XIV

Estimulado por el éxito del. Teatro de los Incomparables, Juillard propuso otra fundación, que debía recalentar los espíritus para el gran día y proporcionar a Chenevillot ocasión de ejercer una vez más sus talentos de constructor. Se trataba de dar acciones a todos los miembros del club, y de instituir un juego de azar en el cual el gran premio sería el cordón de la nueva orden. Adoptado el proyecto, sin demora se dedicaron a su ejecución.

Cincuenta pasajeros comenzaron por formar un fondo de diez mil francos poniendo cada uno doscientos francos, y cada miembro del club estuvo representado por cien acciones, simples trozos de papel con la correspondiente firma.

Todas las acciones reunidas fueron entreveradas un buen rato, como naipes, y agrupadas luego en cincuenta paquetes iguales, distribuidos lealmente entre los cincuenta pasajeros.

El día de la función de gala los diez mil francos serían distribuidos entre los accionistas del dichoso elegido como portador de la insignia suprema del Delta; hasta entonces las acciones tendrían tiempo de sufrir toda clase de fluctuaciones, según las posibilidades que pudiera ofrecer cada uno de los concursantes.

Los miembros del club debían permanecer ajenos a todo tráfico, por los mismos motivos que las apuestas están prohibidas para los jockeys.

Fueron necesarios intermediarios para arreglar el ir y venir de los títulos entre los diferentes jugadores. Hounsfield, Cerjat y sus tres comisionados, tras aceptar todos el papel de agente de cambio, recibieron en depósito el total de la canasta, y Chenevillot debió crear otro edificio destinado a las transacciones.

Al cabo de quince días una pequeña Bolsa en miniatura, reproducción exacta de la Bolsa de París, se elevaba frente a la escena de los Incomparables. El monumento, hecho de madera, daba la ilusión completa de la piedra, gracias a una capa de pintura blanca puesta por Toresse.

Para dejar campo libre al útil edificio, los despojos mortales del zuavo fueron desplazados algunos metros hacia el sur, al igual que la lápida siempre acompañada de un paño negro con brillantes diseños.

La originalidad de una especulación que tomaba por objeto a la persona misma de los Incomparables, reclamaba un lenguaje aparte, y se decidió que sólo serían ejecutables las órdenes dadas en alejandrinos.

A las seis, el día mismo en que terminó su construcción, la Bolsa se abrió por primera vez, y los cinco agentes de cambio ocuparon cinco mesas colocadas especialmente detrás de la pequeña columnata. De inmediato leyeron en alta voz cantidad de boletines puestos en sus manos por los jugadores que los rodeaban, donde figuraban órdenes de compra y venta escritas en torpes versos de doce pies, llenos de ripios y de hiatos. Se estableció un escote de acuerdo a la importancia de la oferta y la demanda, y las acciones, pagadas y entregadas, pasaban de mano en mano. Sin cesar, nuevos boletines afluían sobre las mesas y, durante una hora, hubo un tráfico fabuloso y lleno de estruendo. Cada número precedido de un artículo servía para indicar uno de los valores. Al fin de la sesión el Carmichaël valía cincuenta y dos francos, y el Tancredo Boucharessas dos luises, mientras el Martignon se pagaba veintiocho centavos y el Olga Chervonenkoff sesenta centavos. El Balbet, a causa del ejercicio de tiro, que prometía mucho, tuvo una cotización por catorce francos, y el Luxo se cotizaba a dieciocho francos ochenta centavos, gracias a la sorprendente pieza de artificio de la que se esperaban inmensos resultados.

La Bolsa cerró exactamente a las siete pero, a partir de ese día, abrió diariamente durante veinte minutos, con gran alegría de los especuladores, entre los cuales un gran número, sin preocuparse del resultado final, sólo pensaba en golpes de audacia jugando a la suba o a la baja, y hacía circular con este fin toda clase de rumores. Un día el Carmichaël bajó nueve puntos debido a una pretendida ronquera del joven cantante; al día siguiente se supo que la noticia era falsa, y el valor aumentó bruscamente doce francos. El Balbet sufrió también fuertes oscilaciones, debido a informes continuos y contradictorios sobre el buen funcionamiento del fusil Gras y el grado de conservación de los cartuchos.

