Los guerreros negros, levantándose todos a la vez, recogieron sus armas.
Reformado bajo la dirección de Rao, el cortejo del principio, aumentado por nuestro grupo y por la mayoría de los Incomparables, se puso rápidamente en marcha hacia el sur.
El barrio meridional de Ejur fue atravesado a paso vivo, y pronto apareció la llanura, limitada a la izquierda por los grandes árboles de Behulifruen, magnífico jardín lleno de esencias prodigiosas y desconocidas.
Rao, bruscamente, detuvo la inmensa columna en un sitio muy extenso, cuyas mismas dimensiones lo volvían propicio para cierta experiencia fonética de largo alcance.
Stéphane Alcott, vigoroso guapetón de tórax prominente, salió de nuestras filas con sus seis hijos, jóvenes entre quince y veinticinco años, cuya fabulosa flacura se transparentaba de manera impresionante bajo las simples mallas rojas muy ajustadas.
El padre, vestido como ellos, se puso de pie en un punto cualquiera, con la espalda hacia el poniente; luego, efectuando con cuidado un cuarto de vuelta hacia la derecha, quedó de pronto inmóvil, afectando la rigidez de una estatua.
Partiendo del lugar preciso, ocupado por Stéphane, el mayor de los seis hermanos marchó oblicuo en dirección a Behulifruen, bordeando exactamente la línea trazada por el rayo visual de su padre y contando en voz alta sus pasos lentos e inmensos, a los que con atención dio una medida rigurosamente invariable. Se detuvo en la cifra ciento diecisiete y, volviendo el rostro a occidente, siguió el ejemplo paterno y tomó una pose estudiada. El hermano siguiente, que lo había acompañado, realizó hacia el sudoeste un paseo del mismo género y, tras setenta y dos pasos mecánicamente parecidos, se fijó como un maniquí, con el pecho hacia el levante. Por turno los cuatro menores ejecutaron la misma maniobra, eligiendo cada vez como punto de partida la meta convencional alcanzada por el último medidor y aportando a la realización de su breve etapa, maravillosamente controlada, la perfección matemática reservada habitualmente a los trabajos geodésicos.
Cuando el menor estuvo en su puesto, las siete comparsas, a distancias desiguales, aparecieron escalonadas sobre una extraña línea quebrada, donde cada uno de los cinco caprichosos ángulos estaba formado por dos talones unidos.
La aparente incoherencia de la figura se debía voluntariamente al número estricto de zancadas regulares, donde los seis totales respectivos habían evolucionado constantemente entre un mínimo de sesenta y dos y un máximo de ciento cuarenta y nueve.
Una vez en guardia cada uno de los siete hermanos, hundiendo violentamente el pecho y el vientre con un penoso esfuerzo de músculos, formó una amplia cavidad que la presión de los brazos, pegados en círculo como bordes suplementarios, volvió aún más profunda. Las mallas gracias a cierta goma, se adherían siempre a cada punto de la epidermis.
Poniendo las manos como portavoz el padre, con timbre grave y sonoro, gritó su propio nombre en dirección al mayor.
De inmediato, a intervalos desiguales, las cuatro sílabas de Stéphane Alcott fueron repetidas sucesivamente en seis puntos del enorme zig-zag, sin que los labios de los figurantes se hubiesen movido.
Era la voz misma del jefe de familia que acababa de repercutir en el antro torácico de los seis jóvenes, quienes, gracias a su prodigiosa flacura, cuidadosamente mantenida con un régimen terrible, ofrecían al sonido una superficie huesosa suficientemente rígida como para reflejar todas las vibraciones.
Este primer ensayo no satisfizo del todo a los ejecutantes, que modificaron levemente su lugar y su postura.
Preparar las cosas llevó algunos minutos durante los cuales Stéphane clamó con frecuencia su nombre, espiando el resultado cada vez perfeccionado por sus hijos que, moviendo a veces apenas los pies, ganaban un centímetro en una dirección cualquiera, o se inclinaban más para preparar el rápido paso del sonido.
Se trataba, en apariencia, de algún instrumento imaginario que, difícil de poner a tono, hubiera reclamado para su ajuste un cuidado minucioso y paciente.
