IX

Al día siguiente Norbert Montalescot nos despertó al amanecer.

Vestidos rápidamente, tomamos en grupo compacto el camino de la Plaza de los Trofeos, gustando voluptuosamente el relativo frescor de la hora matinal.

Prevenidos también por Norbert, el emperador y Sirdah desembocaron en la explanada al mismo tiempo que nosotros. Abandonando su atuendo de la víspera, Talú llevaba su traje habitual de jefe indígena.

Norbert nos llamó al cuartito donde Louise había pasado trabajando toda la noche. Levantado con los primeros clarores del alba, Norbert se había presentado a recibir órdenes de su hermana que, elevando la voz sin mostrarse, le había ordenado sustraernos de inmediato al sueño.

De pronto, produciendo un ruido seco y desgarrante, una lámina brillante, presentada parcialmente ante nuestros ojos, pareció tallar por sí misma una de las paredes del cuartito.

El tajo, aserrando con fuerza el espeso tejido, terminó por formar un vasto agujero rectangular; el cuchillo era manejado desde el interior por Louise, y bien pronto, arrancando el trozo de tela cortada, ella salió fuera, llevando una enorme valija muy cargada.

—Todo está listo para la experiencia —exclamó, con una sonrisa de dichoso triunfo.

Era alta y encantadora, con su apariencia de guerrera acentuada por unos ahuchados pantalones, retenidos en finas botas de montar.

En la abertura recientemente hecha aparecieron, mezclados sobre una mesa, toda suerte de redomas, de cuernos y de cubetas chatas, que convertían el cuartito en un curioso laboratorio.

La urraca acababa de escapar y revoloteaba libremente de uno a otro sicomoro, llenándose de independencia y de aire puro.

Norbert tomó la pesada valija de manos de su hermana y se puso a marchar junto a ella hacia el sur de Ejur.

Toda la escolta, con Talú y Sirdah a la cabeza, siguió al hermano y a la hermana, que caminaban velozmente en la creciente claridad.

Luego de salir de la ciudad Louise marchó aún un momento; después, seducida por ciertas combinaciones de tonos, se detuvo justo en el punto en que nosotros habíamos contemplado el día anterior los fuegos artificiales.

La aurora, aclarando por detrás los magníficos árboles de Behulifruen, producía juegos de luces curiosos e inesperados.

Talú escogió por sí mismo un lugar favorable al cautivante ensayo prometido y Louise, abriendo la valija que había traído su hermano, sacó un objeto plegado que, una vez armado y puesto en posición ordinaria, formaba un caballete rigurosamente vertical.

Una nueva tela, bien tensa sobre su marco interno, fue colocada a la mitad del caballete y firmemente sujeta por un garfio móvil que Louise bajó hasta el nivel requerido. Después la joven, con mucho cuidado, tomó, de una caja preservadora de todo contacto, una paleta preparada de antemano, que se adaptó exactamente a cierta armadura de metal fijada al lado derecho del caballete. Los colores, en manchas bien aisladas, estaban alineados en semicírculo con una precisión geométrica sobre la parte superior de la frágil hoja de madera que, al igual que la tela a pintar, estaba frente a Behulifruen.

La valija contenía, además, un soporte articulado parecido al pie de un aparato fotográfico. Louise lo tomó, alargó las tres patas extensibles y lo colocó en el suelo, no lejos del caballete, controlando con solicitud la altura y estabilidad del conjunto.

En ese momento, obedeciendo las indicaciones de su hermana, Norbert sacó de la valija, para colocarlo tras el caballete, un pesado cofre, cuya cobertura de vidrios dejaba ver varias pilas alineadas una junto a otra.

Entretanto Louise desempaquetó lentamente, con infinito cuidado, un utensilio sin duda muy frágil, que apareció a nuestros ojos bajo el aspecto de una placa espesa y maciza, protegida por una cubierta de metal perfectamente adaptada a su forma rectangular.

