V

Pasaron dos minutos durante los cuales Carmichaël fue a colocarse a la izquierda ante el teatro, lleno de invisible y ruidosa actividad.

Súbitamente el telón se abrió de nuevo sobre un cuadro vivo lleno de pintoresca alegría.

Con voz sonora Carmichaël, señalando la inmóvil aparición, articuló este breve apostrofe:

—«El festín de los dioses del Olimpo».

En medio del escenario, sobre un fondo de colgaduras negras, Júpiter, Juno, Marte, Diana, Apolo, Venus, Neptuno, Vesta, Minerva, Ceres y Vulcano sentados con grandes atuendos ante una mesa lujosamente servida, elevaban sonriendo sus copas bien llenas. Dispuesto a brindar alegremente en ronda, Mercurio, representado por el cómico Soreau, parecía sostenido en el espacio por las alas de sus sandalias y planeaba por encima del banquete sin vínculo visible con el techo.

El telón, al cerrarse, hizo desaparecer la sobrehumana asamblea; después volvió a abrirse —tras un removerse de unos instantes— para mostrar, en un cuadro diferente, una visión muy compleja.

El lado izquierdo de la escena evocaba apaciblemente alguna napa de agua oculta por un seto de rosales. Una mujer de color que, por su traje y sus adornos parecía pertenecer a alguna tribu salvaje de Norteamérica, pisaba, inmóvil, el fondo de una ligera barca. Sola junto a ella en el frágil esquife, una muchachita de raza blanca sostenía con ambas manos la caña de una red de pescar, con ayuda de la cual, en un gesto brusco, sacaba de las ondas un lucio caído en la trampa; abajo se veía asomar entre la malla la cabeza del pez, pronto a sumergirse de nuevo en su elemento.

La otra mitad de la escena representaba una ribera cubierta de hierba. En primer plano, un hombre que parecía correr a todo lo que daban sus piernas llevaba sobre los hombros una cabeza de jabalí de cartón que, ocultando completamente su cabeza, le daba el aspecto de un jabalí con cuerpo humano. Un hilo de acero, formando un arco muy amplio, se unía por las dos extremidades a las muñecas aprisionadas, que el corredor tendía hacia adelante a altura desigual. Un guante, un huevo y una pajita, que realizaban un vuelo ficticio, estaban atravesados por el hilo metálico en tres puntos diferentes de la graciosa curva. Las manos del fugitivo se abrían hacia el cielo como para hacer juglarías con los tres objetos fijados en la carrera aérea. El arco, inclinado oblicuamente, daba una impresión de acarreamiento rápido e irresistible. Visto de perfil, perdido y atraído en apariencia por una fuerza invisible, el juglar se alejaba hacia el fondo de la escena.

En segundo plano una oca viva guardaba una postura de vertiginoso empuje gracias a una goma cualquiera que fijaba en el suelo, en un paso inmenso, sus patas prodigiosamente distantes. Las dos alas blancas se separaban ampliamente como para activar esta loca huida. Detrás del ave, Soreau, vistiendo unas ropas flotantes, representaba a Eolo enfurecido: de su boca salía una larga corneta de cartón gris azulado que, cruzada por finas rayas longitudinales y copiada en los grandes soplos puestos por los diseñadores en los labios de unos céfiros mofletudos, representaba con arte un aliento de tempestad; el extremo ancho del ligero cono rozaba a la oca, lanzándola hacia adelante por el desplazamiento del aire. Finalmente, Eolo, sosteniendo en la mano derecha una rosa de elevado tallo espinoso, se preparaba fríamente a castigar a la fugitiva para acelerar su carrera. Dada vuelta casi de frente, el ave estaba a punto de cruzar al juglar, y cada uno parecía describir en sentido inverso el rápido giro de una misma parábola.

En tercer plano se elevaba un rastrillo de oro, tras el cual la burra Milenkaya tendía hacia una artesa llena de salvado intacto su mandíbula cerrada y atravesada de arriba a abajo por un sedal. Algunas particularidades dejaban adivinar el subterfugio empleado para simular aquella traba dolorosa e infamante. Sólo los dos extremos visibles del sedal existían realmente, pegados a la piel de la burra y terminados respectivamente en un bastoncillo transversal. A primera vista el efecto obtenido daba muy bien la idea de un cierre absoluto, que condenaba a la pobre bestia a un continuo suplicio de Tántalo.

Carmichaël, mostrando a la muchachita que estaba de pie sobre la barca y que no era otra que Stella Boucharessas, pronunció claramente esta breve explicación:

—Úrsula, acompañada por la hurona Maffa, da su apoyo a los hechizados del lago Ontario.

