La primera parte de la sesión había terminado y podía ya abrirse la función de gala de los Incomparables.
Antes tendría lugar una suprema sesión de especulación.
Los guerreros negros se apartaron primero para librar los bordes de la Bolsa, a cuyo alrededor se agruparon los pasajeros del Lyncée.
Cinco agentes de cambio, representados por los banqueros asociados Hounsfield y Cerjat, asistidos por tres comisionados, ocupaban cinco mesas dispuestas bajo la columnata del edificio, y bien pronto enunciaron en voz alta órdenes rimadas que los pasajeros les confiaban sin cesar.
Los valores eran designados por los nombres mismos de los Incomparables, cada uno representado por cien acciones, que subían o bajaban según los pronósticos personales de los jugadores sobre el resultado del concurso. Todas las transacciones se arreglaban al contado, en billetes de banco o en especie sonante.
Por un cuarto de hora los cinco intermediarios aullaron sin cesar lamentables alejandrinos, que los especuladores, según las fluctuaciones de la casaca, improvisaban rápidamente, con gran refuerzo de clavijas.
Al fin Hounsfield y Cerjat señalaron al levantarse el fin del tráfico, después bajaron, seguidos por los tres comisionados, para unirse al mismo tiempo que yo a la multitud de jugadores, que volvían a apelotonarse en su antiguo puesto, dando la espalda a la cárcel.
Los guerreros negros volvieron a ocupar sus puestos primitivos, evitando de todos modos, por sugerencia de Rao, los alrededores inmediatos a la Bolsa, adecuados a proporcionar un pasaje utilizable.
Comenzó la representación de gala.
En primer lugar hicieron su aparición los cuatro hermanos Boucharessas, todos vestidos con el mismo atuendo de acróbatas, compuesto de una malla rosa y de un calzón de terciopelo negro.
Los dos mayores, Héctor y Tommy, adolescentes Henos de flexible vigor, llevaban, en un sólido tamborín, seis pelotas de goma oscura; marchaban en sentido contrario y bien pronto quedaron frente a frente, detenidos en dos puntos bastante distantes.
Bruscamente, lanzando un ligero grito a manera de señal, Héctor, colocado ante nuestro grupo, se sirvió de su tamborín para lanzar una tras otra las pelotas a todo lo que daban.
Al mismo tiempo Tommy, de pie frente al altar, lanzó sucesivamente con su disco resonante, sujeto en la mano izquierda, todos los proyectiles de goma, que se cruzaron con los de su hermano.
Cumplida esta primera tarea, cada jugador empezó a rechazar individualmente las pelotas del contrincante, en un continuo intercambio que se prolongó sin interrupción. Los tamborines vibraban simultáneamente y los doce proyectiles formaban una especie de arco alargado siempre en movimiento.
Gracias a la perfecta similitud de los gestos, unida a un gran parecido, los dos hermanos, uno de los cuales era zurdo, daban la ilusión de un objeto único, reflejado en un espejo.
Durante muchos minutos la hazaña triunfó con precisión matemática. Al fin, tras una nueva señal, cada jugador recibió en la parte hueca de su tamborín la mitad de los proyectiles, cuyo ir y venir cesó bruscamente.
De inmediato Mario Boucharessas, niño de diez años, de rostro despierto, avanzó corriendo, mientras los dos mayores se apartaban.
El chico llevaba en los brazos, sobre los hombros y hasta en lo alto de la cabeza, una colección de gatitos, todos con una cinta roja o verde en el pescuezo.
Con el extremo del talón trazó sobre la arena, paralelamente a la Bolsa, dos líneas distantes unos doce o quince metros, y los gatos, saltando por sí mismos a tierra, se colocaron en dos bandos iguales tras estos límites convencionales. Las cintas verdes de un lado, las cintas rojas del otro se encontraron así alineados frente a frente, sin mezcolanzas.
A una señal de Mario los graciosos felinos iniciaron una alegre partida de rescate.
Para iniciar, uno de los verdes avanzó hasta el campo de los rojos, y tocó tres veces, con la punta de las uñas apenas asomadas, la pata que le tendía uno de los adversarios; al primer golpe escapó rápidamente, seguido de cerca por el rojo, que procuraba alcanzarlo.
En este momento otro verde atacó al perseguidor, que se vio obligado a retroceder hasta encontrar el apoyo de uno de sus compañeros; este último se lanzó sobre el segundo verde, que a su vez se vio obligado a huir.
El mismo manejo se repitió varias veces hasta el momento en que un rojo, después de lograr golpear a un verde con la pata, lanzó un maullido victorioso.
La partida se interrumpió y el prisionero verde, al llegar a territorio enemigo, dio tres pasos en dirección a su campo y después conservó una inmovilidad total.
El gato a quien correspondía el honor de la captura se dirigió al campo de los verdes y provocó de nuevo, dando tres golpes secos sobre una pata tendida, ofrecida en grande.
De inmediato recomenzaron las persecuciones alternativas, que dieron como resultado el arresto de un rojo, que dócilmente se inmovilizó en él campo adversario.
Vivo y cautivante, el juego prosiguió sin infracción a las reglas. Los prisioneros se acumulaban en dos filas simétricas y veían a veces disminuir su numero gracias a algún rescate debido al contacto hábil de un compañero. Cuando un corredor alerta, llegaba sin tropiezos al campo opuesto, se volvía intocable mientras permaneciera más allá de la línea gloriosamente franqueada.
Al fin la cantidad de prisioneros verdes fue tan considerable que Marius, con voz imperiosa, decretó la victoria del grupo rojo.
Los gatos rodearon sin demora al niño, treparon por su cuerpo y tomaron las posiciones que tenían al llegar.
Al alejarse Marius fue reemplazado por Bob, el Ultimo de los hermanos, un encantador rubiecito de cuatro años, con grandes ojos azules y largos cabellos ondulados.
Con habilidad inaudita y con un talento de milagrosa precocidad, el encantador niño inició una serie de imitaciones acompañadas de gestos elocuentes: diversos ruidos de un tren sacudido, gritos de todos los animales domésticos, chirridos de la sierra al tallar una piedra, salto brusco de un corcho de champagne, glu-glu de un líquido derramado, fanfarria de un cuerno de caza, un solo de violín, el canto lloroso del violoncelo, formaban un repertorio aturdidor, capaz de dar, si uno cerraba un instante los ojos, la ilusión completa de la realidad.
El niño prodigio se apartó de la muchedumbre para unirse a Marius, Héctor y Tommy.
Pronto los cuatro hermanos se apartaron para dejar paso a su hermana Stella, encantadora adolescente de catorce años que, disfrazada de Fortuna, apareció de pie sobre una rueda delgada, en constante movimiento bajo sus pies.
