En la claridad descolorida aparecieron diez esclavos trayendo un gran fardo que depositaron en el lugar mismo en que había expirado Djizmé.
El nuevo objeto se componía principalmente de un muro blanco que, enfrentándonos, era mantenido en equilibrio por dos largos travesaños de hierro aplicados en el suelo, de un solo lado.
De lo alto del muro caía una amplia marquesina cuyos dos extremos avanzados correspondían, sobrepasándolos en seis pies, las puntas de los travesados.
Los cargadores se alejaron y el hipnotizador Darriand avanzó lentamente, llevando de la mano al negro Seil-kor, pobre loco de veinte años que, al marchar, pronunciaba en un francés carente de todo acento unas palabras dulces e incoherentes.
Darriand dejó un instante al enfermo para examinar el muro blanco y, sobre todo, la marquesina, a la que pareció prestar toda su atención.
Entretanto, Seil-kor, dejado a sí mismo, gesticulaba con placidez, mostrando bajo el radiante claro de luna las rarezas de un atuendo de carnaval, formado por un bonete, un antifaz y una golilla, todos recortados en papel.
La golilla estaba tallada únicamente en las tapas azules de la revista Naturaleza, cuyo título aparecía en diversos puntos; el antifaz presentaba en toda su superficie un grupo compacto y numeroso de firmas diferentes, impresas en facsímil; en lo alto del bonete la palabra «Tiembla» se exhibía en grandes letras, visibles con ciertos movimientos de cabeza del joven que, así adornado, parecía una figura de charada hecha para hechizar la corte de los últimos Valois.
Los tres objetos, demasiado pequeños para Seil-kor, parecían más bien convenir a las medidas de un niño de doce años.
Darriand, tras reclamar con algunas palabras la atención general, empujó hacia atrás el muro blanco, para qua todos pudieran ver el interior de la marquesina que servía de techo, enteramente adornada por unas plantas rojizas que le daban el aspecto de una jardinera dada vuelta.
Volviendo a enderezar el aparato, el hipnotizador nos proporcionó algunos detalles sobre cierta experiencia que quería intentar.
Las plantas que acabábamos de ver, plantas raras y preciosas, cuyas semillas había obtenido en un lejano viaje a Oceanía, poseían propiedades magnéticas extremadamente fuertes.
Un sujeto colocado bajo el perfumado techo sentiría penetrar en él turbadores efluvios, que lo sumergirían prontamente en un verdadero éxtasis hipnótico; primero, con la cara vuelta hacia el muro, el paciente veía desfilar sobre el fondo blanco, gracias a un sistema de proyecciones eléctricas, toda suerte de imágenes coloridas, que la sobreexcitación momentánea de sus sentidos le hacía tomar por realidades; la vista de un paisaje hiperbóreo enfriaba inmediatamente la temperatura del cuerpo, hacía tiritar los miembros y castañetear las mandíbulas; por el contrario, un cuadro que simulaba un hogar incandescente, provocaba abundante transpiración y podía, a la larga, diseminar graves quemaduras en toda la epidermis. Al presentar de esta manera un sorprendente episodio de la biografía personal de Seil-kor, Darriand esperaba despertar la memoria y la razón, que el joven negro había perdido recientemente a consecuencia de una herida en la cabeza.
Terminado el anuncio, Darriand tomó a Seil-kor de la mano y lo llevó bajo la marquesina, con el rostro orientado como para recibir directamente el reflejo del muro blanco. El pobre demente fue de inmediato presa de una violenta agitación: respiraba más rápidamente que de costumbre y palpaba con todos los dedos la golilla, el bonete y el antifaz, como si encontrara en el contacto imprevisto de estos tres objetos algún recuerdo íntimo y doloroso.
De pronto, alumbrada por la acción de alguna pila invisible, una lámpara eléctrica, colocada en el centro mismo de la porción baja del reborde de la marquesina, proyectó brillantemente sobre el muro un gran cuadrado de luz, debido a los esfuerzos combinados de una lente y un reflector. La fuente misma del hogar estaba disimulada, pero se veía netamente la deslumbrante hierba, que descendía y se alejaba, progresivamente aumentada hasta encontrar el obstáculo, sombreado en parte por la cabeza de Seil-kor.
