XIII

En tres semanas Chenevillot terminó un pequeño escenario, de apariencia muy coqueta. De los obreros, y todos habían demostrado un celo infatigable, el pintor de paredes Toresse y el tapicero Beaucreau merecían particulares elogios. Toresse, muy desconfiado de las mercaderías americanas, se había provisto de barriles llenos de pinturas diversas, y había cubierto así el edificio entero con un magnífico tono rojo; sobre el frontón las palabras «Club de los Incomparables» estaban rodeadas de una multitud de rayos que simbolizaban la gloria de la brillante asociación. Beaucreau, que a su vez llevaba una cantidad de telas destinadas a Ballesteros, se había servido de un delicado damasco escarlata para dos grandes cortinas que se unían en medio del estrado y se apartaban hasta los montantes. Una seda blanca, con finos arabescos de oro, servía para ocultar el muro de tablas del fondo.

La obra de Chenevillot obtuvo gran éxito, y Carmichaël quedó encargado de inaugurar el nuevo escenario cantando, con su maravillosa voz de cabeza, algunas romanzas de su repertorio.

El mismo día, a eso de las cuatro, Carmichaël tras desembalar sus ropas femeninas, se retiró a su cabaña y reapareció una hora después, enteramente transformado.

Llevaba un vestido de seda azul adornado por una ondulante cola sobre la que se leía, en negro, el número 472; una peluca de mujer, de espesos cabellos rubios, armonizaba maravillosamente con su cara aún imberbe y completaba la curiosa metamorfosis. Interrogado sobre el motivo de la extraña cifra inscripta en su falda, Carmichaël nos contó la anécdota siguiente:

Hacia fines del invierno, apremiado por ir a Estados Unidos, donde lo esperaba un brillante contrato, y retenido en Marsella hasta el 14 de marzo, fecha del sorteo de conscriptos, Carmichaël, entre todos los barcos, había elegido el Lyncée, que partía el 15 del mismo mes.

Por esta época el joven cantaba noche a noche, con atronador éxito, en el Folies-Marseillaises. La mañana del 14 de marzo, cuando apareció en la alcaldía, todos los conscriptos reunidos reconocieron sin dificultad a su célebre compatriota, y espontáneamente, tras el sorteo, le hicieron una fiesta a la salida.

Siguiendo su ejemplo, Carmichaël debió prender al sombrero un flexible número, lleno de deslumbrantes lentejuelas y, durante una hora, se realizó por las calles de la ciudad un alegre y fraternal paseo, acompañado de cabriolas y canciones.

En el momento de despedirse, Carmichaël distribuyó entradas gratuitas entre sus nuevos amigos que, por la noche, irrumpieron entre los bastidores del Folies-Marseillaises, blandiendo con gestos ligeramente avinados los sombreros, siempre adornados por hermosísimas imágenes. El más vacilante de todos, hijo de uno de los principales sastres de la ciudad, al ver a Carmichaël con vestido de baile y a punto de salir a escena, sacó de su bolsillo un par de tijeras y una aguja de hilo que llevaba envueltas en un gran trozo de seda negra y, con insistencia de borracho, quiso coser en el elegante vestido el número 472, que había correspondido esa mañana a su ilustre camarada.

Carmichaël, riendo, se prestó de buena gana a esta rara fantasía y, tras diez minutos de trabajo, tres cifras artísticamente recortadas y cosidas se destacaban en negro sobre la larga cola.

Unos instantes después los conscriptos, instalados en la sala, aclamaban ruidosamente a Carmichaël, bisaban todas las canciones y gritaban: «Viva el 472», con gran regocijo de los espectadores, que veían con sorpresa el número trazado sobre la falda del joven cantante.

Al partir al día siguiente, Carmichaël no tuvo tiempo de descoser el extravagante adorno, que ahora quería conservar como un precioso recuerdo de su ciudad natal, de la cual un simple capricho de Talú podía alejarlo para siempre.

Terminado el relato, Carmichaël se dirigió a la escena de los Incomparables y cantó de manera arrebatadora la Aubade de Dariccelli. Su voz de cabeza, subiendo con una agilidad inaudita hasta la nota más alta de soprano, realizaba las más desconcertantes vocalizaciones: las escalas cromáticas partían como cohetes, y los trinos, fabulosamente rápidos, se prolongaban al infinito.

