El 15 de marzo pasado, proyectando cierto viaje de larga duración a través de las curiosas regiones de América del Sur, yo me había embarcado en Marsella en el Lyncée, amplio y rápido navio destinado a Buenos Aires.
Los primeros días de viaje fueron tranquilos y soberbios. Gracias a la familiaridad de las comidas, tomadas en común, no tardé en conocer un grupo de pasajeros, de los que daré una lista sumaria y documentada:
1° El historiador Juillard que, poseedor de una linda fortuna, realizaba continuos viajes de placer, dando aquí y allá atinadas conferencias, famosas por su inteligente y atractiva claridad.
2° La vieja lituana Olga Chervonenkoff, antigua estrella del ballet de San Petersburgo… ahora obesa y bigotuda. Desde hacía quince años, retirada a tiempo del teatro, Olga se había rodeado de gran cantidad de animales que cuidaba con cariño, y vivía tranquila y recluida en una pequeña propiedad que había comprado en Lituania, no lejos de su ciudad natal. Sus favoritos eran el alce Sladki y la burra Milenkaya, que venían al menor llamado de su voz y con frecuencia la seguían hasta las habitaciones. Últimamente un primo de la exbailarina, establecido desde su juventud en la República Argentina, había muerto dejando una pequeña fortuna adquirida en las plantaciones de café. Única heredera, Olga, informada de la buena noticia por el notario del difunto, resolvió dirigirse a aquellos lugares para vigilar ella misma sus intereses. Partió sin demora, confiando su zoológico a los cuidados de una buena vecina, llena de celo y de devoción. A último momento, no pudiendo resolverse a una separación demasiado dolorosa, compró dos jaulas con claraboya para el alce y la burra, y las depositó con cuidado entre su equipaje. Entre cada parada la tierna viajera visitaba a los dos prisioneros, con una solicitud que no hizo más que acrecentarse en el barco.
3° Carmichaël, joven marsellés de veinte años, ya célebre por su prodigiosa voz de cabeza, que daba la ilusión total del timbre femenino. Desde hacía dos años Carmichaël recorría toda Francia, y había triunfado en todos los café-concerts vestido como mujer y cantando en la tesitura deseada, con agilidad y virtuosismo infinitos, los más terribles trozos del repertorio de soprano. Había tomado pasaje en el Lyncée a consecuencia de un espléndido contrato para el Nuevo Mundo.
4° Balbet, campeón francés de pistola y de espada, futuro favorito de un concurso internacional de armas de todas clases organizado en Buenos Aires.
5° La Billaudière-Maisonnial, constructor de objetos de precisión, impaciente por presentar en el mismo concurso un florete mecánico de estocadas múltiples y trascendentales.
6° Luxo, fabricante de pirotecnia, poseedor en Courbevoie de una amplia factoría donde se elaboraban todos los grandes fuegos de artificio de París. Tres meses antes de embarcarse, Luxo había recibido la visita del joven barón Ballesteros, riquísimo argentino que, desde hacía muchos años, llevaba una vida de locos gastos y continua ostentación en París. Decidido a volver a su país para casarse, Ballesteros quería, en ocasión de su boda, organizar unos inmensos fuegos artificiales en el parque de su castillo, cercano a Buenos Aires; además del precio convenido se haría un pago especial si Luxo iba en persona a arreglar el asunto. El fabricante aceptó el pedido y prometió llevarlo él mismo a destino. Antes de separarse el joven barón, un poco mareado por su merecida reputación de buen mozo, formuló un pensamiento que, aunque revelaba una mentalidad de rastacuero, no carecía de sorpresa ni de originalidad. Él deseaba, como número final, unos cohetes que, al estallar, sembraran por el aire su propia imagen bajo distintos aspectos, en lugar de gusanos o estrellas multicolores, cuya banalidad le parecía fastidiosa. Luxo declaró que el proyecto era realizable y recibió al día siguiente una voluminosa colección de fotografías para que sirvieran de modelo; en ellas se veía a su fastuoso cliente luciendo los atuendos más variados. Un mes antes de la celebración del matrimonio, Luxo partió con su cargamento completo, sin olvidar el famoso bouquet, embalado aparte con cuidado especial.
7° El gran arquitecto Chenevillot, contratado por el mismo barón Ballesteros, que quería efectuar durante el viaje de bodas importantes reparaciones en el castillo, y había juzgado que sólo un constructor francés podría satisfacer sus deseos. Chenevillot llevó, pues, consigo algunos de sus mejores obreros, para que vigilaran estrictamente una tarea que había sido confiada a trabajadores argentinos.
8° El hipnotizador Darriand, deseoso de hacer conocer en el Nuevo Mundo algunas plantas misteriosas, cuyas alucinantes propiedades había logrado penetrar, y cuyo aroma podía despertar la agudeza sensorial de un sujeto al extremo de hacerle tomar por realidad unas simples proyecciones luminosas debidas a películas finamente coloreadas.