Cuando al fin una prueba le pareció buena, Stéphane, con una breve palabra que, a su pesar, tuvo seis repercusiones, ordenó a los éticos centinelas la más completa inmovilidad.
Entonces empezó el verdadero espectáculo.
Stéphane, a plena voz, pronunció toda clase de nombres propios, interjecciones y palabras comunes, variando el infinito registro de la entonación. Y cada vez el sonido, pasando de pecho en pecho, se reproducía con pureza cristalina, de pronto fuerte y vigoroso, después débil hasta el último balbuceo, que se parecía a un murmullo.
Ningún eco de bosque, de gruta o de catedral habría podido luchar contra aquella combinación artificial, que realizaba un verdadero milagro de acústica.
Obtenido por la familia Alcott como premio a largos meses de estudios y de tanteos, el trazo geométrico de la línea quebrada debía sus sabias irregularidades a la forma especial de cada pecho, cuya estructura anatómica ofrecía un poder resonador de amplitud más o menos grande.
Varios personajes del cortejo se acercaron a cada vibrante centinela y pudieron constatar la ausencia de toda superchería. Las seis bocas seguían herméticamente cerradas, y solo el verbo inicial hacía el gasto de la múltiple audición.
Queriendo dar a la experiencia la mayor extensión posible, Stéphane articuló rápidamente unas frases cortas, que fueron servilmente recogidas por el séxtuple eco; algunos versos de cinco estrofas, recitados uno tras otro, fueron percibidos distintamente sin tropiezos ni mezclas; carcajadas varias, graves «oh», «oh» agudos y estridentes «bi» evocaron a maravilla una burla ligera e impasible; gritos de dolor o de alarma, sollozos, exclamaciones patéticas, toses en eco, estornudos cómicos se registraron unos tras otros con idéntica perfección.
Pasando de la palabra al canto, Stéphane lanzó unas fuertes notas de barítono que, resonando a placer en los diversos codos de la línea, fueron seguidas por vocalizaciones, trinos y fragmentos de arias y por alegres refranes populares dados en partes.
Para terminar el solista, tras inhalar hondamente, hizo interminables arpegios con el acorde perfecto en los dos sentidos, utilizando generosamente toda la extensión de su voz y dando la ilusión de un coro impecablemente justo, gracias a la amplia y durable polifonía producida por todos los ecos mezclados.
De pronto, privados de la fuente musical que Stéphane ya sin aliento, acababa de interrumpir callándose, las voces falsas se apagaron una a una y los seis hermanos, recobrando con visible satisfacción su posición normal, pudieron relajarse voluptuosamente, lanzando grandes suspiros.
El cortejo, rápidamente reunido, volvió a dirigirse otra vez al sur.
Tras una etapa breve y fácil, realizada en la oscuridad invasora, la vanguardia alcanzó el borde del Tez, gran río tranquilo cuya ribera derecha se vio pronto ocupada por el despliegue de la columna.
Una piragua provista de remeros indígenas recibió a bordo a Talú y a Sirdah, que fueron trasladados a la otra orilla.
Allí, saliendo sin ruido de una choza de bambú, el hechicero negro Bachkú, con una copa de marfil en la mano, se acercó a la joven ciega y la guió, llevándola por el hombro, hacia el océano.
Pronto ambos penetraron en el lecho del río y se fueron hundiendo progresivamente, a medida que se alejaban de la costa.
Tras algunos pasos, sumergido hasta el pecho, Bachkú se detuvo y levantó en alto en la mano izquierda la copa semillena de un líquido blancuzco, mientras que, cerca de él, Sirdah desaparecía casi enteramente en las aguas sombrías y rumorosas.
Mojando dos dedos en el bálsamo lechoso, el hechicero frotó dulcemente los ojos de la muchacha, y luego esperó con paciencia que el remedio tuviera tiempo de actuar. Transcurrido el tiempo necesario, con ayuda de dos golpes de pulgar netamente aplicados sobre el globo de cada ojo, desprendió bruscamente las cataratas, que cayeron a la corriente y pronto desaparecieron hacia el mar.
Sirdah lanzó un grito de alegría, demostrando el éxito total de la operación que, en efecto, acababa de devolverle la vista.