Los personajes guardaban todos una inmovilidad escultural. Soreau, apretando entre los dientes la punta de su largo cornetín color del espacio, hinchaba las mejillas lisas y congestionadas, sin dejar que temblara la rosa erguida en el extremo de su brazo tendido.

Las cortinas volvieron a juntarse y pronto, tras su impenetrable obstáculo, se escuchó una batahola prolongada, provocada por algún trabajo afiebrado y presuroso.

De pronto reapareció la escena, totalmente transformada.

El centro estaba ocupado por una escalera cuya curva se perdía en el techo.

A media altura un viejo ciego, vestido a lo Luis XV, estaba de frente en la vuelta de la escalera. En la mano izquierda llevaba un oscuro ramo verde compuesto de numerosas ramas de acebo. Al observar la base de la hierba se descubrían poco a poco todos los colores del arco iris, representados por siete lazos diferentes atados individualmente a los tallos agrupados en gavillas.

Con la mano libre armada de una pluma de ganso, e] ciego escribía sobre la rampa que, colocada a su derecha, ofrecía por su forma chata y su color blancuzco una superficie lisa y cómoda.

Numerosos comparsas acomodados sobre los escalones vecinos espiaban gravemente los movimientos del viejo. El más cercano, portador de un gran tintero, parecía acechar la pluma para mojarla de nuevo.

Con el dedo tendido hacia la escena, Carmichaël tomó la palabra en estos términos:

—Haendel componiendo mecánicamente el tema de su oratorio Vesper.

Soreau, en el papel de Haendel, se había fabricado una ceguera convencional maquillando sus párpados, que mantenía casi cerrados del todo.

La escena se eclipsó tras su velo de cortinas y un largo intervalo se marcó solamente por los murmullos de la concurrencia.

—«El zar Alejo descubriendo al asesino de Plechaief».

Esta frase, lanzada por Carmichaël en el momento en que las cortinas se deslizaban por su soporte, se aplicaba a una escena rusa del siglo XVII.

A la derecha Soreau, que representaba al zar, sostenía verticalmente a nivel de sus ojos un disco de vidrio rojo que ofrecía el aspecto de un sol poniente. Su mirada, al atravesar aquel vidrio redondo, se fijaba hacia la izquierda en un grupo de hombres del pueblo que rodeaban a un moribundo que, con el rostro y las manos completamente morados, acababa de caer en convulsiones entre sus brazos.

La visión duró poco y fue seguida por un entreacto fugaz al que dio fin este anuncio de Carmichaël:

—«El eco del bosque de Arghyros enviando a Constantino Canaris el aroma de las flores evocadas».

Soreau, que componía el personaje del ilustre marino, estaba de perfil en primer plano, con las manos como portavoz alrededor de la boca.

Cerca de él varios compañeros guardaban una actitud de sorpresa maravillada.

Sin moverse, Soreau pronunció claramente la palabra «Rosa», que pronto fue repetida por una voz entre bambalinas.

En el momento preciso en que resonó el eco, un perfume de rosas, intenso y penetrante, se expandió por la Plaza de los Trofeos, llegó a todas las narices y se desvaneció casi en seguida.

La palabra «clavel», lanzada de inmediato por Soreau, tuvo la misma repercusión fonética y olorosa.

Poco a poco las lilas, los jazmines, los nomeolvides, el timo, la gardenia y las violetas fueron convocados en alta voz y cada vez el eco propagó poderosos efluvios odoríferos, en perfecto acuerdo con el vocablo dócilmente repetido.

Las cortinas se cerraron sobre este poético cuadro y la atmósfera se liberó prontamente de todo vestigio embriagador.

Luego de una monótona espera, la escena brutalmente descubierta fue señalada por Carmichaël, que acompañó su gesto con este breve comentario:

—«El riquísimo príncipe Savellini, atacado de cleptomanía, asalta a los vagabundos de los suburbios pobres de Roma».

Por primera vez Soreau se mostró en traje moderno, envuelto en un elegante sobretodo de piel y adornado de piedras preciosas, que brillaban en la corbata y en los dedos. Frente a él, un círculo de siniestros vagabundos rodeaba curiosamente a dos combatientes armados de cuchillos. Aprovechando la tensión de espíritu de los contempladores, demasiado absorbidos por el duelo para notar su presencia, el hombre de sobretodo de piel exploraba furtivamente, por detrás, los bolsillos repugnantes, cuyo sórdido contenido retiraba. Sus manos tendidas aferraban en este momento un viejo reloj jorobado, un portamonedas grasiento y un gran pañuelo a cuadros, aún a medias sumergido en las profundidades de un saco rasposo.

