XII

Tendidos siempre sobre la fina arena, a la sombra del alto acantilado, todos habíamos seguido, sin interrupción, las peripecias del largo drama narrado por Seil-kor.

Entre tanto los negros habían extraído de las profundidades del Lyncée una cantidad de objetos y de cajas que se habían echado bruscamente sobre los hombros, obedeciendo una orden de Seil-kor, cuya voz clara, terminado el relato, acababa de dar la señal de partida. Varias tandas debían completar la descarga del navío, cuyo botín entero habría de ser, poco a poco, transportado a Ejur.

Unos instantes después, formando columna en medio de los negros doblados bajo los múltiples fardos, nuestro grupo, guiado por Seil-kor, se dirigió en línea recta hacia la capital anunciada. El enano Filipo era llevado como un niño por su maestro de ceremonias, Jenn, mientras Tancredo Boucharessas se pavoneaba, con una familia de gatos sabios, sobre un cochecito para inválido empujado por su hijo Héctor. Al frente Olga Chervonenkoff, seguida por Sladki y Milenkaya, marchaba no lejos del jinete Urbano que, montando sobre su caballo Rómulo, dominaba orgullosamente todo el grupo.

Necesitamos media hora para llegar a Ejur, donde pronto vimos al emperador que, para recibirnos, había reunido a su alrededor, en la Plaza de los Trofeos, a su hija, sus diez esposas y todos sus hijos, treinta y seis a la sazón.

Seil-kor cambió unas palabras con Talú y nos tradujo en seguida la orden emanada de la voluntad soberana: cada uno de nosotros debía escribir una carta a uno de los suyos con el fin de obtener un rescate cuya importancia variaría según la apariencia exterior del firmante, terminada esta tarea, Seil-kor, dirigiéndose al norte con un numeroso destacamento indígena, fue a Porto Novo con el fin de enviar a Europa la preciosa correspondencia; una vez poseedor de las sumas exigidas, el fiel mandatario compraría diversas mercaderías que sus hombres, siempre bajo sus órdenes, traerían a Ejur. Después el mismo Seil-kor nos serviría de guía hasta Porto Novo, donde tendríamos todas las facilidades para repatriarnos.

Cada carta debía contener una advertencia especial al destinatario, en el sentido de que la menor tentativa para liberarnos sería la señal de nuestra muerte inmediata. De todos modos, la pena capital estaba ya reservada a los que no se podía rescatar.

Por un extraño escrúpulo Talú, que no quería presentarse como un salteador, nos dejó en entera posesión de nuestro dinero de bolsillo. Por lo demás, la cantidad obtenida con los despojos inmediatos no habría representado más que un débil aumento sobre el inmenso producto global de los rescates proyectados.

Se desembaló un voluminoso fardo de papeles y cada uno se apresuró a confeccionar una carta señalando la suma liberadora, cifra que era fijada por Seil-kor a instigación del emperador.

Ocho días después Seil-kor se dirigió a Porto Novo, acompañado por los mismos negros que, aparecidos ante nuestros ojos después de la catástrofe, en menos de una semana, yendo y viniendo, habían transportado a Ejur el botín completo de nuestro desdichado navio, frecuentemente visitado por la multitud de pasajeros.

Esta partida significó para nosotros el comienzo de una vida monótona y fastidiosa. Llamábamos a gritos la hora de la liberación, dormíamos por la noche en cabañas destinadas para uso nuestro, y pasábamos los días leyendo o hablando en francés con Sirdah, muy dichosa de conocer a los compatriotas de Velbar.

Para crear una fuente de distracción y de ocupación, Juillard tuvo la idea de fundar, por medio de un grupo escogido, una especie de extraño club, donde cada miembro debería distinguirse por una obra original, o por una exhibición sensacional.

Las adhesiones afluyeron de inmediato y Juillard, a quien correspondía el honor de la primera idea, debió aceptar la presidencia de la nueva asociación, que tomó el pretencioso título de «Club de los Incomparables». Cada inscripto debía prepararse a una gran representación de gala destinada a festejar el regreso liberador de Seil-kor.

El club necesitaba una sede central, y Chenevillot se ofreció para levantar una pequeña construcción que sería, en cierto modo, el emblema del grupo. Juillard aceptó y le rogó que diera al monumento, teniendo en cuenta futuras exhibiciones, la forma de un escenario ligeramente elevado.

Poro la autorización del emperador era indispensable para elegir un trozo de terreno sobre la Plaza de los Trofeos.

Sirdah, totalmente entregada a nuestra causa, se encargó de intervenir frente a Talú quien, encantado de que quisieran embellecer su capital, recibió de muy buena gana el pedido, aunque preguntó de todos modos cuál era la finalidad del edificio proyectado. Sirdah habló brevemente de la función de gala y el emperador, satisfecho de antemano, ante la fiesta imprevista, nos dio espontáneamente toda la libertad para que eligiéramos, en el botín del Lyncée, los objetos necesarios para la organización del espectáculo.

Cuando la muchacha nos confió el feliz resultado de su misión, Chenevillot, ayudado por sus obreros, a quienes no faltaban utensilios, derribó un gran número de árboles en Behulifruen. Los troncos fueron cortados como tablones, y la construcción se elevó en la Plaza de los Trofeos, en el lado más distante del mar.