Una prolongada ovación saludó la cadencia final, seguida de inmediato por cinco nuevas romanzas, no menos sorprendentes que la primera. Carmichaël, al salir de la escena, fue calurosamente festejado por todos los espectadores, llenos de emoción y agradecimiento.

Talú y Sirdah, presentes desde la iniciación del espectáculo, participaron visiblemente en el entusiasmo. El emperador, estupefacto, giraba alrededor de Carmichaël, cuyo excéntrico atuendo parecía fascinarlo.

Bien pronto algunas palabras imperiosas, que fueron diligentemente traducidas por Sirdah, nos informaron que Talú, deseoso de cantar a la manera de Carmichaël, exigía del joven artista un número de lecciones, y la primera debía comenzar allí sin más ni más.

Sirdah no había terminado de hablar cuando el emperador subió a escena, dócilmente seguido por Cannichaël.

Allí, durante media hora, Talú, con una voz de falsete muy pura, se esforzó en copiar servilmente los ejemplos proporcionados por Carmichaël quien, muy sorprendido al comprobar la extraña facilidad del monarca, desplegaba un celo infatigable y sincero.

Al terminar esta sección inesperada, la trágica Adinolfa quiso probar desde el punto de vista declamatorio la acústica de la Plaza de los Trofeos. Vistiendo un magnífico vestido de azabache endosado en unos minutos para la circunstancia, subió a escena y recitó versos italianos, acompañados por una impresionante mímica.

Meisdehl, la hija adoptiva del emperador, acababa de unirse a nosotros, y pareció petrificada ante las actitudes geniales de la célebre artista.

Al día siguiente Adinolfa tuvo una gran sorpresa mientras paseaba bajo las cúpulas perfumadas de Behulifruen, cuya ardiente vegetación atraía diariamente a su alma vibrante, siempre en busca de esplendores naturales o artísticos.

Desde hacía unos momentos la trágica atravesaba una región muy arbolada, tapizada de flores magníficas. Pronto vio un claro en medio del cual Meisdehl improvisaba ante Kalj, en una jerga sin palabras llena de entusiasmo, la mímica prodigiosa que la víspera, tras la lección de Talú, había atraído todas las miradas hacia el escenario de los Incomparables.

A unos veinte pasos estaba estacionado el carro, custodiado por el esclavo tendido sobre un lecho de musgo.

Adinolfa, sin hacer ruido, escuchó un rato, espiando a Meisdehl, cuyos gestos la sorprendían por su graciosa justeza. Interesada en la revelación de este primer instinto dramático, se acercó a la muchachita para enseñarle los principios fundamentales del movimiento y el porte escénicos.

Aquella clase de ensayo dio inmensos resultados. Meisdehl comprendía sin dificultad las más sutiles indicaciones, y encontraba espontáneamente juegos de fisonomía personales y trágicos.

En los días siguientes muchas clases fueron consagradas al mismo estudio, y Meisdehl se convirtió bien pronto en una verdadera artista.

Alentada por los maravillosos progresos, Adinolfa quiso enseñar a su alumna una escena entera, destinada a ser repetida en la función de gala.

Procurando dar gran relieve a la presentación de su protegida, la trágica concibió una idea ingeniosa, que la llevó necesariamente a decirnos algunas palabras sobre su pasado.

Todos los pueblos del mundo aclamaban a Adinolfa, pero los ingleses, especialmente, profesaban por ella un culto ardiente y fanático. Las ovaciones que le prodigaba el público londinense no se parecían a las de ningún otro, y sus fotografías se vendían a millares en todos los rincones de Gran Bretaña, que se había convertido en una segunda patria para ella.

Deseosa de poseer una residencia fija para las prolongadas temporadas que pasaba cada año en la ciudad de las brumas, la trágica compró, al borde del Támesis, un suntuoso y antiguo castillo; el propietario, un tal lord Dewsbury, arruinado por «peligrosas especulaciones» le vendió en bloque, a vil precio, el inmueble y todo lo que contenía.

Desde esta vivienda se llegaba fácilmente a Londres, conservando al mismo tiempo la ventaja del espacio y del aire libre.

Entre los diferentes salones de la planta baja, destinados a la recepción, la trágica prefería una amplia biblioteca, cuyos muros estaban adornados por viejos libros con preciosas encuadernaciones. Un gran estante lleno de obras de teatro llamaba con más frecuencia la atención de la gran artista que, muy versada en el idioma inglés, pasaba largas horas hojeando las obras de arte nacionales de su país de adopción.