Cuando el acostumbrado y ágil cierre hubo ocultado este hecho policial a la antítesis, Carmichaël dejó su puesto, dando así fin a la serie de apariciones sin movimiento.

La escena fue rápidamente devuelta a la mirada de los espectadores para dar entrada a la vieja bailarina Olga Chervonenkoff, gruesa lituana bigotuda que, vestida como bailarina y adornada con hojas, hizo su aparición sobre la espalda del alce Sladki, a quien abrumaba bajo su peso formidable: el gracioso animal recorrió dos veces el escenario y después volvió entre bambalinas, libre de la corpulenta amazona, que se puso en pose para ejecutar El Paso de la Ninfa.

Con la sonrisa en los labios, la exestrella inició una serie de rápidas evoluciones, marcadas aún por ciertos vestigios de su pasado talento: bajo los pliegues raídos de la pollerita de tul, sus piernas monstruosas, moldeadas por una tensa malla rosada, realizaban la sabia tarea con agilidad suficiente y con un resto de gracia que, en verdad, sorprendía.

De pronto, al atravesar la escena a pasos cortos, los dos pies erguidos sobre la punta del dedo gordo, Olga cayó pesadamente, dando gritos de dolor.

El doctor Leflaive dejó nuestro grupo y se precipitó hacia el escenario, donde pudo constatar el estado lamentable de la enferma, inmovilizada por una recalcadura.

Con la ayuda de Héctor y Tommy Boucharessas el hábil médico, con mil precauciones, levantó a la infortunada, que fue llevada a otro sitio para recibir todos los cuidados requeridos.

En el momento del accidente, Talú, como para evitar toda interrupción en el espectáculo, había dado unas discretas órdenes a Rao.

Cubriendo de inmediato los gritos lejanos de la pobre Olga, un coro inmenso resonó. Estaba formado por voces de hombre, graves y vibrantes.

Al oír el ruido todos se volvieron hacia el lado oeste, donde los guerreros negros, en cuclillas junto a sus armas depositadas en el suelo, cantaban la Jeruka, especie de orgullosa epopeya creada por el emperador, que había tomado como tema el relato de sus propias hazañas.

El aria, de ritmo y tonalidades extrañas, se componía de un solo tema, bastante grave, reproducido indefinidamente con palabras siempre nuevas.

Los cantantes acompañaban cada estrofa con ajustados golpes de manos del conjunto y una impresión grandiosa surgía de aquella gloriosa queja, cuya ejecución no carecía de amplitud ni de carácter.

Con todo, la repetición continua de una única frase, eternamente semejante, engendró poco a poco una invencible monotonía, acentuada por las inevitables posibilidades de duración que ofrecía la Jeruka, fiel relato de la vida entera del emperador, cuyas elevadas hazañas eran muy numerosas.

El texto ponukeliano, enteramente inaccesible a los oídos europeos, se desenvolvía en estrofas confusas, sin duda llenas de acontecimientos capitales, y la noche caía progresivamente sin que nada hiciera prever el término de aquella fastidiosa melopea.

De pronto, cuando ya se desesperaba de escuchar el verso final, el coro, deteniéndose por su propia cuenta, fue reemplazado por la voz de una cantante —voz maravillosa y penetrante, que resonó con pureza en la penumbra ya opaca.

Todos los ojos, al buscar el lugar de donde partía este nuevo canto, descubrieron a Carmichaël que, de pie en el extremo izquierdo de la primera fila de coristas, terminaba la Jeruka fraseando solitario, sin cambiar nada el motivo musical, el capítulo adicional consagrado a la Batalla de Tez.

Su milagrosa voz de cabeza, copiando a maravilla las vibraciones de una garganta femenina, se desenvolvía a gusto en la amplia sonoridad del aire libre, sin sentirse molestada por la difícil pronunciación de los vocablos incomprensibles de que estaban hechas las estrofas.

Después de algunos instantes Carmichaël, al principio tan seguro de sí, se vio obligado a interrumpirse, traicionado por la memoria, que le rehusaba una palabra en la serie de sílabas ininteligibles concienzudamente aprendidas de memoria.

Talú sopló de lejos, en voz alta, el fragmento olvidado por el joven marsellés quien, recobrando el hilo del relato, llegó sin nuevas vacilaciones hasta el fin de la última estrofa.

Entonces el emperador dijo algunas palabras a Sirdah que, traduciendo en excelente francés la frase dictada por su padre, infligió a Carmichaël un plantón de tres horas como castigo por el leve olvido.