Recordando sucintamente el esqueleto de una balanza rígida, la parte culminante del soporte de tres patas, se componía de una especie de tenedor muy abierto, bruscamente terminado por dos montantes verticales, sobre los cuales, con un gesto de precaución, Louise fijó uno de los largos lados de la placa, utilizando dos finas aberturas, profundas y bien colocadas, que mantenían al aire libre un par de cortas ranuras posteriores, manejadas con un fácil vaivén en el borde que encerraba la cubierta.

Para apreciar la disposición de los diferentes artículos, la joven, guiñando los ojos, retrocedió hasta Behulifruen, a fin de juzgar mejor las respectivas distancias. Ella veía ahora a su derecha el soporte y, a la izquierda, el caballete que precedía al cofre y, en el medio, la paleta cargada de colores.

La placa rectangular exponía directamente al fuego de artificio de la aurora su cubierta lisa, que podía agarrarse por un anillo central; el reverso, desprovisto de todo velo, daba nacimiento a una miríada de hilos metálicos prodigiosamente finos que, presentando el aspecto de una cabellera regular, servían para hacer comunicar cada imperceptible región de la sustancia con un aparato provisto de una fuente de energía eléctrica. Los hilos, al reunirse bajo una cubierta aisladora, formaban una espesa trenza terminada por un lingote alargado que Louise, de vuelta en su puesto, hundió, bajándose sobre una abertura lateral del cofre con pilas.

La valija proporcionó aún, bajo forma parcial de apoyo fotográfico, un fuerte tubo vertical que, bien plantado sobre la pesada base circular, estaba flanqueado en la punta por un tornillo fácilmente manejable que podía fijar a una altura cómoda un poste interior de hierro.

Colocando el aparato frente al caballete, Louise levantó el poste móvil y lo sacó del tubo, y cerró el tornillo tras verificar cuidadosamente el nivel alcanzado por la punta suprema, que se encontraba colocada justo frente a la tela, aún intacta.

Sobre esta punta estable y aislada la joven hundió con solidez, como si fuera una bolita, cierta gran esfera de metal, provista horizontalmente por una especie de brazo como pivote y articulado, cuyo extremo, dirigido hacia la paleta, tenía una decena de pinceles parecidos a los rayos de una rueda en posición acostada.

Pronto, gracias a los cuidados de la operadora, un hilo doble estableció comunicación entre la esfera y el cofre eléctrico.

Antes de comenzar la experiencia, Louise, sacando una pequeña alcuza, echó una gota de aceite en las cerdas de cada pincel. Norbert hizo a un lado la molesta valija, casi vacía desde que la joven había extraído la esfera de metal.

Durante los preparativos el día había ido saliendo, y el Behulifruen se llenaba ahora de resplandores deslumbrantes, formando un conjunto feérico y multicolor.

Louise no pudo retener un grito de admiración al volverse hacia el espléndido jardín, cuya iluminación parecía mágica. Juzgando el minuto incomparable y milagrosamente apropiado a la realización de sus proyectos, la joven se acercó al soporte triplemente ramificado y tomó por la argolla la cubierta adaptada a la placa.

Los espectadores se agruparon cerca del caballete para no poner obstáculo a los rayos luminosos.

Louise estaba visiblemente emocionada en el momento de intentar la gran prueba. Su respiración orquestal se aceleró, dando mayor frecuencia y vigor a los acordes monótonos continuamente exhalados por las agujetas. Con un gesto brusco arrancó la cubierta y luego pasó tras el soporte y el caballete, y vino a unirse a nosotros para espiar los movimientos del aparato.

