IV

Obedeciendo las órdenes de Rao, toda la porción de multitud negra apelotonada hacia la derecha dio media vuelta y retrocedió unos pasos a fin de contemplar de cara el teatro de los Incomparables.

De inmediato nuestro grupo se acercó para ver mejor a Talú, que acababa de aparecer en escena seguido por Carmichaël, joven marsellés, cuyo banal traje oscuro formaba un extravagante contraste con el atuendo imperial.

Con ayuda de una voz de falsete que, al copiar el timbre femenino se ponía a tono con su vestido y con su peluca, Talú ejecutó l’Aubade, de Dariccelli, trozo de vocalización más que peligrosa.

Carmichaël, con la música en mano, soplaba compás tras compás el aire, acompañado del texto francés, y el emperador, fiel eco de su guía, hizo oír varios trinos que, tras algunos minutos de esfuerzo, produjeron, en el registro sobreagudo, una nota final muy pura.

Terminada la romanza, el cantor y el apuntador fueron a mezclarse al público, mientras el historiador Juillard, que los sucedió sobre la escena, se instalaba a nuestra izquierda frente a su mesa de conferencista, cargada de diferentes papeles, que él se puso a hojear.

Durante veinte minutos el maravilloso orador nos tuvo bajo el hechizo de su elocución cautivante, con una rápida exposición que, llena de claridad espiritual evocadora, tomaba por tema la historia de los electores de Brandeburgo.

A veces tendía la mano hacia una de las efigies fijas en el telón de fondo, llamando nuestra atención sobre algún rasgo característico o alguna expresión del rostro que sus palabras acababan de mencionar.

Para terminar, resumió un brillante período sintético y, al retirarse, nos dejó una impresión de deslumbramiento debido a las coloridas imágenes de su verbo reluciente.

Después el ictiólogo Martignon avanzó hasta el centro de la escena llevando entre las manos un acuario de perfecta transparencia, en el cual evolucionaba, dulcemente, cierto pez blancuzco, de forma extraña.

En pocas palabras, el sabio naturalista nos presentó la Raya Esturionada, espécimen aún desconocido que él había conseguido la víspera, tras un feliz sondeo realizado en pleno mar.

El pez que teníamos ante los ojos era producto de un cruzamiento de razas: sólo las huevas de raya fecundadas por un esturión podían engendrar las dobles particularidades netamente caracterizadas que reunía en sí el fenómeno del acuario.

Mientras Martignon se alejaba lentamente, acariciando con los ojos el notable híbrido descubierto por él, Tancredo Boucharessas, padre de los cinco niños cuya habilidad habíamos admirado, hizo una entrada impresionante empujando personalmente, hasta las candilejas, un voluminoso instrumento sobre ruedas.

Sin piernas y manco de ambos brazos, Tancredo, metido en un traje de gitano, se movía alertamente, saltando sobre los muñones de los muslos. Trepó, sin ayuda, sobre una plataforma baja situada en medio del mueble que acababa de arrastrar y, dando la espalda al público, encontró a la altura de la boca una gran flauta de Pan que, rodeando su mentón, estaba formada por un conjunto vertical de tubos regularmente colocados de mayor a menor. A la derecha un gran acordeón presentaba, en el extremo de su fuelle, una espesa correa de cuero cuya hebilla se adaptaba exactamente al bíceps incompleto, que sobrepasaba apenas diez centímetros el hombro del hombrecito. Del otro lado, un triángulo suspendido por un hilo estaba listo a vibrar bajo los golpes de una artesa de hierro fijada de antemano por sólidas ligaduras al muñón izquierdo del ejecutante.

Tras adoptar una buena postura, Tancredo, que por sí solo daba la ilusión de una orquesta, atacó con vigor una brillante obertura.

