VIII

Todavía seguíamos con los ojos el racimo evocador, cuando apareció Rao, guiando a sus esclavos, cargados por un objeto voluminoso de forma bastante alargada.

Junto al grupo, Fogar, hijo mayor del emperador, marchaba en silencio, llevando en la mano derecha una magnífica flor violeta con el tallo erizado de espinas.

El nuevo bulto fue dejado en el lugar de costumbre, y Fogar quedó solo, montando guardia mientras los otros se alejaban rápidamente.

El objeto, libremente expuesto al claro de luna, era una cama primitiva, una especie de cuadrado poco confortable adornado por una cantidad de atributos heteróclitos.

A la derecha, en la parte más elevada destinada a recibir el busto del durmiente, una maceta encerraba la raíz de una planta inmensa y blanca que, en el aire, se curvaba sobre sí misma para formar una especie de dosel.

Por encima de este gracioso baldaquín, un faro, actualmente sin luz, estaba sostenido por una vara metálica de punta recurvada.

El lado más alejado del cuadrado presentaba muchos adornos colocados en orden.

Casi en el ángulo de la derecha, una larga superficie triangular, semejante a la bandera de un pabellón, se desplegaba de costado en el extremo elevado de una esbelta pica de madera pintada de azul. El conjunto ofrecía el aspecto de la insignia de alguna nación desconocida debido a los colores de la etamina —que tenía un fondo crema sembrado de líneas rojas poco simétricas y dos puntos negros bastante juntos, colocados uno bajo el otro en la base vertical del triángulo.

Un poco más a la izquierda se erguía su minúsculo pórtico de unos dos decímetros. Colgado en el travesaño superior, una franja de vestido o de traje balanceaba al menor sacudimiento sus numerosos filamentos blancuzcos y regulares, todos igualmente terminados en un punto rojo vivo.

Siguiendo el examen en el mismo sentido, se encontraba un recipiente poco profundo, de donde emergía un jabón blanco cubierto por una espesa espuma.

Después venía una alcoba de metal conteniendo una esponja fina y voluminosa.

Junto a la alcoba una plataforma frágil sostenía un ánfora de extraño contorno, contra la que se tendía un objeto cilíndrico provisto de una hélice.

Finalmente, terminando en la extremidad izquierda de esta serie incoherente de ornamentos, había una placa de cinc redonda y horizontal, colocada en equilibrio sobre un estrecho pilar.

El lado del cuadrado que enfrentaba la planta y el faro no estaba menos repleto.

Contra el ángulo vecino a la placa de cinc se veía en primer término una especie de bloque gelatinoso, amarillento e inerte. Más cerca, en la misma alineación, aparecía, pegada a un trozo de alfombra, una delgada capa de cemento seco, donde cien agujas de jade, finas y puntiagudas, se clavaban verticalmente en dos hileras iguales.

El bloque y la alfombra descansaban uno junto a la otra, sobre una breve plancha de dimensiones estrictamente suficientes.

Tres lingotes de oro, cuyo perfecto escalonamiento parecía prolongar la línea mediana del cuadro, se erguían desde tres soportes de hierro que los sostenían firmemente en sus garras. No se los podía distinguir entre sí, a tal punto su forma de cilindros con los dos extremos redondeados era regular y parecida.

Bordeando el exiguo espacio ocupado por los tres preciosos rollos, una nueva plancha, más cerca de nosotros, hacía «pendant» a la primera.

Se veía, primero, una canasta con tres gatos que, prestados por Mario Boucharessas, eran tres verdes del partido de «rescate», todavía adornados con sus cintas.

Al lado, un delicado objeto, parecido a la puerta de una jaula, estaba formado por dos finas planchitas que, colocadas horizontalmente a unos centímetros una de otra, apretaban entre sus cuatro extremidades inferiores dos frágiles montantes verticales. Amueblando el rectángulo así formado, dos crines negras se extendían a corta distancia anudadas exteriormente de arriba abajo a la salida de unos imperceptibles agujeros en las dos láminas de madera. En el mismo lugar yacía una ramita muy derecha que, cortada a lo largo, mostraba su cara interna levemente resinosa.

Finalmente, de pie sobre la plancha misma contra el nuevo ángulo del cuadro, una gruesa vela estaba junto a dos piedras oscuras.