Darriand, que había provocado personalmente la iluminación, giraba ahora con lentitud una manivela silenciosa, colocada a la altura de la mano, sobre el extremo izquierdo del muro. Pronto, provocada por alguna película coloreada puesta ante la lámpara, se diseñó una imagen sobre la pantalla blanca, presentando a las miradas de Seil-kor una deslumbrante niña rubia de unos doce años, llena de encanto y de gracia; bajo el retrato se leían las palabras: «La joven candiota».
Ante esta visión Seil-kor, presa de un delirio, se arrodilló gritando: «Nina… Nina», con voz temblorosa de alegría y emoción. Todo en su actitud demostraba que la agudeza de sus sentidos, centuplicada por las intensas emanaciones de las plantas de Oceanía, le hacía creer en la presencial real y viva de la adorablemuchachita, nombrada con embriaguez.
Luego de un instante de inmovilidad, Darriand giró de nuevo la manivela, accionando así, por un sistema de cilindros y de banda diáfana, cuyo mecanismo oculto se adivinaba, una serie de imágenes listas a desfilar ante la lente luminosa.
El retrato se deslizó hacia la izquierda y desapareció de la pantalla. Sobre la superficie brillante se leía ahora: «Corrèze» en medio del mapa de un departamento francés donde la prefectura, gran punto negro, llevaba un simple signo de interrogación en lugar de la palabra «Tulle». Ante esta súbita interrogación, Seil-kor se agitó nervioso, como en busca de alguna respuesta que no encontraba.
Pero, con el título «Pesca del Torpedo», un cuadro conmovedor reemplazó al mapa. Aquí, vistiendo un traje azul marino y pesadamente armada de una caña larga y flexible, la muchachita que Seil-kor había llamado Nina caía desvanecida al tomar en sus manos un pez blanco que saltaba en la punta del anzuelo.
Darriand prosiguió su maniobra y las imágenes y encabezamientos se sucedieron sin tregua, impresionando profundamente a Seil-kor que, siempre de rodillas, lanzaba suspiros y gritos que testimoniaban su creciente exaltación.
Tras la «Pesca del Torpedo» vino la «Martingala», que mostraba en los escalones de un gran edificio a un negro todavía niño que, haciendo saltar entre las manos unas fichas blancas, se dirigía hacia la puerta de entrada sobre la que se leían tres palabras: «Casino de Trípoli».
La «Fábula» se componía de una hoja de libro apoyada de pie contra un inmenso pastel de Savoya.
El «Baile» consistía en una alegre reunión de niños que danzaban formando parejas en un amplio salón. En primer plano se acercaban Nina y el joven negro de las fichas blancas, tendiendo los brazos el uno hacia el otro, mientras una mujer de sonrisa cariñosa parecía alentar el tierno abrazo.
Pronto el «Valle de Oo», paisaje verde y profundo, fue seguido por «Bolero en la Cochera», donde se veía a Nina y a su compañero bailando afiebradamente en un local primitivo, lleno de carretas y de arneses.
La «Pista Conductora» representaba un bosque inextricable, por donde avanzaba valerosamente Nina. Tras ella, como jalonando su retirada a la manera de Pulgarcito, el joven negro arrojaba al suelo, sacudiendo la punta del cuchillo, un pedazo blanco, que sin duda había cortado en ese mismo momento de un pesado queso suizo, que sostenía en la, mano izquierda.
Dormida sobre un lecho de musgo en la «Primera Noche de Adviento», Nina reaparecía de pie en la «Orientación», con el dedo levantado hacia las estrellas.
Finalmente la «Quinta» evocaba a la joven heroína sacudida por una tos terrible y sentada, con la pluma en la mano, ante una hoja casi llena. En un extremo del cuadro, una gran página, vista de frente, parecía reproducir en mayor tamaño el trabajo colocado bajo la mano de la muchachita: bajo una serie de líneas apenas perceptibles el título «Resolución», seguido de una frase inacabada, hacía pensar en la terminación de un examen de catecismo.
Durante esta sucesión de imágenes Seil-kor presa de viva emoción, no había cesado de moverse febrilmente, tendiendo los brazos hacia Nina, a quien llamaba tiernamente.