Su cabeza oscilaba sin cesar y rápidamente para que los labios pudieran encontrar en la flauta las notas de la melodía, mientras los dos bíceps trabajaban a la vez: uno haciendo alternar el acorde perfecto y el acorde de novena, agitando en dos sentidos el fuelle del acordeón; el otro bajando en el momento requerido, sobre la base del triángulo, la artesa de hierro, semejante a un badajo de campana. A la derecha, vista de perfil y formando una de las caras laterales del mueble, una gran caja con mazo mecánico tenía como contraparte, del lado izquierdo, un par de címbalos fijados a la extremidad de dos sólidos soportes de cobre. Sin cesar, por medio de un hábil salto que sólo movía sus hombros dejando la cabeza independiente, Tancredo ponía en movimiento una plancheta a resorte sobre la que se mantenía erguido; bajo el peso de su cuerpo, que caía pesadamente, la delgada superficie móvil accionaba simultáneamente el mazo y el par de címbalos, cuyo frote ensordecedor se confundía con el golpe sonoro de la gran caja.

La obertura magistral, de tonos finos y variados, terminó en un presto lleno de entusiasmo, durante el cual los muslos cortados del fenómeno, al recaer cada vez sobre la plancheta, ritmaban una vertiginosa melodía, acompañada por un fortissimo sobre la base vibrante del acordeón, unido a los múltiples tintineos del triángulo.

Tras el acorde final el hombrecito, siempre vivaz, dejó su puesto para desaparecer entre bambalinas, mientras sus dos hijos, Héctor y Tommy, encargados de limpiar el escenario, retiraban sin pérdida de tiempo el instrumento, al igual que la mesa y la silla del conferenciante.

Terminada la tarea, avanzó un artista sobre la escena: vestía correctamente un frac negro y llevaba un sombrero de copa entre las manos enguantadas de blanco. Era Ludovic, el famoso cantante de voz cuádruple, cuya boca, por sus colosales dimensiones, atrajo todas las miradas.

Con bonito timbre de tenor, Ludovic dulcemente inició el célebre canon de Frère Jacques; pero sólo la extremidad izquierda de su boca estaba en movimiento y pronunciaba las palabras conocidas: el resto de aquel enorme abismo se mantenía inmóvil y cerrado.

En el momento en que, tras las primeras notas, las palabras «Dormid» resonaron en la tercera superior, una segunda división bucal atacó Frère Jacques a partir de la tónica; Ludovic, gracias a largos años de trabajo, había logrado dividir sus labios y su lengua en porciones independientes las unas de las otras, y articular al mismo tiempo sin dificultad muchas partes encadenadas, diferentes por la melodía y las palabras; en este momento la mitad izquierda se movía enteramente, mostrando los dientes, pero sin arrastrar en estas ondulaciones a la parte derecha, que permanecía cerrada e impasible.

Pero una tercera fracción labial entró bien pronto en el coro, copiando exactamente a las fracciones precedentes; entretanto la segunda voz entonaba: «Dormid», protegida por la primera, que introducía un elemento nuevo en el conjunto repitiendo «Sonad a maitines» con un ritmo alerta y argentino.

Las palabras «Frère Jacques» se escucharon por cuarta vez, pronunciadas ahora por el extremo derecho, que acababa de romper su inacción para completar el cuarteto; la primera voz terminaba en ese momento el canon con las sílabas «Ding, ding, dong», que servían de base a «Sonad a maitines» y a «Dormid», matizadas por las dos voces intermedias.

Con los ojos fijos, las pupilas dilatadas, Ludovic necesitaba una atención espiritual continua para acompañar sin error este esfuerzo inimitable. La primera voz había retomado la canción al comienzo, y los compartimentos bucales, diferentemente renovados, compartían el texto del canon, cuyos cuatro fragmentos ejecutados simultáneamente se amalgamaban de manera sensacional.

Poco a poco Ludovic acentuó su timbre para comenzar un vigoroso crescendo que daba la ilusión de que un grupo lejano se acercaba a pasos rápidos.

Hubo un fortissimo de varios compases, durante el cual, evolucionando siempre en el ciclo perpetuo de una caja labial hacia otra, los cuatro motivos, ardientes y sonoros, se extendieron con fuerza en un movimiento levemente acelerado.

Al establecerse otra vez la calma el coro imaginario pareció alejarse y perderse a la vuelta de un camino; las últimas notas se redujeron a un débil murmullo y Ludovic, agotado por el terrible esfuerzo mental, salió de la escena secándose la frente.

Tras un minuto de intervalo se vio aparecer a Filipo, presentado por Jenn, su inseparable «barnum».

