiempo muy prolongado; después el fenómeno cambió de naturaleza y Fogar, esta vez apenas sorprendido, vio sus propios rasgos reproducidos con vigor sobre la planta, ávida de asimilación pictórica.

Diferentes posturas y expresiones del modelo único desfilaron unas tras otras sobre la pantalla, interiormente agitada por continuas perturbaciones, y el adolescente tuvo la confirmación del enigma que apenas había adivinado: su llegada al fondo del Tez había coincidido con la fase registradora en la evolución de la primera planta que, de inmediato, se había apoderado, ávida, de las imágenes situadas ante ella.

Por desgracia, la nueva serie de figuras, perfecta como nitidez, carecía en absoluto de estética o de interés. Fogar, distraído, había tomado una serie de poses barrocas, y sus retratos, llenos de muecas, se sucedían con la más fastidiosa monotonía.

Notando que una planta vecina parecía próxima a entrar en el período de receptividad luminosa, el joven se ocupó de preparar de antemano un conjunto de visiones dignas de retener un momento la atención.

Pocos días antes, atravesando el Behulifruen con su provisión completa de tierra vegetal, Fogar había descubierto a Juillard, instalado bajo el tupido follaje.

El trabajador estaba en su lugar favorito —el mismo en donde Adinolfa lo había ya descubierto—, inclinado sobre uno de los viejos libros ilustrados.

Esta vez, entregado a búsquedas de otro tipo, Juillard hojeaba un precioso in folio, enriquecido por grabados orientales suntuosamente coloridos.

Tras haberse distraído durante unos instantes en la contemplación de las deslumbradoras páginas, Fogar prosiguió su camino, sin despertar siquiera la atención del pensador, profundamente absorto.

Entretanto el libro, que asediaba su recuerdo, se le antojó hecho para realizar sus proyectos.

A escondidas de Juillard, se apoderó de la lujosa obra. Las láminas, contempladas a gusto, despertaron su curiosidad, y fue en busca de Sirdah para conocer el sentido del relato.

La muchacha se hizo leer por Carmichaël el texto, un poco denso, y pudo así dar a su hermano el resumen de un cuento árabe titulado: El Poeta y la Mora.

En Bagdad vivía por aquel entonces un rico comerciante llamado Schahnidjar.

Cultivando con refinamiento todas las alegrías de la vida, Schahnidjar amaba con pasión el arte, las mujeres y la buena mesa.

El poeta Ghiriz, miembro del séquito del comerciante, tenía la misión de componer muchas estrofas alegres o quejosas, y de cantarlas después hechiceramente, con tonadas hábilmente improvisadas.

Como quería ver la vida color de rosa desde el instante de despertar, Schahnidjar exigía de Ghiriz unas cotidianas canciones al alba, destinadas a ahuyentar dulcemente del cerebro la pálida teoría de los bellos sueños.

Puntual y obediente, el poeta descendía cada mañana al magnífico jardín que rodeaba por todas partes el palacio de su amo. Frente a las ventanas del rico hombre dormido, Ghiriz se detenía frente a una fuente de mármol de donde escapaba un esbelto chorro de agua lanzado por un tubo de jade.

Levantando hasta la boca una especie de portavoz de metal tierno y delicado, Ghiriz se ponía a cantar alguna nueva elegía surgida de su fecunda imaginación. Debido a una extraña resonancia, la ligera trompeta utilizada doblaba cada sonido en la tercia inferior. Y el poeta ejecutaba de este modo un verdadero dúo solitario, logrando acrecentar así el atractivo de su prestigiosa dicción.

Pronto Schahnidjar, totalmente despierto, aparecía en la ventana con su favorita Neddu, la hermosa mora de quien estaba locamente enamorado.

Ghiriz, en el instante de verla, había sentido su corazón latir violentamente. Miró embriagado a la divina Neddu que, por su parte, le lanzaba largas miradas, cargadas de ardiente amor.

Terminadas las canciones matutinas, la ventana volvía a cerrarse y el poeta, vagando bajo un cielo azul, llevaba en su pecho la deslumbradora visión, ¡ay!, demasiado fugitiva. Ghiriz amaba con pasión a Neddu, y se sabía amado por ella.

Cada anochecer, como aficionado convencido, Schahnidjar, queriendo ver la puesta de sol, subía con la favorita a cierto montículo arenoso, donde la vista podía tenderse largamente hacia el lado occidental.