Gracias a las lecciones diarias, Talú había logrado cantar la Aubade de Dariccelli repitiendo una tras otra las medidas sopladas por Carmichaël, apostado cerca de él: el emperador quiso ahora adoptar el atuendo femenino, que desde el primer instante había provocado su apetito, y completar su educación cultivando el arte de los gestos y del porte. Sirdah tradujo el deseo de su padre que, ayudado por el joven marsellés, se engalanó cuidadosamente, lleno de alegría infantil, con el vestido azul y la peluca rubia, cuya doble rareza deslumbraba su alma de poeta rey, con tendencias a la bufonería.

El emperador, disfrazado de cantante, subió a escena y esta vez Carmichaël, al dar la lección, descompuso con lentitud los diversos movimientos de brazo que le eran familiares, al mismo tiempo que enseñaba a su alumno a marchar con soltura, echando atrás, con un hábil golpe de pie, la larga y molesta cola. Por otra parte, Talú estudiaba siempre con mucha prolijidad, y logró cumplir honrosamente la tarea que se había impuesto.

Una serie de cuadros vivos debía ser representada, el día de la función de gala, por los cantantes de opereta, ricamente provistos de trajes y accesorios.

Soreau, que había tomado a su cargo la iniciativa y realización del proyecto, decidió comenzar con una Fiesta de los Dioses Olímpicos, fácil de realizar con los elementos disponibles de Orfeo en los Infiernos.

Para los otros grupos Soreau se inspiró en cinco anécdotas, respectivamente recogidas en sus giras por América del Norte, Inglaterra, Rusia, Grecia e Italia.

En primer lugar, venía un cuento canadiense oído en Québec, especie de leyenda infantil, cuyo resumen es éste:

En las riberas del lago Ontario vivía un rico plantador, de origen francés, llamado Jouandon.

Viudo desde hacía poco tiempo, Jouandon volcaba toda su ternura en su hija Úrsula, graciosa niña de ocho años confiada a los cuidados de la devota Maffa, india hurona dulce y previsora, que la había amamantado con su leche.

Jouandon fue presa de las maniobras de una intrigante llamada Gervaise, a quien su fealdad y pobreza destinaban a vestir santos, y a quien se le puso en la cabeza casarse con el opulento plantador.

Débil de carácter, Jouandon creyó en la comedia amorosa hábilmente representada por aquella furia, que pronto se convirtió en su segunda esposa.

La vida se volvió entonces intolerable en la vivienda, antes tan apacible y radiante. Gervaise instaló en su departamento a su hermana Ágata y a sus hermanos: Claude y Justin, los tres tan envidiosos como ella; y este grupo infernal imponía la ley, gritando y gesticulando de la mañana a la noche. Úrsula, principalmente, servía de blanco a las burlas de Gervaise y sus acólitos, y sólo con gran trabajo Maffa lograba sustraerla a los malos tratos que la amenazaban.

Al cabo de dos años Jouandon murió tuberculoso, minado por la pena y los remordimientos, acusándose de haber hecho la desgracia de su hija y la suya propia, con aquella deplorable unión, que no había tenido la fuerza de romper.

Gervaise y sus cómplices se encarnizaron más que nunca con la desdichada Úrsula, a quien esperaban hacer morir como a su padre, para acaparar sus riquezas.

Indignada, Maffa se dirigió un día a los guerreros de su tribu, y pintó la situación al viejo hechicero No, reputado por el alcance de su poder.

No prometió castigar a los culpables y siguió a Maffa, que lo guió hasta la morada maldita.

Al llegar junto al Ontario divisaron a lo lejos a Gervaise y Ágata, que se dirigían hacia la ribera escoltadas por sus dos hermanos, que llevaban a Úrsula, muda e inmóvil.

Los cuatros monstruos, aprovechando la ausencia de la nodriza, habían atado a la niña, a quien iban a arrojar a las aguas profundas del lago.

Maffa y No se ocultaron detrás de un grupo de árboles, y los otros llegaron a la costa sin haberlos visto.

En el momento en que los dos hermanos balanceaban el cuerpo de Úrsula para arrojarlo a las olas, No pronunció una fórmula mágica y sonora, que provocó de inmediato cuatro metamorfosis súbitas.

Gervaise se convirtió en burra y quedó colocada frente a un pesebre lleno de apetitosos cereales, pero, en cuanto se acercaba a la abundante pitanza, una especie de sedal le cerraba las mandíbulas, impidiéndole satisfacer su hambre. Cuando, harta de este suplicio, quería huir de la desilusionante tentación, una reja de oro se elevaba ante ella, cerrándole el camino con aquel obstáculo imprevisto, dispuesto a surgir en cualquier punto de un recinto estrictamente delimitado.