Su padre respondió con una delirante exclamación, seguida de numerosos clamores entusiastas proferidos por el cortejo entero.
De vuelta a tierra firme, la feliz muchacha se precipitó en brazos del emperador, que la retuvo largo tiempo abrazada con conmovedora emoción.
Ambos volvieron a ocupar su sitio en la piragua que, atravesando el río, los depositó en la ribera derecha, mientras Bachkú volvía a su choza.
Sirdah guardaba preciosamente sobre sí la intensa humedad debida a las aguas sagradas del río, testigo de su curación.
Guiada por Rao, la columna remontó la ribera unos cien metros, y se detuvo ante un vasto aparato que, sostenido por cuatro postes, avanzaba sobre la corriente de agua como la arcada de un puente.
La noche había llegado poco a poco y, sobre la costa, un faro de acetileno fijado a una estaca aclaraba, con ayuda de un poderoso reflector colocado con esmero, todos los detalles de la sorprendente maquinaria, hacia la que convergían todas las miradas.
El conjunto, enteramente metálico, daba al primer golpe de vista la idea bien definida de un telar.
En el medio, paralela a la corriente, se extendía cierta cadena horizontal, formada por una infinidad de hilos azul claro que, colocados uno tras otro en una sola fila, sólo ocupaban en extensión un espacio de dos metros, debido a su fabulosa riqueza.
Varios telares que comprendían hilos verticales, respectivamente provistos de un ojal, formaban uno tras otro planos perpendiculares a la cadena que atravesaban de parte a parte. Ante ellos pendía un batán, especie de inmenso peine metálico en el cual los dientes imperceptibles e innumerables igualaban la cadena, como si fuese una cabellera.
A la derecha, un gran panel de un metro cuadrado que bordeaba la cadena se componía de una cantidad de alvéolos separados por finas paredes; cada una de estas cajas abrigaba una estrecha lanzadera, cuya canilla, frágil bobina fijada de adelante hacia atrás, llevaba una provisión de seda multicolor. Todos los tonos imaginables, que varían delicadamente las siete muestras del prisma, se encontraban representados por la guarnición interna de las lanzaderas, cuyo número podía calcularse en mil. Los hilos, más o menos devanados según su alejamiento, terminaban a la derecha en el ángulo inicial de la cadena y engendraban un extraño encaje, prodigiosamente polícromo.
Abajo, casi a flor de agua, numerosas paletas de todas dimensiones dispuestas en perfecto cuadrado, como un escuadrón, formaban toda la base del aparato, sostenido de un lado por la ribera y, por el otro, por dos pilares clavados en el lecho del río. Cada paleta, sostenida entre dos varas estrechas, parecía pronta a hacer girar una correa de transmisión que, abarcando a la izquierda una porción libre del delgado cubo, erguía verticalmente dos cintas paralelas.
Entre las paletas y la cadena se extendía una especie de cofre largo que, sin duda, contenía el misterioso mecanismo destinado a mover el conjunto.
Los cuatro postes soportaban, en lo alto, una espesa plataforma rectangular de donde descendían las lanzaderas y el batán.
Las paletas, el cofre, el techo, el panel, las lanzaderas, los postes y las piezas intermedias, todo, sin excepción alguna, estaba hecho en acero fino, de una tonalidad gris claro.
Después de situar a Sirdah en primera fila para iniciarla en la confección automática de cierto manto que él deseaba ofrecerle, el inventor Bedú, héroe del momento, oprimió un resorte del cofre a fin de poner en movimiento la preciosa máquina creada por su industriosa perseverancia.
De inmediato diferentes partes se sumergieron a medias en el río, entregando sus paletas a la potencia de la corriente.
Invisiblemente accionado por las correas de trasmisión, cuya parte superior se perdía en las profundidades del cofre, el panel provisto de lanzaderas se deslizó horizontalmente hacia el eje de la corriente. Pese a este desplazamiento, los innumerables hilos fijos al ángulo de la cadena guardaron una rigidez perfecta gracias a un sistema de tensión retrógrado de que estaban provistas todas las lanzaderas: abandonada a sí misma cada punteadora, o broche que, sostenida la canilla, giró en sentido inverso al de devanar, por efecto de un resorte que oponía una resistencia muy débil a la extracción de seda. Algunos hilos se acortaron mecánicamente y otros se alargaron y la red de encaje conservó su pureza primera, sin mezcla de flaccidez.