9°El químico Bex, que desde hacía un año recorría desinteresadamente varias comarcas, con el solo fin de vulgarizar dos maravillosos descubrimientos científicos, fruto de ingeniosa y paciente labor.
10° El inventor Bedú, que llevaba a América un aparato perfeccionado que, colocado en la corriente de un río, podía tejer automáticamente las más ricas telas, gracias a un curioso sistema de aspas. Al instalar en el Río de la Plata un aparato construido según sus planes, el inventor esperaba recibir de todos los fabricantes argentinos lucrativos pedidos de aparatos semejantes. Bedú diseñaba y coloreaba él mismo los diferentes modelos de seda, de damasco o de telas persas que deseaba obtener; el funcionamiento de las innumerables aspas, una vez arreglada de acuerdo a una figura indicadora, reproduciría estrictamente la misma muestra, sin ayuda ni vigilancia.
11° El escultor Fuxier que, por medio de un modelado interno milagrosamente sutil, depositaba en ciertas pastillas rojas de su confección el germen de numerosas imágenes seductoras, dispuestas a convertirse en humo ante el contacto inmediato de cualquier brasero. Otras pastillas, de un azul vivo y unido, se derretían súbitamente en el agua, produciendo en la superficie verdaderos bajorrelieves debido al preparado interno. Con la intención de difundir su descubrimiento, Fuxier llevaba a Buenos Aires una provisión intacta y abundante de las dos sustancias compuestas por él, para ejecutar, en el lugar y de acuerdo con los pedidos, algún grupo ligero encerrado en una pastilla roja, o un bajorrelieve líquido contenido en potencia en una pastilla azul. Este método de esculpir con un estallido súbito tenía una tercera aplicación: la de crear delicados temas en uvas capaces de madurar en algunos minutos. Fuxier se había provisto, para sus experiencias, de muchas cepas de viña cultivadas en macetas de rica tierra, cuyo riego y aireación vigilaba con cuidado.
12° Los dos banqueros asociados Hounsfield y Cerjat, a quienes distintos negocios de alta importancia llamaban a la República Argentina, y que viajaban acompañados de tres de sus agentes.
13° Una troupe numerosa que iba a Buenos Aires para representar una serie de operetas, y entre cuyos miembros se encontraba el cómico Soreau y la estrella-cantante Jeanne Souze.
14° El ictiólogo Martignon, destinado a formar parte de una misión de sabios que debía embarcarse en Montevideo, en un pequeño yacht a vapor, para operar diversos sondeos en los mares del sur.
15° El doctor Leflaive, médico de abordo.
16° Adinolfa, la gran trágica italiana, que iba a presentarse por primera vez ante el público argentino.
17° El húngaro Skarioffszky, citarista de gran talento que, vestido de gitano, ejecutaba prodigiosas acrobacias en su instrumento, pagadas a precio de oro en ambos continentes por los organizadores de conciertos.
18° El belga Cuijper, dispuesto a recibir grandes salarios legítimamente ganados por su hermosa voz de tenor que, con el uso de un aparato hecho de un metal misterioso, se volvía mágica y formidable.
19° Una extraña reunión de fenómenos, de adiestradores y de acróbatas brillantemente contratados por tres meses en un circo de Buenos Aires. Este personal heteróclito comprendía al payaso Whirligig —al jinete Urbano, propietario del caballo Rómulo— a Tancredo Boucharessas, individuo sin brazos ni piernas, acompañado de sus cinco hijos, Héctor, Tommy, Mario, Bob y Stella —el cantor Ludovic— el bretón Lelgoualch Stéphane Alcott y sus seis hijos, —el prestigioso prestidigitador Jenn y el enano Filipo.
Durante una semana la navegación fue apacible y feliz. Pero en medio de la octava noche un terrible huracán se desató en pleno Océano Atlántico. La hélice y el timón fueron quebrados por la violencia de las olas y, tras dos días de una carrera enloquecida, el Lyncée, como un tronco inerte, fue a encallar contra la costa africana.
Ninguno faltó al llamado, pero ante el navío desfondado, que sólo llevaba unos botes fuera de uso, debimos renunciar a toda esperanza de volver a alta mar.
Apenas desembarcados vimos lanzarse sobre nosotros, con ágiles zancadas, varios centenares de negros, que nos rodearon alegremente, manifestando su alegría con ruidosos clamores. Eran guiados por un joven jefe de rostro inteligente y abierto que, presentándose con el nombre de Seil-kor, nos sumergió en profunda sorpresa al contestar a nuestras primeras preguntas en un francés suelto y correcto.