La muchacha hizo evoluciones en todos los sentidos, mientras mantenía, con la punta de cada suela y por medio de saltos ininterrumpidos, la estrecha llanta en continuo movimiento.
En la mano llevaba un vasto cuerno, profundo y curvado, de donde brotaba, como un torrente de piezas de oro, monedas de papel, brillantes y ligeras que, al caer lentamente a tierra, no producían ninguna resonancia metálica.
Los luises, los doble luises y los grandes discos de cien francos formaban una deslumbrante cola detrás de la bonita viajera que, con la sonrisa en los labios, realizaba, sin perder nunca contacto con el suelo, milagros de equilibrio y velocidad.
Como esos conos de prestidigitación de los cuales se ven surgir indefinidamente flores de todas las especies, el receptáculo, de escudos parecía inagotable. A Stella le bastaba sacudirlo dulcemente para sembrar riquezas, cuya capa densa e inconsistente era aplastada en parte por las vueltas de la rueda vagabunda.
Tras muchas vueltas y revueltas la muchacha se eclipsó como un hada, desparramando, hasta el último instante, sus monedas de pseudometal.
Todas las miradas se volvieron ahora hacia el tirador Balbet, que acababa de tomar las cartucheras sobre la tumba del zuavo; las había fijado a sus flancos, al igual que el arma, un fusil Gras, de factura muy antigua.
Marchando rápido hacia la derecha, el ilustre campeón, objeto de la atención general, se detuvo frente a nuestro grupo y eligió con cuidado su puesto mirando hacia el norte de la plaza.
Exactamente frente a él, bajo la palmera conmemorativa, se elevaba a la distancia la estaca cuadrada, sobre la que había un huevo cocido.
Más lejos, los indígenas apostados por curiosidad detrás de la fila de sicómoros, se apartaron ante un signo de Rao, descubriendo un amplio espacio.
Balbet cargó el fusil y luego, colocándolo con cuidado sobre el hombro, apuntó un rato e hizo fuego.
La bala, que rozó la parte superior del huevo, sacó una parte de la clara y puso la yema al descubierto.
Muchos proyectiles, tirados uno tras otro, continuaron el trabajo comenzado; poco a poco desapareció la envoltura albuminosa, dejando a la vista el elemento interno, siempre intacto.
A veces, entre dos detonaciones, Héctor Boucharessas iba corriendo a dar vuelta el huevo que, por medio de esta maniobra, ofreció sucesivamente a los golpes de las balas todos los puntos de su superficie.
Detrás, uno de los sicómoros obstaculizaba las balas, y todas penetraron en el tronco, parcialmente abollado para evitar rebotes.
Los veinticuatro cartuchos que formaban la provisión de Balbet alcanzaron justo para terminar la experiencia.
Cuando el último humo surgió del caño del arma, Héctor tomó el huevo en la palma de la mano y lo mostró en redondo.
Ninguna huella de blanco había quedado en la delicada membrana interior que, enteramente al desnudo, rodeaba siempre la yema, sin la menor raspadura.
Luego, por ruego de Balbet, preocupado por mostrar que un cocimiento exagerado no había facilitado el ejercicio, Héctor cerró un instante la mano para hacer correr entre sus dedos la yema, perfectamente líquida.
Puntual a la cita, el constructor La Billaudière-Maisonnial acababa de aparecer, arrastrando tras él, como un amolador, cierta manivela extrañamente complicada.
Deteniéndose en medio de la plaza, colocó en el eje del altar la voluminosa máquina, sostenida en perfecto equilibrio por dos ruedas y dos pies.
El conjunto se componía de una especie de piedra de molino que, accionada por un pedal ponía en movimiento todo un sistema de ruedas, bielas, elevadores y resortes que formaban un inextricable nudo metálico: por uno de los lados asomaba un brazo articulado, terminado en una mano armada de un florete.
Tras volver a dejar sobre la tumba del zuavo el fusil Gras y las cartucheras, Balbet sacó de una especie de banco recto, que formaba parte integral del nuevo aparato, un lujoso equipo de esgrima, formado por una máscara, un escudo, guantes y florete.
En seguida La Billaudière-Maisonnial, con la cara vuelta hacia nosotros, se sentó en el banco que había quedado libre y, con el cuerpo velado a nuestros ojos por el sorprendente mecanismo colocado ante él, apoyó el pie en el largo pedal destinado a hacer girar la piedra.
Balbet, vistiendo la máscara, los guantes y el escudo, trazó vivamente con la punta de su florete una línea recta en el suelo; después, con la suela izquierda apoyada en el trazo inmutable, se puso en guardia con elegancia ante el brazo articulado que, saliendo por la izquierda, se destacaba neto contra el fondo blanco del altar.
Los dos aceros se cruzaron y La Billaudière-Maisonnial, poniendo su pie en movimiento, hizo girar la piedra con cierta velocidad.
De inmediato el brazo mecánico, tras algunas fintas sabias y rápidas, se alargó brusco para dar un golpe directo a Balbet, quien, pese a su habilidad universalmente conocida, no pudo parar aquella estocada infalible y maravillosa.
El codo artificial se había replegado hacia atrás, pero la piedra de amolar evolucionaba siempre y bien pronto otra gimnasia engañosa, completamente distinta de la primera, fue seguida por un ataque brusco, que tocó a Balbet en pleno pecho.
El asalto continuó así con estocadas múltiples: la cuarta, la sexta, la tercera, o la primera, la quinta y la octava se mezclaban a los «suelten», «doblen» o «corten», formando golpes sin nombre, inéditos y complejos, que llegaban respectivamente a una finta imprevista, rápida como el relámpago, y que daba siempre en el blanco.
Con el pie izquierdo fijado a la línea límite, Balbet sólo intentaba parar, buscaba desviar el florete adversario, hacer que se deslizara al lado, sin encontrarlo. Pero el mecanismo accionado por la piedra era tan perfecto, las estocadas desconocidas contenían tretas tan desconcertantes que, a último momento, las combinaciones defensivas del esgrimista eran regularmente deshechas.
De vez en cuando La Billaudière-Maisonnial, tirando y rechazando varias veces seguidas una larga caña dentada, cambiaba totalmente la disposición de los distintos rodajes y creaba así un nuevo ciclo de fintas ignoradas por él mismo.
Esta maniobra, capaz de engendrar una infinidad de resultados fortuitos, podía compararse a esos golpecitos ligeros que, aplicados al tubo de un caleidoscopio, dan nacimiento en el terreno visual a mosaicos de cristales de una policromía eternamente nueva.
Balbet terminó por renunciar a la lucha y se despojó de sus accesorios, encantado por la derrota que le había dado ocasión de apreciar una obra de arte de la mecánica.
