XI

En este momento de la narración Seil-kor tomó aliento, y después abordó algunos detalles más íntimos de la vida privada del emperador.

A comienzos de su reinado Talú VII se había casado con una joven ponukeliana, idealmente bella, llamada Rul.

Muy enamorado, el emperador se negaba a elegir otras compañeras, pese a las costumbres del país, donde se honraba la poligamia.

Un día de tormenta, Talú y Rul, entonces encinta de tres meses, se paseaban tiernamente por la playa de Ejur para admirar el sublime espectáculo ofrecido por el mar furioso, cuando vieron a lo lejos un navío en dificultades que, tras haber chocado contra un arrecife, se hundía a pique ante sus ojos.

Muda de horror, la pareja permaneció largo tiempo inmóvil, mirando el lugar fatal, donde flotaban algunos restos del naufragio.

Pronto el cadáver de una mujer de raza blanca, proveniente del barco desaparecido, flotó en dirección a la arena, hamacado por las olas en todas direcciones. La pasajera, acostada, con el rostro vuelto hacia el cielo, llevaba un traje de suiza formado por una falda oscura, un delantal con bordados multicolores y un coselete de terciopelo rojo que, descendiendo sólo hasta el talle, mostraba una blusa blanca escotada, con mangas largas y abullonadas. Detrás de la cabeza se veía brillar, en medio de la transparencia de las aguas, unas largas horquillas de oro colocadas en forma de estrella alrededor de un rodete sólidamente atado.

Rul, muy aficionada a los adornos, quedó fascinada por el coselete rojo y las horquillas de oro, de las que soñó apoderarse. Por su pedido, el emperador envió a un esclavo que, trepado a una piragua, tenía el deber de traer a la ahogada.

Pero el mal tiempo volvía ardua la tarea y Rul, cuyo morboso deseo estaba aguijoneado por la dificultad a vencer, siguió ansiosamente, con alternativas de esperanza y desaliento, la peligrosa maniobra del esclavo, a quien sin cesar se le escapaba la presa.

Tras una hora de lucha incesante contra los elementos, el esclavo alcanzó al fin el cadáver, y logró subirlo a la piragua; se descubrió entonces el cuerpo de un niño de dos años sujeto a la espalda de la muerta, cuyo cuello estaba convulsivamente apretado por los débiles bracitos, todavía crispados. El pobrecito era sin duda hijo de la ahogada quien, a último momento, había intentado salvarse a nado con su preciosa carga.

La nodriza y el niño fueron transportados a Ejur; pronto Rul entró en posesión de las horquillas de oro, que colocó en círculo sobre sus cabellos, y después recibió el coselete rojo, que colocó coquetamente sobre el taparrabo que le ceñía las caderas. Desde entonces no dejó más aquellos adornos, que constituían toda su alegría; a medida que el embarazo avanzaba, aflojaba el cordón del coselete, que se deslizaba con agilidad por los ojales de fina terminación metálica.

A consecuencia del siniestro, el mar durante largo tiempo lanzó sobre la costa, en medio de desechos de toda clase, muchas cajas diversamente provistas, que fueron recogidas con cuidado. Encontraron, entre los restos, un gorro de marinero con la palabra: Sylvandre, nombre del desdichado navío naufragado.

Seis meses después de la tormenta, Rul dio a luz una niña apodada Sirdah.

Pero la hora de ansiedad experimentada por la joven madre antes del aterrizaje de la suiza había dejado sus huellas. La niña, por otra parte sana y bien formada, llevaba sobre la frente una mancha roja de forma especial, rodeada de largas rayas amarillas, que recordaban por su disposición las famosas horquillas de oro.

La primera vez que Sirdah abrió los ojos se pudo comprobar que bizqueaba atrozmente: la madre, muy orgullosa de su propia belleza, quedó humillada por haber procreado un esperpento, y tomó odio a aquella niña, que hería su vanidad. Por el contrario, el emperador, que deseaba ardientemente una hija, concibió un amor profundo por la pobre inocente, a la que rodeó de cuidados y de ternura.

Por esta época Talú tenía como consejero a un tal Mossem, negro de elevada estatura, a la vez brujo, médico y letrado, que desempeñaba el papel de primer ministro.

Mossem se enamoró de la encantadora Rul que, por su parte, sufrió el ascendiente del seductor consejero, cuya prestancia y gran saber admiraba.

La intriga siguió su curso inevitable y Rul, un año después del nacimiento de Sirdah, dio a luz un niño cuyos rasgos recordaban totalmente a los de Mossem.

Felizmente, Talú no percibió el fatal parecido. De todos modos, ese hijo quedó alejado de su corazón, donde Sirdah conservó el lugar de preferencia.

De acuerdo con una ley instituida por Suán, cada soberano, a su muerte, era reemplazado por el primer hijo, varón o mujer. Ya dos veces, en cada una de las ramas rivales, habían reinado mujeres, pero siempre su muerte prematura había transmitido a un hermano los derechos del rango supremo.

Mossem y Rul concibieron el atroz proyecto de hacer desaparecer a Sirdah, para que su hijo fuera emperador algún día.

Entretanto Talú, lleno de instintos bélicos, partió para una larga campaña dejando a Mossem en el poder, quien, durante la ausencia del monarca, debía ejercer una autoridad absoluta.

Los dos cómplices aprovecharon esta ocasión, favorable a la ejecución de su plan.

Al noreste de Ejur se extendía la Vorrh, inmensa selva virgen donde nadie osaba aventurarse, a causa de cierta leyenda que poblaba sus boscajes de genios malignos. Bastaba con abandonar allí a Sirdah, cuyo cuerpo, protegido por la superstición, estaría al abrigo de todas las búsquedas.

Una noche salió Mossem, llevando a Sirdah en brazos; a la noche siguiente, tras un largo día de marcha, llegó al linde de la Vorrh y, demasiado inteligente para creer en los cuentos sobrenaturales, penetró sin miedo entre el ramaje tupido que se ofrecía a su vista. Al llegar a un amplio claro, depositó sobre el musgo a la pequeña Sirdah dormida, y después volvió a la llanura por el mismo camino que acababa de atravesar, entre la espesura de ramas y de lianas.

Veinticuatro horas después entró de noche en Ejur: su partida y su regreso no habían tenido testigos.

Durante su ausencia, Rul se había apostado en el umbral de la casa imperial, con el fin de prohibir la entrada. Sirdah estaba gravemente enferma, dijo, y Mossem estaba junto a la niña para prodigarle sus cuidados. Tras el regreso de su cómplice, Rul anunció la muerte de Sirdah, y al día siguiente se simularon pomposos funerales.