Casi en el medio del lecho, a la izquierda del posible durmiente, se veía surgir una vara de metal que, verticalmente, hacía un recodo brusco hacia la derecha y terminaba en una especie de manija torcida en forma de muleta.

Fogar examinó con atención las diversas partes de la cucheta. En su cara de ébano brillaba una inteligencia precoz, cuya llama sorprendía en un muchacho tan joven, apenas adolescente.

Aprovechando el único lugar libre, trepó sobre el lecho cuadrado y se tendió lentamente, haciendo coincidir su axila izquierda con la manivela curvada, que se adaptó allí con justeza.

Con los brazos y las piernas totalmente rígidos se inmovilizó en una actitud cadavérica, tras colocar la flor violeta al alcance de su mano derecha.

Las pupilas habían cesado de batir sobre los ojos fijos, desprovistos de expresión, y los movimientos respiratorios se debilitaban gradualmente bajo la influencia de un sueño letárgico y poderoso, que lo invadía poco a poco.

Al cabo de un momento la postración fue absoluta. El pecho del adolescente quedó inerte, como si estuviera muerto, y la boca entreabierta parecía privada de aliento.

Bex dio unos pasos y sacó del bolsillo un espejito oval que colocó frente a los labios del joven negro: ningún vapor oscureció la brillante superficie, que mantuvo todo su resplandor.

Aplicando entonces la mano sobre el corazón del yacente, Bex hizo un signo negativo, que expresaba la ausencia de todo latido.

Transcurrieron unos segundos en silencio. Bex, dulcemente, había retrocedido, dejando el terreno libre alrededor del lecho.

Bruscamente, como si encontrara en el seno de su sopor un resto de conciencia, Fogar efectuó un movimiento imperceptible con el cuerpo, que hizo actuar su axila sobre la manija.

De inmediato se iluminó el faro, proyectando verticalmente, en dirección al suelo, un haz eléctrico de deslumbrante blancura, cuyo brillo se duplicaba bajo la acción de un reflector cargado de nuevo.

La planta blanca abovedada como baldaquín recibió de pleno esta luz intensa, que parecía destinada para ella. Por transparencia se veía en la parte que caía un fino cuadro neto y vigoroso, unido al tejido vegetal coloreado en todo su espesor.

El conjunto daba la extraña impresión de un vitral admirablemente unido y fundido gracias a la ausencia de toda soldadura y de todo reflejo brutal.

La imagen diáfana evocaba un lugar de Oriente. Bajo un cielo puro se tendía un espléndido jardín lleno de flores seductoras. En el centro de una fuente de mármol un chorro de agua, brotando de un tubo de jade, diseñaba una graciosa y esbelta curva.

Al lado se erguía la fachada de un suntuoso palacio, donde una ventana abierta enmarcaba a una pareja abrazada. El hombre, personaje gordo y barbudo, vestido como un rico comerciante de Las mil y una noches, llevaba en su fisonomía sonriente una expresión de alegría expansiva e inalterable. La mujer, una mora pura a juzgar por el traje y el tipo, permanecía lánguida y melancólica, pese al buen humor de su compañero.

Bajo la ventana, no lejos de la fuente de mármol, había un joven de cabellera rizada, cuyo atuendo, como época y lugar, parecía coincidir con el del comerciante.

Levantando hacia la pareja su rostro de poeta inspirado, cantaba alguna elegía, sirviéndose de un altavoz mate y argentado.

La mirada de la mora espiaba ávida al poeta, que, por su lado, permanecía extasiado ante la impresionante belleza de la joven.

De pronto, un movimiento molecular se produjo en las fibras de la planta luminosa. La imagen perdió su pureza de color y de contorno. Los átomos vibraron todos a la vez, como buscando fijarse según un nuevo agrupamiento inevitable.

Pronto se formó otro cuadro, tan resplandeciente como el primero e igualmente inherente a la fina y translúcida contextura vegetal.

Aquí, una gran duna con tonalidades de oro guardaba sobre su vertiente árida diferentes huellas de pasos. Él poeta de la primera imagen, inclinado sobre el friable suelo, posaba dulcemente los labios en la huella profunda dejada por un pie gracioso y menudo.

Tras una inmovilidad de algunos instantes los átomos, presas de vértigo, recomenzaron su turbadora tarea, que dio como resultado un tercer cuadro, lleno de vida y de color.