Algunas palabras intercambiadas nos hicieron conocer la misión de Seil-kor, encargado de conducirnos hasta Ejur, capital del emperador Talú VII que, a la espera desde hacía unas horas del inevitable naufragio de nuestro navío, señalado por un pescador indígena, pensaba retenernos en su poder hasta el pago de un rescate suficiente.
Fue necesario inclinarse ante la fuerza numérica.
Mientras los negros se encargaban de descargar el barco, Seil-kor, cediendo a nuestras súplicas, se dignó darnos diversos detalles de nuestra futura residencia.
Sentado en una estrecha roca a la sombra de un alto acantilado, el joven orador empezó por contar su propia historia ante el grupo que formábamos, escuchando atentos tendidos aquí y allá sobre la blanda arena.
A los diez años, una vez que vagaba por la misma región a la que nos había arrojado la casualidad. Seil-kor encontró a un explorador francés llamado Laubé; éste, seducido por el rostro despierto del niño, resolvió llevarlo consigo y mostrar a los suyos aquel vivo recuerdo de su viaje.
Desembarcado en la costa occidental de África, Laubé había jurado no volver jamás sobre sus pasos; acompañado por una valiente escolta, avanzó bastante hacia el este; después, torciendo hacia el norte, franqueó el desierto a lomo de camello y llegó al fin a Trípoli, punto de llegada fijado de antemano.
En los dos años que duró el viaje, Seil-kor había aprendido el francés por oírlo a sus compañeros; sorprendido ante esta facilidad, el explorador había llevado su solicitud hasta dar al niño muchas y fructuosas lecciones de lectura de historia y de geografía.
En Trípoli, Laubé esperaba encontrar a su mujer y a su hija, quienes, según ciertos proyectos arreglados en el momento de la separación, debían desde hacía dos meses estar ya instaladas en el Hotel de Inglaterra, esperando el regreso de Laubé.
El explorador experimentó una emoción muy dulce al enterarse, por el portero del hotel, de la presencia de las dos queridas abandonadas, desde hacía tanto tiempo robadas a su tierno afecto.
Seil-kor, discretamente, salió a visitar la ciudad no queriendo molestar los primeros momentos de expansión esperados con tanta impaciencia por su protector.
Al volver después de una hora al gran vestíbulo de entrada, percibió a Laubé, quien lo llevó a su cuarto, situado en la planta baja, y brillantemente iluminado por una gran ventana abierta que daba sobre los jardines del hotel.
El explorador, que ya había hablado de Seil-kor como de un personaje muy inteligente, quería hacer al niño un examen sumario antes de presentarlo a las dos compañeras de su existencia.
Algunas preguntas sobre grandes hechos históricos obtuvieron respuesta satisfactoria.
Abordando de inmediato la geografía de Francia Laubé preguntó cuál era la capital de una serie de departamentos citados al azar.
Sentado frente a la ventana, Seil-kor, que no se había equivocado aún en aquel recitado casi mecánico, en el momento de nombrar la prefectura de Corrèze, se sintió desfallecer: una nube pasó ante sus ojos y sus piernas temblaron, mientras el corazón le daba en el pecho golpes sordos y apresurados.
Esta turbación era provocada por la vista de una deslumbrante niña rubia de unos doce años que, al atravesar el jardín, había cruzado un instante su maravillosa mirada azul y profunda con la mirada deslumbrada de Seil-kor.
Pero Laubé, que no había percibido nada, repitió impaciente:
—¿La capital de Corrèze?
La visión se había desvanecido y Seil-kor recobró bastante control sobre sí mismo como para contestar, con un murmullo:
—Tulle.
Eternamente el nombre de esa ciudad debía quedar ligado, en el recuerdo de Seil-kor, a la trastornadora aparición.
Terminado el examen, Laubé llevó a Seil-kor ante su mujer y su hija, Nina, en la cual el joven negro reconoció extasiado, con alegría divina, a la niña rubia del jardín.
La vida de Seil-kor fue desde entonces iluminada por la presencia continua de Nina, pues los dos niños, que eran de la misma edad, se reunían sin cesar para jugar y para estudiar.
Laubé, en el momento de nacer Nina, vivía con su mujer en Creta, donde preparaba un voluminoso trabajo sobre Candía y sus habitantes. Era, pues, en tierra extranjera que habían transcurrido los primeros años de la muchachita, tiernamente criada por una nodriza candiota que le había transmitido un ligero acento lleno de encanto y de dulzura.
Este acento seducía a Seil-kor, cuyo amor y devoción crecían hora tras hora.
Soñaba con tener a Nina entre sus brazos; en el fondo de su imaginación la veía presa de mil peligros, de los que él la salvaba con ardor, ante las miradas de los padres de ella, llenos de angustia y agradecimiento.
Estas quimeras iban a cambiarse bien pronto en brusca realidad.
Un día, de pie sobre una terraza del hotel que bañaba el mar, Seil-kor pescaba con su amiga, que estaba deslumbrante con un vestido azul marino que a él le gustaba con pasión.