Levantando dos cortas camillas fijadas detrás del banco que acababa de dejar, La Billaudière-Maisonnial se alejó lentamente, haciendo girar con esfuerzo su sorprendente manubrio.
Después de la partida un negrito de unos doce años, con cara traviesa y sonriente, avanzó de pronto, en medio de saltos.
Era Rhejed, uno de los hijos del emperador. Bajo el brazo izquierdo llevaba una especie de roedor de pelo rojo que movía en todas direcciones las orejas, erguidas y delgadas.
En la mano derecha el niño llevaba una ligera puerta pintada de blanco, que parecía retirada de algún armario pequeño.
Colocando en el suelo el delgado batiente, Rhejed tomó por una empuñadura cierto estilete de forma grosera deslizado debajo de su taparrabo rojo.
Sin esperar, mató de un golpe al roedor, con una estocada seca de la estrecha hoja, que se hundió en la nuca peluda y quedó allí clavada.
El niño tomó vivamente por las patas traseras el cadáver todavía caliente y lo puso encima de la puerta.
Pronto una baba pegajosa manó del cuello colgante.
Este fenómeno parecía previsto por Rhejed quien, después de un momento, giró la puerta para mantenerla oblicua a corta distancia del suelo.
El chorro viscoso, extendido sobre esta nueva faz del batiente, formó en poco tiempo una capa circular de cierta extensión.
Finalmente, cuando la fuente animal se secó brusca, Rhejed acostó al roedor en el centro mismo del charco fresco. Después enderezó la puerta sin preocuparse del cadáver que, pegado por la extraña goma, quedó fijo en el mismo lugar.
Con un movimiento seco Rhejed desató su taparrabos cuyo extremo pegó a la primera faz del batiente, más someramente bañada que la primera.
La tela roja se adhirió sin dificultad al barniz baboso, que cubrió totalmente.
La puerta, acostada, ocultó un fragmento del largo cinturón, exponiendo a las miradas el roedor engomado.
Rhejed, girando sobre sí mismo para desenvolver el taparrabos, se alejó unos pasos y luego quedó inmóvil, como quien espera.
Desde hacía unos instantes un olor extraño, proveniente de la baba, se había propagado con violencia desconocida por la plaza de los Trofeos.
Al parecer, sin sorprenderse por la fuerza de las emanaciones, Rhejed levantó los ojos como para atisbar la aparición en pleno cielo de algún visitante inesperado.
Muchos minutos transcurrieron en silencio.
De pronto Rhejed lanzó una exclamación de triunfo y señaló hacia el sur, un inmenso pájaro de presa que, planeando muy alto, se acercaba con rapidez.
Ante la viva alegría del niño, el ave de brillante plumaje negro se posó sobre la puerta, colocando sobre el roedor dos patas delgadas, casi tan largas como las de una garza.
Sobre el pico torcido dos aberturas estremecidas, semejantes a los hoyos de una nariz, parecían dotadas de gran potencia olfativa.
El olor revelador se había expandido sin duda hasta la morada del pájaro que, atraído primero y después guiado por aquel perfume sutil, acababa de descubrir, sin vacilar, la presa ofrecida a su voracidad.
Un primer golpe de pico hábilmente aplicado al cadáver fue seguido de un grito penetrante de Rhejed, que hizo con los dos brazos un gran gesto amplio e indómito.
Aterrado, el pájaro desplegó las alas gigantescas y voló de nuevo.
Pero las patas, presas en la goma tenaz, arrastraron la puerta, que se elevó horizontalmente en el aire sin soltar la tela roja pegada a la cara inferior.
A su vez Rhejed dejó el suelo y empezó a balancearse en el extremo del taparrabo, gran parte del cual le ceñía aún los riñones.
A pesar del peso, el robusto volador subió con rapidez, estimulado siempre por los gritos del niño, cuyas carcajadas indicaban una alegría loca.
En el momento del rapto, Talú se precipitó hacia su hijo dando muestra del más violento terror.
Fue demasiado tarde y el desdichado padre tuvo que seguir con mirada angustiada las evoluciones del travieso, que se alejaba siempre sin tener conciencia del peligro.
Un profundo estupor inmovilizó a la muchedumbre, que esperaba con ansiedad el fin del terrible incidente.
Los preparativos de Rhejed y la cuidadosa manera con que había pegado el contorno del roedor inerte demostraban la premeditación de este paseo aéreo, del que nadie había sido confidencialmente informado.
Entretanto, el ave inmensa, de la cual sólo se veía la punta de las alas asomando tras la puerta, se elevaba siempre hacia regiones más altas.
Empequeñecido ante nuestros ojos, Rhejed se balanceaba furiosamente del extremo de su taparrabo, multiplicando así las mortales posibilidades de caída, ya tan numerosas por la fragilidad del vínculo que unía la tela roja a la puerta y a las dos patas invisibles.
Al fin, sin duda agotado por el peso inusitado, el pájaro mostró cierta tendencia a acercarse a tierra.
El descenso se aceleró muy pronto y Talú, lleno de esperanza, tendió los brazos hacia el niño, como para atraerlo a sí.
El ave, sin fuerzas, bajaba a aterradora velocidad.
A unos metros del suelo Rhejed, desgarrando el taparrabo, cayó graciosamente sobre sus pies, mientras el pájaro detestado huía hacia el sur, remolcando siempre la puerta adornada con un trozo de tela roja.
Demasiado feliz para pensar en la reprimenda merecida, Talú se precipitó a su hijo y lo abrazó largamente en medio de transportes.
Cuando se disipó la emoción, hizo su entrada el químico Bex, empujando una inmensa jaula de vidrio colocada sobre una plataforma de caoba provista de cuatro ruedas bajas y semejantes.
El cuidado manifiesto en la fabricación del vehículo, muy lujoso dentro de su gran sencillez, demostraba el valor de la frágil carga, a la que se adaptaba con precisión.
Las ruedas giraban blanda y perfectamente gracias a unos espesos neumáticos que las adornaban, y los finos rayos metálicos parecían recién niquelados.
Detrás, dos barras de cobre subían y se curvaban con elegancia, y estaban ligadas en la extremidad superior por otra barra de apoyo, cuyo ornamento de caoba apretaba Bex entre sus manos, al marchar.
El conjunto, mucho más delicado, recordaba a esos sólidos vehículos que sirven en las estaciones para el transporte de bultos y valijas.
Bex se detuvo en medio de la plaza y dejó que todos examinaran con atención el aparate.
La jaula de vidrio encerraba un inmenso instrumento musical que comprendía pabellones de cobre, cuerdas, arcos circulares, clavijas mecánicas de todos los tipos y un rico arreo destinado a la batería.
Contra la jaula había un gran espacio reservado en el frente de la plataforma, con dos vastos cilindros, uno rojo y otro blanco, puestos en comunicación por un tubo de metal con la atmósfera encerrada tras las paredes transparentes.