Esta vez el poeta ya no estaba solo: a su lado un chino con túnica violeta mostraba con el dedo un ave de presa cuyo vuelo majestuoso tenía, sin duda, algún sentido profético.

Una nueva crisis de la sensible planta puso en escena, en un curioso laboratorio, al mismo chino recibiendo del poeta algunas monedas de oro a cambio de un manuscrito ofrecido y aceptado.

Cada extraño aspecto de la planta tenía idéntica duración: poco a poco los cuadros siguientes desfilaron sobre la pantalla como baldaquín.

Al laboratorio sucedió una sala de festín ricamente decorada. Sentado a la mesa puesta, el comerciante gordo y barbudo olfateaba un plato que sostenía entre las manos. Sus ojos se cerraban pesados bajo la influencia del apetitoso humo cargado de alguna sustancia traicionera. Frente a él, el poeta y la mora espiaban con deleite la llegada del pesado sueño.

Después surgió un maravilloso edén en el cual el sol de mediodía lanzaba sus quemantes rayos. Al fondo corría una graciosa cascada con el agua teñida de verdes reflejos. El poeta y la mora dormían uno junto al otro, a la sombra de una flor fabulosamente parecida a una anémona gigante. A la izquierda llegaba un negro presuroso, como para prevenir a los amantes amenazados un peligro inminente.

El mismo decorado, evocado una vez más, mostraba a los enamorados montando una cebra ardiente, que tomaba aliento para una carrera desenfrenada. Sentada en la grupa tras el poeta sólidamente montado, la mora blandía, riendo, una bolsa que contenía algunas monedas de oro. El negro asistía a la partida sugiriendo un respetuoso adiós.

El lugar encantador se eclipsó definitivamente para dejar lugar a una ruta soleada, a cuyo borde se levantaba una tienda ambulante, cargada de vituallas. Tendida en medio del camino y sostenida por el angustiado poeta, la mora, casi sin fuerzas, pálida, recibía algunos alimentos dados por una vendedora celosa y atenta.

En la aparición siguiente la mora, otra vez de pie, vagaba con el poeta. Cerca de ella, un hombre de extraño aspecto parecía murmurar sombrías frases, que ella escuchaba con turbación y angustia.

Una última imagen, que según toda evidencia representaba el fin trágico del idilio, mostraba un terrible abismo, erizado de agujas rocosas. La mora, herida por aquellos innumerables puñales, caía atrozmente, siguiendo el imán vertiginoso de una cantidad de ojos sin cuerpo ni rostro, cuya expresión severa estaba cargada de amenazas. En lo alto, el poeta, enloquecido, se precipitaba de un salto tras su amante.

Esta escena dramática fue reemplazada por el inesperado retrato de un lobo con ojos llameantes. El cuerpo del animal ocupaba tanto lugar como todos los cuadros precedentes; abajo se leía, en grandes mayúsculas, esta inscripción latina: «LUPUS». Ningún vínculo de proporción o de color unía esta silueta gigante con la serie oriental, cuya unidad era flagrante.

El lobo se borró pronto y vimos reaparecer la imagen del principio, con el jardín y su fuente de mármol, el poeta cantor y la pareja de la ventana. Todos los cuadros volvieron a pasar en idéntico orden, separados por intervalos de la misma duración. El lobo cerró la serie, que fue seguida por un tercer ciclo exactamente similar a los primeros. Indefinidamente la planta repetía curiosas revoluciones moleculares, que parecían ligadas a su propia existencia.

Cuando por cuarta vez el jardín inicial volvió con su fuente, las miradas, hartas de la monotonía del espectáculo, se fijaron en Fogar, siempre inanimado.

El cuerpo del joven negro y los objetos colocados en los bordes del lecho estaban cubiertos de reflejos multicolores, provenientes del extraño baldaquín.

Como las baldosas de una iglesia, que reproducen al sol los menores detalles de un vitral, todo el espacio ocupado por el lecho cuadrado plagiaba servilmente los contornos y los colores fijados en la pantalla.

Se reconocían los personajes, el chorro de agua, la fachada del palacio que, agrandada por la proyección, se tendía suntuosamente, abrazando las formas variadas hasta lo infinito, los diversos obstáculos o asperezas puestos allí por la casualidad.