La tradición exigía que, a la muerte de cada miembro de la familia reinante, se escribiera un acta mortuoria minuciosa, narrando en detalle los motivos del deceso. Poseedor de todos los secretos de la escritura ponukeliana, Mossem se encargó de la tarea, y grabó en un pergamino un relato imaginario de los últimos momentos de Sirdah.

El dolor del emperador fue inmenso cuando, a su regreso, se enteró de la muerte de su hija.

Pero nada podía hacerle imaginar la trama urdida contra Sirdah; los dos cómplices, ebrios de alegría, vieron así triunfar a su gusto la odiosa maquinación que convertía a su hijo en único heredero del trono.

Pasaron los años en los que Rul no volvió a quedar embarazada. Contrariado por esta esterilidad, Talú, sin repudiar a la mujer que aún creía fiel, se decidió finalmente a tomar otras esposas, en la esperanza de tener una segunda hija cuyos rasgos le recordaran la imagen de su querida Sirdah.

Su expectativa fracasó: sólo engendró hijos, que no lograron hacerle olvidar a la pobre desaparecida.

Sólo la guerra lo distraía de su pesar: sin cesar emprendía nuevas campañas, haciendo avanzar los límites de su vasto dominio y clavando numerosos despojos en los sicómoros de la Plaza de los Trofeos.

Dotado de sensibilidad de poeta, había iniciado una vasta epopeya en la que cada canto celebraba uno de sus elevados hechos de armas. La obra se titulaba la Jeruka, palabra ponukeliana que evocaba el heroísmo triunfante. Lleno de orgullo y de ambición, el emperador se había prometido eclipsar con su personalidad a todos los príncipes de su raza, y transmitir a las generaciones futuras un relato poético de su reinado, que quería abrumador y glorioso.

Cada vez que terminaba un fragmento de la Jeruka, lo hacía aprender por sus guerreros que, al unísono, lo cantaban en coro en una especie de melopea lenta y monótona.

Pasaron los años sin que se levantaran nubes entre Mossem y Rul, que continuaban amándose en secreto.

Pero un día el emperador fue enterado de estas relaciones por una de sus nuevas esposas.

Incapaz de creer lo que tomaba por una audaz calumnia, Talú contó alegremente la cosa a Rul, invitándola a desconfiar de la envidia celosa de sus rivales, provocada por su avasalladora belleza.

Aunque tranquilizada por el tono jovial del emperador, Rul husmeó el peligro y se prometió redoblar la prudencia.

Suplicó así a Mossem que fingiera tener una querida, a la que debía colmar ostensiblemente de honores y de riquezas para distraer las sospechas del monarca.

Mossem aprobó el proyecto, cuya realización le pareció, como a Rul, de urgente necesidad. Puso así sus miradas en una joven belleza de nombre Djizmé, cuyo rostro de ébano descubría, en medio de una embriagadora sonrisa, dientes de deslumbrante blancura.

Djizmé se acostumbró rápidamente a los privilegios de su elevada situación: Mossem se aplicaba a desempeñar bien su papel, satisfacía sus menores caprichos, y una palabra de la joven bastaba para obtener que sus protegidos recibieran inmerecidos favores.

Este crédito agrupó en torno a la favorita del ministro una nube de peticionantes, que se apresuraban a solicitar audiencia. Djizmé, dichosa y adulada, se vio forzada bien pronto a regimentar aquella invasión.

A pedido suyo, Mossem cortó en muchas hojas de pergamino una cantidad de rectángulos delgados y flexibles, en cada uno de los cuales trazó finamente la palabra «Djizmé», y donde figuraban después, en uno de los ángulos, por medio de un dibujo sumario, tres fases distintas de la luna.

Se trataba de unas verdaderas tarjetas de visita que, distribuidas en profusión, indicaban a los interesados los tres días de recepción escogidos para cada período de cuatro semanas por la poderosa intermediaria.

Djizmé se divertía jugando a la reina. En cada una de las fechas fijadas se adornaba magníficamente y recibía a la multitud de pedigüeños, acordaba su apoyo a unos y lo rehusaba a otros, segura de antemano que sus decisiones serían ratificadas por Mossem.

Sin embargo, faltaba una cosa a la dicha de Djizmé. Hermosa, ardiente y pictórica de juventud exuberante, se sentía arder de fiebre y de deseos.

Y Mossem, fiel a Rul, no había acordado jamás un beso a la mujer que pasaba, ante los ojos de todos, por su amante idolatrada.

Consciente del papel de biombo que debía desempeñar, Djizmé resolvió entregarse sin escrúpulos a cualquiera que supiera comprenderla y apreciarla.

En cada una de las audiencias había notado, en la primera fila de peticionantes, a un joven negro llamado Naír, que sólo le hablaba con emoción y timidez.

Muchas veces creyó percibir a Naír oculto tras un matorral, espiándola a la hora del paseo para verla un instante.

Bien pronto ya no dudó de la pasión que había inspirado al joven enamorado. Lo hizo entrar a su servicio y se entregó sin reservas al gracioso aspirante, cuyo furor sentimental compartió bien pronto.

Un pretexto muy plausible explicó ante los ojos de Mossem la asiduidad del nuevo paje con la favorita.

Ejur, en ese momento, estaba infestado por una legión de mosquitos cuya picadura provocaba fiebre. Y Naír sabía fabricar trampas que atrapaban infaliblemente a los peligrosos insectos.

Había descubierto, como anzuelo, una flor roja cuyo perfume, muy violento, atraía de lejos los animalitos que debía capturar. La cáscara de algunas frutas le proporcionaba, además, unos filamentos extremadamente tenues, con los que Naír ejecutaba una tela más fina que la de las arañas, aunque suficientemente fuerte como para capturar los mosquitos de paso. Este último trabajo requería gran precisión, y Naír sólo lograba realizarlo con ayuda de una prolongada fórmula, cuyo texto, recitado de memoria, indicaba, uno por uno, cada movimiento y cada nudo a formar.

Djizmé, como una niña, extraía un placer siempre renovado del espectáculo ofrecido por el industrioso entrecruce de hilos delicadamente tejidos por los dedos de su amante.

La presencia de Naír quedaba así explicada por la prodigiosa atracción que procuraba a Djizmé aquel talento, pleno de invención y de sutileza.

Artista de todos modos, Naír sabía dibujar, y descansaba de la absorbente fabricación de trampas diseñando retratos y paisajes, de ejecución extraña y primitiva. Un día envió a su amante una curiosa estera blanca, que había adornado pacientemente con una cantidad de pequeños croquis representando los temas más variados. Quería, por medio de este regalo, presidir el sueño de Djizmé, que descansó desde entonces cada noche sobre el blando lecho, cuyo contacto le recordaba sin cesar la tierna y atenta solicitud del bienamado.

La joven pareja vivía, pues, dichosa y tranquila, cuando una imprudencia de Naír descubrió la verdad ante los ojos de Mossem.