Un termómetro excesivamente alto, en el que cada grado se encontraba dividido en diez, asomaba su frágil cuerpo fuera de la jaula, en la que sólo se sumergía la fina cubeta, llena de un deslumbrante líquido violeta. Ninguna montura rodeaba el esbelto tubo diáfano colocado a algunos centímetros del borde rozado por los dos cilindros.
Mientras todas las miradas escrutaban la curiosa máquina, Bex dio con precisión una serie de claras y sabias explicaciones.
Nos enteramos que el instrumento pronto iba a funcionar ante nosotros gracias a un motor eléctrico disimulado en su interior.
Regidos simultáneamente por la electricidad, los cilindros perseguían dos metas opuestas: el rojo contenía una especie de calor infinitamente poderoso, mientras el blanco fabricaba sin cesar un frío intenso, capaz de licuar cualquier gas.
Pues varios órganos de la orquesta automática estaban hechos con bexium, metal nuevo químicamente dotado por Bex de una prodigiosa sensibilidad térmica. La fabricación del conjunto sonoro tenía como única función sacar a la luz, de manera sorprendente, las propiedades de la extraña sustancia descubierta por el hábil inventor.
Un bloque de bexium sometido a temperaturas diversas cambiaba de volumen en proporciones que podían ir del uno al diez.
Sobre este hecho se basaba todo el mecanismo del aparato.
En lo alto de cada cilindro, una manija que giraba hábilmente sobre sí misma servía para regimentar la abertura de una canilla interior que comunicaba por el conducto de metal con la jaula de vidrio. De este modo Bex podía cambiar a voluntad la temperatura de la atmósfera interna; debido a las perturbaciones continuas los fragmentos de bexium, que actuaban poderosamente sobre ciertos resortes, accionaban e inmovilizaban por turno tal clavija o tal grupo de pistones que, llegado el momento, se sacudían banalmente en medio de discos con incisiones.
Pese a las oscilaciones térmicas, las cuerdas conservaban invariablemente su justeza, gracias a cierta preparación imaginada por Bex para volverlas especialmente rígidas.
Dotado de una resistencia a toda prueba, el cristal usado para las paredes de la caja era maravillosamente fino, y el sonido era apenas velado por este obstáculo delicado y vibrante.
Terminada la explicación, Bex fue a colocarse al frente del vehículo, con los ojos fijos en la columna del termómetro y las manos crispadas sobre los dos cilindros.
Haciendo girar la manija roja lanzó hacia la caja una fuerte corriente de calor; después detuvo bruscamente el chorro aéreo y se vio al líquido violeta alcanzar, tras una ascensión rápida, la subdivisión buscada.
Con un movimiento vivo, como reparando un olvido venial, Bex hizo bajar, como un escalón de calesa, un pedal móvil, disimulado entre los dos cilindros, que alcanzó, al desplegarse, el nivel del suelo.
Oprimiendo con la suela este apoyo de resorte flexible, hizo funcionar el motor eléctrico sumergido en el instrumento, y algunos órganos tomaron vuelo.
Primero fue una lenta cantilena que se elevó, tierna y quejosa, acompañada por arpegios tranquilos y regulares.
Una rueda llena, semejante a una rueda de moler en miniatura, frotaba como un arquito interminable cierta larga cuerda tendida sobre una placa resonante; sobre esta cuerda de sonido puro unos martillos accionados automáticamente descendían como los dedos de un virtuoso, se elevaban luego ligeramente, creando sin lagunas todas las notas del pentagrama.
La rueda, cambiando de velocidad, ejecutaba toda serie de tonalidades, y el resultado daba como timbre la impresión exacta de una melodía de violín.
Contra uno de los muros de cristal se erguía un arpa, y cada cuerda estaba agarrada por un pequeñísimo gancho de madera que la pellizcaba y se apartaba para volver en seguida, por medio de una curva, a la posición primera; los ganchos estaban fijos en ángulo recto a lo alto de las barras móviles, cuyo juego flexible y delicado engendraba lánguidos arpegios.
Tal como lo había predicho el químico, la envoltura transparente tamizaba apenas las vibraciones, cuya sonoridad penetrante se propagaba con encanto y vigor.
Sin esperar el fin de este idilio sin palabras, Bex detuvo el motor soltando el pedal. Después, haciendo girar la manija roja, elevó aún más la temperatura interna mientras vigilaba el termómetro. Tras unos segundos cerró la canilla del calor y oprimió de nuevo el resorte colocado bajo su pie.
De inmediato otra rueda-arco, más gruesa que la primera y que frotaba una cuerda más voluminosa, hizo oír unos sones de violoncelo llenos de dulzura y de atractivo. Al mismo tiempo un clavecín mecánico, cuyas teclas bajaban por sí solas, se puso a ejecutar un acompañamiento denso y difícil, de movimientos peligrosamente rápidos.
Después de esta muestra de sonata-dúo, Bex realizó otra maniobra, y el líquido violeta se elevó un décimo de grado.
El pseudoviolín se unió entonces al piano y al violoncelo para dar tonalidades al adagio de algún trío clásico.
Pronto una división suplementaria, ganada en el mismo sentido, cambió el trozo lento y grave en scherzo saltarín, conservando la misma combinación de instrumentos.
Accionando maquinalmente el pedal, Bex hizo girar ahora la manija blanca y la columna violeta descendió casi hasta el cero, colocado a mitad del tubo de vidrio.
Dócilmente estalló una brillante fantasía, que surgía de una cantidad de pabellones de grueso desigual colocados en grupo compacto. Toda la familia de los bronces estaba representada en aquel rincón especial, desde el bajo inmenso hasta el trombón alerta y estridente. Marcando diferentes subdivisiones en la porción del termómetro situada por debajo del hielo, la manija blanca, maniobrada varias veces, suscitó sucesivamente una marcha militar, un solo de trombón, un vals, una polka y ardientes clarinadas.
Bruscamente, abriendo del todo la canilla del frío, Bex obtuvo con rapidez un enfriamiento terrible, cuyo efecto fue sentido por los espectadores más próximos a través de las paredes diáfanas. Todas las miradas convergieron hacia un fonógrafo de gran corneta, de donde surgía una voz de barítono amplia y poderosa. Una amplia caja agujereada para dejar pasar el aire y colocada sobre el aparato contenía sin duda una serie de discos que podían, a cada vuelta del rollo, hacer vibrar telefónicamente la membrana sonora por medio de un hilo particular, ya que imperceptibles fluctuaciones, controladas con cuidado por el químico en el ambiente hiperbóreo, permitían hacer oír una serie de recitativos y romanzas cantados por dos voces de hombre o de mujer, cuyo timbre y registro ofrecían la mayor variedad. El arpa y el clavecín compartían las tareas secundarias y acompañaban alternativamente los trozos, a veces alegres, a veces trágicos del inagotable repertorio.