De pronto Nina lanzó un grito de alegría, al percibir en el extremo del anzuelo que acababa de retirar del agua un pez pesado y movedizo. Acercando la extremidad del hilo, Nina aferró con fuerza su presa, para desengancharla. Pero ante el primer contacto tuvo una conmoción súbita y cayó desmayada. El pez, especie de raya de apariencia inofensiva, era nada menos que un torpedo, cuya descarga eléctrica había provocado aquel resultado inesperado.
Seil-kor levantó en brazos a Nina y la llevó al hotel donde, ante su padre y su madre que llegaron a toda prisa, ella recobró el sentido tras aquel desmayo de escasa importancia.
Disipadas las primeras inquietudes, Seil-kor bendijo la aventura que, al realizar su sueño, le había permitido estrechar un momento a su bienamada compañera.
El cumpleaños de Nina cayó unos días después de este acontecimiento, y Laubé quiso, en tal ocasión, dar un baile infantil al que serían invitadas algunas familias europeas que habitaban en la ciudad.
Resuelto a festejar el gran día recitando una fábula a su amiga, Seil-kor consagró buena parte de sus noches a cultivar, a escondidas, su memoria y su acento.
Deseoso de ofrecer, además, otro regalo a la muchachita, decidió arriesgar en el juego las escasas monedas que debía a la generosidad de Laubé.
Cierto casino de Trípoli, de fácil acceso, contenía un juego de caballitos al que podían apostar los bolsillos más modestos.
Favorecido por la suerte que, según se dice, acompaña las primeras tentativas, Seil-kor ganó bien pronto con ayuda de una martingala y pudo encargar, en la mejor confitería del lugar, un monstruoso pastel de Savoya, destinado a aparecer en medio de la fiesta.
El baile, que se inició durante el día, llenó de feliz animación el gran salón del hotel. A eso de las cinco los niños pasaron a una pieza vecina y se sentaron ante una inmensa mesa, cargada de frutas y golosinas. En ese momento trajeron, de parte de Seil-kor, el famoso pastel, que fue saludado por ruidosas exclamaciones. Todos los ojos se clavaron en el dador quien, levantándose sin ninguna vergüenza, recitó su fábula con voz clara y sonora. Con el último verso los aplausos estallaron de todas partes y Nina, levantándose a su vez, propuso un brindis en honor de Seil-kor, que fue por un instante el rey del banquete.
Después de comer prosiguió el baile y Seil-kor y Nina valsearon juntos; después, fatigados por tantas vueltas, se detuvieron frente a madame Laubé que, de pie y tranquila, contemplaba con deleite la hermosa dicha infantil de la que se sentía rodeada.
Al ver a su hija acercarse con el compañero, la excelente mujer, agradecida por todas las atenciones de Seil-kor, se volvió sonriendo hacia el joven negro y le dijo con voz dulce, señalando a Nina:
—Bésala.
Presa de vértigo, Seil-kor rodeó a su amiga con sus brazos y depositó sobre las frescas mejillas dos castos besos, que lo dejaron embriagado y vacilante.
Tras esta celebración casi íntima, Laubé, repuesto de las fatigas tras su estadía en Trípoli, resolvió volver a Francia. El explorador poseía en los Pirineos, cerca de una aldea llamada Port d’Oo, un pequeño castillo familiar, cuya calma y aislamiento apreciaba mucho. Pensaba instalarse allí para hacer, con ayuda de notas, un relato detallado del viaje.
La partida fue fijada sin demora. Tras una hermosa travesía Laubé y los suyos desembarcaron en Marsella, donde tomaron el tren para Port d’Oo.
A Seil-kor le gustó mucho su nueva residencia. El castillo estaba situado en el admirable valle d’Oo, y todos los días el joven africano hacía con Nina largas escapadas al bosque, para aprovechar los últimos Tayos de un otoño tibio y clemente.
Una tarde, llevados hasta la aldea por el azar del paseo, los dos niños vieron bruscamente una troupe ambulante que, metida en una carreta y recorriendo al paso las calles llenas de curiosos, distribuía muchos prospectos, llamando la atención de la gente con discursos y golpes de bombo.
Dos prospectos fueron entregados a Seil-kor, que los leyó junto con Nina. El primero, en forma de cartelón, comenzaba con una larga frase anunciando en fuertes caracteres la sensacional llegada de la troupe Ferreol, compuesta de acróbatas, bailarines y equilibristas. La segunda mitad de la hoja contenía un enfático discurso incitando a los franceses a mantenerse despiertos, vista la presencia en su territorio del jefe de la banda, el famoso luchador Ferreol, capaz por sí solo de destruir ejércitos y dar vuelta las barricadas; el llamado comenzaba así: «Tiembla, pueblo francés…», y la palabra «Tiembla», destinada a captar todas las miradas, se destacaba como gran estrella, formando una especie de cabeza aislada.