En lo alto de la estéril tumescencia, el amable comerciante se recobraba alegremente, ante el espectáculo ofrecido por el horizonte ensangrentado.

Tras la completa desaparición de la opulenta bola de fuego, Schahnidjar descendía del brazo de su compañera, pensando de antemano en los sabios platos y en las bebidas escogidas destinadas a producirle el bienestar y el júbilo.

Ghiriz esperaba el momento de la retirada y, al verse solo, corría a besar con ardor las huellas netamente grabadas en la arena blanda por los menudos pies de Neddu.

Estas eran las alegrías más intensas del poeta, que no tenía manera de comunicarse con la mora, celosamente espiada por Schahnidjar.

Un día, harto de amar sin esperanzas de acercamiento, Ghiriz fue a consultar al chino Keu-Ngan, que ejercía en Bagdad el doble oficio de profeta y hechicero. Interrogado sobre el porvenir de una intriga hasta ahora tan trabada, Keu-Ngan llevó a Ghiriz a su jardín y allí soltó un gran pájaro de presa que se puso a describir en el aire amplias curvas majestuosas y cada vez mayores.

Examinando las evoluciones del poderoso volador, el chino predijo al poeta la próxima realización de sus deseos.

El pájaro, al ser llamado, fue a posarse sobre el hombro de su amo que, seguido por Ghiriz, volvió a su laboratorio.

Inspirado por numerosos documentos esparcidos a su alrededor, el chino escribió en un pergamino ciertas instrucciones, que el poeta debía seguir para alcanzar su meta.

Al recibir el trabajo, Ghiriz entregó a Keu-Ngan algunas monedas de oro como precio de la consulta.

Una vez fuera, el poeta, lleno de esperanza, se apresuró a descifrar el precioso enigma.

Allí encontró la receta de una preparación culinaria muy compleja, cuyo humo bastaría para sumergir a Schahnidjar en un sueño profundo y duradero.

Además, una fórmula mágica estaba claramente trazada al pie de la página.

Pronunciada tres veces en alta voz, esta prolongación incoherente de sílabas produciría en el plato cargado de elementos somníferos una resonancia cristalina, en íntimo contacto con el sopor del molesto espía.

Durante todo el tiempo en que la campanilla fuera fuerte y rápida, los dos amantes podrían abandonarse libremente a su embriaguez, sin temor del durmiente, profundamente aletargado.

Un «de-crescendo» progresivo, que anunciaría de lejos el momento del despertar, les avisaría a tiempo el peligro.

Ghiriz preparó para esa misma noche el plato en cuestión, y lo colocó en una fuente de plata en medio de la mesa copiosamente cargada de su amo.

A la vista de una especialidad nueva, arreglada de manera desconocida, Schahnidjar, encantado, tomó la fuente con las dos manos, para aspirar voluptuosamente las extrañas emanaciones.

Pero, abrumado al instante por un pesado sopor, se dejó caer, con los ojos cerrados y la cabeza colgante.

Ghiriz articuló claramente el triple hechizo, y el plato, que había caído sobre la mesa, hizo oír con fuerza un tintineo sonoro y precipitado.

Enterada por su poeta de la eficaz intervención del chino, la hermosa Neddu trastabilló de dicha, y proyectó una escapada nocturna al inmenso jardín de Schahnidjar.

El negro Stingo, fiel esclavo de la mora, fue dejado de guardia junto al comerciante, con la misión de avisar a los dos amantes del primer síntoma de debilidad observado en la campanilla indicadora.

Protegidos por la absoluta fidelidad del centinela, Ghiriz y Neddu escaparon corriendo, libres de toda zozobra.

Gozaron de una larga noche de embriaguez en un edén encantador, en medio de las flores más raras, y se durmieron apaciblemente al nacer el alba, acunados por el murmullo de una cascada.

El sol estaba ya a mitad de su curso cuando Stingo vino a dar la voz de alerta, anunciando el próximo fin del tintineo mágico, que acababa de debilitarse.

Despertados de pronto, los dos amantes, llenos de recuerdos voluptuosos, enfrentaron con horror la perspectiva de una nueva separación.

Neddu sólo pensaba en sacudir el yugo de Schahnidjar y huir con Ghiriz.

De pronto apareció una cebra, traída a aquel lugar por la casualidad de una carrera vagabunda.

Aterrada por la presencia de unos personajes inesperados que le cerraban el camino, el animal quiso volver sobre sus pasos.

Pero ante una orden de su ama, el negro dio un salto y atrapó por el hocico al animal, prontamente dominado.