Queriendo poner de relieve la flexibilidad inaudita de su prodigioso metal, del que ningún fragmento era visible, Bex maniobró la manija roja y esperó unos segundos.
La heladera no tardó en convertirse en horno y el termómetro subió hasta los últimos grados. Un grupo de flautas y de pífanos ritmó de inmediato una marcha entusiasta con golpes de tambor secos y regulares. Aquí, igualmente, diferentes oscilaciones térmicas produjeron resultados imprevistos. Varios solos de pífano, sostenidos discretamente por una fanfarria de bronce, fueron seguidos por un gracioso dúo que, basado en una imitación del eco, presentaba dos veces consecutivas las mismas vocalizaciones, ejecutadas sucesivamente por una flauta y por una flexible voz de soprano que emanaba del fonógrafo.
El fluido violeta, dilatado de nuevo, se elevó hasta lo alto del tubo, que pareció a punto de estallar. Varias personas retrocedieron, súbitamente molestas por la ardiente velocidad de la caja donde tres cuernos de caza, fijados no lejos del arpa, lanzaban con entusiasmo un sonido ensordecedor. Ínfimos enfriamientos dieron de inmediato una muestra de las principales fanfarrias cinegéticas, y la última fue un halalí lleno de alegría.
Después de haber hecho participar a los principales rodajes de su orquesta, Bex ofreció someter a nuestra elección el grupo de instrumentos que deseáramos oír de nuevo.
Cada uno, por turno, formuló un deseo rápidamente satisfecho por el químico que, sin ayuda de las manijas, hizo desfilar por segunda vez en orden fortuito las diversas combinaciones polifónicas, no sin cambiar el título de los trozos por una especie de coquetería que engendraba imperceptibles diferencias termométricas.
Al fin Bex logró una serie de subdivisiones especialmente notables, que se trazaron en rojo sobre el tubo. Luego casi todos los órganos del instrumento trabajaron simultáneos, ejecutando una sinfonía grande, majestuosa, a la que se unió un coro del fonógrafo, de tonalidad neta. La batería, formada por una gruesa caja de címbalos, el tambor ya requerido y varios accesorios de timbre diverso, vivificaron el conjunto con su ritmo franco e igual. El repertorio detrozos para orquesta era de una riqueza infinita, y Bex nos presentó toda suerte de danzas, de popurrís, de oberturas y de variaciones. Terminó con un pasodoble endiablado que sometió a la gorda caja a una terrible prueba; después levantó el pedal móvil antes de colocarse detrás del vehículo, que empujó como un cochecito de niño.
Mientras Bex se daba vuelta para alejarse, las conversaciones estallaron por todas partes, con el bexium como tema único, y se comentaron los maravillosos resultados conseguidos con el empleo del nuevo metal, cuya sorprendentes cualidades había sido claramente mostradas por el instrumento.
Bex desapareció velozmente detrás de la Bolsa, pero regresó de inmediato conduciendo de pie, con las dos manos, una gigantesca mesa de un metro de lado y el doble de altura, hecha con un metal gris apagado semejante a la plata.
Una delgada ranura longitudinal se abría en medio de la placa gigante; pero aquí el ensanche circular destinado al paso de los botones estaba colocado a medio camino de la ranura y no en su extremidad.
Con una mirada, sin acercarse, el químico comprobó la atención general; después nos señaló, nombrando la sustancia de cada uno, diez grandes botones expuestos verticalmente, el uno junto al otro, en la parte baja de la ranura.
El conjunto formaba una línea brillante y multicolor, cargada de los más variados reflejos.
En lo alto, el primer botón, en oro sin pulir y unido, ofrecía una superficie resplandeciente. Abajo, el segundo, todo de plata, se recortaba apenas sobre el fondo parejo de la mesa. El tercero de cobre, el cuarto en platino, el quinto de estaño y el sexto en níquel, mostraban sus discos del mismo tamaño y desprovistos de todo adorno. Los cuatro siguientes estaban hechos por una cantidad de piedras preciosas, delicadamente soldadas: uno estaba formado únicamente por diamantes, el otro por rubíes, el tercero por zafiros y el último era de refulgentes esmeraldas.
Bex dio vuelta la mesa para mostrarnos su otra cara.
En la parte de abajo pendía un trozo de tela azul, a la que estaban cosidos todos los botones.
Diez hojas, de metal gris muy delgado, aplicadas sobre la tela, estaban en fila a lo largo de la ranura, cuya longitud exacta tenían. Ocupaban, de este lado del objeto, el lugar correspondiente al de los botones, que en diámetro debían igualar su altura. Diez agujas de hilo metálico, en apariencia gris, servían para el sólido amarre de los preciosos discos, y formaban en pleno centro, sobre cada fina placa rectangular, un barullo de múltiples cruces que terminaban en un grueso nudo de contención, debido a los ejercitados dedos de alguna hábil obrera.
Bex hundió en la arena la base levemente filosa de la mesa que, plantada verticalmente contra la Bolsa, presentaba de cara el reverso de los botones a la escena de los Incomparables.
Tras algunos pasos realizados fuera de nuestra vista, reapareció trayendo en cada brazo cinco largos cilindros pesados, hechos del mismo metal gris del que la mesa era ya un amplio muestrario.
Atravesó toda la explanada para depositar la abrumadora carga frente al teatro rojo.
Cada cilindro, mostrando en uno de los extremos un capuchón metálico sólidamente metido, semejaba un inmenso lápiz provisto de un banal capuchón protector.
Bex, colocando todo en el suelo, formó una figura ingeniosa, de regularidad geométrica.
Cuatro lápices monstruos, tendidos uno junto a otro en la arena, proporcionaban la base del edificio. Una segunda fila, superpuesta a la primera, comprendía tres lápices acostados en las estrechas fosas debidas a la forma redonda de los que los habían precedido. El piso siguiente, más exiguo, contaba con dos lápices que, a su vez, sostenían el segundo y último piso, formado por un lápiz solitario en lo alto del andamiaje de fachada triangular.
De antemano Bex había calado el conjunto con dos pesadas piedras extraídas de sus bolsillos.
Había sido después de un orden y elección cuidadosamente determinados que el químico había apilado todos los cilindros, y se había aplicado al reconocimiento de cada uno de ellos por medio de una marca especial grabada en algún punto del circuito.
Los capuchones de metal tendían su punta hacia la lejana mesa, que servía de blanco a los diez lápices gigantes, alineados como caños de cañón.