El panel estaba sostenido por un espeso huso vertical que, describiendo una brusca quebrada, penetraba horizontalmente en el interior del cofre. Allí, una larga ranura que no podíamos percibir desde la ribera permitía sin duda el patinaje silencioso que se efectuaba desde hacía un momento.
Pronto el panel se detuvo para moverse en elevación. La porción vertical del huso se alargó dulcemente, revelando un juego de compartimentos deslizantes parecidos a los de un telescopio; controlado por un conjunto de cuerdas y poleas internas, sólo un poderoso resorte podía provocar aquella ascensión discreta, que terminó tras un momento.
La evolución del panel coincidió con un movimiento sutil de los telares, y algunos hilos descendieron mientras otros se elevaban. El trabajo se realizaba fuera de nuestra vista en el espesor del techo, que sólo utilizaba delgadas ranuras para dar paso a inmensas franjas tendidas abajo por una legión de plomos estrechos apenas superiores al nivel del cofre. Cada seda de la cadena, atravesando aisladamente el ojal de uno de los hilos, había bajado varios centímetros.
De pronto, a la velocidad del rayo, una lanzadera, empujada por un resorte del panel, pasó ante el conjunto de sedas desniveladas, franqueando toda su extensión para llegar a un compartimento único, fijado en un lugar previsto y calculado. Devanado fuera de la frágil máquina, un hilo transversal se extendía ahora en el medio de la cadena, formando el principio de la trama.
Empujado por un huso móvil en una ranura del cofre, el batán fue a golpear el hilo con sus innumerables dientes, para recobrar de inmediato la postura vertical.
Los hilos de los telares, al moverse de nuevo, produjeron un cambio completo en la disposición de las sedas, que, operando un rápido entrecruce, hicieron un importante recorrido en altura y en profundidad.
Empujada por un resorte del compartimento de la izquierda, la lanzadera, dotada de vivo impulso, atravesó la cadena en sentido inverso para reintegrarse a su alvéolo; un segundo hilo devanado por su canilla recibió un golpe brutal del batán.
Mientras las lanzaderas realizaban un curioso ir y venir, el panel, fiel a un plan único, empleó simultáneamente sus dos modos de desplazamiento para moverse en dirección oblicua, colocado en el punto determinado, un segundo alvéolo aprovechó el momento de detención para expulsar una lanzadera que, precipitándose como un proyectil en el ángulo colectivo de las sedas, vino a hundirse de frente en el fondo del compartimento, siempre quieto.
Un golpe del batán sobre el nuevo manojo de hilos fue seguido de un amplio, movimiento de los telares, que prepararon el camino de regreso a la lanzadera, bruscamente arrojada hasta su caja.
El trabajo siguió con una marcha invariable. Gracias a su maravillosa movilidad, el panel colocaba cada vez, frente al compartimento fijo, una lanzadera cuyo doble viaje coincidía perfectamente con la tarea del batán y de los telares.
Poco a poco la cadena ganaba de nuestro lado, arrastrada por la lenta rotación del enjulio, gran cilindro transversal al que estaban unidos todos los hilos. El tejido se efectuaba rápidamente, y pronto una rica tela apareció ante nuestros ojos, en forma de una banda lisa y regular de tonos finamente coloreados.
Abajo, las paletas manejaban todo por sí solas gracias a su maniobra compleja y precisa —algunas quedaban casi incesantemente sumergidas, mientras otras se bañaban apenas unos instantes en la corriente; algunas, entre las más pequeñas, sólo rozaban la onda un breve instante y se elevaban bruscas, después de dar apenas un cuarto de vuelta, y volvían a descender de la misma manera fugitiva tras un breve reposo—. Su cantidad, el escalonamiento de su talla, el aislamiento o la simultaneidad de las zambullidas, breves o largas, formaban un coro infinito de combinaciones que favorecían la realización de las concepciones más audaces. Se hubiera dicho que había algún instrumento mudo que aplacaba o hacía arpegios de acordes, de pronto débiles, de pronto prodigiosamente cargados, donde el ritmo y la armonía se renovaban sin cesar. Las correas de trasmisión, como resultado de una flexible elasticidad, se prestaban a continuas alternativas de alargamiento y de contracción.