Ghiriz había comprendido el pensamiento de Neddu: listo y ligero montó sobre la cebra y ayudó a su compañera a subir en ancas.

Después de un momento, los dos fugitivos, tras una señal de despedida a Stingo, se alejaron al galope en el rápido corcel. La mora enarbolaba, riendo de su pobreza, una bolsa con algunas monedas de oro, única fortuna para los gastos de la aventurera pareja. Ghiriz, que el día anterior había dado todo lo que poseía a Keu-Ngan, no podía añadir nada a este modesto peculio.

Tras una carrera loca e ininterrumpida la cebra, extenuada, cayó al suelo por la noche, en medio de una selva tenebrosa.

Seguros de haber evitado momentáneamente toda persecución, Ghiriz y Neddu quisieron aplacar su hambre, aguijoneada por la fatiga y por el azote del aire.

Los dos amantes dividieron la tarea. Ghiriz debía buscar frutos sabrosos, y Neddu algún manantial fresco, que sirviera para calmar la sed.

Un árbol centenario, de tronco gigantesco fácilmente reconocible, fue elegido como punto de reunión, y cada uno se puso en campaña en la creciente penumbra.

Después de varias vueltas, Neddu descubrió la fuente buscada.

La joven quiso regresar entonces, pero, en medio de la noche que caía rápida, se fue extraviando y, presa de angustia, vagó durante dos horas sin poder encontrar el árbol inmenso señalado como meta.

Loca de dolor, Neddu se puso a orar, haciendo el voto de ayunar diez días seguidos si lograba encontrar a Ghiriz.

Reconfortada por este impulso hacia el poder supremo, retomó la marcha con nuevo coraje.

Poco tiempo después, sin saber por qué misteriosos circuitos, se encontró frente a Ghiriz que, con la mirada hosca, sin atreverse a dejar el lugar convenido, la esperaba llamándola a gritos.

Neddu se precipitó en brazos del poeta, agradeciendo a Alá su pronta intervención.

Ghiriz mostró su cosecha de frutos, pero Neddu rehusó tomar su parte, contando los detalles dé su eficaz voto.

Al día siguiente los dos fugitivos continuaron a pie el camino iniciado; durante la noche, la cebra había escapado de los lazos que la ataban.

Por varios días la pareja anduvo de aldea en aldea, vagando a la ventura.

Neddu empezaba a sufrir las torturas del hambre. Aunque estaba desesperado, Ghiriz no se atrevía a pedirle que rompiera su promesa, por temor de atraer sobre ella la cólera celeste.

Al décimo día, la joven estaba tan débil que apenas podía avanzar, apoyada en el brazo de su amante.

De pronto vaciló y cayó exánime al suelo.

Ghiriz pidió socorro y vio llegar a una vendedora de vituallas, cuya tienda se elevaba junto al camino.

Sintiendo que la muerte estaba a punto de robarle su amada, el poeta tomó una rápida determinación.

A pedido suyo, la tendera trajo diversos alimentos y Neddu, abriendo los ojos, se repuso con deleite gracias a aquella comida bienhechora.

Dueña de nuevas energías, la joven se puso en marcha a fin de escapar a los numerosos emisarios que el rico Schahnidjar, cuya ardiente pasión conocía, había enviado ya detrás de sus huellas.

Pero una inquietud la atormentaba sin tregua: el remordimiento de haber roto el ayuno antes del plazo fijado.

Un encuentro hecho al día siguiente aumentó sus temores, que súbitamente adquirieron una precisión más terrible.

En pleno campo, un hombre con aire de loco se acercó a ella y, gesticulando, sembró la turbación en su alma, prediciéndole una caída vertiginosa y rápida como castigo por el perjurio.

Pasaron algunos días, en los cuales Ghiriz y Neddu guardaron silencio, dolorosamente impresionados por la extraña profecía.

Hacia la noche, a la vuelta de un camino, la joven lanzó un grito de terror, procurando apartar con la mano alguna horrible visión.

Frente a ella innumerables ojos sin cuerpo ni cara aparecían de dos en dos, mirándola duramente, con reprobación y severidad.

Además, esas miradas fascinantes la atraían poco a poco hacia el borde del camino, que daba sobre un abismo insondable, erizado de peñascos rocosos.

Ignorante de esta brusca alucinación, Ghiriz no comprendió en absoluto el terror de su amiga.