Antes de continuar la experiencia Bex retiró los gemelos de sus puños, que estaban formados por cuatro aceitunas de oro; después retiró de sus ropas el reloj, el portamonedas y las llaves, y tendió el conjunto a Balbet, quien prometió vigilar el brillante depósito.
De regreso a su puesto y encorvado bajo el amasijo de cilindros, Bex tomó con la mano un gran anillo fijado a la punta del guardaminas más alto.
Una ligera tracción, que operaba a tirones, bastó para hacer deslizar el capuchón de metal que, pronto, fue a caer como un balancín contra las piernas del químico.
Puesta al desnudo, la parte hasta ese momento invisible y culminante del cilindro se convirtió en punto de mira de todos los ojos. El asta argentada, parecida a un verdadero lápiz perfectamente tallado, se retraía en forma de cono, dejando sobresalir una espesa mina de ámbar, lisa y redondeada.
Bex, repitiendo la maniobra, destapó sucesivamente los diez cilindros, y todos dejaron asomar, saliendo de la extremidad regularmente adelgazada, la misma mina amarillenta y diáfana.
Terminado este trabajo, el químico atravesó de nuevo la explanada, llevando en sus brazos los diez cortos estuches que depositó cerca de la mesa.
Era necesaria una explicación. Bex tomó la palabra para revelarnos el fin de sus diferentes actividades.
Las minas de color ámbar encerradas en los lápices gigantes estaban hechas de una materia muy compleja, preparada por Bex y bautizada por él imantina.
Pese a las trabas acumuladas, la imantina era solicitada a distancia por tal metal determinado, o por alguna joya especial.
Gracias a ciertas diferencias de composición, las diez minas colocadas ante nuestros ojos correspondían, como atracción, a los diez botones sólidamente retenidos en la ranura de la mesa.
Para volver posible y práctico el manejo de la imantina recientemente inventada, se había hecho indispensable el descubrimiento de un cuerpo aislador. Después de muchas búsquedas Bex había obtenido el etanchio, metal gris poco brillante creado tras laboriosas manipulaciones.
Una delgada lámina de etanchio, al obstaculizar un rayo de imantina, aniquiló el poder de atracción que las más densas materias no podían disminuir.
Los lápices y los guardaminas eran todos de etanchio, al igual que la mesa y las diez láminas rectangulares colocadas a lo largo de la ranura.
Las puntadas del hilo que pegaba los botones a la tela eran también del mismo metal, ablandado e hilado. Al conducir sucesivamente hacia el redondel de la ranura los brillantes discos ahora invisibles, Bex, arqueado contra la mesa, podía provocar el brusco desplazamiento de los cilindros, haciendo que todos se precipitaran con fuerza contra el cuerpo especial puesto ante la mina color ámbar.
Esta última revelación produjo en los asistentes un movimiento de pánico y de retroceso.
En efecto, se podían temer muchas contusiones de parte de los lápices que, atraídos por nuestras alhajas, nuestros relojes, nuestro dinero, nuestras llaves o nuestros dientes orificados, se lanzaran bruscamente hacia nosotros.
La extremidad aparente de cada mina escapaba al poder protector del etanchio y justificaba plenamente estos sanos temores.
Bex, con calma, se apresuró a tranquilizar a su público. Para provocar el fenómeno de irresistible imantación, el objeto deseado debía actuar en profundidad sobre la mina de ámbar, cuya longitud igualaba la de cada cilindro. Los metales o joyas colocadas en el eje de la extraña batería eran los únicos susceptibles de ser afectados. Además, la mesa era lo bastante amplia para cubrir con su pantalla toda la zona amenazada: sin ella la atracción se ejercería a cualquier distancia sobre los navíos que surcaban el Atlántico, e incluso hasta las costas americanas, si la curvatura de la Tierra no volviese esto imposible. Muy expuesto como operador, parece que Bex había rechazado de antemano todo elemento sospechoso, comprendidas las hebillas del chaleco y del pantalón; los botones de la camisa y de otras ropas eran todos de hueso, y una simple faja de seda atada al talle reemplazaba los tiradores, de inevitable montura metálica. Definitivamente se había inmunizado a última hora, confiando a Balbet sus objetos más preciosos. Por una feliz circunstancia sus dientes, excelentes y puros, estaban libres de todo apoyo extraño.
En el momento en que el químico terminaba las explicaciones, un fenómeno inesperado fue señalado por un murmullo de la multitud, que lentamente había vuelto a acercarse.
Se señalaban, con sorpresa, las piezas de oro sembradas por Stella Boucharessas.
Desde hacía cierto rato los luises, dobles luises y monedas de cien francos se agitaban dulcemente en el suelo, sin sorprender a nadie con aquel movimiento ligero, imputable a alguna brisa caprichosa.
En realidad las imponderables monedas sufrían la influencia del cilindro culminante, que actuaba poderosamente: ya algunas piezas volaban en línea recta hacia la mina de ámbar, donde se fijaban con solidez. Siguieron otras, algunas redondas e intactas, otras arrugadas y estrujadas por los pies.
Bien pronto el suelo quedó vacío, siguiendo una banda estrictamente regular, bordeada a cada lado por el resto de los escudos situados fuera de la zona de atracción.
La mina desaparecía ahora bajo un verdadero tapón de papel dorado, cubierto de milésimos y de esfinges.
Algunos átomos de oro verdadero debían entrar en ínfima parte en la composición de toda esta riqueza de oropel.
En efecto; por su posición misma la mina sobrecargada correspondía, sin equívoco posible, al botón de oro destinado antes que los otros a llenar con su disco el redondel central de la mesa. Su poder, muy especial, no habría podido ejercerse en una imitación totalmente desprovista de todo elemento aurífero.
La lentitud de las piezas, al comienzo llenas de indecisión, tenía por sola causa una gran insuficiencia de oro puro.
Sin preocuparse del incidente, que para nada turbaba sus proyectos. Bex tomó por la extremidad superior todo el ancho de la tela azul y la atrajo, sin sacudimientos, hacia lo alto de la mesa.
Aquel deslizamiento, cómodo y regular, no exigía ningún esfuerzo.
La tela, encogida a lo largo de la ranura, ocultó poco a poco el ensanche circular que, invisible aunque fácilmente adivinable, encuadró bien pronto la primera lámina de etanchio.
Entonces Bex, con la ayuda de las rodillas y de la mano izquierda, tuvo que contener la mesa, solicitada con fuerza por el grupo de cilindros.
En efecto, detrás de la tela, el botón de oro correspondiente a la primera lámina se encontraba desde hacía poco rodeado por la sesgadura redonda. Dos fragmentos del disco, desprovisto de toda coraza de etanchio, entraban en comunicación directa con las minas de ámbar apuntadas hacia ellos.