Algunas cajas traídas por el mar cuando el naufragio del Sylvandre contenían diversos artículos de vestir que, desde entonces, estaban sin usar. Djizmé, con autorización de Mossem, extraía de esta reserva una cantidad de adornitos que agradaban a su frivolidad descuidada y ligera.

Los guantes, sobre todo, divertían a la riente muchacha que, en cada ocasión algo solemne, se complacía en aprisionar sus manos y sus brazos dentro de los suaves forros de cuero de Suecia.

En sus búsquedas en el viejo, abundante y disparatado stock, Djizmé había descubierto un sombrero melón, con el que Naír se engalanó alegremente. A partir de entonces el joven negro no se presentaba jamás sin el rígido sombrero que, de lejos, lo hacía fácilmente reconocible.

Existía al sudeste de Ejur, no lejos de la ribera derecha del Tez, un inmenso y magnífico jardín llamado el «Behulifruen», atendido lujosamente por una multitud de esclavos. Talú, como verdadero poeta, adoraba las flores, y componía las estrofas de su epopeya a la deliciosa sombra del grandioso parque.

En el centro del «Behulifruen» se extendía una especie de meseta bastante elevada que, cuidadosamente arreglada en terrazas, estaba cubierta por una admirable vegetación. Desde allí se dominaba el conjunto del amplio jardín, y al emperador le gustaba pasar largas horas de reposo instalado junto a la balaustrada de ramas y de follaje que rodeaba por todas partes aquel lugar, adorablemente fresco. Con frecuencia, por la noche, iba a soñar en compañía de Rul en cierto ángulo de la meseta, donde la vista era particularmente espléndida.

Incapaz de apreciar esta serena contemplación, que parecía serle fastidiosa, Rul invitó un día a Mossem a participar en el tête-à-tête imperial. Ciego y confiado como siempre, Talú no se opuso a la realización de este capricho: la presencia de Djizmé bastaría, por otra parte, para alejar de su espíritu toda malhadada sospecha.

Naír, que todas las noches tenía citas con su amiga, quedó desilusionado al enterarse por ella del acontecimiento que les impediría reunirse esa vez. Decidido de todos modos a acercarse a Djizmé, concibió un audaz proyecto que lo convertiría en el quinto miembro de la reunión de «Behulifruen».

Pero ese día Djizmé daba audiencia a la multitud habitual de solicitantes, la recepción se había iniciado y Naír ya no pudo tener con la joven la larga charla privada requerida para exponer su complejo plan.

Tan letrado como artista, Naír conocía la escritura ponukeliana, que había enseñado a Djizmé en el curso de sus frecuentes y prolongadas entrevistas. Tomó, pues, la decisión de escribir a su amiga todas las urgentes recomendaciones que no podía darle de viva voz.

La carta fue trazada sobre un pergamino y luego, en medio de la muchedumbre, pasó hábilmente de manos de Naír a las de Djizmé, que rápidamente la deslizó dentro de su taparrabo.

Pero Mossem, que estaba entre la multitud, sorprendió la maniobra clandestina. Entonces, abrazando a Djizmé, que estaba acostumbrada a recibir en público muchas caricias de él, se apoderó de la epístola y se alejó para descifrarla.

Como encabezamiento, Naír había dibujado bajo forma de cortejo, los cinco personajes destinados a figurar en la escena de la noche: a la derecha, Talú avanzaba solo; detrás de él, Mossem y Rul hacían un gesto de burla, y eran a su vez burlados por Naír y Djizmé, que los seguían.

El texto contenía las instrucciones siguientes:

Una vez instalada en el ángulo de la fresca terraza, Djizmé atisbaría a Naír que, sin ruido, avanzaría por cierto sendero determinado; en la sombra, la silueta del joven negro sería fácilmente reconocible debido al sombrero melón, que habría de llevar. El lugar escogido por Talú para sus profundos ensueños estaba bordeado de bajadas casi a pico; de todos modos, aferrándose con los diez dedos a las raíces y matorrales, Naír podría elevarse con precaución hasta el nivel del distraído grupo; Djizmé dejaría pender su mano fuera de la balaustrada florida y luego, tras asegurarse de la identidad del visitante tocando ligeramente el sombrero, entregaría la mano a los besos de su amante, capaz de sostenerse un momento a fuerza de muñecas.

Después de grabar en la memoria todos los detalles que acababa de descubrir, Mossem volvió junto a Djizmé y, con pretexto de nuevos mimos, colocó el billete en el taparrabo de la favorita.

Herido en su amor propio y furioso ante la idea de ser, desde hacía tiempo, el hazmerreír de todos, Mossem buscó la manera de obtener una prueba flagrante contra los dos cómplices, a quienes deseaba castigar severamente.

Preparó todo un plan y se dirigió a Seil-kor que, ya en esta época, hacía varios años que servía al emperador y que podía, por la noche, pasar por Naír, gracias a una perfecta conformidad de edad y de aspecto.

He aquí el plan de Mossem:

Tocado con el sombrero melón destinado a engañar, Seil-kor aparecería ante Djizmé en el sendero claramente designado en la misiva. Antes de iniciar el ascenso, el falso Naír trazaría en el sombrero, con una goma fresca y pegajosa, ciertos caracteres definidos. Djizmé, según su manía, iba a enguantarse para pasar la velada junto al emperador; en el prudente gesto que, según las instrucciones de la carta, debía preceder al beso, la favorita se acusaría a sí misma grabando, en el guante de piel de Suecia, los caracteres reveladores.

Seil-kor aceptó la misión. Por otra parte, hubiera sido imposible rehusar, porque Mossem era todopoderoso, y podía dar órdenes.

En primer lugar se trataba de detener a Naír en su expedición nocturna. Pero por miedo a una indiscreción que pudiera hacer fracasar sus combinaciones, Mossem rechazó toda ayuda ajena.

Obligado a actuar solo, Seil-kor recordó las trampas por medio de las cuales los cazadores capturaban animales en los bosques de los Pirineos. Provisto de cuerdas recogidas en el lejano naufragio del Sylvandre, fue a tender una trampa en medio del sendero que debía seguir Naír. Gracias a esta estratagema, Seil-kor se aseguró la delantera de su adversario, semiparalizado por traidoras trabas.

Realizado este trabajo, Seil-kor plantó al pie de la abrupta cuesta que debía trepar a la hora oportuna, cierta mezcla rápidamente compuesta con piedras de tiza y agua.

Al llegar la noche, fue a ocultarse no lejos del lazo tendido gracias a sus cuidados.

Naír apareció pronto y, bruscamente, metió el pie en la trampa cuidadosamente oculta. Un momento después el imprudente era amordazado y atado por Seil-kor, que había caído sobre él de un salto.