Ágata, convertida en oca, corría enloquecida, perseguida por Bóreas, que resoplaba sobre ella a plenos pulmones y la azotaba con una rosa pinchuda.

Claude conservó el cuerpo de hombre, pero su cabeza se transformó en cabeza de jabalí. Tres objetos de diverso peso, un huevo, un guante y una brizna de paja se pusieron a saltar entre sus manos que, contra su voluntad, los lanzaban continuamente al aire para recogerlos con soltura. Semejante a un juglar que, en lugar de dirigir sus juguetes, se dejara arrastrar por ellos, el desdichado huía en línea recta, siguiendo una especie de vertiginosa imantación.

Justin, convertido en pez, fue lanzado al lago, donde debía, infinitamente, dar la vuelta a toda velocidad, como un caballo suelto en un hipódromo gigantesco.

Maffa y No se acercaron a Úrsula para librarla de sus ataduras.

Llena de compasión y olvidando todo rencor, la muchachita, que había visto el cuádruple fenómeno, quiso interceder en favor de sus verdugos.

Pidió al brujo un medio para hacer cesar el hechizo, defendió con ardor la causa de los culpables que, según ella, no merecían un castigo eterno.

Conmovido por tanta bondad, No le dio un dato precioso: una vez por año, en el aniversario y a la hora precisa del hechizo, los cuatro embrujados debían encontrarse en el punto preciso de la costa ocupado por la burra, única sedentaria durante las carreras vagabundas de los tres errantes: este encuentro sólo duraría un segundo, ya que ni un momento de reposo era tolerado a los infortunados corredores; si, en ese instante apenas apreciable, una mano generosa, armada de cualquier instrumento, lograba pescar el lucio y echarlo sobre la costa, el encanto se rompería y los cuatro malditos recobrarían la forma humana; pero la menor torpeza en el gesto liberador haría postergar para el año siguiente la posibilidad de una nueva tentativa.

Úrsula guardó en la memoria todos los detalles de esta revelación y dio las gracias a No, quien regresó solo a su tribu.

Un año después, unos minutos antes de la hora prescrita, Úrsula subió a una barca junto con Maffa, y esperó al lucio junto al lugar donde la burra seguía codiciando inútilmente el pesebre, siempre lleno.

De pronto la niña percibió a lo lejos, en las aguas transparentes, el rápido pez que aguardaba; al mismo tiempo, desde dos puntos opuestos del horizonte, corrían hacia el mismo punto el juglar con cabeza de jabalí y la oca, cruelmente azotada por Bóreas.

Úrsula sumergió verticalmente su gran red, cortando el camino al pez, que penetró como una flecha en el instrumento flotante.

Con un movimiento brusco, la joven pescadora lanzó al pez contra la ribera. Pero sin duda la expiación no era aún suficiente, pues la malla, aunque era fina y sólida, dejó pasar al cautivo, que cayó al agua y continuó su loca carrera.

El juglar y la oca, reunidos un instante junto a la burra, se cruzaron sin disminuir la velocidad y desaparecieron pronto en direcciones opuestas.

Según todas las evidencias, el fracaso de Úrsula se debía a alguna influencia sobrenatural, ya que, después del acontecimiento, no se vio ningún desgarrón en la malla intacta de la red.

Tres nuevas tentativas, separadas cada vez por un año de intervalo, dieron el mismo resultado negativo. Finalmente, al quinto año, Úrsula hizo un gesto tan rápido y tan hábil que el lucio tocó el extremo de la costa, antes de lograr deslizarse a través de la red que lo apresaba.

De inmediato los cuatro consanguíneos recobraron la forma humana y, aterrados por la eventual perspectiva de un nuevo hechizo, dejaron de inmediato el país, donde nadie volvió a verlos.

En Inglaterra, Soreau se había enterado de otro hecho, contado en los Recuerdos de Haendel por el conde de Corfield, amigo íntimo del gran compositor:

En 1756 Haendel, viejo y privado de la vista desde hacía cuatro años, ya no abandonaba su casa de Londres, donde sus admiradores lo visitaban en masa.

Una noche el ilustre músico se encontraba en su sala de trabajo, en el primer piso, habitación amplia y suntuosa que prefería a los salones de la planta baja, a causa de un órgano magnifico adosado a uno de los paneles.