Una simple cabeza de cincuentón colocada sobre un amplio disco rojo sostenida por un armazón de hierro que le impedía caer, tal era Filipo; una barba corta e hirsuta añadía fealdad al rostro, divertido y simpático, de inteligente bufonería.

Jenn, tomando con ambas manos el disco unido, especie de mesa redonda desprovista de pie, mostró al público aquella cabeza sin cuerpo, que se puso a charlar alegremente, con la facundia más original.

La mandíbula inferior, muy saliente, provocaba a cada palabra un chorro de escupitajos que, escapando en gavilla de la boca, caían a alguna distancia.

Aquí no se admitía ninguno de los subterfugios utilizados por el clásico decapitado parlante. Bajo la mesa no existía ningún sistema de espejos, y Jenn la manejaba al azar, sin precauciones sospechosas. Además, el «barnum» avanzó hasta las candilejas y tendió la plataforma redonda al primer espectador deseoso de examinarla.

Skarioffszky avanzó algunos pasos y recibió a Filipo, que empezó a pasar de mano en mano, y que sostuvo, con cada uno, una breve charla, imprevista y espiritual; algunos sostenían la mesa con el brazo tendido, para evitar dentro de lo posible los innumerables escupitajos lanzados por la boca del fenómeno, cuyas sorprendentes respuestas suscitaban entre nosotros continuas carcajadas.

Después de dar una vuelta completa, Filipo volvió al punto de partida y fue devuelto a Jenn, que había permanecido de pie en medio de la escena.

De inmediato el «barnum» apretó un resorte secreto que abría, al igual que una caja prodigiosamente chata, la mesa redonda, formada en realidad de dos partes unidas por una fina bisagra.

El disco inferior bajó de perfil en plano vertical, mientras que, sostenida por Jenn, la róndela que hasta hacía un momento desempeñaba el papel de tapa, sostenía siempre horizontalmente la cara barbuda.

Abajo pendía ahora, cubierto por la clásica malla color carne, un minúsculo cuerpo humano que, debido a una atrofia absoluta, podía mantenerse dentro del estrecho escondrijo de la mesa hueca, cuyo espesor era sólo de tres centímetros.

Esta visión súbita completaba la persona de Filipo, enano locuaz que, provisto de una cabeza normalmente desarrollada, vivía en perfecta salud, pese a lo exiguo de su impresionante anatomía.

Escupiendo siempre al hablar, el sorprendente charlatán agitó en todos sentidos sus miembros de marioneta, como dando libre curso a su alegría, plena de inaprensible exhuberancia.

Luego, tomando a Filipo por la nuca, tras apartar el armazón de hierro móvil sobre varias bisagras de detención, el «barnum», con la mano izquierda, bajó el disco superior, cuya abertura dio fácilmente paso al imponderable cuerpo vestido de rosa.

La ágil baratija, cuya cabeza, más grande que la de Jenn, igualaba en altura al resto del individuo, aprovechó la reciente independencia de sus movimientos para frotarse furiosamente la barba, sin interrumpir la húmeda verborrea.

Cuando Jenn lo llevaba entre bastidores, Filipo se agarró alegremente un pie con cada mano y desapareció balanceándose mientras un último discurso enviaba a lo lejos numerosas gotas de su abundante saliva.

En seguida el bretón Lelgoualch, vestido con el traje legendario de su provincia, avanzó saludando con el sombrero redondo, mientras las tablas resonaban bajo los golpes de su pierna de palo.

En la mano izquierda llevaba un hueso vaciado, netamente agujereado, como una flauta.

Con fuerte acento bretón el recién llegado, recitando un cuento preparado de antemano, nos dio los siguientes detalles sobre su persona:

A los dieciocho años Lelgoualch, que ejercía el oficio de pescador, recorría todos los días con su pequeña barca las costas vecinas de Paimpol, su aldea natal.

Dueño de una gaita, el joven era considerado el mejor gaitero de la comarca. Todos los domingos se reunía la gente en la plaza pública para oírlo tocar, con encanto muy personal, una cantidad de aires bretones que formaban en su memoria una reserva inagotable.

Un día, cuando la fiesta de Paimpol, al trepar a la punta de un palo enjabonado, Lelgoualch cayó al suelo desde lo alto y se fracturó un muslo. Avergonzado de una torpeza que toda la aldea había presenciado, Lelgoualch se levantó y recomenzó la ascensión, que logró a fuerza de muñeca. Después volvió a su casa como pudo, considerando siempre un punto de honor ocultar sus sufrimientos.