Dejando la manivela, Darriand apagó bruscamente la lámpara y levantó a Seil-kor para sacarlo fuera, pues la agitación del joven negro, llevada al paroxismo, hacía temer los funestos efectos de una permanencia demasiado prolongada bajo la embrujadora vegetación.
Seil-kor recobró pronto la calma. Liberado por Darriand de sus oropeles de papel, miraba con frecuencia a su alrededor, como alguien que despierta. Después murmuró dulcemente:
—Oh, recuerdo, recuerdo… Nina… Trípoli… el Valle de Oo…
Darriand observaba ansioso, percibiendo con alegría los primeros síntomas de curación. Bien pronto el triunfo del hipnotizador fue deslumbrante, pues Seil-kor, reconociendo todos los rostros, se puso a contestar con cordura una multitud de preguntas. La experiencia, maravillosamente lograda, había devuelto la razón al pobre loco, lleno ahora de gratitud hacia su salvador.
Muchas felicitaciones se prodigaron a Darriand, mientras los cargadores retiraban el admirable objeto de las proyecciones, cuyo poder acababa de manifestarse de manera tan feliz.
Después de un momento se vio aparecer por la izquierda, arrastrado sin dificultad por un esclavo, una especie de carro romano cuyas dos ruedas, al girar, producían sin interrupción un do muy agudo, lleno de exactitud y pureza, que vibraba claramente en la noche.
Sobre la estrecha plataforma del vehículo un sillón de mimbre sostenía el cuerpo flaco y débil del joven Kalj, uno de los hijos del emperador; junto al eje marchaba Meisdehl, muchachita negra graciosa y encantadora, que entretenía alegremente a su abatido compañero.
Cada uno de los niños, de unos siete u ocho años, llevaba un tocado rojizo, que contrastaba con su cara de ébano: el de Kalj, especie de toca muy simple, hecha con la hoja de un diario ilustrado, mostraba en su alrededor iluminado por el disco lunar, una carga de coraceros ricamente coloreada, señalada por la palabra «Reichshoffen», texto incompleto de una leyenda explicativa; en el caso de Meisdehl se trataba de un bonete de procedencia similar, donde los tonos rojos, provocados por los resplandores de un incendio representado abundantemente, estaban justificados por la palabra «Comuna», legible en uno de los bordes.
El carro atravesó la plaza lanzando siempre su do resonante y se detuvo frente a la escena de los Incomparables.
Kalj descendió y desapareció hacia la derecha arrastrando a Meisdehl, mientras la muchedumbre se apiñaba de nuevo frente al teatrito para asistir al cuadro final de Romeo y Julieta, montado según una serie de asociaciones tomadas del manuscrito auténtico de Shakespeare.
Pronto se abrieron las cortinas mostrando a Meisdehl que, tendida de perfil sobre un camastro elevado, personificaba a Julieta, sumida en su sueño letárgico. Detrás del lecho mortuorio, unas ondas verdosas coloreadas por sales marinas se escapaban de algún poderoso brasero sumergido en el fondo de un sombrío recipiente metálico, del que sólo se veían los bordes.
Tras unos instantes Romeo, representado por Kalj, apareció en silencio para contemplar dolorosamente el cadáver de su compañera idolatrada.
A falta de trajes tradicionales, los dos tocados rojizos, de forma legendaria, evocaban la pareja shakespeariana.
Embriagado por un último beso depositado en la frente de la muerta, Romeo llevó a los labios un diminuto frasquito que arrojó lejos después de haber bebido el contenido envenenado.
De pronto Julieta abrió los ojos, se incorporó con lentitud y descendió del túmulo ante los ojos del azorado Romeo. Los dos amantes, el uno en brazos del otro, cambiaron numerosas caricias, abandonándose a una estremecida alegría.
Después Romeo corrió al brasero y extrajo de las llamas un hilo de amianto, cuya extremidad sobrepasaba el reborde del recipiente de metal. Esta presilla incombustible llevaba, colgados en toda su extensión, muchos carbones ardientes que, tallados como piedras preciosas y enteramente rojos por la incandescencia, semejaban deslumbrantes rubíes.
Avanzando hasta el proscenio, Romeo ató la extraña joya al cuello de Julieta, cuya piel soportó sin la menor sacudida el contacto quemante de las terribles alhajas.