Todo el aparato, notable desde el punto de vista de la disposición y el engrase, funcionaba con silenciosa perfección, dando la impresión de una pura maravilla mecánica.
Bedú llamó nuestra atención hacia los telares, únicamente accionados por las paletas, donde un electroimán trasmitía la influencia del cofre al techo; los hilos conductores estaban disimulados en uno de los dos postes de atrás, y este método excluía el empleo de cartones con agujeros, como en el telar Jacquard. Ningún límite se imponía a las variantes sin nombre obtenidas con el arranque de algunos grupos de hilos, combinados con el descenso de otros. Unido al polícromo ejército de las lanzaderas, esta multiplicidad de figuras, sucesivamente creadas según la manera de separación de la cadena, volvía posible la ejecución de tejidos feéricos, semejantes a los cuadros de los grandes maestros.
Fabricada en el lugar por una anomalía que reclamaba el extraordinario aparato, especialmente destinado a funcionar con un público atento, la banda de tela crecía velozmente, mostrando todos sus detalles poderosamente iluminados por las proyecciones del faro. El conjunto representaba una amplia napa de agua, en cuya superficie hombres, mujeres y niños, con los ojos dilatados por el terror, se aferraban desesperadamente a algunos trozos flotantes aquí y allá en medio de objetos de todo tipo; y tan grande era el ingenio de las fabulosas combinaciones de la máquina que el resultado podía compararse a las más finas acuarelas; los rostros, llenos de expresión enloquecida, tenían admirables tonalidades de carne, desde el moreno reseco del viejo y el blanco lechoso de la doncella, hasta el rosa infantil del niño; las olas, agotando la gama de azules, se cubrían de reflejos irisados y variaban su transparencia según los lugares.
Movido por una correa de trasmisión que salía de una abertura del vasto cofre al que lo sujetaban dos soportes, el enjulio atraía la tela, que ya se enrollaba a su alrededor. La otra extremidad de la cadena ofrecía una fuerte resistencia debido a un listón de acero que, al servir de límite a las sedas, estaba tomado entre dos deslizadores paralelos, fijados al cofre por una serie de husos verticales. Sobre el deslizador de la izquierda estaba colocado el compartimento inmutable, donde cada lanzadera venía a hacer una breve estación.
El cuadro de la tela se completaba poco a poco, y se vio emerger una montaña hacia la cual grupos humanos y animales de toda especie se dirigían a nado; al mismo tiempo una cantidad de rayas transparentes y oblicuas atravesaron todo el espacio, e hicieron comprender el tema, tomado de la descripción bíblica del Diluvio. Tranquila y majestuosa sobre la superficie de las aguas, el Arca de Noé elevó bien pronto su silueta maciza y regular, ocupada por finos personajes, que vagaban en medio de un cuantioso zoológico.
El panel solicitaba sin cesar todas las miradas, por la maravillosa seguridad de su gimnasia alerta y cautivante. Usadas por turnos, las tonalidades más diversas eran lanzadas a la cadena en forma de manojo de hilos, y el conjunto de estos hilos semejaba una paleta infinitamente rica. A veces el panel realizaba grandes desplazamientos para utilizar una tras otra lanzaderas bastante distantes; en otros momentos varios manojos sucesivos, que pertenecían a una misma región, requerían sólo viajes mínimos. La punta de la lanzadera elegida encontraba siempre paso entre los otros hilos que, saliendo de alvéolos vecinos y tendidos en dirección única, no presentaban más que un camino abierto, incapaz de crear obstáculos.
Sobre la tela, la montaña a medias cubierta por las aguas era ahora visible hasta la cumbre. En todas partes, en sus flancos, los desdichados condenados, de rodillas en aquel último refugio que pronto iba a desaparecer, parecían implorar al cielo con grandes gestos de desesperación. La lluvia diluviana caía en cataratas desde todos los puntos del cuadro, sembrado de grupos de islas donde se repetían las mismas escenas de súplicas y desesperación.