Los efluvios polícromos desbordaban ampliamente el suelo, donde se recortaban, en ciertos lugares, unas sombras fantásticas.

Sin levantar siquiera los ojos hacia la planta, se notaba, se quisiera o no, cada cambio puntual, que producía por reverberación un nuevo cuadro, ya familiar y previsto.

Pronto llegó a su fin la postración de Fogar. Su pecho se elevó levemente, señalando la vuelta de la función respiratoria. Bex apoyó la mano sobre el corazón tanto tiempo detenido, y después volvió a su puesto, mencionando tímidas palpitaciones apenas apreciables.

De pronto un agitarse de los párpados indicó el completo regreso a la vida. Los ojos perdieron su fijeza anormal y Fogar, con un movimiento brusco, se apoderó de la flor violeta al alcance de su mano derecha.

Con una espina del tallo se hizo un corte longitudinal en la cara interior de la muñeca izquierda, abriendo así una vena saliente e hinchada, de donde retiró, para depositar sobre el lecho, un coágulo de sangre verdosa, enteramente solidificada.

Después, con un pétalo de la flor que arrancó con presteza y estrujó entre sus dedos, formó numerosas gotas de un eficaz líquido que, al caer sobre la vena, cerró súbitamente los bordes separados.

Entonces la circulación, libre de todo obstáculo, se restableció fácilmente.

Dos operaciones idénticas, hechas por el mismo Fogar en su pecho y cerca del ángulo interno de la rodilla derecha, produjeron nuevos coágulos, semejantes al primero. Requeridos para soldar las venas, dos nuevos pétalos faltaban ahora a la flor violeta.

Las tres piedras que Fogar sostenía ahora en la mano izquierda parecían delgados bastones de una transparencia angélica y pegajosa.

El joven negro había logrado el resultado buscado en su voluntaria catalepsia, cuyo único fin, en efecto, era provocar una condensación parcial de la sangre, capaz de proporcionar tres fragmentos solidificados, llenos de tonalidades delicadas.

Vuelto hacia la derecha y mirando la llama del pabellón rayado de rojo, Fogar tomó una de las piedras de sangre y la elevó dulcemente hacia la alabarda azul.

Súbitamente se produjo un estremecimiento en el estambre blancuzco, cubierto de reflejos venidos desde arriba; el triángulo, inmóvil hasta ese momento, descendió aferrándose a su tallo; en lugar de una simple tela tuvimos ante los ojos un animal extraño, dotado de instinto y de movimiento. Las rayas de tono rojo eran poderosos vasos sanguíneos, y el par de puntos simétricos y negros eran dos ojos turbadores y fijos. La base vertical del triángulo adhería a la alabarda por numerosas ventosas, que una serie de contorsiones desplazaba desde hacía unos momentos en dirección constante.

Fogar, levantando siempre su piedra verde, llegó junto al animal, que descendía con regularidad.

Sólo las ventosas superiores quedaron pegadas. Las de abajo, separadas de la alabarda, se apoderaron ávidamente de la piedra abandonada por el adolescente.

Gracias a un trabajo de glotona succión, las bocas aspirantes, ayudándose entre ellas, absorbieron pronto la pasta sanguínea, de la que parecían prodigiosamente ávidas.

Terminada la comida, las ventosas volvieron a pegarse a la alabarda y el conjunto, inmovilizado, recobró su aspecto de bandera rígida, de colores desconocidos.

Fogar puso la segunda piedra frente al frágil pórtico levantado a la izquierda de la alabarda azul, en el borde del lecho.

Pronto la franja colgada a la cara inferior del travesaño horizontal se agitó febrilmente, como atraída por un poderoso estímulo.

La arista superior estaba formada por un sistema de ventosas semejante al del animal triangular.

Un trabajo de acrobacia le permitió alcanzar una de las vigas y dirigirse verticalmente hacia la golosina que le ofrecían.

Los tentáculos flotantes, dotados de vida y de fuerza, aferraron con delicadeza la piedra para entregarla a otras ventosas que, dejando el poste, no tardaron en regodearse.

Cuando la presa fue enteramente asimilada, la franja se irguió por el mismo camino hasta llegar al travesaño alto, donde recobró su posición familiar.

La última piedra fue depositada por Fogar en el fondo del recipiente lleno de jabón blanco.