La resistencia de Bex hizo ceder el primer cilindro que, lanzado bruscamente, atravesó la explanada como una bomba y fue a pegar su punta junto a la estrecha lámina protectora.
Sin dejar de apuntar sólidamente, el químico tuvo cuidado de retirar su cuerpo hacia la derecha, para dejar totalmente libre el recorrido previsto para el lápiz monstruo.
El choque hizo vacilar la mesa que, sujeta por Bex, recobró pronto el equilibrio.
El lápiz, ahora inmóvil, formaba una especie de suave declive, desde su extremo no tallado, que acababa de fijarse en el suelo, hasta la punta de ámbar fuertemente pegada al botón de oro, pese al obstáculo del género azul.
Las monedas de papel no habían contrariado en modo alguno la atracción del metal puro; aplastadas en el momento del encuentro, adornaban siempre la mina con su resplandor falso.
A través de la tela, Bex maniobró con suavidad el botón de oro, que quería elevar hasta la continuación vertical de la ranura.
Pero la mina de ámbar se mantenía fija y volvía difícil la operación.
El químico, a falta de un medio más práctico, se obstinó. Pero todo sacudimiento separador fue impotente. Sólo la interposición lenta y gradual de un tabique de etanchio pudo vencer a la larga la prodigiosa adherencia de los dos cuerpos.
Una serie de esfuerzos continuos logró el resultado deseado.
Dominando completamente la sesgadura, el botón de oro, siempre invisible, había encontrado un abrigo total tras las dos paredes de la mesa, reunidas en aquel punto por su fiel y rígida lámina.
Bex enderezó verticalmente el inmenso lápiz.
Con el borde cortante de un guardaminas intentó desnudar la punta de ámbar, siempre recargada de papel dorado.
La delgada lámina redondeada, raspando de cerca la superficie amarilla, venció pronto las livianas monedas, cuya aleación, muy diluida, sólo opuso una débil resistencia.
Cuando todas las piezas, mezcladas, cayeron lentas a tierra, Bex colocó el guardaminas sobre el lápiz, que pudo ahora hacer a un lado sin temor de que apuntara hacia cualquier punto del espacio.
Volviendo luego hacia la mesa, tomó dulcemente todo el ancho de la tela para elevarla en el mismo sentido.
Una segunda experiencia, idéntica a la primera, provocó el viaje aéreo de un nuevo lápiz, cuya mina corrió a aplicarse con violencia contra el invisible botón de plata que había aparecido en la sesgadura.
Liberado por medio del paciente procedimiento ya empleado, el lápiz, provisto de un guardaminas, fue prontamente dejado de lado.
A su vez el botón de cobre, adivinado tras la tela azul, atrajo hacia sí un tercer cilindro que, rápidamente ensombrerado con etanchio, fue a reunirse al primero y al segundo.
Los dos países superiores faltaban ahora en la fachada triangular primitivamente formada por el apilamiento de los lápices.
Bex prosiguió con su maniobra invariable. Uno tras otro, los botones llevados a la sesgadura atraían a las minas de ámbar pese a la distancia, para emboscarse en seguida en la parte superior de la ranura.
Terminado su papel los lápices, provistos sin demora de capuchones metálicos, se fueron alineando en el suelo.
Los cuatros últimos discos, suntuosamente compuestos por piedras finas, correspondían a la hilera más baja de cilindros, única que subsistía ahora frente al teatro de los Incomparables.
Su fuerza de atracción no cedía en nada a la de los metales, y el choque de las dóciles minas ambarinas fue de prodigiosa violencia.
Terminada la prueba Bex volvió a tomar la palabra y nos informó acerca de insensatas ofertas con las cuales algunos bancos deseosos de explotar su descubrimiento, habían intentado seducirlo.
En efecto: la colección de cilindros podía ser base de una fortuna ilimitada, ya que eran capaces de determinar con precisión los yacimientos de metales y piedras preciosas.
En lugar de revolver al azar para cavar el suelo, los mineros, guiados con precisión por algún instrumento de fácil fabricación, alcanzarían de golpe los más ricos filones, sin tanteos ni trabajos estériles.
Pero los sabios más ilustres habían instituido, desde hacía tiempo, con su desinterés proverbial, una tradición profesional que Bex deseaba perpetuar.
Tras rechazar, pues, millones y hasta billones, sabiamente se había contentado con aquella mesa gigantesca que, junto con los cilindros, daba relieve a su descubrimiento, sin perseguir ninguna finalidad práctica.
Mientras hablaba, Bex había recogido los diez lápices inmunizados con el guardaminas.
Desapareció con su carga adelantándose a Rao, que llevaba la mesa, rápidamente desenraizada.
Tras un breve intervalo percibimos al húngaro Skarioffszky, moldeado en su túnica roja de gitano y tocado con un gorro de la policía del mismo color.
La manga derecha, levantada hasta el codo, dejaba ver un grueso brazalete de coral, que daba seis vueltas al brazo desnudo.
Vigilaba con atención a tres porteadores negros que, cargados con diversos objetos, se detuvieron como él en el centro de la explanada.
El primer negro tenía en los brazos una cítara y un soporte plegadizo.
Skarioffszky abrió el soporte, cuyas cuatro patas tocaron con fuerza el suelo. Después, sobre el esbelto bastidor a bisagras desplegado horizontalmente, acostó la cítara, que resonó con el leve choque.
A la izquierda del instrumento se erguía vertical, tras un ligero recodo, una caña metálica fijada al bastidor del soporte y dividida en forma de horqueta en su extremidad: a la derecha la acompañaba otra caña en todo similar.
El segundo negro trajo, sin gran esfuerzo, un largo recipiente transparente que Skarioffszky colocó como puente sobre la cítara, metiendo los dos extremos en las horquetas metálicas.
Por su forma, el nuevo objeto se prestaba a este tipo de instalación. Similar a una artesa, estaba formado por cuatro hojas de mica. Las des hojas principales, igualmente rectangulares, engendraban una base cortante al unir oblicuamente sus dos planos. Además, dos hojas triangulares que se enfrentaban y se adherían al estrecho lado de los rectángulos completaban el diáfano aparato, semejante al compartimento rígido y abierto de par en par de algún inmenso portamonedas. Una ranura del ancho de un garbanzo cubría en toda su extensión la arista inferior de la translúcida artesa.
El tercer negro acababa de dejar en tierra una gran cazuela, llena hasta el borde de un agua límpida que Skarioffszky quiso hacer sopesar por uno de nosotros.
La Billaudière-Maisonnial, tomando una escasa ración en el hueco de la mano, manifestó de pronto la más viva sorpresa, afirmando que el extraño líquido se le antojaba tan pesado como el mercurio.
Entretanto, Skarioffszky acercó el brazo derecho a la cara, pronunciando algunas palabras de llamada llenas de dulzura.