El cielo se agrandaba gradualmente hacia el cenit, y nubes inmensas se diseñaron pronto, gracias a una amalgama de sedas grises finamente elegidas, desde los tonos más transparentes hasta los más fuliginosos. Espesas volutas de vapor se desenvolvían majestuosamente en los aires, guardando en sus flancos reservas inagotables, prontas a alimentar constantemente la terrible inundación.
En ese momento Bedú detuvo la máquina, apretando un nuevo resorte del cofre. De inmediato se inmovilizaron los rodajes, dejando de llevar la vida a las diversas piezas, que quedaron así rígidas e inactivas.
Bedú, poniendo el enjulio al revés, con ayuda de una hoja bien afilada, cortó por los lados todos los hilos que sobrepasaban la tela, que bien pronto quedó libre; después, con una puntada de seda preparada de antemano, frunció la parte superior bordeada por las ondulantes nubes. Preparada así la tela, menos larga que ancha, había adquirido la forma de un manto simple y flotante.
Bedú se acercó a Sirdah y puso sobre sus hombros los pliegues del maravilloso vestido, que rodeó graciosamente, hasta los pies, a la feliz y agradecida muchacha.
El escultor Fuxier acababa de acercarse al faro con el propósito de mostrarnos en su mano abierta varias pastillas azules de exterior parejo que, según supimos, contenían en su interior toda suerte de imágenes en potencia, creadas por sus cuidados. Tomó una y la lanzó al agua, un poco abajo del telar, ahora inactivo.
Pronto, sobre la superficie iluminada por los resplandores del acetileno, se formaron remolinos que netamente trazaron en relieve una silueta bien determinada, que todos pudimos reconocer como la de Perseo llevando la cabeza de la Medusa.
Sólo la pastilla, al derretirse, había provocado esta agitación, artística y prevista.
La aparición duró algunos segundos; después, las aguas se achataron poco a poco, y recobraron su unidad de espejo.
Hábilmente lanzada por Fuxier, una segunda pastilla se hundió en la corriente. Los redondeles concéntricos provocados por su caída se habían disipado apenas, cuando surgió una nueva imagen, en remolinos finos y numerosos. Esta vez eran unas bailarinas con mantilla, de pie sobre una mesa servida, ejecutando entre los manjares y las jarras un arrebatador paso, que ellas ritmaban con castañuelas en medio de los aplausos de los comensales. El diseño líquido era tan logrado que se distinguían partes con la sombra de las migas sobre el mantel.
Diluida esta alegre escena, Fuxier renovó la experiencia sumergiendo una tercera pastilla, cuyo efecto no se hizo esperar. El agua, ondulándose brusca, evocó, en un cuadro muy grande, a un soñador que, sentado junto a una fuente, anotaba sobre el cuaderno el fruto de alguna inspiración; detrás, apoyado sobre las rocas de la cascada naciente, un viejo de barba larga, como una personificación del río, se inclinaba sobre el vate para leer por encima de su hombro.
—El poeta Giapalu se deja hurtar por el viejo Var los admirables versos debidos a su genio —explicó Fuxier, y lanzó una pastilla a las tranquilas ondas.
La nueva agitación tomó la forma de un inmenso semicuadrante con extrañas indicaciones. La palabra «MEDIODÍA», claramente trazada en relieve en el agua, ocupó el lugar habitualmente reservado a la hora tres; después seguían hacia abajo, en un solo cuarto de círculo, todas las divisiones, desde la una hasta las once; en el extremo inferior, en lugar de las cifras «VI», se leía «MEDIANOCHE», escrita con todas las letras en el eje del diámetro; después, hacia la izquierda, once nuevas divisiones llegaban a una segunda edición de la palabra «MEDIODÍA», que reemplazaba a las nueve horas. Representando el papel de aguja solitaria una larga cinta, semejante al gallardete de una banderita, se unía al punto exacto que hubiera representado el centro completado del cuadrante; supuestamente impulsada por el viento, la flexible banderita se alargaba hacia la derecha, marcando las cinco de la tarde con su punta fina y estirada. El reloj, elevado en lo alto de una columna sólidamente plantada, adornaba un paisaje descubierto donde paseaban algunos transeúntes, y toda la reproducción líquida era sorprendente de precisión y de verdad.