Un día Adinolfa había sacado a la vez y puesto sobre la mesa diez volúmenes de Shakespeare, con el fin de buscar cierta nota cuya existencia conocía, sin recordar exactamente el título del drama comentado.

Encontrada y transcripta la nota, la trágica se apoderó hábilmente de los libros para volver a ponerlos en su lugar; pero, al llegar frente a la biblioteca, percibió una espesa capa de polvo extendido sobre el estante vacío. Depositando provisoriamente su carga sobre un sillón, creyó limpiar con el pañuelo la superficie lisa y polvorienta, y llevó su cuidado hasta usar el improvisado plumero sobre el fondo mismo del mueble, cuya parte vertical reclamaba también limpieza.

De pronto resonó un ruido seco, producido por un resorte secreto, que Adinolfa acababa de poner en juego al oprimir involuntariamente cierto punto determinado.

Una plancha estrecha y delgada saltó brusca, descubriendo un escondite donde la trágica, muy conmovida, descubrió y extrajo con infinitas precauciones un viejo manuscrito apenas legible.

Adinolfa llevó de inmediato su descubrimiento a Londres, a lo del gran experto Creighton quien, tras un rápido examen hecho a lupa, dejó escapar un grito de estupefacción.

No cabía duda que tenían ante los ojos el manuscrito de Romeo y Julieta, trazado por la mano misma de Shakespeare.

Deslumbrada por esta revelación, Adinolfa encargó a Creighton que le entregara una copia fiel y neta del precioso documento, que podía conservar alguna escena desconocida de prodigioso interés. Después, informada del valor del voluminoso manuscrito autógrafo, que el experto calculó a un precio fabuloso, retomó, soñadora, el camino de su nueva vivienda.

Según el contrato de venta, preciso y formal, todo el contenido del castillo pertenecía, por derecho, a la trágica. Pero Adinolfa era demasiado escrupulosa para aprovechar una circunstancia fortuita que volvía vergonzosamente ventajoso el contrato. Escribió por lo tanto a lord Dewsbury para contarle la aventura, y le envió por cheque el total de la suma calculada por el experto para la impresionante reliquia.

Lord Dewsbury testimonió su ferviente gratitud con una larga carta de agradecimiento, donde daba la explicación probable del misterioso descubrimiento. Sólo uno de sus antepasados, Albert Dewsbury, gran coleccionista de autógrafos y de libros raros, era capaz de haber imaginado aquel escondrijo para preservar de robos a un manuscrito de tal importancia. Pero Albert Dewsbury, muerto bruscamente en plena salud, con el cráneo destrozado por un terrible accidente de equitación, no había tenido tiempo de revelar a su hijo, como seguramente pensaba hacerlo en sus últimos momentos, la existencia de un tesoro tan bien enclaustrado que, a partir de entonces, había permanecido en su sitio.

Al cabo de quince días, Creighton llevó en persona el manuscrito a la trágica, junto con dos copias, la primera escrupulosamente conforme al texto lleno de arcaísmos y de oscuridad, la segunda perfectamente clara y comprensible, verdadera traducción modernizada como idioma y caracteres.

Tras la partida del experto, Adinolfa tomó la segunda copia y se puso a leerla con atención.

Cada página la sumergía en una estupefacción más creciente.

Muchas veces ella había representado el papel de Julieta, y conocía de memoria el drama. Pero, mientras leía, descubría sin cesar réplicas, juegos de escena, detalles de mímica o de vestuario directamente nuevos o ignorados.

Así, de un extremo a otro la pieza estaba colmada de riquezas que, sin desnaturalizar el fondo, lo adornaban con numerosos cuadros pintorescos o imprevistos.

Segura de tener entre manos la verdadera versión del drama de Verona, la trágica se apresuró en anunciar su descubrimiento a The Times, donde apareció una página entera con citas del manuscrito.

La publicación tuvo una resonancia inmensa. Artistas y sabios acudieron a la vieja morada de Dewsbury, para ver el extraordinario manuscrito, que Adinolfa permitía hojear sin dejar de ejercer una incesante vigilancia.

Pronto se formaron dos partidos y surgió una violenta polémica entre los partidarios del famoso documento y los adversarios, que lo declaraban apócrifo. Las columnas de los diarios estaban llenas de discusiones exaltadas, y las pruebas y los detalles contradictorios se convirtieron bien pronto en el tema de las conversaciones en Inglaterra y en el mundo entero.