En medio de una luz muy viva, algunos invitados platicaban ruidosamente, distraídos por una copiosa comida que les había ofrecido el gran maestro, muy aficionado a las carnes delicadas y al buen vino.

El conde de Corfield, allí presente, llevó la conversación hacia el genio del anfitrión, cuyas obras maestras elogió con el entusiasmo más sincero. Los otros hicieron coro, y cada uno admiró la fuerza de aquel don creador innato, que los legos no podían adquirir ni siquiera a costa de la labor más encarnizada.

Según afirmaba Corfield, una frase encerrada en una frente ornada por la divina chispa podía, banalmente desarrollada por un simple técnico, animar muchas páginas con su solo aliento. Por el contrario, añadía el orador, un tema ordinario, tratado por el cerebro mejor inspirado, debía fatalmente conservar su pesadez y su torpeza, sin lograr disimular la marca indeleble de su chato origen.

En este momento intervino Haendel y declaró que, si se le daba un motivo construido mecánicamente de acuerdo a un procedimiento hallado al azar, él se comprometía a escribir un oratorio entero, digno de figurar en la lista de sus obras.

Como la afirmación provocara ciertos murmullos de duda, Haendel, animado por las libaciones del festín, se levantó bruscamente, declarando que deseaba, de inmediato y ante testigos, establecer el armazón del trabajo en cuestión.

A tientas, el ilustre compositor se dirigió hacia la chimenea y sacó del florero, donde se encontraban reunidas, varias ramas de ílex, provenientes de la última Navidad. Las colocó sobre el mármol y llamó la atención sobre su número, que se elevaba a siete; cada rama debía representar una de las notas de la gama y llevar un signo cualquiera que pudiera hacerla reconocible.

Madge, la vieja gobernanta del maestro, muy experta en trabajos de costura, recibió de inmediato la orden de proporcionar al momento siete delicadas cintas de diferentes colores.

La ingeniosa mujer no se turbó por tan poco y, tras una corta ausencia, presentó siete moños, cada uno muestra de uno de los siete colores del prisma.

Corfield, a pedido del gran músico, ató una cinta a cada rama, sin romper la regularidad del alineamiento.

Terminada la tarea, Haendel invitó a los asistentes a contemplar un instante la gama representada ante sus ojos, y cada uno debía esforzarse por guardar en la memoria la correspondencia de los colores y las notas.

Después el maestro mismo, con su tacto prodigiosamente afinado por la ceguera, procedió al minucioso examen de las ramas, registrando cuidadosamente en el recuerdo cada particularidad creada por la disposición de las hojas o por la separación de las espinas.

Una vez seguro de sí, Haendel reunió en la mano izquierda las siete ramas de ílex y señaló la dirección de su mesa de trabajo, rogando a Corfield que trajera consigo la pluma y el tintero.

Al salir de la habitación guiado por uno de sus fieles, el maestro ciego se hizo conducir cerca de la escalera, cuya rampa blanca y chata se prestaba muy bien a sus designios.

Tras entreverar largo rato las ramas de ílex, que ya no conservaban rastros del orden primitivo, Haendel llamó a Corfield, quien le tendió la pluma mojada en el tintero.

Rozando al azar, con los dedos disponibles de la mano derecha, una de las ramas pinchudas, ya que todas poseían para él una personalidad individual, reconocible al tacto, el ciego se acercó a la rampa, donde escribió sin dificultad, en letras comunes, la nota indicada por el rápido contacto.

Tras descender un escalón tanteando de nuevo el tupido ramo, Haendel, con el mismo procedimiento de toque puramente fantasioso, obtuvo una segunda nota, que escribió más abajo en la rampa.

El descenso continuó así, lento y regular. A cada escalón el maestro, conscientemente, removía el ramo en todas direcciones para buscar, con la punta de los dedos, la designación de algún sonido inesperado, prontamente grabado en caracteres suficientemente legibles.

Los invitados seguían paso a paso a su anfitrión, verificando fácilmente el trabajo por el examen de los lazos de diversos colores. A veces Corfield tomaba la pluma y la mojaba en la tinta, antes de darla al ciego.

Al cabo de diez minutos, Haendel había escrito la nota vigésimo tercera y descendió el último peldaño, quedando en la planta baja. Ocupando una banqueta se sentó un momento y descansó de la tarea dando a sus amigos la razón que lo había llevado a escoger una manera tan extraña de inscripción.

