II

Pronto se oyó ruido de pasos; todas las miradas se volvieron a la izquierda y, por el rincón sudoeste de la explanada, se vio avanzar un extraño y pomposo cortejo.

A la cabeza los treinta y seis hijos del emperador, agrupados en seis filas por orden de estatura, formaban una falange negra de diversas edades, entre los tres y los quince años. Fogar, el mayor de todos, colocado detrás entre los más altos, llevaba en sus brazos un inmenso cubo de madera transformado en dado de juego con unas pinceladas de blanco salpicadas de pocitos redondos pintados de negro. A una señal de Rao, indígena encargado de dirigir el desfile, el grupo de niños avanzó a pasos lentos hacia el lado de la explanada ocupado por la Bolsa.

Después venían, en seductora línea, las diez esposas del soberano, graciosas ponukelianas llenas de atractivos y de belleza.

Finalmente apareció el emperador Talú VII, curiosamente ataviado como cantante de café-concert, con vestido azul escotado que formaba atrás una larga cola, sobre la cual se destacaba el número «472» en cifras negras. Su cara de negro, llena de energía salvaje, no carecía de cierto carácter, bajo el contraste de una peluca femenina de magníficos cabellos rubios cuidadosamente ondulados. Llevaba de la mano a su hija Sirdah, esbelta criatura de dieciocho años, cuyos ojos convergentes estaban velados por espesas cataratas, y cuya frente negra llevaba un capricho rojo en forma de minúsculo corsé, estrellado con trazos amarillos.

Detrás marchaban las tropas ponukelianas, compuestas de soberbios guerreros de piel de ébano, pesadamente armados bajo sus ornamentos de plumas y de amuletos.

El cortejo seguía poco a poco la misma dirección que el grupo de niños.

Al pasar frente a la sepultura del zuavo, Sirdah, que sin duda había contado sus pasos, se acercó a la piedra sepulcral y sus labios depositaron allí dulcemente un largo beso, impregnado de la más pura ternura. Cumplido este piadoso deber, la joven ciega volvió a tomar cariñosamente la mano de su padre.

Al llegar al extremo de la explanada, los hijos del emperador, dirigidos por Rao, giraron a la derecha para extenderse por el lado norte del vasto cuadrilátero; al llegar al ángulo opuesto evolucionaron una segunda vez y descendieron hacia nosotros, mientras el desfile, siempre alimentado en la base por numerosas cohortes, seguía exactamente sus huellas.

Al fin, cuando los últimos guerreros negros hicieron su entrada en el momento en que la vanguardia infantil tocaba el límite sur, Rao hizo despejar los accesos al altar, y los recién llegados se amontonaron en orden sobre las dos caras laterales con el rostro vuelto hacia el punto central de la plaza.

De todas partes una multitud negra, formada por la población de Ejur, se reunía bajo los sicómoros para participar en el atractivo espectáculo.

Los hijos del emperador, formando siempre seis filas, llegaron al centro de la explanada y se detuvieron frente al altar.

Rao tomó de brazos de Fogar el dado monstruoso, lo balanceó varias veces y lo lanzó al aire con toda su fuerza; el enorme cubo de cincuenta centímetros de lado, subió girando, como una blanca masa salpicada de negro; después, describiendo una curva cerrada, dio vueltas en el suelo antes de posarse. Con una mirada, Rao leyó el número dos sobre la cara superior y, avanzando hacia la dócil falange, señaló con el dedo la segunda fila, que era la única que había permanecido en su lugar: el resto del grupo, tras recoger el dado, corrió a mezclarse con la muchedumbre de guerreros.

A pasos lentos, Talú se unió entonces a los elegidos por la suerte para servirle de pajes. Pronto, en medio de un profundo silencio, el emperador se dirigió majestuosamente hacia el altar, escoltado por los seis niños privilegiados, que llevaban a manos llenas la cola de su vestido.

Tras subir los escalones que llevaban a la mesa sumariamente adornada, Talú hizo acercar a Rao, que sostenía entre las dos manos, presentándolo a la inversa, el pesado manto de la coronación. Inclinándose, el emperador pasó la cabeza y los brazos por tres aberturas de la tela, cuyos largos pliegues, al caer, lo envolvieron hasta los pies.

Así ataviado, el monarca se volvió con orgullo hacia la asamblea, como para ofrecer su nuevo atuendo a todas las miradas.

La tela, rica y sedosa, representaba un gran mapa de África con indicaciones de los principales lagos, ríos y montañas.