Adinolfa quiso aprovechar esta efervescencia para montar la pieza de acuerdo a la nueva versión, reservándose el papel de Julieta, cuya creación sensacional podía aureolar su nombre con un brillo inefable.

Pero ningún director aceptó la tarea propuesta. Los innumerables gastos de montaje exigidos por cada página del manuscrito asustaban a los más audaces, y la gran artista llamó en vano a todas las puertas.

Descorazonada, Adinolfa perdió interés en el asunto, y pronto terminó la polémica, destronada por un crimen sensacional que, bruscamente, captó la atención del público.

Y era la escena final del drama de Shakespeare lo que Adinolfa quería hacer representar por Meisdehl, de acuerdo a las indicaciones del célebre manuscrito. La trágica tenía a su disposición la copia modernizada, tomada al acaso en vista de ciertos posibles tratos con los productores americanos. Kalj, tan fino y tan bien dotado, sería un Romeo encantador, y la mímica, muy cargada, sustituiría fácilmente al diálogo, inaccesible para ambos muchachos; por otra parte, la carencia de texto no podía estorbar la comprensión de un tema tan popular.

A falta de vestuario completo, era necesario encontrar algún trozo de ropa o adorno que hiciera reconocibles a ambos personajes. El peinado ofrecía en este sentido los elementos más simples y fáciles de ejecutar. Pero, según el manuscrito, los dos amantes estaban vestidos de talas con ornamentos rojos, y unos tocados que hacían juego, ricamente bordados.

Esta última indicación molestaba a Adinolfa, y la obsesionaba, un día, en el curso de su habitual paseo entre los macizos de Behulifruen. Súbitamente, mientras caminaba con la mirada fija en tierra, absorta en sus reflexiones, se detuvo al oír una especie de monólogo lento y entrecortado. Dio vuelta la cabeza y percibió a Juillard quien, sentado a la turca sobre el césped, tenía un cuaderno en la mano y escribía allí notas que pronunciaba luego en voz alta. Una revista ilustrada, abierta en el suelo, llamó la atención de la trágica, por ciertos tonos rojizos que estaban justamente en armonía con sus íntimos pensamientos. Se acercó a Juillard, quien elogió el poderoso encanto del lugar de recogimiento que había descubierto. Era allí que, tras la terminación de la conferencia para la preparación de la función de gala, iba todos los días, en medio de la quietud y el silencio, a preparar un largo trabajo sobre la guerra de 1870. Con un gesto mostró, esparcidas a su alrededor, numerosas obras aparecidas durante la terrible lucha y, entre éstas, la gran revista, cuyas páginas, percibidas por la trágica, mostraban con bastante realismo una carga de Reichshoffen y un episodio de la Comuna; los tonos rojos, tomados a la izquierda de los uniformes y los tocados de plumas y a la derecha de las llamas de un incendio, podían dar de lejos la ilusión de los bordados reclamados por el manuscrito shakespeariano. Deseosa de emplear como tela aquel papel coloreado, según su deseo, Adinolfa hizo el pedido a Juillard quien, sin hacerse rogar, arrancó las páginas deseadas.

Con ayuda de unas tijeras y unos alfileres, la trágica confeccionó para Kalj y Meisdehl los tocados clásicos de los amantes de Verona.

Arreglado este primer punto, Adinolfa retomó la obra de Shakespeare, a fin de estudiar con cuidado los detalles de la puesta en escena.

Algunos episodios de la parte final encontraban su explicación en un largo prólogo, que comprendía dos cuadros consagrados a la infancia de Romeo y Julieta, cuando todavía no se conocían.

Y Adinolfa se compenetró especialmente en este prólogo.

En el primer cuadro, Romeo niño escuchaba las lecciones de su preceptor, el padre Valdivieso, sabio monje que inculcaba a su alumno los principios de moral más puros y religiosos.

Desde hacía muchos años Valdivieso pasaba las noches consagrado al trabajo, rodeado de un in-folio que era su dicha, y de viejos pergaminos cuyos secretos no escapaban jamás a su infalible sagacidad. Dotado de una memoria inmensa y de una elocución arrebatadora, deleitaba a su discípulo con relatos muy coloridos, cuyo sentido ocultaba casi siempre una enseñanza útil. La escena inicial era totalmente cubierta por este personaje, con algunas interrupciones ingenuas del joven Romeo.