Sintiendo que su fin estaba próximo, Haendel había llevado a la ciudad de Londres toda su casa, destinada a convertirse en museo. Una gran cantidad de manuscritos, de curiosidades y recuerdos de toda especie, volvían cautivante una visita al hombre ilustre. Y, sin embargo, el maestro era perseguido por el deseo de acrecentar sin cesar el atractivo de peregrinajes futuros. Por esto, escogiendo una ocasión propicia, había hecho esa noche, a mano, un monumento imperecedero, autografiando allí el tema incoherente y extraño, del cual, el número de escalones primitivamente ignorados, acababa de fijar la longitud, sólo para él, añadiendo de este modo una particularidad suplementaria al lado mecánico y querido de la composición.

Repuesto después de algunos momentos de inmovilidad, Haendel, escoltado por sus amigos, volvió al salón del primer piso, donde la velada terminó alegremente. Corfield se encargó de transcribir musicalmente la frase elaborada por el capricho del azar, y el maestro prometió seguir estrictamente las indicaciones del cañamazo, reservándose sólo dos libertades: primero la de los valores, y luego la del diapasón, que evolucionaba sin trabas de una a otra octava.

A partir del día siguiente Haendel se puso a la tarea con la ayuda de un secretario acostumbrado a escribir al dictado.

La ceguera no había debilitado en modo alguno la actividad intelectual del célebre músico.

Tratado por él, el tema de contornos fantásticos tomó un aire interesante y bello, debido a ingeniosas combinaciones de ritmo y de armonía.

La misma frase de veintitrés notas se reproducía sin cesar, presentada cada vez bajo un nuevo aspecto, y llegó a constituir por sí sola el famoso oratorio Vesper, obra poderosa y serena, cuyo éxito dura todavía.

Soreau, al recorrer Rusia, había tomado notas históricas sobre el zar Alejo Mijáilovich.

Hacia fines de 1648, Alejo, casi niño y ya emperador desde hacía tres años, dejaba gobernar a sus dos favoritos, Plechaief y Morosov, como se les daba la gana, y las injusticias y las crueldades creaban descontento por todas partes.

Plechaief especialmente, detestado por todos los que se le acercaban, sembraba a su paso implacables rencores.

Una mañana de diciembre corrió un rumor por el palacio: Plechaief, aullando de dolor en el fondo de sus aposentos, se retorcía en medio de atroces convulsiones, con los ojos inyectados en sangre y espuma en los labios.

Cuando el zar, acompañado por su médico, visitó al favorito, un espectáculo aterrador se presentó ante sus ojos. Tendido sobre la alfombra, Plechaief, con los miembros crispados, el rostro y las manos azulados, acababa de exhalar el último suspiro.

Se veía una mesa con los restos del desayuno que había comido el difunto. El médico se acercó y reconoció por el olor, en algunas gotas del líquido en el fondo de la taza, los rastros de un veneno violento.

El zar ordenó una investigación inmediata e hizo comparecer a todos los servidores de Plechaief. Pero no pudo obtenerse ninguna confesión y, por otra parte, las requisas más minuciosas no dieron ningún resultado.

Alejo empleó entonces un método que debía llevar al culpable a traicionarse a sí mismo. A vistas y oídas de todos se encerró en su capilla para rogar a Dios que lo inspirara. Una hora más tarde abrió la puerta y llamó a todos los servidores sospechosos, que penetraron en silencio en el recinto.

Volviéndose hacia uno de los muros, Alejo mostró a los recién llegados un vitral precioso, cuyo admirable mosaico transparente evocaba a Cristo en la cruz, agonizando al caer el día. Casi a nivel del horizonte el sol, pronto a desaparecer, estaba representado por un disco rojo, perfectamente regular.

Por orden de Alejo, dos servidores salidos del grupo llegaron hasta el vitral escalando el reborde de piedra, que tenía una saliente suficiente. Armados de cuchillos, los hombres despegaron las lajas de pomo soldadas a la circunferencia del astro radiante, y lograron asir con los dedos el redondel de vidrio, que llevaron, brillante e intacto, a manos del zar.