El otro prospecto, de dimensiones más modestas, llevaba una simple afirmación: «Hemos sido vencidos por Ferreol», seguida de una cantidad enorme de firmas que, reproducidas en facsímil, provenían de los más temibles profesionales derrotados por el ilustre campeón.
Al día siguiente Seil-kor y Nina se dirigieron a la plaza de la aldea para asistir a la representación prometida. Un gran estrado se elevaba a pleno viento, y los dos niños se divirtieron mucho al ver los juglares, payasos, prestidigitadores y animales sabios, que por dos horas desfilaron ante sus ojos.
En cierto momento tres hombres colocaron a la derecha, en el extremo del estrado, un fragmento de fachada renacentista, donde el primer piso tenía una gran ventana con balcón.
Bien pronto otro decorado parecido fue colocado a la izquierda, en el extremo opuesto del tablado, y uno de los cargadores ató, con un hilo de acero cuidadosamente colocado, los dos balcones, que quedaban exactamente uno frente al otro.
Apenas terminados los preparativos, se abrió discretamente la ventana de la derecha para dar paso a una mujer joven, vestida como las princesas del tiempo de Carlos IX. La desconocida hizo una señal con la mano y de inmediato se abrió la otra ventana, empujada por un caballero ricamente vestido, que a su vez salió al balcón. El recién llegado, con una casaca bordada, calzón corto y toca de terciopelo, llevaba una golilla y un misterioso antifaz, adecuados para la expedición clandestina que parecía preparar.
Después de un cambio de señales llenas de recomendaciones y promesas, el enamorado, montando a la balaustrada, puso el pie sobre el hilo de acero; después, con los brazos tendidos para guardar el equilibrio, se lanzó a franquear, por el sendero aéreo abierto a su audacia, la distancia que lo separaba de su hermosa vecina.
Pero bruscamente, mientras prestaba oído a lo que sucedía en el interior de la casa, como si espiara el paso de algún celoso, la joven entró precipitadamente en su casa, advirtiendo con un gesto al temerario amante que, a grandes zancadas, volvió al punto de partida y se eclipsó tras las cortinas.
Unos instantes después las dos ventanas se abrieron casi al mismo tiempo, y el peligroso viaje recomenzó con nueva esperanza. Esta vez el trayecto se realizó hasta el fin sin falsa alarma, y los dos amantes cayeron uno en brazos del otro, en medio de prolongadas ovaciones.
El hilo de acero y los decorados fueron retirados con presteza y una joven pareja española, surgiendo bruscamente, se puso a bailar un enloquecido bolero, acompañado de gritos y zapateos. La mujer, con mantilla, y el hombre, con chaqueta corta y sombrero, llevaban cada uno en la mano derecha una pandereta, sobre la que aplicaban, con ritmo, vigorosos puñetazos. Tras diez minutos de piruetas y descaderamientos continuos, los dos bailarines, para terminar, se inmovilizaron en una postura sonriente y graciosa, mientras la muchedumbre electrizada aplaudía con entusiasmo.
La representación terminó con varias victorias deslumbrantes del célebre Ferreol, y ya era noche cuando Seil-kor y Nina, encantados de la tarde pasada, regresaron, del brazo, al castillo.
Al día siguiente, encerrados por una lluvia fina y persistente, los dos niños debieron renunciar a su paseo cotidiano. Felizmente en el interior del castillo había unas grandes cocheras que ofrecían un vasto espacio adecuado para los juegos más desordenados; y fue a este refugio que los traviesos fueron a jugar.
Hechizada por el espectáculo del día anterior, Nina había llevado un canasto de costura para confeccionar a Seil-kor un traje que recordara al del bailarín de la cuerda floja. En el fondo de las cocheras, dos carretas colocadas frente a frente presentaban, gracias a sus lanzas delanteras erguidas, un campo de experiencia cómodo y fácil para las primeras tentativas de un equilibrista todavía novicio.
Armada de un par de tijeras, de una aguja enhebrada y de los dos prospectos que Seil-kor había conservado, Nina se puso a trabajar: en la primera hoja cortó un bonete y, en la segunda, un antifaz adornado de dos hilos, destinados a colocar en la parte posterior de las orejas.
La golilla exigió mayor cantidad de papel; en un rincón de la cochera yacía, tirado al azar, un paquete de viejos números de Naturaleza, periódico que Laubé recibía regularmente y donde publicaba todos sus relatos de viaje. Arrancando la tapa azul de buen número de publicaciones, Nina logró formar un elegante cuello de color unido, y pronto, adornado por los tres objetos cuidadosamente ejecutados por la hábil obrera, Seil-kor debutó en la carrera funambulesca, recorriendo de un extremo al otro el camino estrecho y frágil proporcionado por la lanza de las carretas.