Pero los primeros estremecimientos de la agonía golpearon de pronto, en plena dicha, al amante lleno de esperanza y de confianza. Con gesto desesperado mostró el veneno a Julieta quien, contrariamente a la versión acostumbrada, descubrió en el fondo del frasquito un resto de líquido, que bebió con deleite.
Semitendido en los escalones del túmulo, Romeo, bajo la influencia del mortal brebaje, iba a convertirse en juguete de conmovedoras alucinaciones.
Todos esperaban este instante para ver el efecto de ciertas pastillas rojas debidas al arte de Fuxier, las que, lanzadas una tras otra en el brasero por Ardinolfa, oculta detrás del lecho fúnebre, iban a crear en las nubes de humo las formas evocadoras.
La primera aparición surgió brusca entre las llamas, bajo la forma de un vapor intenso que, moldeado con precisión, representaba la Tentación de Eva.
En el centro la serpiente, enroscada en el tronco de un árbol, tendía su cabeza chata hacia Eva, graciosa y descuidada, cuya mano, ostensiblemente tendida, parecía rechazar al mal espíritu.
Los contornos, primero netos, se espesaban a medida que la nube trepaba por el aire: pronto todos los detalles se confundieron en un bloque moviente y caótico, que desapareció en el techo.
Una segunda emanación de humo reprodujo el mismo cuadro, pero esta vez Eva, ya sin luchar, tendía los dedos hacia la manzana que se aprestaba a agarrar.
Romeo lanzaba enloquecidas miradas hacia el hogar, donde las llamas verdes iluminaban las bambalinas con resplandores trágicos.
Un espeso humo minuciosamente esculpido surgió otra vez del brasero y creó ante el agonizante una alegre bacanal: unas mujeres ejecutaban una afiebrada danza ante un grupo de desorbitados con sonrisas depravadas; en el fondo se veían los restos de un festín, mientras que, en primer plano, el que parecía desempeñar el papel de anfitrión, señalaba a la admiración de sus invitados las bailarinas flexibles y lascivas.
Romeo, como si reconociera la visión, murmuró unas palabras:
—Thisias… la orgía de Sión…
Ya la escena vaporosa se elevaba, deshilachándose en partes. Tras un nuevo envío un humo nuevo, surgido de la fuente habitual, reeditó los mismos personajes en una postura diferente: la alegría había dejado paso al terror, las bailarinas y los libertinos, entremezclados y aterrados, bajaban la cabeza ante la aparición de Dios Padre, cuyo rostro curtido, inmóvil y amenazante en medio de los aires, dominaba todos los grupos.
Una brusca creación de niebla moldeada sucedió al ballet interrumpido y fue saludado por unas palabras de Romeo:
—¡San Ignacio!
El humo formaba aquí dos temas superpuestos, que podían admirarse por separado: abajo, San Ignacio, entregado a las fieras del circo, no era más que un impresionante cadáver, inerte y mutilado; arriba, un poco atrás, el paraíso, poblado de frentes nimbadas y presentado bajo el aspecto de una isla encantadora rodeada de tranquilo oleaje, atraía hacia él una segunda imagen del santo que, más transparente que la primera, evocaba al alma separada del cuerpo.
—¡Feior de Alejandría!
Esta exclamación de Romeo se dirigía a un fantasma que, hecho de nebulosidad ciselada, acababa de emerger del brasero después de San Ignacio. El nuevo personaje, de pie en medio de una muchedumbre atenta, semejaba algún iluminado sembrando la buena nueva: su cuerpo de asceta, enflaquecido por los ayunos, parecía flotar en su túnica grosera, y su rostro estragado hacía resaltar por contraste sus sienes voluminosas.
Esta aparición fue el comienzo de una intriga rápidamente continuada por una segunda proyección de bruma, de puros contornos. Allí, en medio de una plaza pública, dos grupos, que ocupaban en el suelo dos recuadros perfectamente distintos, estaban formados, uno exclusivamente por viejos, el otro por jóvenes; Feior, tras algún apostrofe violento, era presa de la cólera de los jóvenes, que lo habían tirado por tierra sin piedad por culpa de la debilidad de sus héticos miembros.