Satisfecho de la victoria discreta y silenciosa, Seil-kor se encasquetó el sombrero de su víctima y se dirigió al lugar de la cita.

De lejos percibió a Djizmé, que atisbaba sin cesar, mientras platicaba distraída con la pareja imperial y con Mossem.

Engañada por la silueta y, sobre todo por el sombrero del recién llegado, Djizmé creyó reconocer a Naír, y tendió anticipadamente su brazo fuera de la balaustrada.

Al llegar al pie de la pendiente, Seil-kor mojó su dedo en la mezcla blanca y, por travesura, trazó en mayúsculas en el sombrero negro la palabra francesa «ATRAPADA», que aplicaba prematuramente a la desdichada Djizmé. Después se puso a trepar la cuesta, aferrándose penosamente a las escasas ramas capaces de sostenerlo.

Al llegar al nivel de la meseta, se detuvo y sintió la mano colgante que, tras acariciar el rígido fieltro, descendía para recibir el beso prometido.

Seil-kor apoyó en silencio los labios en la piel del guante, felizmente llevado por Djizmé, según las previsiones de Mossem.

Cumplida su tarea el joven descendió sin ruido.

En la meseta, Mossem había espiado atentamente la actitud de Djizmé. La vio levantar el brazo y descubrió, al mismo tiempo que ella, una «P» netamente grabada en el guante gris, que se extendía desde el nacimiento de los dedos hasta el fin de la palma.

Djizmé ocultó con vivacidad la mano, mientras Mossem se regocijaba por lo bajo al constatar el éxito de su maniobra.

Una hora después, Mossem se encontró a solas con Djizmé, le arrancó el guante manchado y sacó del taparrabo de la infortunada la carta acusadora, que puso bruscamente ante sus ojos.

Al día siguiente Naír y Djizmé, prisioneros, eran custodiados por salvajes centinelas, que no los perdían de vista.

Cuando Talú preguntó los motivos de esta medida rigurosa, Mossem aprovechó la ocasión de consolidar la confianza del emperador, cuyas sospechas temía siempre por él y por Rul. Presentó, pues, como venganza de enamorado celoso lo que sólo era el efecto de una cólera provocada por una herida de amor propio. Por cálculo exageró la profundidad de su resentimiento, y contó largamente al soberano todos los detalles de la aventura, incluso las particularidades referentes a la trampa, el sombrero y el guante. De todos modos, supo guardar en secreto su aventura con Rul, evitando mencionar los retratos comprometedores dibujados por Naír al principio de la carta.

Talú aprobó el castigo infligido por Mossem a los culpables, que siguieron en cautividad.

Habían pasado diecisiete años desde la desaparición de Sirdah, y Talú lloraba a su hija como el primer día.

Como conservaba de manera muy precisa en el recuerdo la visión de aquella niña tan lamentada, procuraba evocar, de manera imaginaria, la muchacha que tendría ahora ante los ojos, si la muerte no hubiese cumplido su obra.

Los rasgos de la niñita apenas destetada, nítidos en su espíritu, servían de base a su trabajo mental. Los amplificaba sin cambiar la forma, como acechando año tras año su gradual expansión, y lograba así crear para él solo, una Sirdah de dieciocho años, cuyo fantasma, muy definido, lo acompañaba sin cesar.

Un día, en el curso de una de las acostumbradas campañas, Talú descubrió a una niña seductora llamada Meisdehl, cuya vista lo dejó atónito. Tenía ante sí el vivo retrato de Sirdah, tal como la había encontrado a la edad de siete años, en la serie ininterrumpida de imágenes forjadas por su pensamiento.

Fue al pasar revista a varias familias prisioneras, escapadas a las llamas de una aldea incendiada por él, que el emperador había percibido a Meisdehl. Se apresuró en tomar a la niña bajo su protección y, a su regreso a Ejur, la trató como a su propia hija.

Entre sus hermanos adoptivos Meisdehl distinguió bien pronto a un tal Kalj, de siete años como ella, que parecía designado para compartir sus juegos.

Kalj era de salud delicada y se temía por su vida, porque, en él, todo parecía acaparado por el espíritu. Superior a su edad, sobrepasaba a sus hermanos en inteligencia y en delicadeza, pero su delgadez daba lástima. Consciente de su estado, Kalj se dejaba invadir con frecuencia por una profunda tristeza, que Meisdehl decidió combatir. Presos de mutua ternura el uno por el otro, los dos niños formaban una pareja inseparable y, desde el fondo de su pesar, al ver siempre a la recién llegada al lado de su hijo, Talú se hizo la ilusión, por momentos, de tener una hija.

Poco tiempo después de la adopción de Meisdehl, algunos indígenas llegaron de Mihu, aldea situada en las cercanías de la Vorrh, para anunciar a los habitantes de Ejur que un incendio, provocado por la pólvora, devoraba desde la noche anterior la parte sur de la inmensa selva virgen.

Talú, trepando a una especie de palanquín llevado por diez robustos portadores, se dirigió al límite de la Vorrh, con el fin de contemplar el deslumbrador espectáculo, hecho para inspirar su alma de poeta.

Echó pie a tierra al caer la noche. Una fuerte brisa del noreste arrojaba hacia él las llamas, y el emperador permaneció inmóvil, contemplando el incendio que se propagaba rápidamente.

Toda la población de Mihu se había agolpado en los alrededores para no perder nada de la grandiosa escena.

Dos horas después de la llegada del emperador, sólo quedaba una decena de árboles intactos, formando un espeso macizo que las llamas comenzaban a lamer.

Bruscamente vieron salir de aquel horno a una joven indígena de dieciocho años, acompañada por un soldado francés con uniforme de zuavo, armado de un fusil y cartucheras.

Al resplandor del incendio Talú descubrió sobre la frente de la joven una señal roja rodeada de líneas amarillas, que no podía engañar: tenía ante sus ojos a su bienamada Sirdah. Difería mucho del retrato imaginario construido por el dolor y tan perfectamente realizado por Meisdehl, pero esto poco importaba al emperador que, loco de alegría, se lanzó hacia la muchacha para abrazarla.

Después intentó hablarle, pero Sirdah, sorprendida, no comprendía su idioma.

Durante las efusiones del dichoso padre, un árbol consumido por la base cayó de repente, golpeando violentamente al zuavo en la cabeza, y haciéndole perder el sentido. Sirdah se lanzó de inmediato sobre el soldado, manifestando la más viva inquietud.

Talú no quiso abandonar al herido, que parecía inspirar a su hija un puro y afectuoso interés; además, contaba con las revelaciones de este testigo para aclarar el lejano misterio concerniente a la desaparición de Sirdah.

Unos instantes después el palanquín, llevado por los portadores, transportaba hacia Ejur al emperador, a Sirdah, y al zuavo, siempre inanimado.