Alentados por este primer éxito, los niños quisieron copiar el bolero de la pareja española. Seil-kor dejó a un lado su disfraz de papel y se inició la danza, enloquecida y afiebrada; Nina, sobre todo, ponía extraño ardor en la mímica y golpeaba las manos para reemplazar la resonancia rítmica de la pandereta, y prolongaba los alegres retozos sin preocuparse de la fatiga o de perder el aliento. De pronto, detenidos en plena efervescencia por la campana de las comidas, los bailarines dejaron la caballeriza y volvieron al castillo.
El tiempo se había enfriado en el crepúsculo prematuro, y una especie de nieve derretida, penetrante y helada, caía lentamente desde el cielo opaco.
Empapada por la danza delirante y prolongada, Nina fue presa de un terrible estremecimiento que terminó en el comedor, donde ardía el primer fuego de la estación.
Al día siguiente reapareció el sol deslumbrante, alumbrando uno de los últimos días translúcidos y puros que preceden cada año la llegada del invierno. Queriendo aprovechar aquella tarde serena, que señalaba quizás el adiós supremo al buen tiempo, Seil-kor propuso alegremente a Nina un gran paseo por el bosque.
La muchachita, ardiendo de fiebre, pero creyendo que sólo tenía un malestar pasajero, aceptó la oferta del amigo y se puso en marcha a su lado. Seil-kor llevaba abundantes provisiones en un gran canasto, que se balanceaba en su brazo.
Después de una hora de marcha en pleno bosque, los dos niños se encontraron ante una inextricable maraña de árboles, que señalaba el comienzo de una meseta boscosa e inexplorada que los campesinos llamaban «El Monte». Este nombre estaba justificado por un extraordinario entretejido de ramas y de lianas: nadie podía aventurarse en «El Monte» sin temor de perderse para siempre.
Hasta ese momento, en el curso de sus locas escapadas, Seil-kor y la muchachita habían evitado sabiamente el inquietante límite. Pero, seducidos por lo desconocido, se habían prometido intentar algún día un audaz reconocimiento de la misteriosa región. Y ahora la ocasión parecía propicia a la realización del proyecto.
Seil-kor, previsor, resolvió señalar el camino de regreso a la manera de Pulgarcito. Abrió el canasto de provisiones, pero, recordando el error del célebre héroe, en lugar de utilizar el pan para marcar el camino, escogió un queso suizo de una blancura deslumbrante, cuyos trozos, poco tentadores para los estómagos de los pájaros, debían destacarse claramente sobre el fondo sombrío de musgo y de brezos.
Se inició la exploración: cada cinco pasos Seil-kor cortaba el queso con la punta del cuchillo y arrojaba al suelo el ligero fragmento.
Durante media hora los dos imprudentes se hundieron así en El Monte sin llegar al límite; el día empezó a declinar y Seil-kor, de repente inquieto, dio la señal de retirada.
Por algún tiempo el muchacho encontró con facilidad el camino, marcado sin interrupción. Pero pronto cesó el jalonamiento: algún animal hambriento, zorro o lobo, tras olfatear la sabrosa pitanza, había tragado los pedazos de queso, rompiendo así el hilo conductor de los dos extraviados.
Poco a poco el cielo se había cubierto y la noche se volvía opaca.
Seil-kor, enloquecido, se obstinó largo tiempo, pero en vano, por encontrar una salida del Monte. Nina, extenuada, temblando de fiebre, lo seguía trabajosamente, y sentía sus fuerzas prontas a traicionarla a cada instante. Finalmente la pobre niña, dejándose caer a pesar de ella con un grito de desesperación, se acostó sobre un lecho de musgo ofrecido bajo sus pasos, mientras Seil-kor se acercaba a ella, ansioso y descorazonado.
Nina se durmió en un sopor morboso: todo era negro y el frío intenso, el otoño acababa de iniciarse y una sensación invernal planeaba sobre la atmósfera húmeda y glacial. Seil-kor, conmovido, se quitó el saco para cubrir a la muchachita, a quien no osó privar de un reposo que parecía necesitar tanto.
Tras un prolongado sopor, atravesado por continuos sueños, Nina se despertó por su cuenta y se puso de pie, dispuesta a proseguir la marcha.
En el cielo ahora límpido las estrellas lanzaban sus fuegos más brillantes. Nina sabía orientarse: señaló con el dedo la estrella polar, y los dos niños, siguiendo una dirección invariable, llegaron después de una hora al linde de El Monte. Una nueva etapa los condujo hasta el castillo, donde la muchachita cayó en brazos de sus padres, pálidos de angustia y de temor.
Al día siguiente, queriendo luchar contra la enfermedad que progresaba rápidamente, Nina se levantó como de costumbre y pasó a la sala de estudio, donde Seil-kor trabajaba en un deber de francés dado por Laubé.