De pronto, sin poder intentar un gesto para retenerla, vio a Neddu arrastrada hacia el precipicio por una fuerza invencible.

La desdichada cayó golpeando su cuerpo de roca en roca, seguida en su caída por los ojos amenazadores, que parecían reprocharle su ofensa a la divinidad.

Ghiriz, inclinado sobre el abismo, quiso compartir la suerte de su amante y, de un salto, se lanzó al vacío.

Los dos cadáveres cayeron uno junto al otro, reunidos por toda la eternidad en la profundidad inaccesible.

Fogar había escuchado con atención el relato de Sirdah.

Las iluminaciones tomaban ahora para él una significación clara y llena de unidad, que volvía decisiva la utilización proyectada.

Por prudencia, además de su inofensivo latrocinio, el adolescente había sustraído, al mismo tiempo que el infolio, un álbum para escolares donde cada página contenía un retrato de animal, con la denominación latina de la especie.

Las coloridas escenas del cuento árabe podían resultar escasas, mientras que, esta segunda obra, donde cada imagen se bastaba a sí misma, bastaría a llenar un copioso suplemento capaz de alimentar hasta el fin el espectáculo reclamado por la planta.

Armado del in-folio y con el álbum en reserva, Fogar aguardó la hora propicia como observador consciente y avisado.

Llegado el momento, colocó sucesivamente ante la enorme tela blanca, cuyas transformaciones atómicas espiaba, todos los grabados orientales escalonados según el orden del relato.

Terminada esta serie, abrió el álbum y logró registrar una página a último momento.

Terminada la fase receptiva, el joven pudo constatar el logro perfecto de su operación al ver las imágenes desfilar con nitidez sobre la pantalla vegetal delicadamente impresa.

Sólo faltaba cuidar la planta, destinada a reproducir indefinidamente los delicados cuadros que, ahora, formaban parte de ella misma.

Fogar dejó secretamente las dos obras en su lugar; Juillard, absorbido por un nuevo estudio, ni siquiera sospechó su momentánea desaparición.

Dueño de los elementos completos de su exhibición, el adolescente encontró un medio ingenioso de coordinación.

Tomó el partido definitivo de reunir todo bajo su lecho cuadrado, que le era tan cómodo para obtener el sueño letárgico generador de los guijarros sanguíneos.

Chenevillot dotó al lecho de los anexos deseados, que fueron adaptados con cuidado a la forma especial de tal animal o tal objeto.

El abigarramiento automático de la pantalla gigantesca parecía destinado a distraer a los espectadores durante el síncope voluntario, que debía prolongarse con monotonía.

Sin embargo, la primera fase del desvanecimiento ofrecía un verdadero atractivo a causa de la desaparición gradual de la vida y del aliento y, por esto, convenía dejar a Fogar como «estrella» exclusiva hasta el momento de la postración absoluta, que lo volvía semejante a un cadáver.

Con este fin, Chenevillot colocó la planta como dosel del lecho y detrás de ella un faro eléctrico con un brillante reflector.

Escogiendo para la experiencia una hora bastante oscura, las visiones cambiantes serían alternadamente deslumbradoras o secretas, según el dócil capricho de una corriente manejable.

Fogar, que quería hacerlo todo él mismo, debía ocuparse de dar la corriente. Pero, durante la somnolencia letárgica, una rigidez completa de las piernas y de los brazos era necesaria para provocar la condensación sanguínea. Chenevillot unió entonces la corriente eléctrica a una especie de palo horizontal, terminado en una muleta, que podía aplicarse a la axila izquierda del durmiente. Todavía bastante lúcido como para aguardar la llegada de la primera imagen, el adolescente podría, con un movimiento imperceptible del brazo, encender la luz en el momento deseado.

Una pequeña alcoba, provista de iluminación especial, serviría para mostrar en todos sus detalles la estructura interior de la rara y viva esponja.

Cuando Chenevillot terminó su trabajo, Fogar se ejercitó con paciencia en hacer saltar el jabón húmedo sobre los tres lingotes de oro fijados al pie del catre por tres sólidos soportes con garras.

Rápidamente adquirió una maravillosa habilidad en este difícil juego, realizando verdaderos prodigios de precisión y de equilibrio.

Entretanto, se ocupaba solícitamente de la planta.

La raíz, cuidadosamente respetada, reposaba ahora en una maceta de asperón fijada al lecho. Un riego regular mantenía la vitalidad de los tejidos, cuyas impresiones, sin cesar renacientes, guardaban toda su nitidez.