Privada del obturador que la joven mantenía siempre entre las manos, la placa surgió ahora desnuda, mostrando una superficie parda, lisa y brillante. Todas las miradas se fijaron ávidas en esta misteriosa materia, dotada por Louise de extrañas propiedades foto-mecánicas. Súbitamente un ligero estremecimiento agitó, frente al caballete, el brazo automático, hecho en suma con una simple lámina horizontal y brillante, soldada en el medio; el ángulo móvil del codo tendía a abrirse lo más posible bajo la acción de un resorte bastante poderoso, contrariado por un flexible hilo de metal que, saliendo de la esfera, aferraba la punta del brazo controlando así la apertura; en este momento el hilo, al alargarse, dejaba que el ángulo se agrandara progresivamente.

Este primer síntoma provocó un ligero movimiento en el público ansioso y turbado.

El brazo se tendió lento hacia la paleta, mientras la rueda, horizontal y sin llanta, creada en el extremo por la estrella de pinceles, se elevaba gradualmente en la punta de un eje vertical, movido en el sentido de elevación por cierta róndela dentada que una correa de transmisión llena de elasticidad ligaba directamente a la esfera.

Los dos movimientos combinados condujeron la punta de un pincel hacia una densa provisión de azul acumulado en lo alto de la paleta. Las cerdas se tiñeron rápidamente; luego, tras un breve descenso, colocaron las parcelas tomadas en una porción virgen de la superficie de madera. Algunos átomos de color blanco, tomados de la misma manera, fueron depositados en el lugar recién teñido de azul, y los dos colores, perfectamente amalgamados por un prolongado frote, dieron como resultado un celeste muy atenuado.

Ligeramente doblado por la tracción del hilo metálico, el brazo se balanceó dulcemente y se detuvo, en lo alto, frente al ángulo izquierdo de la tela fijada al caballete. Pronto el pincel impregnado de aquel tono delicado trazó automáticamente sobre el borde del futuro cuadro una banda de cielo, estrecha y vertical.

Un murmullo de admiración saludó este primer trazo y Louise, segura ya del éxito, lanzó un gran suspiro de satisfacción, acompañado por una ruidosa fanfarria de sus agujetas.

La rueda de pinceles, que había vuelto a colocarse frente a la paleta, giró súbitamente sobre sí misma, movida por una segunda correa de transmisión que, hecha como la primera, de una tela extensible, desaparecía en el interior de la esfera. Se oyó un ruido seco, producido por un freno, que fijó sólidamente, en el lugar privilegiado, un nuevo pincel, con las cerdas nuevas e intactas. Pronto varios colores primarios, mezclados en otra porción de la paleta, formaron un tono amarillo oro lleno de fuego que, transportado al cuadro, continuó la banda vertical ya comenzada.

Volviéndose hacia el Behulifruen, se podía constatar la exactitud absoluta de aquella sucesión brusca de dos colores, que formaban una línea netamente marcada en el cielo.

El trabajo proseguía con precisión y rapidez. Ahora, tras cada visita a la paleta, varios pinceles efectuaban por turnos sus diferentes amalgamas de colores; llevados ante el cuadro, desfilaban de nuevo en orden, y todos depositaban sobre la tela, a veces en proporción ínfima, sus colores frescos y especiales. Este procedimiento volvía accesibles las más sutiles gradaciones de tono y, poco a poco, un trozo de paisaje lleno de interés verdadero se mostró ante nosotros.

Sin dejar de mirar el aparato, Louise nos daba útiles explicaciones.

Sólo la placa parda ponía todo en movimiento por un sistema basado en el principio de electro-imantación. Pese a la ausencia de todo objetivo, la pulida superficie, debido a su extrema sensibilidad, recibía impresiones luminosas muy poderosas que, transmitidas por los innumerables hilos del reverso, animaban todo un mecanismo en el interior de la esfera, cuya circunferencia debía medir más de un metro.

Como pudimos comprobar con nuestros ojos, los dos postes verticales que terminaban el soporte a tres patas estaban hechos de la misma materia parda de la placa misma; gracias a una perfecta adaptación, formaban con ella un bloque homogéneo y contribuían así, en su región especial, al perpetuo extenderse de la comunicación fotomecánica.