Cuando tras una larga espera llamó al fin al médico, el mal, terriblemente desarrollado, había desencadenado una gangrena.

Se juzgó necesaria una amputación.

Lelgoualch, prevenido de antemano, contempló la situación con entereza y, pensando únicamente en sacar el mejor partido a la cosa, pidió al operador que le guardara su tibia, que pensaba emplear de manera misteriosa.

Actuaron de acuerdo a su deseo y un día el pobre amputado, provisto de una nueva pierna de palo, se dirigió a casa de un guitarrero a quien entregó, con instrucciones precisas, un paquete cuidadosamente envuelto.

Un mes después Lelgoualch recibió, en un estuche negro forrado de terciopelo, el hueso de su pierna transformado en una flauta extrañamente sonora.

El joven bretón aprendió pronto el nuevo teclado e inició una carrera lucrativa ejecutando aires de su país en los café-concerts y en los circos. Lo raro del instrumento, cuya procedencia era explicada cada vez, llamaba la atención de los curiosos y hacía aumentar en todas partes los ingresos de taquilla.

La amputación se remontaba a veinte años atrás y, desde entonces, la resonancia de la flauta había mejorado sin cesar, como los violines que se ennoblecen con el tiempo.

Al terminar el relato Lelgoualch llevó su tibia a los labios y se puso a tocar una melodía bretona llena de lenta melancolía. Los sonidos puros y aterciopelados no se parecían a nada; el timbre, a la vez cálido y cristalino, de una limpidez inexpresable, convenía maravillosamente al encanto particular de la canción apacible y cantarina cuyos contornos evocadores transportaban el pensamiento a plena Armórica.

Varios refranes, alegres o patrióticos, enamorados o danzantes, siguieron a la primera romanza y todos guardaron gran unidad, de la que se desprendía un intenso color local.

Tras una dulce queja final, Lelgoualch se retiró con paso vivo, golpeando de nuevo las tablas con su pierna de palo.

El jinete Urbano hizo entonces su aparición, con chaqueta azul, pantalón de gamuza y botas con reborde, guiando un magnífico caballo negro, lleno de sangre y de vigor. Sólo un elegante cabestro adornaba la cabeza del animal, cuya boca no sufría ninguna traba.

Urbano dio algunos pasos por el escenario y colocó de frente al espléndido corcel, a quien presentó como Rómulo, llamado en lenguaje circense el caballo del resorte.

Ante un pedido del jinete, que solicitó al auditorio una palabra cualquiera, Juillard pronunció el vocablo «Ecuador».

Entonces, repitiendo lentamente una por una las sílabas que Urbano le soplaba en voz alta, el caballo pronunció con claridad: «E… cua… dor…».

La lengua del animal, en lugar de ser cuadrada como la de sus congéneres, tenía la forma puntiaguda de un resorte humano. Esta particularidad, notada casualmente, decidió a Urbano a intentar la educación de Rómulo, quien, al igual que un loro, se había acostumbrado, tras dos años de entrenamiento, a reproducir netamente cualquier sonido.

El jinete recomenzó la experiencia, pidiendo ahora a los espectadores frases completas, que Rómulo repetía con él. Bien pronto, ya sin apuntador, el caballo con facundia reprodujo todo su repertorio, incluidos algunos proverbios, fragmentos y fábulas, juramentos y lugares comunes, recitados al azar, sin muestra alguna de inteligencia o de comprensión.

Al fin de aquel discurso abracadabrante, Urbano sacó a Rómulo, que murmuraba todavía vagas reflexiones.

El hombre y el caballo fueron reemplazados por Whirligig que, esbelto y ligero en su traje de payaso y su cara enharinada, llevaba por el borde, con ayuda de sus manos y sus dientes, tres profundos canastos, finamente trenzados, que depositó en el escenario.

Imitando hábilmente el acento inglés, se presentó como un filibustero que acababa de obtener gran beneficio con dos juegos diferentes.

Al mismo tiempo mostró los canastos, efectivamente llenos de centavos, de piezas de dominó y de naipes azul oscuro.