—El reloj a viento de Jauja —prosiguió Fuxier, que amplió el anuncio con el siguiente comentario:
En el dichoso país en cuestión el viento, perfectamente regular, se encargaba benévolamente de indicar la hora a los habitantes. A mediodía justo soplaba violentamente del oeste y se iba apaciguando progresivamente hasta la medianoche, poético momento en que reinaba una calma chicha. Pronto una leve brisa del este se elevaba poco a poco y no cesaba de aumentar hasta e] mediodía siguiente, cuando marcaba su apogeo. Se producía entonces un salto brusco y de nuevo la tempestad venía desde el poniente, para recomenzar su evolución de la víspera. Notablemente adaptado a las fluctuaciones invariables, el reloj presentado en efigie a nuestra apreciación cumplía con su cometido mejor que el banal cuadrante solar, cuya tarea, únicamente diurna, es sin cesar estorbada por el paso de las nubes.
El país de Jauja había abandonado la napa líquida y la corriente, otra vez lisa, tragó una última pastilla lanzada por Fuxier.
La superficie, plegándose con arte, dibujó un hombre semidesnudo llevando un pájaro en el dedo.
—El príncipe de Conti y su arrendajo —dijo Fuxier, mostrando su mano vacía.
Cuando las ondulaciones se nivelaron, el cortejo retomó el camino de Ejur, hundiéndose en la noche negra, que ya no disipaba la claridad del faro, bruscamente apagado por Rao.
Hacía algunos minutos que marchábamos cuando de pronto, por la derecha, un ramillete de fuegos artificiales iluminó la oscuridad y produjo numerosas detonaciones.
Un manojo de cohetes subió por los aires y pronto, en el punto culminante de la ascensión, el núcleo incandescente estalló con un ruido seco, sembrando en el espacio numerosos retratos luminosos del joven barón de Ballesteros, destinados a reemplazar la habitual y banal serie de lluvias de fuego y de estrellas. Cada imagen, al salir de su envoltura, se desplegaba por sí misma, y flotaba luego al azar con un leve balanceo.
Estos dibujos en trazos llameantes, de una ejecución notable, representaban al elegante clubman en las poses más variadas, y todas se distinguían por un color especial.
Aquí el rico argentino, azul zafiro de la cabeza a los pies, aparecía en traje de noche, con los guantes en la mano y una flor en el ojal; allá, un trazo de rubíes lo mostraba en traje de sala de armas, listo para el asalto; más allá, un busto de colosales dimensiones, de frente y diseñado en líneas de oro, era vecino de un deslumbrante grabado violeta, donde el joven, con galera y un levitón abotonado, se presentaba de perfil hasta mitad de las piernas. Más lejos unos trazos de diamante evocaban al brillante deportista en traje de tenis, blandiendo graciosamente una raqueta lista a golpear. Otras imágenes irradiantes se extendieron por todos lados, pero lo principal del conjunto era, sin duda, cierto gran cuadro verde esmeralda donde, irreprochablemente montado en un caballo al trote, el héroe de esta fantasmagoría saludaba respetuosamente el paso de alguna invisible amazona.
El cortejo se detuvo para contemplar a gusto aquel atrayente espectáculo.
Los retratos, descendiendo lentamente y proyectando sobre una vasta extensión su poderosa luz policroma, se mantuvieron algún tiempo sin perder su brillo. Después se apagaron sin ruido, uno por uno, y la sombra poco a poco volvió a tenderse sobre la llanura.
En el momento en que el último rasgo de fuego se desvanecía en la noche, el empresario Luxo se unió a nosotros, orgulloso del soberbio efecto producido por aquella obra maestra pirotécnica, que él mismo había lanzado al aire.
De pronto se escuchó un rugido lejano, sordamente prolongado: las detonaciones de los cohetes habían provocado evidentemente la tempestad que, desde hacía rato, se preparaba en la atmósfera sobrecargada. De inmediato el mismo pensamiento resonó en el espíritu de todos: «Djizmé va a morir».
Bajo una señal de Talú, el cortejo volvió a ponerse en marcha y, atravesando con rapidez la parte sur de Ejur, desembocó una vez más en la Plaza de los Trofeos.