Según las revelaciones de Louise, la esfera contenía una segunda placa rectangular que, provista de un nuevo centro de hilos, le aportaba las sensaciones polícromas de la primera y estaba recorrida de corte en corte por una estrecha rueda metálica, capaz de mover eléctricamente, por una corriente establecida por ella, un complejo conjunto de bielas, pistones y cilindros.

La tarea avanzaba progresivamente hacia la derecha, siempre por bandas verticales trazadas una tras otra, de arriba a abajo. Cada vez que la rueda sin llanta giraba ante la paleta o frente a la tela, se oían los llamados estridentes del fijador, destinado a mantener sucesivamente tal o cual pincel durante el breve trabajo. Este ruido monótono copiaba, con mucha mayor lentitud, los chirridos prolongados de los torniquetes de feria.

Toda la superficie de la paleta aparecía ahora manchada o embadurnada; las mezclas más heteróclitas estaban una junto a otra, y eran modificadas sin cesar por cada nuevo aporte de color fundamental. Ninguna confusión se producía pese a aquel abigarramiento, ya que cada pincel seguía consagrado a cierta categoría de tonos que le conferían una especialidad más o menos definida.

Pronto quedó terminada la mitad izquierda del cuadro.

Louise espiaba con alegría las acciones del aparato, que hasta ese momento había funcionado sin accidente ni error.

El éxito no se desmintió un instante mientras se terminaba el paisaje, cuya segunda mitad fue pintada con maravillosa seguridad.

Unos segundos antes de la terminación de la experiencia, Louise pasó de nuevo detrás del caballete y luego detrás del soporte, para colocarse cerca de la placa sensible. En ese momento no quedaba ya en el extremo derecho del cuadro más que una estrecha línea blanca, que fue adecuadamente colmada.

Tras la última pincelada, Louise colocó vivamente la cubierta obturadora sobre la placa parda, inmovilizando con este gesto el brazo articulado. Libre de toda preocupación relativa al trabajo mecánico, la joven pudo examinar con tranquilidad el cuadro tan curiosamente ejecutado.

Los grandes árboles de Behulifruen estaban fielmente reproducidos con sus magníficas ramas, cuyas hojas, de tonos y formas extrañas, se cubrían de multitud de intensos reflejos. Por tierra unas grandes flores azules, amarillas o encarnadas, brillaban entre la hierba. Más lejos, entre los troncos y la enramada, resplandecía el cielo; abajo, una primera zona horizontal de un rojo sangre se atenuaba para dejar lugar, un poco más arriba, a una banda amarilla que, aclarándose, hacía nacer un amarillo oro muy vivo; después venía un celeste apenas marcado, en cuyo seno brillaba, hacia la derecha, una última estrella demorada.

La obra, en su conjunto, daba una impresión de colorido singularmente poderoso y repetía rigurosamente el modelo, como todos pudimos comprobar lanzando una simple mirada hacia el jardín.

Louise, ayudada por su hermano, movió el gancho del caballete y reemplazó el cuadro por un bloque del mismo tamaño, formado por la espesa yuxtaposición de unas hojas blancas ligadas por el borde. Después, quitando el último pincel utilizado, colocó en el lugar libre un lápiz cuidadosamente tallado.

Algunas palabras revelaron el fin de la ambiciosa joven que, para presentar un simple dibujo, forzosamente más preciso que el cuadro como finura de contornos, sólo tenía que hacer jugar cierto resorte colocado en lo alto de la esfera para modificar ligeramente el mecanismo interior.

Dispuestos a proporcionar un tema animado y tupido, quince o veinte espectadores, a pedido de Louise, fueron a agruparse a corta distancia, en el terreno abarcado por la placa. Buscando un efecto de vida y movimiento, se colocaron como transeúntes de una calle concurrida; algunos, evocando con su actitud una marcha rápida, inclinaban la frente con aire de profunda preocupación; otros, más tranquilos, formaban parejas holgazanas, mientras dos amigos, desde lejos, cambiaban un saludo familiar al cruzarse.