Un tercer episodio aéreo mostró a Feior de rodillas, en una pose extática provocada por el paso de una cortesana rodeada de un cortejo de esclavos.
Poco a poco el humo constituido de grupos humanos expandió sobre el escenario un velo impalpable y móvil.
—¡Jeremías… el sílex!
Tras estas palabras inspiradas por una erupción opaca y fugitiva, que mostraba, sobre el hogar, a Jeremías lapidado por una muchedumbre, Romeo, ya sin fuerzas, cayó muerto entre los brazos de la enloquecida Julieta quien, siempre adornada por el collar, que era ya menos rojo, se convirtió a su vez en presa del alucinante brebaje.
Una luz brilló súbita a la izquierda, tras el telón de fondo, iluminando una aparición visible a través de un fino enrejado pintado, que hasta ese momento había parecido tan opaco y homogéneo como el frágil muro del que formaba parte.
Julieta se volvió hacia el torrente de luz gritando:
—¡Mi padre!
Capuleto, representado por Soreau, estaba de pie, con una larga túnica de seda dorada y flotante; su brazo se tendía hacia Julieta en un gesto de odio y de reproche, debido sin duda al culpable matrimonio realizado en secreto.
De pronto la oscuridad reinó de nuevo y la visión desapareció tras el muro, que volvió a la normalidad.
Julieta, arrodillada en actitud suplicante, se levantó, sacudida por los sollozos, y permaneció algunos instantes con la cabeza oculta entre las manos.
Una nueva iluminación le hizo erguir la cabeza y la atrajo hacia la derecha, ante una evocación de Cristo que, montado en su asno legendario, se encontraba apenas velado por otro enrejado pintado, que formaba en el tabique una contraparte del primero.
Era Soreau quien, rápidamente transformado, representaba el papel de Jesús, cuya sola presencia acusaba a Julieta de haber traicionado su fe al buscar voluntariamente la muerte.
Inmóvil, el espectro divino, bruscamente fuliginoso, se evaporó detrás de la muralla y Julieta, como enloquecida de pronto, se puso a sonreír dulcemente ante algún nuevo sueño que iba a hechizar su imaginación.
En ese momento apareció en escena un busto de mujer, fijado sobre un zócalo con rueditas, que una mano desconocida había empujado lateralmente desde el fondo izquierdo de las bambalinas, con ayuda de una rígida vara disimulada a ras del suelo.
El busto blanco y rosado, semejante a una muñeca de peluquería, tenía grandes ojos azules con largas pestañas y una magnífica cabellera rubia separada en trencitas que se desparramaban por todos lados. Algunas de estas trenzas, visibles gracias al azar que las había colocado sobre el pecho y los hombros, mostraban muchas monedas de oro aplicadas de arriba abajo sobre su cara exterior.
Julieta, encantada, avanzó hacia la visitante pronunciando su nombre:
—¡Urgela!
De pronto el zócalo, sacudido de derecha a izquierda por medio de la vara, comunicó sus sacudimientos al busto, y los cabellos se balancearon con violencia. Innumerables monedas de oro, mal cosidas, cayeron en lluvia abundante, demostrando que, por detrás, las trenzas ignoradas no estaban menos provistas que las otras.
Por algún tiempo el hada derramó sin cuento sus deslumbrantes riquezas, hasta que, atraída por la misma supuesta mano, se eclipsó en silencio.
Julieta, como apenada por este abandono, dejó vagar sus miradas, que fueron por sí solas a fijarse en el brasero, siempre despierto.
De nuevo un torrente de humo se elevó sobre las llamas.
Julieta retrocedió, gritando con acento de gran terror:
—¡Pergovedula… las dos terneras!
La intangible y fugaz escultura evocaba ahora a una mujer de cabellos revueltos que, frente a una monstruosa comida que abarcaba dos terneras cortadas en grandes trozos, blandía ávidamente un enorme tenedor.
El vapor, al disiparse, descubrió tras el hogar una trágica aparición, que Julieta designó con el nombre de «Pergovedula», pronunciado con creciente angustia.