Deseosos de crear cierta emulación entre los distintos miembros del club, Juillard resolvió inventar una nueva condecoración, reservada a quienes más la merecieran. Tras buscar largamente alguna insignia, a la vez inédita y fácil de fabricar, se decidió por la mayúscula griega delta, que, le pareció, reunía las condiciones requeridas. Dislocando un viejo recipiente encontrado entre las mercaderías del Lyncée, obtuvo una lámina de hojalata, en la que pudo recortar seis triángulos coronados por un anillo: suspendidos de un pedacito de cinta azul, cada delta así formada quedó destinada al pecho de un caballero de la orden.

Además, con el propósito de fundar una distinción suprema y única, Juillard, sin cambiar de modelo, talló una delta gigante, para ser llevada a la izquierda.

Las condecoraciones debían ser devueltas al fin de la función de gala.

Entretanto, todos se preparaban de antemano para el gran día.

Olga Chervonenkoff, que había decidido bailar El Paso de la Ninfa, su más restallante triunfo de antaño, ensayaba casi siempre a escondidas, con la esperanza de recobrar su antigua flexibilidad.

Juillard bosquejaba una brillante conferencia sobre la historia de los Electores de Brandeburgo, con retratos ilustrativos.

Después de haber prometido figurar en el programa, Balbet, cuyo equipaje contenía armas y municiones, se encontró con todos sus cartuchos mojados: el alta mar, aprovechando una larga vía de agua provocada al encallar, había invadido parcialmente la bodega del Lyncée. Al corriente de este contratiempo, Sirdah ofreció generosamente el arma y los cartuchos de Velbar. La oferta fue aceptada y Balbet entró en posesión de un excelente fusil Gras, acompañado de veinticuatro cartuchos conservados en perfecto estado gracias a la sequedad del clima africano. Dejando todo en su lugar sobre la tumba del zuavo, el ilustre campeón anunció para el día de la función de gala un prestigioso ejercicio de tiro, completado por un sensacional asalto con el florete mágico de La Billaudière-Maisonnial.

Los bultos de Luxo habían sufrido por la inundación más aún que los de Balbet, y todos sus fuegos de artificio, por suerte asegurados, estaban perdidos irremediablemente. Sólo el paquete final, cuidadosamente empaquetado aparte, había escapado al desastre, y Luxo decidió embellecer la compleja fiesta presentando aquel grupo de deslumbradores retratos que, por otra parte, ya no podrían llegar a tiempo para el casamiento del barón Ballesteros.

El ictiólogo Martignon pasaba las horas en el mar, en una piragua procurada por Sirdah. Armado de una enorme red de larga cuerda, extraída de una de sus valijas, realizaba continuos sondeos, esperando hacer algún descubrimiento interesante, que sirviera para enriquecer el programa de la función de gala.

Todos los otros miembros del club: inventores, artistas, domadores, fenómenos y acróbatas se ejercitaban en sus diversas especialidades, deseosos de estar en posesión de todos sus medios el día de la solemnidad.

En cierta parte del Lyncée, particularmente dañada por el choque, se habían descubierto doce vehículos de dos ruedas, especie de carros romanos adornados de llamativas pinturas. En el curso de sus giras, las familias Boucharessas y Alcott, reunidas, empleaban esta carrocería para realizar un curioso ejercicio musical.

Cada uno de los carros, una vez puesto en marcha, dejaba oír una nota pura y vibrante producida por el movimiento de las ruedas.

En el momento de la exhibición, Stéphane Alcott y sus seis hijos, además de los cuatro hermanos Boucharessas y de la hermana, aparecían de pronto en el circo, conduciendo aisladamente los dos carros, arrastrados cada uno por un único caballo, sumariamente adiestrado.

El conjunto de coches sonoros, colocados uno al lado del otro en la pista circular, daban la escala diatónica de do, desde el la grave hasta el sol sostenido.

A una seña de Stéphane Alcott se iniciaba un paseo lento y melodioso. Los coches avanzaban uno tras otro, seguían un orden y un ritmo determinados y ejecutaban una cantidad de aires populares, cuidadosamente elegidos entre los refranes o estribillos desprovistos de modulaciones. El alineamiento era pronto quebrado por el calor y la frecuencia de las notas: algún carro, al emitir una ronda, sobrepasaba en cuatro o cinco metros al carro vecino que, encargado de producir una simple semicorchea, apenas avanzaba algunas líneas. Diseminados por toda la extensión de la pista, los caballos, hábilmente castigados, partían siempre en el momento requerido.

Once carros se habían roto en el naufragio. El único que quedaba intacto fue confiscado por Talú a beneficio del joven Kalj quien, cada día más débil, necesitaba largos y saludables paseos que no lo fatigaran.

Un sillón de mimbre proveniente del Lyncée fue puesto y fijado por las cuatro patas sobre la plancha del vehículo, cuyas ruedas, al girar, producían un do sobreagudo.

Un esclavo situado entre las dos camillas completaba el conjunto, que pareció encantar a Kalj. Desde entonces se veía con frecuencia al joven enfermo, instalado en el sillón de mimbre y valientemente acompañado por Meisdehl, que marchaba a su lado.