Recomendando, como si fuera un fotógrafo, la más total inmovilidad a los figurantes, Louise, colocada tras la placa, levantó la cubierta con un golpe seco, y después dio la vuelta como de costumbre para vigilar de más cerca el manejo del lápiz.

El mecanismo, renovado y modificado por la acción del resorte oprimido sobre la esfera, llevó suavemente hacia la derecha el brazo articulado. El lápiz se puso a correr de arriba abajo sobre el papel blanco, siguiendo las mismas secciones verticales precedentemente trazadas por los pinceles.

Pero esta vez no hubo ningún desplazamiento hacia la paleta, ningún cambio de instrumento, ninguna maceración de colores, cosas no correspondientes a la tarea actual, que avanzaba con velocidad. El mismo paisaje apareció en el fondo, pero su interés, ahora secundario, quedaba aniquilado por los personajes de primer plano. Los gestos, tomados a lo vivo —los habitus, muy definidos— las siluetas, curiosamente divertidas —y los rostros gritando el parecido— tenían la expresión deseada, sombría o alegre. Algún cuerpo, algo inclinado hacia el suelo, parecía presa de vivo deseo de marchar hacia adelante; una cara radiante denotaba la grata sorpresa de un encuentro inesperado.

El lápiz se deslizaba ágilmente sobre la hoja, de la que se retiraba de vez en cuando, y el papel quedó colmado en unos minutos. Louise, de vuelta a su puesto en el tiempo requerido, colocó el obturador sobre la placa y llamó a los figurantes que, contentos de moverse un poco después de la prolongada inmovilidad, fueron corriendo a admirar la nueva obra.

Pese al contraste del decorado, el dibujo daba la idea exacta de una afiebrada circulación callejera. Cada uno se reconocía sin dificultad en medio del grupo compacto, y las más vivas felicitaciones fueron prodigadas a Louise, conmovida y radiante.

Norbert se encargó de desmontar todos los artefactos y ponerlos en la valija.

Entretanto, Sirdah manifestaba a Louise la completa satisfacción del emperador, maravillado de la manera en que la joven había cumplido todas las condiciones estrictamente impuestas por él.

Diez minutos después todos habíamos regresado a Ejur.

Talú nos llevó hasta la Plaza de los Trofeos, donde percibimos a Rao acompañado por un guerrero indígena.

Ante todos, el emperador señaló a Carmichaël, comentando su gesto con algunas breves palabras.

De inmediato Rao se acercó al joven marsellés y lo llevó hasta uno de los sicómoros vecinos al teatro rojo.

El guerrero quedó en guardia para vigilar al pobre castigado que, de pie, con el rostro vuelto hacia el árbol, comenzó las tres horas de penitencia durante las cuales debía repetir la Batalla de Tez, mal recordada la víspera.

Sacando de las bambalinas desiertas la silla de Juillard, fui a sentarme bajo las ramas del sicómoro, y propuse a Carmichaël facilitarle la tarea con mi ayuda. Él me tendió de inmediato una gran hoja suelta, donde la pronunciación bárbara del texto ponukeliano se encontraba minuciosamente transcripta en caracteres franceses. Estimulado por el temor a un nuevo fracaso, se puso a recitar con atención la extraña lección, canturreando la tonada a media voz, mientras yo seguía cada línea sílaba por sílaba, pronto a revelar el menor error o a soplar algún fragmento olvidado.

La multitud, abandonando la Plaza de los Trofeos, se había desparramado en Ejur y, algo distraído por mi tarea puramente mecánica, yo no podía menos que pensar, en el gran silencio matinal, en las múltiples aventuras que desde hacía tres meses habían llenado mi vida.