La tempestad estaba cerca: los relámpagos se sucedían rápidos, seguidos de truenos cada vez más sonoros.
Rao, que se había adelantado, apareció guiando a unos hombres pesadamente cargados con un curioso lecho, que instalaron en medio de la explanada. A la luz de los relámpagos se podía contemplar la extraña composición de ese mueble, cuyo aspecto era a la vez cómodo y aterrador.
Una armazón levantada sobre cuatro patas de madera sostenía una mullida estera blanca enteramente cubierta por finos dibujos separados, que recordaban por su forma y dimensión a las viñetas que cierran los capítulos en algunos libros; los temas más diversos estaban reunidos en esta colección de minúsculos cuadros independientes y aislados: paisajes, retratos, parejas soñadoras, grupos danzantes, navíos en peligro, puestas de sol, eran tratados con un arte concienzudo e ingenuo que no carecía de encanto ni de interés. Un almohadón se había deslizado hacia uno de los extremos de la estera, preparada así para sostener la cabeza del durmiente; detrás del lugar eventualmente destinado al occipucio se erguía un pararrayos que dominaba con su brillante lanza el conjunto del largo mueble de pereza. Un casco de hierro, ligado por un hilo conductor a la base de la alta aguja vertical, parecía pronto a cernir la frente de algún impresionante condenado llamado a tenderse sobre el lecho fatal; al frente, dos zapatos metálicos, uno al lado del otro, comunicaban con la tierra por medio de un nuevo hilo cuya punta acababa de clavar en el suelo el mismo Rao.
La tempestad, llegada a su apogeo con la rapidez meteórica que es propia de las regiones ecuatoriales, se desencadenó ahora con extrema violencia; un viento terrible acarreaba gruesas nubes negras, cuya conflagración era incesante.
Rao había abierto la cárcel para hacer salir a Djizmé, joven nativa graciosa y bella que, después de la triple ejecución del comienzo, había quedado sola tras la sombría reja.
Djizmé, sin oponer resistencia, fue a echarse sobre la estera blanca, puso por sí misma la cabeza en el capuchón de hierro y metió los pies en los rígidos zapatos.
Prudentemente, Rao y sus ayudantes se apartaron del peligroso aparato, que quedó así totalmente aislado.
Entonces Djizmé tomó con ambas manos un pergamino que llevaba colgado al cuello por un fino cordón y lo contempló largamente, aprovechando el resplandor de los relámpagos para exhibirlo ante los ojos de todos con una expresión de alegría y de orgullo. Una palabra jeroglífica trazada en medio del flexible rectángulo, estaba rayada a la distancia, hacia la derecha, por un triple dibujo exiguo que representaba tres fases lunares diferentes.
Pronto Djizmé dejó caer el pergamino y lanzó miradas oblicuas que, normalmente situadas como para contemplar de frente el teatro rojo, fueron a fijarse en Naír; éste, siempre sobre su zócalo, había abandonado el delicado trabajo desde la aparición de la condenada, a quien devoraba con los ojos.
En ese momento el trueno rugía sin interrupción, y los relámpagos eran tan frecuentes como para dar ilusión de un día ficticio.
De pronto, acompañado por un terrible estruendo, un enceguecedor zigzag de fuego se recortó en el cielo y terminó en la punta del pararrayos. Djizmé, cuyos brazos se habían tendido hacia Naír, no pudo terminar su gesto: el rayo atravesó su cuerpo y ahora la estera blanca sólo sostenía un cadáver con los ojos muy abiertos y los miembros inertes.
Luego del corto silencio guardado por la tempestad tras el ensordecedor trueno, unos atroces sollozos hicieron que todos se fijaran en Naír, que derramaba lágrimas de angustia sin dejar de mirar a la muerta.
Los cargadores levantaron el aparato sin retirar el cuerpo de Djizmé; después esperamos, en un estupor doloroso, el apaciguamiento gradual de los elementos.
El viento arrastraba siempre las nubes hacia el sur, y el trueno se alejaba velozmente, perdiendo a cada momento algo de su fuerza y su duración. Poco a poco el cielo se despejó ampliamente y un espléndido claro de luna brilló sobre Ejur.