Al día siguiente, Talú entró en su capital.

Al verse en presencia de su hija, Rul, presa de un loco terror y amenazada con la tortura, hizo una confesión total al emperador, quien, de inmediato, hizo arrestar a Mossem.

Al registrar la casa de su ministro en busca de una prueba de la indigna felonía, Talú descubrió el billete amoroso que Naír había escrito a Djizmé meses atrás. Al verse ridiculizado en el dibujo de encabezamiento, el monarca entró en furor, y decidió enviar al suplicio a Naír por su audacia y a Djizmé por la duplicidad de la que se había hecho culpable al recibir tal obra sin denunciar al autor.

Rodeado de cuidados en una casa donde acababan de ponerlo, el zuavo recobró el sentido y contó su odisea a Seil-kor, llamado para entenderse con él.

Velbar —así se llamaba el herido— era nacido en Marsella. Su padre, pintor de decoraciones, le había enseñado desde temprano su oficio, y el niño, admirablemente dotado, se había perfeccionado en su arte siguiendo algunos cursos populares, donde se enseñaba gratuitamente el dibujo y la acuarela. A los dieciocho años, Velbar había descubierto que poseía una potente voz de barítono; durante días enteros, mientras trepado a un andamio pintaba alguna insignia, cantaba a plenos pulmones canciones de moda, y los paseantes se detenían a escuchar, maravillados por el encanto y la pureza de su generoso órgano vocal.

Cuando tuvo la edad del servicio militar, Velbar fue enviado a Bougie, para incorporarse al 5° de zuavos. Tras una dichosa travesía, el joven, contento de ver otro país, desembarcó en tierra africana una hermosa mañana de noviembre, y se dirigió de inmediato al cuartel en medio de un numeroso destacamento de conscriptos.

Los comienzos del nuevo zuavo fueron penosos, y estuvieron marcados diariamente por mil vejaciones. Un azar funesto lo había puesto bajo las órdenes del teniente Lecurou, bruto maniático y despiadado, que se vanagloriaba con orgullo de su legendaria ferocidad.

En esa época, para subvenir las necesidades de una tal Flora Crinis mujer exigente y pródiga, de quien él era amante, Lecurou pasaba horas en un local clandestino, donde funcionaba continuamente una tentadora ruleta. La suerte había favorecido hasta entonces al audaz jugador y Flora, ricamente mantenida, se presentaba en todas partes cubierta de alhajas y se pavoneaba en coche al lado del teniente, por la avenida más elegante de la ciudad.

Entretanto, Velbar continuaba el duro aprendizaje del oficio de soldado.

Un día, cuando el regimiento que regresaba a Bougie tras una larga marcha se encontraba aún en pleno campo, los zuavos recibieron orden de entonar una alegre canción, capaz de hacerles olvidar en parte las fatigas del camino.

A Velbar, cuya hermosa voz era conocida, le fue encargado cantar en solo los versos de un lamento interminable, mientras el regimiento entero cantaba en coro el refrán, siempre parecido.

En el crepúsculo atravesaron un bosquecillo donde un soñador aislado, sentado bajo un árbol, anotaba en un gran papel una melodía surgida en medio de la soledad y el recogimiento.

Al escuchar la voz de Velbar, más sonora en sí que el inmenso coro que le respondía periódicamente, el perezoso inspirado se levantó de golpe y siguió al regimiento hasta su entrada en la aldea.

El desconocido era nada menos que el compositor Faucillon, cuya célebre ópera Dédale, tras una brillante carrera en Francia, acababa de representarse sucesivamente en las principales ciudades de Argelia. Acompañado por los intérpretes de su obra, Faucillon estaba desde la víspera en Bougie, que figuraba entre las etapas de la triunfal gira.

Pero, a partir de la última representación, el barítono Ardonceau, fatigado por el abrumador papel de Dédalo y presa de una ronquera tenaz, estaba en la imposibilidad de presentarse ante el público; muy fatigado, Faucillon buscaba en vano con quien reemplazar al principal artista de su compañía, y había prestado atención al escuchar al joven zuavo que cantaba en el camino.

Al día siguiente, tras tomar informes, Faucillon fue a ver a Velbar, que saltó de alegría ante la idea de presentarse en un escenario. Fácilmente se obtuvo la autorización del coronel y, tras unos días de encarnizado trabajo bajo la dirección del compositor, el joven debutante se sintió a la altura de su tarea.

La representación tuvo lugar ante una sala colmada; en la primera fila de un avant scène reinaba Flora Trinis, junto al teniente Lecurou.

Velbar, magnífico en el papel de Dédalo, traducía como un artista consumado las angustias y las esperanzas del artista obsesionado por las grandiosas concepciones de su genio. Los cortinados griegos resaltaban su estampa soberbia, y el timbre ideal de su poderosa voz provocaba al fin de cada frase bruscos arrebatos de entusiasmo.

Flora no le quitaba los ojos de encima, clavaba en él los vidrios de sus impertinentes y sentía crecer en ella un sentimiento irresistible, que había nacido con la primera aparición del cantante.

En el tercer acto, Velbar triunfó en el aria principal de la ópera, especie de himno a la alegría y al orgullo con el cual Dédalo, al acabar la construcción del laberinto, no sin sentir una viva emoción ante la vista de su obra maestra, saludaba embriagado la realización de su sueño.

La admirable interpretación de este trozo arrollador terminó de turbar el corazón de Flora que, a partir del día siguiente, concibió un plan sutil para acercarse a Velbar.

Antes de realizar cualquier proyecto Flora, que era muy supersticiosa, consultaba siempre a la madre Angélica, vieja intrigante familiar y charlatana, a la vez tiradora de cartas, quiromántica, astróloga y prestamista por empeños que, mediante dinero, se ocupaba de toda suerte de tareas.

Llamada por una carta urgente, Angélica se presentó en casa de Flora. La vieja era el tipo perfecto de tiradora de cartas, con su canasta grasienta y su amplia falda que, desde hacía diez años, le servía para desafiar los inviernos argelinos, a veces rigurosos.

Flora confesó su secreto y quiso saber, ante todo, si la llama había nacido bajo buenos auspicios. Angélica, de inmediato, sacó de la canasta un mapa del cielo, que clavó en el muro; después, tomando como punto de partida la fecha de la víspera, se sumergió en una grave meditación, pareciendo entregarse a un cálculo mental activo y complicado. Al fin señaló con el dedo la constelación de Cáncer, cuya influencia bienhechora debía preservar de daño los futuros amores de Flora.

Aclarado este primer punto, se trataba de llevar adelante la aventura de la manera más secreta posible, porque el teniente, desconfiado y celoso, espiaba con sigilo los menores movimientos de su querida.