Antes de utilizar el extraño objeto, Alejo contó, como sigue, una visión que acababa de tener en el mismo lugar, en medio del recogimiento y la soledad:

Encerrado desde hacía unos minutos, Alejo había rogado a Dios que le revelara el nombre del culpable, cuando una súbita claridad le hizo levantar los ojos. Vio entonces, en el vitral ahora incompleto, la imagen de Jesús, que parecía animarse. Los ojos del Crucificado lo miraban ardientemente y pronto los labios, ágiles y vivos, articularon la siguiente frase: «Quita del vitral ese sol, que ilumina mi suplicio; al atravesar ese prisma, santificado por mi agonía, tus miradas aniquilarán al culpable que, como castigo, sufrirá los efectos del veneno vertido por su mano». Dichas estas palabras, la imagen de Cristo había recobrado la inmovilidad primera y el zar, deslumbrado por el milagro, había rezado todavía largo rato para dar gracias al Señor.

El grupo de servidores había escuchado el relato sin hacer el menor movimiento.

Alejo, en silencio, llevó lentamente el sol rojo a nivel de sus ojos y miró uno por uno, a través del diáfano disco, a los criados alineados ante él.

Era con razón que el zar había contado con las consecuencias de la exaltación religiosa para alcanzar su meta, pues sus palabras habían impresionado profundamente al auditorio. De pronto, al ser alcanzado por la mirada investigadora que brillaba tras el vidrio de colores, un hombre vaciló y dio un grito, dejándose caer entre los brazos de sus compañeros, con los miembros retorcidos, la cara y las manos azuladas, semejante a Plechaief agonizante. El zar se acercó al desdichado que reconoció su crimen antes de expirar entre atroces sufrimientos.

Grecia había proporcionado una poética anécdota a Soreau quien, durante su estadía en Atenas, aprovechaba sus horas de libertad para visitar, en compañía de un guía, las bellezas de la ciudad y de la campiña circundante.

Un día, en el fondo del bosque de Arghyros, el guía llevó a Soreau hasta un cruce sombrío, pidiéndole que escuchara un eco renombrado por su sorprendente pureza.

Soreau obedeció, pronunciando una serie de palabras y sonidos, que fueron de inmediato reproducidos con sorprendente precisión.

El guía hizo entonces el relato siguiente, que dio bruscamente al lugar un interés insospechado:

En 1827, ídolo de toda Grecia, que le debía su independencia, Canaris ocupaba, desde escaso tiempo atrás, un lugar en el Parlamento helénico.

Una noche de verano, el ilustre marino, acompañado por algunos íntimos, vagaba lentamente por el bosque de Arghyros, disfrutando del encanto de un prestigioso crepúsculo y hablando del porvenir del país, cuya dicha constituía su única preocupación.

Al llegar al cruce sonoro, Canaris, que por primera vez visitaba esos parajes, recibió de uno de sus compañeros la clásica revelación del fenómeno acústico, puesto a prueba por todos los paseantes.

Queriendo a su vez oír la voz misteriosa, el héroe se dirigió al lugar designado y lanzó al azar la palabra «Rosa».

El eco repitió fielmente el vocablo, pero, con gran sorpresa de todos, un perfume de rosa exquisito y penetrante se expandió en el mismo momento por los aires.

Canaris renovó la experiencia, nombrando sucesivamente las flores más perfumadas: y cada vez la respuesta clara y súbita llegó rodeada de una bocanada embriagadora del aroma correspondiente.

Al día siguiente la noticia, que corrió de boca en boca, exaltó el entusiasmo de los griegos por su salvador. Según ellos, la naturaleza misma había querido honrar al triunfador, sembrando bajo sus pasos el alma delicada y sutil de los más maravillosos pétalos.

Un acontecimiento diario más moderno recordaba a Soreau su estadía en Italia.

Se trataba del príncipe Savellini, cleptómano incorregible que, pese a su inmensa fortuna, recorría las estaciones de tren y, en general, todos los lugares llenos de gente, y realizaba cada día, con maravillosa habilidad, una abundante cosecha de relojes y billeteras.

La locura del príncipe lo llevaba, sobre todo, a desvalijar a los pobres. Vestido con suprema elegancia y adornado con inestimables alhajas, iba a los barrios más pobres de Roma, donde buscaba con refinamiento los bolsillos más grasientos, para sumergir en ellos sus manos cargadas de anillos.

Al llegar un día a una calle de mala fama, repleta de rameras y de proxenetas, vio de lejos un grupo que le hizo apresurar el paso.

Al acercarse distinguió treinta o cuarenta atorrantes de la peor especie, rodeando en un círculo a dos compinches, que se batían a cuchilladas.