Bruscamente vimos moverse la espuma espesa, formada en la parte superior del bloque, unido y resbaladizo.

Un tercer animal acababa de revelar su presencia, disimulada hasta ese momento por una inmovilidad absoluta, unida a un aspecto engañoso.

Un caparazón de nieve cubría el cuerpo de la extraña bestia que, trepando con lentitud, dejaba escapar a intervalos regulares un gemido seco y quejoso.

Los reflejos del baldaquín adquirían un vigor especial sobre el tegumento inmaculado, que se teñía con notable nitidez.

Al llegar al borde del jabón, el animal descendió a pico, para llegar al fondo del recipiente. Allí, lleno de glotonería impaciente, tragó el guijarro de sangre y después se inmovilizó en silencio, para iniciar con pesadez una digestión tranquila y voluptuosa.

Fogar se arrodilló en el lecho para alcanzar más fácilmente los objetos que estaban alejados de él.

Con la punta de los dedos desplazó una delgada palanca fijada exteriormente a la alcoba de metal que seguía al bloque jabonoso.

En el mismo momento una brillante luz incendió la esponja expuesta a todas las miradas. Varios tubos de vidrio, atravesados por una corriente luminosa, se alinearon horizontalmente sobre las paredes de la alcoba, súbitamente inundada de rayos.

Vista así por transparencia, la esponja mostraba, en medio de su tejido casi diáfano, un verdadero corazón humano en miniatura, al que se unía una red sanguínea bastante compleja. La aorta, bien diseñada, arrastraba una multitud de glóbulos rojos que, por toda suerte de vasos ramificados hasta lo infinito, distribuían la vida hasta las porciones más lejanas del organismo.

Fogar tomó el ánfora que estaba junto a la alcoba y derramó sobre la esponja algunos chorros de agua pura y límpida.

Pero esta mojadura inesperada pareció desagradar al sorprendente ejemplar, que se contrajo vigorosamente, como para exprimir el inoportuno líquido.

Una abertura central, en el nivel inferior de la placa de la alcoba, daba paso al agua rechazada, que caía así al suelo como un hilo delgado.

Varias veces el adolescente recomenzó la maniobra. En el centro de la irradiación eléctrica, las gotas, convertidas en diamantes, presentaban a veces reflejos de piedras preciosas debido a las proyecciones multicolores perpetuamente renovadas.

Fogar dejó el ánfora en su lugar y tomó el cilindro a hélice que estaba al lado.

Este nuevo objeto, completamente metálico, de dimensiones muy restringidas, contenía una poderosa pila que el joven utilizó apretando un botón.

Como obedeciendo a una orden, la hélice, fijada en el extremo del cilindro como a la popa de un navío, giró rápidamente con un ligero ruido.

Pronto el instrumento, paseado por Fogar, dominó la placa de cinc horizontal, siempre en equilibrio en lo alto del pilar.

Colocada abajo, la hélice abanicaba constantemente la superficie grisácea, cuyo aspecto se modificó poco a poco; el céfiro, acariciando sucesivamente todos los puntos del contorno, provocó una contracción del extraño disco, que se redondeaba como una cúpula: se hubiera dicho que alguna gigantesca membrana de ostra se crispaba bajo la acción de un ácido.

Fogar, sin prolongar la experiencia, detuvo el ventilador y lo colocó junto al ánfora.

Privados de viento los bordes de la cúpula se levantaron dulcemente, y en pocos instantes el disco recobró su antigua rigidez, perdiendo, de su falsa apariencia, la vida animal que acababa de manifestarse en él.

Girando a la izquierda, hacia la otra cara de su lecho cuadrado, Fogar levantó el bloque gelatinoso y lo colocó con cuidado sobre las cien agujas de azabache plantadas verticalmente en su lecho de cemento; abandonado por el joven negro, el inerte amasijo de carne se hundió lentamente por efecto de su propio peso.

Bruscamente, bajo la impresión de dolor agudo causado por el pinchazo de las cien puntas negras, un tentáculo, colocado en la parte anterior del bloque, se irguió en señal de preocupación, desplegando en la extremidad tres ramas divergentes, terminadas por una estrecha ventosa presentada de frente.