Angélica volvió a meter el mapa en la canasta y sacó de las profundidades de ésta una vieja hoja de cartón agujereada irregularmente. Este aparato, llamado reja en lenguaje criptográfico, debía permitir a los dos amantes escribirse sin peligro. Una frase, escrita siguiendo los agujeros aplicados sobre una hoja de papel en blanco, podía volverse ininteligible con la aplicación de algunas otras letras trazadas al azar para llenar con orden los intervalos primitivamente vacíos. Sólo Velbar conocería el sentido de un billete al colocar sobre el texto una «reja» exactamente igual.

Pero este subterfugio requería una explicación previa, y volvía necesaria una discreta entrevista que enfrentara a Velbar y a Angélica. La vieja no podía ir al cuartel sin exponerse a un peligroso encuentro con el teniente, enterado de su amistad íntima con Flora; por otra parte, invitar a Velbar a que la visitara, sería despertar la desconfianza del joven zuavo, que sólo vería en el llamado el deseo interesado de una consulta paga. Angélica decidió, pues, fijar el encuentro en cualquier lugar público, dando una señal de reconocimiento que evitaría toda sorpresa.

Bajo las miradas de Flora, la vieja escribió una carta anónima llena de seductoras promesas: Velbar debía instalarse al día siguiente en la terraza del café Leopold y pedir un «arlequín» en el preciso momento en que doblara a vísperas la campana de la iglesia Saint Jacques. De inmediato una persona de entera confianza se acercaría al joven soldado con el fin de trasmitirle las más halagadoras revelaciones.

Al día siguiente, a la hora fijada, Angélica se encontró en su puesto ante el café Leopold, no lejos del zuavo silencioso, que fumaba tranquilamente la pipa. La vieja no conocía a Velbar y temía cometer una imprudencia, por lo que esperó prudentemente la señal convenida para entrar en materia.

Bruscamente, cuando la llamada a un oficio sacudió la campana de la cercana iglesia de Saint Jacques, el zuavo, siguiendo sus informaciones, pidió un «arlequín».

Angélica se acercó y se presentó y habló de la carta anónima mientras el mozo colocaba ante Velbar el «arlequín» solicitado, especie de mezcla de carnes multicolores y de legumbres disímiles apiladas en el mismo plato.

En pocas palabras la vieja explicó la situación y Velbar, encantado, recibió un doble perfecto de la «reja» confiada a Flora.

Los enamorados iniciaron sin demora una secreta y ardiente correspondencia. Velbar, que había cobrado una buena suma después de la representación de Dédalo, consagró una parte de las ganancias al alquiler y moblaje de un encantador retiro, donde podía recibir a su querida sin temor a los importunos; con el resto de la suma quiso hacer un regalo a Flora y eligió, en el primer joyero de la ciudad, una cadena de plata de la cual pendía un deslumbrador reloj, finamente cincelado.

Flora dio un grito de alegría al aceptar este encantador recuerdo, que prendió a su cintura; se convino que, ante Lecurou, pretendería haber pagado ella misma aquella fantasía.

Sin embargo, pese a la constelación de Cáncer, la aventura debía tener un fin trágico.

Lecurou había notado ciertas rarezas en el carácter de Flora, y la siguió un día hasta el departamento alquilado por Velbar. Emboscado en una esquina, esperó dos largas horas y vio al fin salir a los dos amantes, que se separaron tiernamente después de marchar unos pasos.

A partir del día siguiente Lecurou cortó toda relación con Flora y cobró un odio mortal a Velbar, a quien se puso a perseguir cruelmente.

Sin cesar espiaba a su rival para pescarlo en falta, le infligía con encarnizamiento los más duros castigos, y los más injustos. Entrando el pulgar de la mano derecha, que levantaba, tenía la manía de anunciar los días de guardia pronunciando estas palabras: «Botones», cosa que hacía arder la sangre en el rostro de Velbar, dispuesto, en esos momentos de rabia, a insultar a su superior.

Pero un ejemplo terrible recordó al joven zuavo la necesidad de frenar sus peligrosos impulsos de rebelión.

Se suponía que uno de sus camaradas, de nombre Suire, había llevado, entre los dieciocho y los veinte años, una vida muy animada. Frecuentador de los barrios bajos de Bougie, y viviendo en un mundo de prostitutas y de proxenetas, Suire, antes de entrar al regimiento, era una especie de «bravo» que, según ciertos comentarios, había cometido, mediante una paga, dos asesinatos que seguían impunes.

Suire, naturaleza salvaje y violenta, se plegaba con dificultad a las exigencias de la disciplina y soportaba mal las continuas reprimendas de Lecurou.

Un día el teniente, al inspeccionar el dormitorio, ordenó a Suire rehacer de inmediato su equipo, que no estaba en regla.

Suire estaba en un mal día y siguió inmóvil.

El teniente repitió la orden, y Suire respondió con una sola palabra: «No».

Lecurou, furioso, insultó a Suire con su voz aguda, y habló con agria alegría de los treinta días de calabozo reservados a quien desobedecía una orden; después, antes de retirarse, como supremo insulto, lo escupió en la cara.

En ese momento Suire perdió la cabeza y, apoderándose de su bayoneta, golpeó en pleno pecho al odioso teniente, a quien debieron retirar.

Aunque había perdido el sentido y sangraba, Lecurou no había sido más que levemente herido por el arma, que se había deslizado de costado.

De todos modos Suire fue llevado ante un consejo de guerra y condenado a muerte.

Lecurou, ya restablecido, comandó el pelotón de ejecución, del que formó parte Velbar.

Cuando el teniente gritó: «Atención», Velbar, al pensar que iba a dar la muerte, se sintió sacudido por un gran estremecimiento.

Bruscamente resonó la palabra «Fuego», y Suire cayó, golpeado por doce balas.

Velbar guardó eternamente el recuerdo de aquel terrible momento.

Flora proclamaba ahora libremente su aventura con Velbar, pero, desde que Lecurou la había abandonado, la pobre muchacha contraía sin cesar numerosas deudas. Conociendo la casa de juego que durante algún tiempo había procurado recursos al teniente, resolvió probar la suerte y todos los días iba a sentarse junto a la mesa de la ruleta.

Una persistente mala suerte le hizo perder hasta el último luis.

Recurrió entonces a Angélica y la vieja, oliendo un buen negocio, prestó de inmediato, por un interés usurario, una suma bastante grande, garantizada por los muebles y las alhajas, que eran ahora todo lo que la solicitante poseía.

Ay… el juego se llevó bien pronto este nuevo capital.

Un día, instalada ante la carpeta verde, Flora, agitada y nerviosa, arriesgaba sus últimas monedas de oro. Bastaron unos golpes para consumar su ruina. Aterrada la infeliz, viendo en un relámpago sus alhajas vendidas y sus muebles arrebatados, fue bruscamente presa de ideas suicidas.