Desde su regreso del África, la muchachita asistía al catecismo en la iglesia de la aldea; aquella mañana debía terminar un análisis destinado a entregarse al día siguiente.
Media hora de aplicación bastó para que terminara su tarea y llegara a la resolución final.
Luego de escribir las primeras palabras: «Tomo la resolución de…», se volvió hacia Seil-kor para pedirle consejo sobre la continuación, cuando un terrible ataque de tos la sacudió toda entera, provocando estertores dolorosos y profundos.
Seil-kor, aterrado, se acercó a la enferma, quien, entre dos espasmos, le confesó todo: el estremecimiento sentido al salir de las cocheras… y la fiebre que no había cesado desde la víspera, seguramente agravados durante el peligroso sueño sobre el lecho de musgo.
Los padres de Nina fueron prevenidos sin tardanza y la muchachita debió acostarse de inmediato.
¡Ay! Ni los recursos de la ciencia ni las múltiples atenciones de una familia apasionadamente cariñosa pudieron vencer el terrible mal que, en menos de una semana, arrebató a la pobre niña al amor idólatra de los suyos.
Tras esta muerte súbita, Seil-kor, presa de desesperación, tomó horror a aquellos lugares, hasta entonces divinamente iluminados por la presencia de su amiga. La visión de los lugares tantas veces contemplados con Nina le hacía odioso el terrible contraste entre su duelo actual y la dicha pasada. Además, la estación fría aterraba al joven negro que, en el fondo de su corazón, guardaba la nostalgia del sol africano. Un día, dejando sobre la mesa una carta llena de cariño, de reconocimiento y de remordimientos hacia su amado protector, huyó del castillo llevando como santas reliquias el bonete, la golilla y el antifaz confeccionados por Nina.
Trabajando en diversas tareas en las granjas que le salieron al paso, logró reunir una suma suficiente para pagar el viaje hasta Marsella. Allí se contrató como fogonero en un navío destinado a las costas occidentales de África. Durante una parada en Porto-Novo desertó de su puesto y volvió a su país natal, donde su cultura y su inteligencia le consiguieron en poco tiempo un cargo importante cerca de la persona del emperador.
Nosotros escuchamos en silencio el relato de Seil-kor quien, detenido un momento a causa de la emoción inherente a tantos recuerdos torturantes, retomó luego la palabra para informarnos sobre el amo al que servía.
Talú VII, de ilustre origen, se jactaba de tener en sus venas sangre europea. En una época ya lejana, su antepasado Suán había conquistado el trono a fuerza de audacia, y después había decidido fundar una dinastía. Veamos ahora lo que la tradición contaba en este sentido.
Algunas semanas después del advenimiento de Suán, un gran navío, empujado por la tempestad, había zozobrado ante las costas de Ejur. Únicas sobrevivientes del desastre, dos doncellas de quince años, aferradas a un tronco solitario, lograron tocar tierra tras haber corrido miles de peligros.
Las náufragas, seductoras hermanas gemelas de nacionalidad española, eran tan parecidas entre sí que no se podía distinguir a la una de la otra.
Suán se enamoró de las encantadoras adolescentes y, en su ardiente deseo de una abundante progenitura, desposó a las dos el mismo día, feliz de afirmar la supremacía de su raza con un aditamento de sangre europea, destinado a impresionar en los tiempos presentes y futuros la imaginación fetichista de sus súbditos.
Fue también el mismo día y a la misma hora que las dos gemelas dieron a luz, al tiempo previsto, cada una un varón.
Talú y Yaúr —así fueron llamados los niños— provocaron de inmediato una grave preocupación a su padre que, desorientado por los dos nacimientos simultáneos, no sabía cómo elegir el heredero del trono.
El parecido perfecto de las esposas impedía a Suán pronunciarse sobre la prioridad de la concepción, única cosa capaz de hacer prevalecer los derechos de uno de los hermanos.
Se procuró inútilmente dilucidar este último punto interrogando a las dos madres: con ayuda de algunas palabras aborígenes, penosamente aprendidas, cada una testimonió audazmente en favor de su hijo.
Suán decidió someterse a la decisión del Gran Espíritu. Con el nombre de «Plaza de los Trofeos» acababa de fundar en Ejur una vasta explanada cuadrangular, con el fin de colgar en el tronco de los sicómoros plantados en el borde numerosos despojos de enemigos temibles que, llenos de encarnizamiento, se habían esforzado en cerrarle el camino hacia el poder. Fue a colocarse en el extremo norte del nuevo emplazamiento e hizo depositar, en el mismo segundo, en un terreno convenientemente preparado, por un lado una semilla de palmera, por el otro, una semilla de árbol del caucho, y dedicó una a cada uno de sus hijos, señalando de antemano ante testigos; traduciendo la voluntad divina, el árbol que saliera primero de la tierra debía señalar al futuro soberano.