Era la trágica Adinolfa, que acababa de erguirse bruscamente, maquillada con extraño arte: toda su cara, cubierta por una capa amarillo ocre, era cortada por sus. Labios verdes que, al adoptar el tinte de la humedad, abrían en un ancho y aterrador rictus; sus cabellos hirsutos le daban cierto parecido con la última visión creada por el brasero, y sus ojos se clavaban con insistencia en Julieta, llena de pánico.
Un humo denso, desprovisto esta vez de contornos determinados, escapaba aún del brasero, ocultando el rostro de Adinolfa, que no se volvió a ver tras la evaporación del efímero velo.
Menos brillantemente adornada por el collar, que se apagaba progresivamente, Julieta, ya en agonía, se dejó caer sobre los peldaños del túmulo, con los brazos caídos, la cabeza echada hacia atrás. Sus miradas, ya sin expresión, terminaron por fijarse en un segundo Romeo, que descendía lentamente hacia ella.
El nuevo comparsa, representado por un hermano de Kalj, personificaba al alma ligera y viva del cadáver inerte tendido junto a Julieta. Un tocado rojizo, semejante al del modelo, adornaba la frente de este perfecto sosias que, con los brazos tendidos, venía sonriente en busca de la moribunda para llevarla a la inmortalidad.
Pero Julieta, como privada de razón, volvía la cabeza con indiferencia, mientras el espectro, contrito y renegado, volaba sin ruido hacia el techo.
Tras unos últimos movimientos débiles e inconscientes, Julieta cayó muerta junto a Romeo, en el momento en que las dos cortinas de la escena se cerraban rápidas.
Kalj y Meisdehl nos habían sorprendido a todos con su mímica maravillosa y trágica, y con algunas frases francesas pronunciadas sin errores y sin acento extranjero.
Los dos niños regresaron a la explanada y partieron veloces.
Arrastrado por el esclavo y fielmente escoltado por Meisdehl, el carro, lanzando de nuevo su nota alta y continua, llevó hacia la izquierda al débil Romeo, visiblemente agotado por el esfuerzo de sus múltiples juegos sobre el escenario.
El do vibraba aún a lo lejos cuando Fuxier avanzó hacia nosotros, teniendo contra el pecho, con la mano derecha desplegada, una maceta de tierra de donde emergía una cepa de viña.
En la mano izquierda llevaba un bocal cilíndrico y transparente que, provisto de un gran tapón de corcho atravesado por un tubo metálico, mostraba en la parte de abajo un conjunto de sales químicas en forma de graciosos cristales.
Colocando los dos bultos en el suelo, Fuxier sacó del bolsillo una linternita sorda, que acostó chata sobre la superficie de tierra que afloraba del borde de la maceta de asperón. Una corriente eléctrica, puesta en actividad en el seno de este faro portátil, proyectó de pronto un deslumbrante haz de luz blanca, dirigido hacia el cénit por una poderosa lente.
Levantando entonces el bocal que mantenía horizontalmente, Fuxier hizo girar una llave colocada en el extremo del tubo metálico, cuya abertura, dirigida con cuidado hacia una porción determinada de cepa, dejó escapar hacia el exterior un gas violentamente comprimido. Una breve explicación del operador nos hizo saber que ese fluido, puesto en contacto con la atmósfera, provocaba parcialmente un calor intenso que, unido a ciertas propiedades químicas, muy particulares, haría madurar ante nuestros ojos un racimo de uvas.
Apenas había terminado el comentario cuando ya la aparición anunciada se reveló a nuestras miradas en forma de imperceptible racimito. Poseedor del poder que otorga la leyenda a ciertos faquires de la India, Fuxier realizaba ante nuestros ojos el milagro del brote súbito.
Bajo la acción de la corriente química, los granos se desarrollaban rápidamente y bien pronto un racimo de uvas blancas, pesado y maduro, pendió aislado al costado de la cepa.
Fuxier depositó el bocal en el suelo tras cerrar el tubo con otra vuelta de llave. Después, llamando nuestra atención hacia las uvas, señaló unos minúsculos personajes prisioneros en el centro de los diáfanos globos.
Ejecutando de antemano, en el germen, un trabajo de modelado y de colorido aún más minucioso que la tarea exigida para la preparación de las píldoras azules o rojas, Fuxier había depositado en cada uva el germen de un gracioso cuadro, cuyo desenvolvimiento acababa de seguir las fases de aquella madurez tan fácilmente obtenida.