En ese momento se oyó un gran ruido en la puerta del establecimiento clandestino, y alguien entró gritando: «¡La policía!».

El pánico se apoderó de los asistentes, y algunos abrieron las ventanas buscando una salida. Pero cuatro pisos separaban al balcón de la calle, volviendo imposible toda fuga.

Pronto fue forzada la puerta y una docena de agentes en ropa civil invadió la antecámara y penetró de inmediato en la sala.

El tumulto general llevó al colmo la sobreexcitación de Flora. La visión del escándalo, unida al espectro de la miseria, apresuró el cumplimiento de su fatal proyecto. De un salto corrió al balcón y se precipitó sobre el pavimento.

Al día siguiente, al enterarse conjuntamente del drama de la casa de juego y de la desaparición de su querida, Velbar tuvo un siniestro presentimiento. Se dirigió pues a la Morgue donde vio, colocada sobre el cadáver de una mujer con el rostro triturado e irreconocible, la famosa cadena de plata que él había regalado a la pobre Flora. Este indicio sirvió para establecer la identidad de la muerta, cuyas exequias fueron pagadas por el joven zuavo, que vendió de inmediato, a bajo precio, los muebles recientemente adquiridos con el dinero de sus vales.

La muerte de Flora no calmó el odio de Lecurou, quien, más que nunca, abrumaba a su rival con injurias y castigos.

Una noche de mayo, en el descanso de una marcha nocturna realizada sin claro de luna, a la única luz de las estrellas, Lecurou se acercó a Velbar, a quien infligió ocho días de calabozo bajo pretexto de descuido en su uniforme. Después el teniente se puso a insultar fríamente al joven zuavo que, pálido de ira, se esforzaba por dominarse.

Finalmente Lecurou renovó el fin de su escena con Suire, escupiendo a Velbar en la cara; éste tuvo un deslumbramiento y, con un gesto instintivo, sin darse cuenta de lo que hacía, dio con toda su fuerza una bofetada al teniente. Pero bruscamente, las consecuencias terribles de este gesto casi involuntario se le aparecieron con aterradora claridad, mientras una visión rápida le mostraba el atroz ejemplo de Suire cayendo bajo las balas del pelotón de ejecución. Empujando al teniente y a algunos sargentos que se habían apresurado a asistir a su jefe, Velbar se fue directamente al campo, y pronto se encontró al abrigo de toda persecución gracias a la oscuridad de la noche.

Llegó al puerto de Bougie y logró ocultarse en la bodega del Saint Irenée, gran navio a vapor que partía para América del Sur.

Al día siguiente el Saint Irenée levó anclas; pero cinco días después, desamparado tras una tempestad, naufragó frente a Mihu. Contando el Sylvandre y el barco de las mellizas españolas, era la tercera vez que un hecho semejante se producía en estos parajes después del lejano advenimiento de Suán.

Saliendo bruscamente de su escondite, Velbar, siempre de uniforme, con el fusil y las cartucheras provistas, fue a mezclarse a la masa de pasajeros.

Los habitantes de Mihu, terribles caníbales, pusieron a los náufragos bajo buena custodia para refocilarse con su carne; cada día un prisionero, tras una rápida ejecución, era devorado ante los ojos de todos los demás. Pronto Velbar quedó solo, tras ver desaparecer el último de sus infortunados compañeros.

El día de su suplicio decidió intentar lo imposible para escapar a sus verdugos. Cuando vinieron a buscarlo logró abrir rápidamente, a golpes de culata, un paso entre la muchedumbre, y después se puso a correr al azar, escoltado por una veintena de caníbales que se lanzaron en su persecución.

Tras una hora de desenfrenada carrera, cuando las fuerzas empezaban a flaquearle, percibió la selva de Vorrh y redobló su ardor en la esperanza de ocultarse en los espesos macizos de la inmensa espesura.

Por su parte los caníbales, excitados por sus propios gritos, lograron acercarse al fugitivo y fue en el momento que iban a alcanzarlo cuando Velbar penetró entre los primeros árboles. La cacería terminó muy pronto, ya que los nativos no se atrevían a aventurarse en el sombrío refugio de los malos genios.

Velbar vivió tranquilo en el seguro refugio que le ofrecía la Vorrh, y no se arriesgaba jamás a salir, temeroso de ser atrapado por los feroces antropófagos. Se había construido así una pequeña cabaña de ramas y se alimentaba de frutos y raíces, guardando preciosamente su fusil y sus cartuchos en previsión de un ataque de las fieras.

El día de la fatal bofetada al teniente, Velbar llevaba consigo su caja de acuarelas y su álbum. Con el agua de un arroyo que corría sobre un suelo pedregoso logró fundir los colores y amenizar con su trabajo los largos días de soledad. Quería resumir en imágenes el sombrío drama de Bougie y aportó todos sus cuidados al cumplimiento de esta tarea absorbente.

Pasaron largos meses sin traer cambio alguno en la situación del pobre recluso.

Un día, Velbar oyó unas quejas lejanas, repetidas por los ecos generalmente silenciosos de su vasto dominio.

Al acercarse al lugar de donde provenía el ruido, descubrió a Sirdah, abandonada hacía poco tiempo por Mossem, y tomó en brazos a la pobre criatura, cuyos gritos cesaron de inmediato. Unos días antes había capturado, con ayuda de una trampa, una pareja de búfalos salvajes, que retenía prisioneros con ayuda de fuertes lianas atadas a los cuernos y fijadas al tronco de un árbol. La leche de la hembra le sirvió para criar a su hija adoptiva, y su vida, hasta entonces solitaria, tuvo una meta y un interés.

A medida que crecía Sirdah, llena de gracia y de encanto a pesar de su bizquera, devolvía a su bienhechor en ternura todo lo que él le otorgaba cada día. Velbar le enseñó el francés y le recomendó que nunca saliera de la Vorrh, temiendo que cayera en manos de los salvajes enemigos que tan cruelmente la habían entregado a la muerte, y que seguramente iban a reconocerla gracias a la señal que marcaba su frente.

Los años pasaron y la niña se transformaba ya en mujer cuando un violento incendio, que consumió la Vorrh, expulsó a los dos reclusos que, hasta último momento, se protegieron bajo el abrigo cada vez más restringido de los grandes árboles.

Una vez fuera del refugio donde hacía tanto tiempo que vivía escondido, Velbar esperaba caer en poder de los caníbales de Mihu. Pero felizmente la presencia del emperador lo libró de este terrible peligro.

Talú, cuando Seil-kor le tradujo el relato de Velbar, prometió recompensar dignamente al salvador de su hija.

Pero ¡ay!, careció de tiempo para realizar tan generoso proyecto.