Después de tomar primero la canasta con el dinero y trasladarla a la derecha, Whirligig, empujando con ambas manos las monedas de cobre, edificó en el borde del estrado una curiosa construcción, adosada a la pared.

Los centavos grandes y pequeños se apilaban rápidamente bajo los dedos ejercitados del payaso, que parecía avezado en el trabajo. Pronto pudo percibirse el basamento de un castillo feudal, atravesado por una amplia puerta, cuya parte superior faltaba aún.

Sin un instante de reposo, el ágil obrero prosiguió su trabajo, que iba acompañado de un tintineo metálico lleno de sonora alegría. De cuando en cuando estrechas troneras se abrían en el muro redondeado, que se elevaba a ojos vistas.

Al llegar a la altura marcada por el nivel de la puerta, Whirligig sacó de la manga una larga artesa, delgada y chata, cuyo color oscuro podía confundirse con el tinte sucio de los cobres. Esta viga resistente, colocada como puente sobre los dos montantes del pequeño golfo, permitió que el payaso continuara su obra sobre un apoyo sólido y completo.

Las monedas se amontonaban todavía en abundancia y, cuando el canasto quedó vacío, Whirligig señaló con gesto orgulloso una alta torre artísticamente almenada, que parecía formar parte de alguna antigua fachada en la que una única esquina parecía un decorado.

Con un montón de piezas de dominó sacadas a manotones del segundo canasto, el payaso quiso construir luego, en el extremo derecho de la escena, una especie de muro en equilibrio.

Los rectángulos uniformes, colocados en un solo espesor, se superponían simétricos, presentando muchos reveses negros mezclados a caras blancas más o menos moteadas.

Pronto una pantalla, erguida en una vertical absolutamente perfecta, mostró, sobre el fondo blanco, la silueta negra de un sacerdote con larga sotana y un sombrero tradicional. Ya acostados, ya de pie, según la necesidad de los contornos, los dominós, engendrando el diseño con la hábil alternancia de sus costados, parecían soldados por los estrechos bordes gracias a la precisión puesta en el trabajo.

Whirligig, trabajando así sin llana ni mortero, terminó en escasos minutos un muro de tres metros de largo que se alejaba hacia el fondo de la escena en dirección ligeramente oblicua, engendrando un bloque rigurosamente homogéneo. El primer tema se repetía en toda la extensión del mosaico, y se veía ahora todo un desfile de curas que parecían marchar en grupitos hacia una meta desconocida.

Acercándose al tercer canasto el payaso sacó y desplegó un gran trozo de tela negra, en dos de cuyos extremos había un anillo, lo que permitió colgarlo a dos ganchos colocados de antemano en el telón de fondo y en la pared de la izquierda de la escena.

La colgadura negra caía hasta el suelo y formaba un amplio cortinado, hasta el que llegaba, partiendo de la torre de monedas, el eje del muro de dominós.

Frescamente expuesta al aire por la maniobra de Whirligig, la cara visible de la tela apareció cubierta de un pegote húmedo, una especie de goma nueva y brillante.

El payaso se colocó graciosamente contra este blanco, contra el que lanzó, con extraordinaria habilidad, los naipes que sacaba a puñados de su depósito.

Cada leve proyectil, girando sobre sí mismo, iba infaliblemente a pegar su espalda azul a la colgadura y quedaba allí prisionero del tenaz pegote: el operador parecía lograr un éxito al colocar simétricamente las cartas que, negras o rojas, fuertes o débiles, se juntaban al azar, sin distinción de valor ni de categoría.

En poco tiempo los diamantes, los tréboles, las picas y los corazones, sucediéndose en líneas rectas, diseñaron sobre el fondo negro la silueta de un techo; después fue una fachada completa agujereada por algunas ventanas y una amplia puerta, en el umbral de la cual Whirligig trazó con cuidado, con un juego entero, la silueta de un eclesiástico con sombrero, que salía de su casa y parecía recibir al grupo de colegas que iba hacia él.

Hecha la hazaña, el payaso se volvió para explicar en estos términos sus tres obras maestras:

—Una cofradía de sacerdotes sale de la torre de un viejo claustro para visitar al cura en su parroquia.

Después, siempre ágil y ligero, dobló la tela negra con todas las cartas que contenía y demolió en algunos segundos el muro evocador y la torre oscura.