El amarillo pálido de las tierras se recortaba contra el azul matizado del mar, que se extendía por las dos costas, tan lejos como lo exigía la forma general del manto.

Finas rayas de plata marcaban zig-zags curvos y armoniosos sobre la superficie del océano, a fin de evocar, en una especie de esquema, la continua ondulación de las olas.

Sólo la mitad sur del continente era visible entre el cuello y los tobillos del emperador.

Sobre la costa occidental, un punto negro, acompañado por el nombre «Ejur», estaba situado cerca de la desembocadura de un río, cuyo nacimiento, muy hacia el este, surgía de un macizo montañoso.

A ambos lados de la vasta corriente de agua una inmensa mancha roja representaba los Estados del todopoderoso Talú.

Para halagar, el autor del modelo había hecho retroceder indefinidamente los límites, por otra parte mal conocidos, de la imponente comarca sometida a un solo cetro: el deslumbrante carmín, distribuido con amplitud al norte y al este, se extendía por el sur hasta la punta terminal, donde las palabras «Cabo de Buena Esperanza» se destacaban en gruesas letras negras.

Un momento después Talú se volvió hacia el altar: en su espalda la otra parte de la estola mostraba la parte norte del África, cayendo por atrás en medio del mismo encuadre marítimo.

Se acercaba el minuto solemne.

El monarca, con voz fuerte, inició la lectura del texto indígena trazado en jeroglíficos sobre una hoja de pergamino pegada en medio de una tabla recta.

Era una especie de bula por la cual, en virtud de su poder religioso, Talú, ya emperador de Ponukelé, se coronaba a sí mismo rey de Drelchkaff.

Terminada la proclama, el soberano tomó la alcuza destinada a representar la santa ampolla y, colocándose de perfil, extendió el aceite por el extremo de la mano y se aceitó en seguida la frente con la punta de los dedos.

En seguida volvió a dejar la alcuza en su sitio y, bajando los peldaños del altar, llegó en unos pasos hasta la litera de hojas bajo la sombra del gomero. Allí, con el pie puesto sobre el cadáver de Yaúr, lanzó un largo suspiro de alegría y levantó triunfalmente la cabeza como para humillar ante todos los despojos del rey difunto.

Cumplido este acto orgulloso, entregó a Rao el espeso manto que fue rápidamente retirado.

Escoltado por sus seis hijos, que de nuevo sostenían la cola, marchó con lentitud en dirección a nosotros; después se volvió hacia el Teatro de los Incomparables y se mostró a la multitud.

En ese momento las esposas del emperador avanzaron hasta el centro de la explanada.

Rao se unió pronto a ellas, trayendo una pesada cazuela que depositó en el suelo.

Las diez jóvenes se precipitaron alrededor del recipiente, lleno de un espeso alimento negruzco que devoraron con apetito, usando las manos para llevarlo hasta los labios.

Después de unos minutos la cazuela, totalmente vacía, fue retirada por Rao y las negras, hartas, ocuparon sus puestos para la Luenn’chetuz, danza religiosa que, muy honrada en la comarca, estaba especialmente reservada para las grandes solemnidades.

Comenzaron con lentas evoluciones mezcladas a movimientos gráciles y ondulantes.

De vez en cuando dejaban escapar por las bocas, muy abiertas, formidables eructos que, muy pronto, se multiplicaron con prodigiosa rapidez. En lugar de disimular estos ruidos repugnantes, los lanzaban con más fuerza, parecían rivalizar en la sonoridad y el estrépito a obtener.

Este coro general que acompañaba, a guisa de música, aquella pavana calma y silenciosa, nos reveló las virtudes particulares de la sustancia desconocida que acababan de absorber.

Poco a poco se animó la danza y adquirió un carácter fantástico, mientras los eructos, en poderoso crescendo, aumentaban sin cesar su frecuencia e intensidad.

Hubo un momento de impresionante apogeo, en el cual los ruidos secos y ensordecedores ritmaron una diabólica zarabanda: las bailarinas afiebradas, desgreñadas, sacudidas por sus terribles regüeldos y por golpes de puño, se cruzaban, se perseguían, se contorsionaban en todo sentido, como presas de un vertiginoso delirio.

Después todo se calmó progresivamente y, tras un largo diminuendo, el ballet terminó en una apoteosis, marcada por un acorde final eternizado en nota de órgano.

Pronto las jóvenes, todavía agitadas por tardíos eructos, volvieron a pasos lentos a su puesto primitivo.