Los cuidados y los riegos fueron imparcialmente prodigados en los dos puntos fecundados.
Fue la palmera, plantada a la derecha, la que primero afloró a la superficie del suelo, proclamando así los derechos de Talú en detrimento de Yaúr, cuyo gomero tuvo todo un día de demora.
Apenas cuatro años después de su llegada a Ejur, las dos mellizas perecieron casi al mismo tiempo, víctimas de la fiebre y abatidas por la terrible prueba de una temporada particularmente ardiente.
Del naufragio habían podido salvar cierto retrato en miniatura que las representaba a ambas, tocadas con la mantilla nacional española. Suán conservó esta imagen, precioso documento destinado a constatar la esencia superior de su raza.
Talú y Yaúr crecieron y, con ellos, se desarrollaron los árboles plantados a su nacimiento. La influencia de la sangre española sólo se manifestó en los dos hermanos por una coloración algo más pálida de su piel negra, y por una menor acentuación del espesor de los labios.
Mientras vigilaba las etapas de su crecimiento, Suán se inquietaba a veces por las querellas sangrientas que algún día podrían estallar entre los hermanos a causa de la sucesión. Felizmente una nueva conquista disipó en parte estas angustias, dándole ocasión de crear un reino para Yaúr.
El imperio de Ponukelé, fundado por Suán, estaba limitado al sur por un río denominado Tez, cuya desembocadura estaba situada no lejos de Ejur.
Más allá del Tez se extendía Drelchkaff, rica comarca a la que Suán, tras una campaña favorable, logró poner bajo su dominio.
De inmediato Yaúr fue destinado por su padre a subir un día al trono de Drelchkaff. Comparado con el imperio vecino, esta herencia parecía, en verdad, modesta. De todos modos, Suán esperaba calmar con aquel don los celos del hijo desheredado.
Los dos hermanos contaban veinte años cuando murió su padre. Las cosas siguieron su curso natural: Talú se convirtió en emperador de Ponukelé y Yaúr en rey de Drelchkaff.
Talú I y Yaúr I —así se los denominaba— tomaron numerosas esposas y fundaron dos casas rivales, siempre dispuestas a entrar en lucha. Los Yaúr reclamaban el imperio y discutían los derechos de Talú; éste, por su parte, fortificado por la intervención divina que lo había elegido para el rango supremo, reivindicaba la corona de Drelchkaff, de la que había sido frustrado por un simple capricho de Suán.
Una noche Yaúr V, rey de Drelchkaff, descendiente directo y legítimo de Yaúr I, atravesó el Tez con un ejército y penetró por sorpresa en Ejur.
El emperador Talú IV, biznieto de Talú I, debió huir para escapar a la muerte y Yaúr V, realizando el sueño de sus antecesores, reunió bajo un cetro único Ponukelé y Drelchkaff.
Para esta época la palmera y el gomero de la Plaza de los Trofeos habían alcanzado todo su desarrollo.
El primer cuidado de Yaúr V, al tomar el título de emperador, fue quemar la palmera consagrada a la raza aborrecida de los Talú, y extirpar todas las raíces del árbol maldito, cuyo primer brote fuera de la tierra había despojado a los suyos.
Yaúr V reinó treinta años y murió en todo el apogeo de su poderío.
Su sucesor, Yaúr VI, cobarde e incapaz, se volvió impopular por sus constantes torpezas y por su crueldad. Talú IV, abandonando el lejano destierro en el que languidecía desde hacía tiempo, pudo entonces rodearse de numerosos partidarios que fomentaron una rebelión y sublevaron al pueblo descontento.
Yaúr VI, aterrado, huyó sin esperar el conflicto, y se refugió en su reino de Drelchkaff, donde logró conservar la corona.
Nombrado emperador de Ponukelé, Talú IV sembró una nueva semilla de palmera en la plaza despojada por Yaúr. Pronto brotó un árbol parecido al primero, cuyo sentido recordaba al evocar, como un emblema, la restauración de la rama legítima.
Desde entonces todo había marchado normalmente, sin usurpaciones violentas ni inconvenientes de sucesión. Actualmente Talú VII reinaba en Ponukelé, y Yaúr IX en Drelchkaff, perpetuando ambos las tradiciones de odio y celos que, durante tanto tiempo, habían dividido a sus abuelos. La gota de sangre europea, borrada desde hacía tiempo por numerosas uniones puramente nativas, ya no dejaba marca en la persona de los dos soberanos, parecidos a sus súbditos por la forma de la cara y el color de la piel.
En la Plaza de los Trofeos la palmera plantada por Talú IV abrumaba ahora, con su magnífico aspecto, al gomero casi muerto de vejez que la acompañaba.