El príncipe creyó que una nube pasaba ante sus ojos: jamás se le había presentado una ocasión igual para satisfacer su vicio.

Ebrio de alegría, apretando las mandíbulas para impedir el castañeteo de dientes, dio unos pasos vacilantes hacia aquellas piernas temblorosas, mientras el pecho era martilleado por unos sordos latidos del corazón, que le cortaban la respiración.

Ayudado por el sangriento espectáculo que cautivaba todos los espíritus, el cleptómano pudo ejercer su arte con toda libertad, explorando con habilidad manual sin igual los bolsillos hechos en las telas azules, o en la pana[1].

Moneditas, groseros relojes, bolsas de tabaco y baratijas de todo tipo se sumergieron en el fondo de las inmensas cavidades interiores que el príncipe había hecho abrir en su lujoso sobretodo de piel.

Pronto algunos agentes, atraídos por la pendencia, se precipitaron sobre el grupo y se apoderaron de los dos combatientes, que llevaron a la comisaría, junto con el príncipe, cuyas maniobras no se les habían escapado.

Una requisa hecha en el palacio Savellini sacó a la luz los innumerables latrocinios del pobre maniático.

Al día siguiente un atroz escándalo estalló en los diarios, y el noble cleptómano se convirtió en la fábula de toda Italia.

Ayudado por Chenevillot, que prometió su ayuda para la obtención ficticia de todos los accesorios, Soreau se entregó febrilmente a la realización de los cuadros proyectados.

Para la Fiesta de los Dioses, una cuerda negra, imposible de percibir sobre un fondo del mismo color, debía sostener a Mercurio en el aire; el mayordomo se encargaría de preparar una mesa ricamente servida.

La leyenda del lago Ontario requería trabajos más complejos. Prestada por Olga Chervonenkoff, la burra Milenkaya, llevando a los lados de la mandíbula los dos fragmentos extremos de un freno ilusorio, representaría su papel frente a un afrecho falso, que fabricado con finísimas películas de papel amarillo no ofrecía ninguna tentación peligrosa, capaz de revelar la falsedad de la trampa. Soreau había fijado su elección en el momento preciso de una de las infructuosas tentativas para librar a los hechizados. Stella Boucharessas representaba a la caritativa Úrsula, esforzándose en vano por atrapar al pez fugitivo; cerca de ella, Jeanne Souze, con la cara y las manos pintadas, representaba a la fiel Maffa. Frente a la burra, Soreau, caracterizado como Boreas, perseguiría una oca extraída del almacén del mayordomo: las alas del ave estaban separadas por un andamiaje invisible, y sus patas, pegadas al suelo con una goma tenaz, conservarían la actitud de una rápida fuga. Entre los accesorios de la «troupe» se encontró, para adornar al juglar, una cabeza de jabalí perfectamente realizada. Dicha cabeza servía generalmente como adorno carnavalesco en el tercer acto de cierta opereta, donde todos los personajes a la vez concurrían, en un momento dado, al baile de máscaras de un riquísimo rastacuero.

Para el cuadro de Haendel componiendo, Chenevillot recibió indicaciones muy precisas de Soreau, que había visto con sus propios ojos, en Londres, la célebre escalera, rigurosamente conservada en el museo de South Kensington.

La aparición del zar Alejo era fácil de arreglar, al igual que la de Canaris, que sólo era peliaguda por la mezcla forzada de perfumes intensos y variados.

Este último problema sólo podía ser resuelto por Darriand quien, mientras investigaba sus plantas oceánicas, se había entregado a múltiples estudios sobre todos los aromas vegetales.

El hábil sabio, proyectando nuevos trabajos para ocupar los momentos libres de su viaje, se había provisto de esencias de todas clases que, mezcladas con arte, podían proporcionar los aromas más diversos.

Oculto entre bastidores, Darriand repetiría, como un eco, el nombre de las flores convocadas, y abriría por unos segundos algún frasquito lleno de un compuesto muy volátil, cuyas emanaciones irían bruscamente a golpear, de todos lados, el sentido olfativo de los espectadores.

En la escena de la cleptomanía Soreau, evocando al príncipe Savellini, vestiría un amplio sobretodo de piel que, durante la travesía, le había servido para desafiar, sobre el puente, el aliento siempre vivo de alta mar.

Carmichaël encargado del papel de recitador, explicaba en pocas palabras el tema, sintetizado por cada uno de los seis grupos.