Los recuerdos bíblicos se acumulaban en los labios del monje. Evocaba minuciosamente la tentación de Eva, después narraba la aventura del silencioso Thisias quien, en plena Sión, en medio de una orgía, vio aparecer el espectro de Dios padre, terrible y enfurecido.

Después venían detalles según la leyenda de Feior de Alejandría, el joven disipado contemporáneo de Tais.

Desesperado por el abandono de una amante adorada, que le había dado a entender la ruptura con el olvido voluntario de una cita de amor, Feior, renunciando a su existencia de placer y buscando consuelo en la fe, se retiraba a un desierto para vivir como anacoreta, y venía a veces a sembrar la buena nueva en los lugares testigos de sus errores pasados.

Tras largas privaciones, Feior había alcanzado una delgadez extrema; su cabeza, naturalmente voluminosa, parecía inmensa, junto a su cuerpo hético, y las sienes resaltaban especialmente a los lados del rostro enflaquecido.

Un día Feior se había presentado en la plaza pública en el momento en que los ciudadanos convocados discutían asuntos de Estado. En aquella época dos asambleas, la de los jóvenes y la de los viejos, se reunían un día fijo en esa especie de foro, y la primera proponía audaces proyectos de leyes, rectificadas por la segunda en el sentido de la moderación, Los dos grupos se disponían formando un cuadrado perfecto, de aproximadamente un acre de extensión.

La aparición de Feior, famoso por su súbita conversión, suspendió por un instante las deliberaciones.

De inmediato el neófito, según su costumbre, se puso a predicar con ardor el desprecio por las riquezas y los placeres, atacando sobre todo al grupo de jóvenes, a quienes parecía reprochar directamente todos los vicios y todas las ignominias.

Airados por esta actitud provocadora, los interpelados se lanzaron sobre él y lo tiraron con furor al suelo. Demasiado débil para defenderse, Feior se levantó penosamente y se alejó acongojado, maldiciendo a sus agresores. De pronto, al volver una calle, cayó de rodillas, en éxtasis, a la vista de su antigua amante, que pasó sin reconocerlo, ricamente vestida y seguida por una multitud de esclavos. Por un instante, Feior se sintió reconquistado por su ardiente pasión: pero, al desvanecerse la visión, logró controlarse y regresó al desierto, donde, tras algunos años de continua penitencia, murió habiendo vencido sus inclinaciones y siendo perdonado.

Después de la leyenda de Feior, el monje Valdivieso describía dos martirios famosos, el de Jeremías, lapidado por sus compatriotas con ayuda de piedras sílex cortantes y puntiagudas, y el de San Ignacio, entregado a las fieras, que laceraron su cuerpo, mientras su alma, como antítesis, subía al paraíso, que se presentaba bajo el aspecto feérico de una isla maravillosa.

El conjunto de estos discursos ofrecía gran unidad. Sus sorprendentes temas tenían como objeto evidente atraer hacia el bien al espíritu de Romeo, y explicaban además la facilidad con la cual Julieta, imagen del amor puro y conyugal, se apoderaba victoriosa del joven, entregado en el primer momento a intrigas frívolas y envilecedoras.

El segundo cuadro del prólogo, conmovedor paralelo del primero, mostraba a Julieta niña sentada junto a su nodriza, que la hechizaba con cuentos graciosos o terribles; entre otros personajes fabulosos pintados por la nodriza, estaba el hada bienhechora Urgela, que sacudía sus trenzas para desparramar hasta el infinito monedas de oro a su paso, después la ogra Pergovedula que, horrenda a causa de su cara amarilla y sus labios verdes, comía dos terneras como cena, cuando faltaban niños para satisfacer su apetito.

En la escena final, que Adinolfa quería representar, reaparecían ante los ojos de los amantes una cantidad de imágenes tomadas del prólogo, ya que, luego de haber absorbido un brebaje envenenado, los jóvenes eran presa de continuas alucinaciones.

Según las indicaciones del manuscrito, todos estos fantasmas formaban una serie de cuadros vivos, cuya rápida sucesión debía provocar insuperables dificultades en Ejur.

Adinolfa pensó entonces en Fuxier, cuyas pastillas de pintoresco efecto podrían sustituir los trajes y los accesorios.

Accediendo al deseo de la trágica y prometiendo poner a punto todas las visiones demandadas, Fuxier, muy al tanto de las sutilezas del idioma inglés, se engolfó en el prólogo y en la parte final, que le proporcionaron amplio material para un trabajo interesante.