Vimos entonces al brazalete de coral, que era un inmenso gusano grueso como el índice, desenrollar por sí mismo los dos primeros anillos y tenderse lentamente hacia el húngaro.
La Billaudière-Maisonnial, volviendo a ponerse de pie, debió prestarse a una nueva experiencia. A pedido del gitano tomó el gusano, que saltó sobre su mano abierta. La muñeca vaciló ante el brusco choque del intruso que, al parecer, pesaba como plomo macizo.
Skarioffszky alejó el gusano, siempre adherido a su brazo, y lo colocó sobre el borde de la artesa de mica.
El reptil ganó el interior del recipiente vacío, haciendo avanzar el resto de su cuerpo, que giraba con lentitud alrededor de la carne del gitano.
Pronto el animal tapó la ranura de la arista inferior con su cuerpo alargado horizontalmente y sostenido por dos estrechos rebordes internos formados por las placas rectangulares.
El húngaro levantó, no sin trabajo, la pesada cazuela y vertió todo el contenido en la artesa, que casi desbordó.
Colocó luego una rodilla en tierra y, bajando de lado la cabeza, depositó la cazuela vacía bajo la cítara, en un punto estrictamente determinado por una mirada dirigida de abajo hacia arriba, sobre el reverso del instrumento.
Cumplido este último deber Skarioffszky se irguió rápido y metió las manos en los bolsillos, como limitándose al papel de espectador.
La culebra, dejada a sí misma, levantó de pronto, y de inmediato volvió a dejar caer, un breve fragmento de su cuerpo.
Una gota de agua que tuvo tiempo de deslizarse por el intersticio fue a caer pesadamente sobre una cuerda vibrante, que produjo al chocar un do grave, puro y sonoro.
Más lejos, un nuevo sobresalto del cuerpo obturador dejó pasar una segunda gota que, esta vez, golpeó en mi lleno de estrépito.
Un sol y después un do agudo, atacados de la misma manera, completaron el acorde perfecto que el gusano desplegó sobre una octava entera.
Tras el tercero y último do, las siete notas consonantes, golpeadas al mismo tiempo dieron una especie de conclusión a este preludio de ensayo.
Así, ya en forma, la sierpe inició una lenta melodía húngara llena de tierna dulzura y de languidez.
Cada gota de agua, lanzada por un estremecimiento deliberado de su cuerpo, percutía con justeza una cuerda determinada, cortándola en dos fragmentos iguales.
Una banda de fieltro, pegada en buen lugar sobre la madera de la cítara, amortizaba la caída del pesado líquido que, sin ella, hubiera producido molestas crepitaciones.
El agua, acumulada en charcos redondos, penetraba en el interior del instrumento por dos aberturas circulares abiertas en la placa resonante. Cada una de las previstas cascadas se vertía en silencio en un estrecho afelpado interno, especialmente destinado a recibirlas.
Un chorro fino y líquido, saliendo por alguna abertura aislada, se formó pronto bajo la cítara y fue a dar con precisión en el desaguadero de la cazuela cuidadosamente colocada por Skarioffszky. El agua, siguiendo la pendiente del estrecho canal también afelpado, se deslizaba sin ruido hasta el fondo de la enorme vasija, que preservaba al suelo de toda inundación.
La sierpe proseguía siempre con sus contorsiones musicales, atacando a veces dos notas a la vez, a la manera de los tocadores de cítara profesionales, que llevan una varita en cada mano.
Muchas melodías quejosas o alegres siguieron sin interrupción a la primera cantilena.
Después, sobrepasando el cuadro del repertorio habitual del instrumento, el reptil se lanzó a la ejecución polifónica de un vals extrañamente danzante.
El acompañamiento y el canto vibraban a la vez en la cítara, igualmente limitada a la flaca producción de dos sonidos simultáneos.
Para dar relieve a la parte principal la sierpe se elevaba, lanzando así sobre la cuerda, con violencia, mayor cantidad de agua.
El ritmo un poco vacilante daba discretamente al conjunto ese no sé qué original de las orquestas gitanas.
Después del vals, danzas de todo tipo vaciaron poco a poco la artesa transparente.
Abajo la cazuela se llenaba gracias al chorro continuo, ahora detenido. Skarioffszky la agarró y derramó por segunda vez todo el contenido en el ligero recipiente antes de volver a colocarla debidamente en el suelo.
Completamente reprovista, la sierpe inició una czarda punteada de tonos salvajes y brutales. De pronto los inmensos movimientos del cuerpo rojizo producían estruendosos fortissimos; de pronto imperceptibles ondulaciones, que apenas dejaban escapar finas gotitas, reducían a un simple susurro la cítara, bruscamente apaciguada.
Ningún elemento mecánico entraba en esta ejecución personal, llena de fuego y de convicción. La sierpe daba la impresión de un virtuoso jornalero que, según la inspiración del momento, debía presentar de manera cada vez distinta tal o cual pasaje ambiguo, cuya interpretación deseada podía ser materia de discusión.
Un largo popurrí de opereta, que siguió a la czarda, agotó de nuevo la provisión líquida. Skarioffszky hizo el rápido traspaso de recipientes y anunció el trozo final.
Esta vez la sierpe atacó con un movimiento vivo una cautivante rapsodia húngara, en la que cada compás parecía erizado de terribles dificultades.
Las notas ágiles se sucedían sin tregua, encadenadas por trinos y gamas cromáticas.
Bien pronto el reptil acentuó por medio de enormes sobresaltos cierto canto de amplia contextura, donde cada nota escrita soportaba sin duda algún espeso trémolo. Alrededor de este tema, establecido como base, corría mucho encaje ligero, que daba lugar a simples estremecimientos del flexible cuerpo.
El animal se embriagaba de armonía. Lejos de manifestar el menor cansancio, se exaltaba más y más al contacto incesante de los efluvios sonoros desencadenados por él.
Su embriaguez se comunicaba al auditorio, extrañamente conmovido por el timbre expresivo de tales sones, semejantes a súplicas, y por la increíble velocidad puesta de relieve gracias a diversos encadenamientos de tresillos.
Un presto frenético llevó a la cumbre el entusiasmo delirante del reptil que, durante muchos minutos, se entregó sin reserva a una gimnasia desordenada.
Al fin prolongó la cadencia perfecta con una especie de improvisación amplificadora, alambicando los últimos acordes hasta agotar por completo el líquido percutante.
Skarioffszky acercó su brazo desnudo a cuyo alrededor se enroscó de nuevo la sierpe, tras descender la pendiente de mica.
Los negros retiraron los diferentes objetos, comprendida la cazuela, tan repleta como a la llegada.
El cortejo, precedido por el húngaro, desapareció velozmente detrás de la Bolsa.