Todo fue luego reintegrado a los sólidos canastos, con los que Whirligig se eclipsó, como un duendecito.

Un rato después el tenor belga Cuijper apareció en escena, apretado dentro de un estrecho redingote.

Tenía entre las manos un frágil instrumento de metal que ofrecía, dentro de lo posible, a las miradas del público, haciéndolo girar lentamente para exponer alternativamente todas sus fases.

Era un objeto parecido, aunque algo más grande, a esos juguetes gangosos que imitan la voz de Polichinela.

Cuijper nos contó brevemente la historia de esta fruslería que, inventada por él, lograba, al centuplicar su voz, sacudir los cimientos del Teatro de la Moneda de Bruselas.

Todos recordamos el ruido que hicieron los diarios acerca de la Práctica de Cuijper que ningún fabricante de instrumentos había logrado imitar.

El tenor guardaba celosamente cierto secreto concerniente a la composición del metal y a la forma de numerosas circunvoluciones, que otorgaban al precioso juguete fabulosas cualidades de resonancia.

Con el temor de aumentar las posibilidades de robo y las indiscreciones, Cuijper se había limitado a la fabricación de un solo espécimen, objeto de constante vigilancia; por lo tanto teníamos ante los ojos la misma «práctica» que, durante toda una temporada, le había servido para cantar los primeros papeles en el Teatro de la Moneda.

Al terminar estas explicaciones preliminares, Cuijper anunció la gran aria de Gorloes y se llevó la «práctica» a la boca.

Súbitamente una voz sobrehumana, que parecía poder oírse a varias leguas a la redonda, brotó de su garganta e hizo trastabillar a todos los espectadores.

Esta fuerza colosal no dañaba en modo alguno el encanto del timbre, y la misteriosa «práctica», a causa de aquel increíble aumento, aclaraba en vez de desnaturalizar la elegante pronunciación de las palabras.

Evitando todo esfuerzo, como jugando, Cuijper revolucionaba las capas de aire, sin que jamás una entonación chillona turbara la pureza del sonido, que recordaba a la vez la flexibilidad del arpa y la potencia del órgano.

Por sí solo él llenaba el espacio más que un coro inmenso: sus forte habrían podido cubrir el rugido del trueno, y sus piano conservaban una amplitud formidable, sin dejar por esto de dar la impresión de un ligero murmullo.

La nota final, tomada con dulzura, hinchada con arte y cortada en pleno apogeo, provocó en la muchedumbre una sensación de estupor que duró hasta la partida de Cuijper, cuyos dedos manejaban nuevamente la extraña «práctica».

Un estremecimiento de curiosidad reanimó al público a la entrada de la gran trágica italiana Adinolfa, vestida con un sencillo vestido negro que acentuaba la tristeza fatal de su fisonomía, ensombrecida ya por unos hermosos ojos de terciopelo y por una opulenta cabellera oscura.

Tras un breve anuncio, Adinolfa se puso a declamar en italiano versos del Tasso, amplios y sonoros; sus rasgos expresaban un dolor intenso, y algunos estallidos de su voz rozaban casi el sollozo; se retorcía las manos con angustia y toda su persona vibraba dolorosamente, ebria de exaltación y desesperación.

Pronto verdaderas lágrimas brotaron de sus ojos, demostrando la turbadora necesidad de su prodigiosa conmoción.

A veces se arrodillaba, torciendo la cabeza bajo el peso de su dolor, y se levantaba luego, con los dedos juntos y tendidos hacia el cielo, al que parecía dirigir con fervor sus desgarradores acentos.

Sus cejas se agitaban sin cesar mientras que, apoyados por una mímica impresionante, los versos del Tasso resonaban ásperos, dichos en tono salvaje y conmovido, adecuado para evocar la peor tortura moral.

Después de un último verso enfático, en el que cada sílaba fue aullada aisladamente con voz enronquecida por el esfuerzo, la genial trágica se alejó con paso lento, con la cabeza entre las manos, no sin derramar hasta el fin su llanto límpido y abundante.

De inmediato dos cortinas de damasco rojo, manejadas por una mano invisible, partieron simultáneas de los extremos del escenario vacío, que ocultaron perfectamente, uniéndose en el punto medio.