A través del pellejo de las uvas —particularmente fina y transparente— se escrutaban sin dificultad, al acercarse, los diferentes guipes que iluminaba por detrás el haz eléctrico.
Las manipulaciones operadas en el germen habían dado como resultado la desaparición de las semillas, y nada turbaba la pureza de aquellas estatuas liliputienses, translúcidas y coloreadas, cuya materia estaba formada por la pulpa misma.
—Un vistazo a la antigua Galia —dijo Fuxier, tocando con el dedo la primera uva, donde se veían muchos guerreros celtas preparándose para el combate.
Todos admiramos la fineza de los contornos y la riqueza de los tonos, tan bien puestos de relieve por los efluvios luminosos.
—Eudes cortado por un demonio en el sueño del conde Valtguire —prosiguió Fuxier, señalando un segundo grano.
Esta vez se percibía, tras la delicada envoltura, un hombre durmiendo, con armadura, tendido al pie de un árbol: un humo parecía escapar de su frente para representar algún sueño y contenía, en sus tenues ondulaciones, un demonio armado de una larga sierra cuyos dientes acerados cortaban el cuerpo de un condenado crispado por el sufrimiento.
Otra uva, sumariamente explicada, mostraba el circo romano repleto de una muchedumbre alentando un combate de gladiadores.
—«Napoleón en España».
Estas palabras de Fuxier se aplicaban a un cuarto grano, donde el emperador, con su casaca verde, paseaba a caballo como vencedor en medio de un pueblo que parecía detestarlo, a juzgar por su actitud sordamente amenazadora.
—El Evangelio de San Lucas —prosiguió Fuxier, mostrando una junto a otra, en una misma rama madre triplemente ramificada, tres uvas gemelas, con tres escenas compuestas por los mismos personajes.
En primer lugar se veía a Jesús tendiendo la mano hacia una muchachita que, con los labios entreabiertos y la mirada fija, parecía cantar algún trino delicado y prolongado. Al lado, sobre un jergón, un muchacho inmovilizado en el sueño de la muerte guardaba entre sus dedos una larga antena de mimbre; cerca del túmulo fúnebre el padre y la madre, abrumados, lloraban en silencio. En un rincón una niña jorobada y escuálida se mantenía humildemente aparte.
En la uva del medio, Jesús, vuelto hacia el jergón, miraba al joven muerto que, milagrosamente vuelto a la vida, trenzaba con habilidad de experto la flexible y ligera antena de mimbre. La familia, maravillada, testimoniaba con gestos de éxtasis su dichosa sorpresa.
El último cuadro, compuesto por el mismo decorado y los mismos comparsas, glorificaba a Jesús tocando a la joven enferma, súbitamente embellecida y derecha.
Dejando de lado la breve trilogía, Fuxier levantó la parte de abajo del racimo y nos mostró una uva soberbia, con este anuncio: «Hans el leñador y sus seis hijos».
Allí, un viejo extrañamente robusto llevaba sobre los hombros una formidable carga de leña formada por troncos enteros mezclados a haces de ramas atadas con lianas. Detrás, seis jóvenes transportaban, todos por separado, un fardo semejante, infinitamente más liviano. El viejo, volviendo a medias la cabeza, parecía reprender a los demorados, menos resistentes y menos vigorosos que él.
En la penúltima uva, un adolescente vestido con un traje a lo Luis XV miraba con emoción, mientras paseaba como un transeúnte cualquiera, a una joven de vestido escarlata, parada en el umbral de una puerta.
—La primera sensación amorosa experimentada por el Emilio, de Jean Jacques Rousseau —explicó Fuxier y, moviendo los dedos, hizo jugar los rayos eléctricos sobre los reflejos rojo vivo del deslumbrador vestido.
El décimo y último grano contenía un duelo sobrehumano, que Fuxier presentó como un cuadro de Rafael. Un ángel, planeando a escasos pies del suelo, hundía la punta de su espada en el pecho de Satanás, que trastabillaba dejando caer el arma.
Después de pasar revista al racimo entero, Fuxier apagó la linterna sorda y volvió a ponerla en su bolsillo; luego se alejó llevando, como a su llegada, la maceta de tierra y el recipiente cilíndrico.