Fogar sacó de la canasta los tres gatos, semidormidos. Durante este movimiento la sombra de su cuerpo cesó de cubrir el bloque, sobre el que se proyectó en parte la enorme silueta del antifaz, presente por décima vez o más en el espesor de la pantalla vegetal.

Uno a uno los tres gatos fueron pegados por el lomo a las tres ventosas, que parecían pertenecer al brazo de un pulpo, y que retuvieron su presa con fuerza irresistible.

Entretanto las cien puntas de azabache penetraban cada vez más en la carne del animal informe, cuyo creciente sufrimiento se manifestaba en un movimiento giratorio de las tres ramas, mudas como los rayos de una rueda.

Las vueltas, lentas al principio, se aceleraban febrilmente, con gran perjuicio para los gatos, que se debatían sin esperanza, sacando las uñas.

Pronto todo se confundió en un torbellino desenfrenado que provocaba un furioso concierto de maullidos.

El fenómeno no provocaba ninguna torsión del tentáculo, que desempeñaba el papel de soporte. Gracias a algún cubo de rueda sutil y misterioso, el conjunto sobrepasaba en fuerza y en interés el espectáculo ilusorio dado por una rueda giratoria.

La velocidad de evolución se acentuó aún más bajo la influencia de los cien pinchazos, cada vez más profundos y más torturantes; el aire, desplazado violentamente, producía un rumor continuo, cuyo diapasón subía sin cesar; los gatos, confundidos, formaban un disco ininterrumpido rayado de verde, de donde escapaban enloquecidas quejas.

Fogar levantó el bloque y lo dejó en su sitio primitivo.

La supresión del dolor provocó de inmediato la disminución y luego el fin de los sorprendentes giros.

Con ayuda de tres violentos sacudones, Fogar liberó a los gatos, que depositó, aturdidos y gimiendo, en la canasta, mientras el tentáculo de tres ramificaciones volvía a caer inerte en medio de reflejos regularmente transformados.

Inclinándose hacia la derecha el adolescente volvió a tomar el ánfora y vertió sobre el jabón blanco cierta cantidad de agua, que pronto cayó por detrás como lluvia, gracias a estrechas aberturas en el fondo del recipiente.

El ánfora, absolutamente vacía, fue vuelta a colocar cerca del cilindro a hélice, y el joven negro tomó con toda la mano el jabón humedecido en sus seis caras chatas de cubo ligeramente alargado.

Después, retrocediendo lo más posible hacia la cabecera del lecho, Fogar, con el ojo izquierdo cerrado, contempló largamente los tres lingotes de oro, que veía uno tras otro en perfecta alineación entre la canasta de los gatos y la alfombrilla de cien puntas negras.

De pronto el brazo del joven se tendió flexible.

El jabón pareció ejecutar una serie completa de saltos peligrosos, describió una alta curva y después fue a caer sobre el primer lingote; rebotó luego, girando siempre como una rueda, hasta el segundo rollo de oro, que apenas rozó un instante; una tercera trayectoria, acompañada solamente por dos saltos más lentos, lo llevó al tercer cilindro macizo, donde quedó en equilibrio, parado e inmóvil.

La viscosidad deliberada del objeto empleado, unida a la redondez superior de los tres lingotes, volvía muy meritorio este acto de habilidad.

Tras dejar el jabón en su recipiente especial, Fogar continuó su exploración, y tomó con cuidado en la mano izquierda el delicado aparato en forma de puerta de jaula.

Después, con tres dedos de la mano derecha que secó en el taparrabo, se apoderó de la ramita cortada a lo largo.

Este último objeto, utilizado a guisa de arco, le sirvió para rasguear, como una cuerda de violín, una de las crines negras tendidas entre los montantes del arpa rectangular.

La rama efectuaba el frote con su cara interna, donde una goma resistente, hecha con algún producto natural, cumplía con éxito el oficio de colofonia.

La crin vibraba poderosamente, produciendo a la vez, debido a cierta nudosidad muy curiosa, dos sonidos perfectamente distintos, separados por un intervalo de quinta; se veían, de arriba a abajo, dos zonas de oscilación bien definidas y netamente desiguales.

Fogar, cambiando de lugar, paseó su arco sobre otra crin, que por sí sola, produjo una tercera mayor, igualmente justa.