En efecto: Velbar no sobrevivió al terrible choque que recibió en ocasión de la caída del árbol incendiado. Una semana después de su llegada a Ejur, lanzó el último suspiro entre los brazos de su hija adoptiva que, hasta el fin, cuidó valerosamente con la máxima ternura a aquel bienhechor tan devoto, único apoyo de su infancia.

Talú, queriendo rendir a Velbar un homenaje supremo, encargó a Seil-kor que enterrara gloriosamente el cuerpo del zuavo, en el lado oeste de la Plaza de los Trofeos.

Copiando modelos de la escultura francesa Seil-kor, ayudado por numerosos esclavos, depositó el cadáver en el lugar elegido, y lo cubrió luego con una gran piedra funeraria donde fueron colocados el uniforme, el fusil y las cartucheras, con toda simetría. Las acuarelas biográficas encontradas en los bolsillos del zuavo sirvieron para decorar, detrás de la tumba, una especie de panel cubierto de tela negra.

Después de esta muerte, que le produjo un doloroso estupor, Sirdah, naturaleza dulce y cariñosa, dio todo su afecto al emperador. Seil-kor le había revelado en francés el secreto de su nacimiento, y ella quería, a fuerza de atenciones, recompensar a su padre por los largos años de separación con que la injusta suerte había afligido a ambos.

Con la ayuda de Seil-kor estudió el idioma de sus antepasados, a fin de hablar corrientemente con sus futuros súbditos.

Cada vez que sus pasos la llevaban cerca de la tumba de Velbar, ella posaba piadosamente los labios sobre la piedra consagrada al querido difunto.

La vuelta de Sirdah no trajo sombras sobre Meisdehl, siempre tiernamente amada por el emperador que, pese a los últimos acontecimientos, se complacía en contemplar en ella la imagen animada del famoso fantasma irreal tantas veces evocado antes.

En recuerdo de su antiguo amor, Talú concedió la vida a Rul, quien, desde entonces, perteneció al número de esclavas designadas para los cultivos de Behulifruen, y debía doblarse todo el día sobre la tierra, cavando o escardando sin descanso. La venganza del monarca no llegó a extenderse hasta el hijo adulterino, cuyo parecido con Mossem no había cesado de acentuarse con los años. Trastornado por la llegada de Sirdah, y por el descubrimiento del lejano complot tramado en su favor, el desdichado joven, que se creía llamado un día a reinar bajo el nombre de Talú VIII, contrajo una enfermedad de languidez y sucumbió en pocas semanas.

Mossem, Naír y Djizmé fueron reservados para terribles suplicios, diferidos día a día por el emperador, que quería imponer como expiación a los culpables la angustia de una espera cruel y prolongada.

Un negro llamado Rao, discípulo de Mossem, que le había trasmitido su compleja sabiduría, fue nombrado para reemplazar al ministro caído en desgracia en las importantes funciones de consejero y de gobernante.

Pero Rul, abrumada de humillaciones, había jurado vengarse. Irritada especialmente contra Sirdah, cuyo regreso le había provocado tantas desdichas, buscaba un medio de satisfacer su odio contra aquella hija, cuyo nacimiento maldecía.

Tras varias reflexiones, la infame madre imaginó lo que sigue:

Una enfermedad que castigaba al país de manera endémica se manifestaba por la aparición de dos manchas blancas, muy contagiosas, que se extendían bajo los ojos y se espesaban más cada día.

Sólo el hechicero Bachkú, viejo silencioso y solitario, sabía curar la dolorosa afección con ayuda de un ungüento secreto. Pero la curación rápida no podía producirse más que en un lugar sagrado, situado en el lecho mismo del Tez. Sumergido con el paciente en cierto determinado remolino, Bachkú, usando su bálsamo, arrancaba fácilmente las dos placas, que eran arrastradas por la corriente hacia el mar, donde su terrible contagio ya no era temible. Muchos enfermos recobraron de inmediato la vista después de la operación, otros, menos favorecidos, siguieron para siempre ciegos, debido a la gran extensión del mal que, poco a poco, había invadido todo el globo ocular.

Rul conocía el carácter contagioso de las llagas. Un día, engañando la vigilancia de los guardianes de esclavos de Behulifruen, llegó al borde del mar y, con ayuda de una piragua, alcanzó la desembocadura del Tez. Sabía que Bachkú operaba siempre a la caída de la noche, para brindar a los sujetos recién curados una penumbra dulce y apacible. Protegida por el sombrío velo crepuscular, aguardó sin ser vista la llegada de las placas extraídas por el brujo, y recogió una al azar del paso de la corriente; después regresó a la ribera, al punto de embarque.

En medio de la noche penetró sin ruido en la habitación de Sirdah, cuya choza era contigua a la del emperador, después, avanzando con precaución, guiada por un rayo de luna, frotó dulcemente los párpados de su hija dormida con la peligrosa placa que conservaba entre los dedos.

Pero Talú, despierto por los leves pasos de Rul, se precipitó en la choza de Sirdah, a tiempo para ver el acto criminal. Comprendió de inmediato la finalidad de la desnaturalizada madre, a quien arrastró brutalmente fuera para ponerla en manos de tres esclavos, encargados de no perderla de vista.

El emperador volvió de inmediato junto a Sirdah, a quien el ruido había sacado de su profundo sueño. El mal ya estaba actuando y un velo empezaba a tenderse sobre los ojos de la pobre niña.

Por orden de Talú y destinada a una muerte atroz, Rul fue encarcelada junto con Mossem, Naír y Djizmé.

Al día siguiente la enfermedad de Sirdah había realizado aterradores progresos: dos placas opacas, formadas en pocas horas sobre sus ojos, la volvían totalmente ciega.

Deseoso de una operación inmediata, el emperador, al caer la noche atravesó el Tez con su hija y se acercó a la gran cabana habitada por Bachkú.

Pero el lugar consagrado para el tratamiento mágico quedaba sobre la ribera izquierda del río y, por este solo hecho, pertenecía al Drelchkaff.

Y el rey Yaúr IX, enterado del crimen de Rul y previendo la llegada del padre y de la hija, se había apresurado a dar a Bachkú instrucciones severas y precisas.

El brujo dio su palabra y rehusó atender a Sirdah por orden de Yaúr, quien, se apresuró a añadir, exigía la mano de la muchacha a cambio de una curación realizada en sus dominios.

En efecto, gracias al matrimonio proyectado, Yaúr, llamado un día a participar en la sucesión de Talú, reuniría bajo su poder Ponukelé y Drelchkaff.

Asqueado por este mensaje y por la idea de ver sus Estados en poder de la rama enemiga, Talú no se dignó responder y volvió con su hija a Ejur.

A partir de este acontecimiento, producido unas escasas semanas atrás, la situación quedó estacionaria, y Sirdah siguió ciega.