Una mención especial del manuscrito reclamaba, junto a la tumba de Julieta, un hogar con un fuego verdoso, para iluminar con un resplandor trágico la escena conmovedora representada por los dos amantes. Este brasero, cuyas llamas fueron coloreadas con sal marina, parecía indicado para consumir las pastillas evocadoras. Adinolfa, que iba a pintarrajearse para aparecer al fin bajo los rasgos de la ogra Pergovedula, podría esconderse tras la tumba y, oculta de todos, echar en el hogar, en el momento oportuno, determinada generadora de tal imagen.

Este procedimiento no excluía la representación. Dos apariciones, la de Capuleto, vestido con un traje de reflejos de oro, y la de Cristo, inmóvil sobre su famoso asno, debían ser realizadas por Soreau, que poseía en su reserva de ropa todos los elementos necesarios para su composición. La transformación se realizaría en unos segundos, al abrigo de todas las miradas, y la dócil Milenkaya fue requerida para la circunstancia. Chenevillot prometió poner en el telón de fondo dos finas rejas hábilmente pintadas, que la iluminación de una lámpara a reflector volvería transparentes, a una hora determinada; detrás, dos nichos de tamaño suficiente serían colocados a la altura requerida.

Finalmente el espectro de Romeo debía descender del cielo ante el cadáver mismo y uno de los hermanos de Kalj, de edad y rasgos similares, fue designado para el papel de sosias. Se preparó, con el resto de la página consagrada a los coraceros de Reichshoffen, un segundo tocado similar al primero, y Chenevillot imaginó fácilmente, con una cuerda y una polea del Lyncée, un sistema de suspensión movido a mano.

Para evocar a Urgela se tomó, del cargamento del navío, una muñeca intacta, en el fondo de una caja enviada a un peinador de Buenos Aires. En poco tiempo pudo construirse un zócalo con meditas, para sostener el busto blanco y rosado, con grandes ojos azules. No lejos de la caja, numerosas fichas doradas, semejantes a luises de veinte francos, se habían desparramado desde un paquete desfondado, lleno de juegos diversos; con ayuda de un poco de cola, las fichas fueron levemente pegadas a la magnífica cabellera rubia suelta y tendidas en diseminadas mechas; el menor sacudimiento haría caer esta deslumbrante moneda, que el hada generosa sembraría profusamente.

Para el resto de la puesta en escena, que comprendía la tumba y el brasero, hubo que dirigirse a Chenevillot.

Según un breve pasaje del manuscrito, Romeo colocaba en el cuello de Julieta, despierta de su sueño letárgico, un rico collar de rubíes, destinado en el momento, según creencia del joven esposo, a adornar el frío cadáver de la bienamada.

Este detalle proporcionó a Bex ocasión para utilizar un bálsamo de su invención, cuyo empleo había sido siempre exitoso en el curso de sus sabias trituraciones.

Se trataba de un anestésico suficientemente poderoso para volver la piel indiferente a las quemaduras; aplicando a sus manos este producto protector, Bex podía maniobrar a cualquier temperatura cierto metal inventado por él y denominado bexium. Sin el descubrimiento previo del precioso ingrediente, el químico no habría podido realizar el del bexium, cuya especialidad reclamaba precisamente extremadas variaciones térmicas.

Para reemplazar el collar de rubíes, que no podía encontrarse en Ejur ni siquiera como imitación, Bex propuso sustituirlo por unos carbones encendidos atados a un hilo de amianto. Bastaba con que Kalj sacara del brasero la extraña joya resplandeciente y roja para adornar a Meisdehl, cuya garganta y hombros estarían inmunizados por el bálsamo infalible.

La trágica aceptó la oferta de Bex, luego de asegurarse el consentimiento de Meisdehl, que se mostró valerosa y confiada.

Todo el cuadro debía representarse sin diálogos. Pero, en sus estudios de mímica, Kalj y Meisdehl mostraban tanta inteligencia y buena voluntad que Adinolfa, alentada por el éxito, hizo aprender a sus alumnos algunos fragmentos de frases traducidos al francés y adecuados para explicar las diferentes apariciones. La tentativa dio rápidos resultados, y entonces sólo fue necesario perfeccionar, hasta la fecha de la función de gala, los conmovedores juegos escénicos tan bien comprendidos por los dos niños.