Uno a uno todos los hilos sonoros, probados aisladamente por el ir y venir de la ramita, dieron dos sonidos simultáneos de amplitud parecida. Justos o disonantes, los intervalos diferían todos, dando a la experiencia una divertida variedad.

El adolescente, dejando el arpa y el arco, tomó las dos piedras oscuras y las golpeó violentamente una contra la otra sobre la espesa candela colocada en un ángulo del lecho; un grupo de chispas, brotadas al primer golpe, cayeron en parte sobre la mecha, muy combustible, que llameó en seguida.

Cargada de una brusca rareza, revelada por la cercana iluminación de la tranquila y recta llama, la sustancia misma de la candela pareció ser la pulpa porosa y apetitosa de algún fruto de delicadas nervaduras.

Pronto la atmósfera fue sacudida por un formidable crepitar, surgido de la candela que, al consumirse, imitaba el ruido del trueno.

Un corto silencio separó el primer trueno de otro ruido todavía más violento, seguido por algunos rugidos sordos, que señalaron un período de apaciguamiento.

La candela ardía rápida y pronto la evocación de la tempestad adquirió una prodigiosa perfección. Algunos golpes de rayo, de terrible ruido, alternaban con la voz lejana de ecos murientes y prolongados.

El deslumbrante claro de luna contrastaba con aquella batahola característica y furiosa, donde sólo faltaban el silbido del huracán y los relámpagos.

Cuando la vela, cada vez más corta, desapareció casi del todo, Fogar, con un soplido, apagó la mecha y el apacible silencio se restableció sin transición.

De inmediato los cargadores negros, que habían vuelto desde hacía un rato, levantaron el lecho, donde el adolescente se tendió perezoso.

El grupo se alejó sin ruido en medio de los resplandores siempre cambiantes creados por las proyecciones policromadas.

Era ahora el momento solemne de proceder a la distribución de recompensas.

Juillard sacó del bolsillo, en forma de colgante recortado en una delgada hoja de hierro blanco, un triángulo equilátero que, representando la mayúscula griega delta, llevaba sobre una de sus puntas una argolla poco importante, colocada por una voluntaria torsión de equilibrio en un plano perpendicular al del conjunto.

Este juguete de apariencia niquelada, unido a una enorme cinta azul circular que pasaba por el anillo de suspensión, constituía el Gran Cordón de la Orden del Delta, cuyo poseedor debía enriquecer a los accionistas avisados que habían tenido fe en él.

Escogiendo por criterio único la actitud tomada por el público negro durante cada una de las exhibiciones, Juillard llamó sin vacilar a Mario Boucharessas, cuyos gatitos, al jugar al rescate, habían desencadenado sin cesar el entusiasmo ponukeliano.

Adornado con la insignia suprema, el niño se volvió, feliz y orgulloso, admirando sobre su pecho el efecto de la cinta azul que cortaba diagonalmente la pálida malla rosada, mientras que, a su lado izquierdo, el brillante pendiente, cargado de rayos de luna, se destacaba vivamente sobre el fondo negro del calzón de terciopelo.

En el grupo de especuladores habían estallado algunos gritos de alegría, lanzados por los accionistas de Mario, entre los cuales iba a repartirse pronto una prima de diez mil francos.

Después de prender el Gran Cordón, Juillard mostró seis deltas más pequeñas que la primera, aunque de forma idéntica, y talladas en el mismo metal. Esta vez cada argolla, abandonada en el plan general, estaba atravesada por una delgada cinta azul de algunos centímetros de largo, que llevaba, en la doble extremidad superior, un par de alfileres verticales ligeramente curvos.

Siempre guiado imparcialmente por la unánime aprobación aborigen de los diversos candidatos, Juillard hizo que se acercaran Skarioffszky, Tancredo Boucharessas, Urbano, Lelgoualch, Ludovic y La Billaudière-Maisonnial, para fijar en el pecho de cada uno, sin fórmulas ni discursos, una de las seis nuevas condecoraciones que simbolizaban el grado de Caballero del Delta.

La hora del descanso había sonado.

Tras una orden de Talú que, a grandes pasos, dio él mismo la señal de retirada, los nativos se dispersaron en Ejur.

Nuestro grupo, en su totalidad, se dirigió al barrio especial que le estaba reservado en el seno de la extraña capital, y pronto dormimos todos al abrigo de nuestros refugios primitivos.