Durante la ejecución de la Luenn’chetuz, Rao se había dirigido al lado sur de la explanada para abrir la prisión a un grupo de raza negra, formado por una mujer y dos hombres.

Ahora una única reclusa erraba sola tras la fuerte reja.

Rao, abriéndose paso entre nosotros, condujo hasta el lugar pisoteado por las bailarinas a los tres recién llegados, cuyas manos estaban atadas por delante.

Un silencio angustioso pesó sobre toda la asamblea, conmovida en espera de los suplicios que debía sufrir aquel trío de ligados.

Rao sacó de la cintura una fuerte hacha, cuya hoja, bien afilada, estaba hecha de una madera rara, tan dura como el hierro.

Varios esclavos se le unieron para asistirlo en su tarea de verdugo.

Sostenido por ellos, el traidor Gaiz-duh debió arrodillarse, con la cabeza baja, mientras los otros dos condenados seguían inmóviles.

Rao blandió el hacha con las dos manos y golpeó tres veces la nuca del traidor. Al tercer golpe la cabeza rodó por el suelo.

El lugar estaba indemne de toda mancha de sangre debido a la curiosa madera cortante que, al penetrar en las carnes, producía una inmediata coagulación sanguínea, aspirando las primeras gotas cuya efusión no podía ser evitada. El cuello y el tronco ofrecían en la parte seccionada el aspecto escarlata y sólido de algunas piezas de carnicería.

Uno pensaba sin querer en esos muñecos de feria que sustituyen hábilmente al actor gracias a un doble fondo del mueble, y que son adecuadamente cortados sobre la escena en pedazos provistos de antemano de un disfraz sanguinolento. Aquí la realidad del cadáver volvía impresionante esta rojez compacta, debida en general al arte del pincel.

Los esclavos sacaron los restos de Gaiz-duh y el hacha, ligeramente manchada.

Volvieron pronto para depositar ante Rao un brasero ardiente, donde enrojecían, en la punta, dos grandes hierros puntiagudos, con grosero mango de madera.

Mossem, el segundo condenado, se arrodilló frente al altar, con las plantas de los pies bien expuestas y las uñas de los dedos gordos tocando el suelo.

Rao tomó de manos de un esclavo un rollo de pergamino que desplegó ampliamente: era un falso certificado mortuorio de Sirdah, trazado por Mossem.

Con ayuda de una inmensa palma un negro, lleno de vigor y gallardía, atizaba sin cesar el hogar.

Con una rodilla en tierra detrás del paciente y sosteniendo el pergamino con la mano izquierda, Rao tomó del brasero un hierro ardiente y apoyó la punta en uno de los talones que se ofrecían.

La carne crepitó y Mossem, sujetado por los esclavos, se retorció de dolor.

Inexorable, Rao prosiguió con su tarea. Copiaba servilmente el texto mismo del pergamino sobre el pie del falsario.

A veces volvía a meter en el fuego el hierro en uso para recoger el otro, rutilante al salir de las brasas.

Cuando la planta izquierda quedó totalmente cubierta de jeroglíficos, Rao continuó la operación con el pie derecho, utilizando siempre alternativamente las dos puntas de hierro al rojo vivo, hasta que empezaban a enfriarse.

Mossem, ahogando sordos rugidos, hacía monstruosos esfuerzos para sustraerse a la tortura.

Cuando finalmente el acta mentirosa fue copiada hasta el último signo, Rao se levantó y ordenó a los esclavos que soltaran a Mossem, quien, presa de atroces convulsiones, expiró ante nuestros ojos, vencido por el largo suplicio.

El cuerpo fue retirado, junto con el pergamino y el brasero.

Vueltos a su puesto, los esclavos se apoderaron de Rul, una ponukeliana extremadamente hermosa, única sobreviviente del infortunado trío. La condenada, cuyos cabellos lucían largas agujetas de oro en forma de estrellas, llevaba, encima del taparrabo, un corsé de terciopelo rojo casi hecho trizas; este conjunto ofrecía un notable parecido con la extraña marca de la frente de Sirdah.

Arrodillada en el mismo sentido que Mossem, la orgullosa Rul intentó una resistencia desesperada.

Rao sacó de la cabellera una de las agujas de oro y luego, aplicando perpendicularmente la punta sobre la espalda de la paciente, escogió, a la derecha, el redondel de piel visible por el primer ojal del corsé rojo, con cintas nudosas y gastadas; después con un impulso lento y regular, hundió la punta aguda, que penetró profundamente en la carne.

Ante los gritos provocados por el atroz pinchazo, Sirdah, reconociendo la voz de su madre, se echó a los pies de Talú para implorar la clemencia del soberano.

En seguida, como para recibir órdenes inesperadas, Rao se volvió hacia el emperador que, con gesto inflexible, ordenó la continuación del suplicio.

Una nueva aguja sacada de las trenzas negras fue clavada en el segundo agujero y, poco a poco, toda la hilera se erizó de brillantes alfileres de oro; reiniciada a la izquierda, la operación terminó despoblando la cabellera y colmando sucesivamente todos los ojales.

Desde hacía un momento la desdichada había cesado de gritar: una de las puntas le había provocado la muerte al llegar al corazón.

El cadáver, levantado bruscamente, desapareció como los otros.

Tras levantar a Sirdah, muda y angustiada, Talú se dirigió hacia las estatuas alineadas cerca de la Bolsa. Los guerreros se apartaban para dejarle paso y, cuando nuestro grupo se le unió, el emperador hizo una seña a Norbert quien, acercándose a la baranda, llamó a su hermana en alta voz.

Pronto la puerta de la abertura practicada en el techo se levantó con lentitud y cayó hacia atrás, empujada desde el interior por la fina mano de Louise Montalescot que, surgiendo por el agujero, parecía elevarse progresivamente por los peldaños de una escala.

Bruscamente se detuvo, cuando ya había sacado medio cuerpo, y se volvió hacia nosotros. Estaba muy hermosa con su disfraz de oficial, con sus largos rizos rubios que escapaban libremente de un estrecho gorro de policía inclinado sobre la oreja.

La casaca azul, que moldeaba un cuerpo soberbio, estaba adornada, a la derecha, con agujetas de oro finas y brillantes; era de allí que partía el discreto acorde que se había escuchado a través de las paredes de la casilla, y que era producido por la respiración misma de la joven, gracias a una comunicación quirúrgica establecida entre la base del pulmón y el conjunto de presillas curvadas que servían para disimular unos tubos flexibles, libres y sonoros. Los herretes dorados, colocados en el extremo de las agujetas como cuentas graciosamente prolongadas, eran huecos y estaban provistos interiormente de una lámina vibratoria. A cada contracción del pulmón una parte del aire expirado pasaba por los múltiples conductos y, poniendo las láminas en movimiento, provocaba una armoniosa resonancia.

Una urraca domesticada se mantenía, inmóvil, sobre el hombro izquierdo de la seductora prisionera.

De pronto Louise percibió el cuerpo de Yaúr, siempre yacente con su traje de Margarita a la sombra del caduco gomero. Una violenta emoción se pintó en sus rasgos y, ocultando los ojos con las manos, lloró nerviosamente, el pecho sacudido por terribles sollozos que acentuaban y precipitaban los acordes de las agujetas.

Talú, impaciente, pronunció con severidad algunas palabras ininteligibles, que llamaron al orden a la desdichada joven.

Conteniendo su dolorosa angustia, tendió la mano derecha hacia la urraca, cuyas patas se posaron prestamente sobre el índice ofrecido de pronto.

Con un amplio gesto, Louise tendió el brazo como para lanzar el pájaro que, tras tomar vuelo, fue a caer sobre la arena, ante la estatua del ilota.

Dos aberturas apenas apreciables y distantes a más de un metro, estaban abiertas a ras de tierra, en la faz visible del zócalo negro.

La urraca se acercó a la abertura más lejana, y su pico penetró allí, brusco, para hacer entrar en juego un resorte interior.

De inmediato la plataforma se puso a balancear lentamente, hundiéndose a la izquierda en el interior del zócalo, para elevarse a la derecha por encima del nivel habitual.

Roto el equilibrio, el vehículo encargado de la estatua trágica se desplazó dulcemente sobre los rieles gelatinosos, que ofrecían ahora una pendiente bastante evidente. Las cuatro ruedas en láminas negras estaban a cubierto de cualquier descarrilamiento por un borde interior, que sobrepasaba un poco la llanta sólidamente mantenida sobre la vía.

Al llegar al extremo del corto descenso, la vagoneta se vio bruscamente detenida por el borde del zócalo.

En los escasos segundos que duró el trayecto, la urraca, a saltitos, se dirigió hacia la otra abertura, en cuya profundidad su pico desapareció con viveza.

Tras un nuevo movimiento, el balanceo se efectuó en sentido inverso. El vehículo, izado progresivamente —arrastrado luego hacia la derecha por su propio peso— giró sin motor sobre la vía silenciosa y fue a chocar contra el borde opuesto del zócalo, cuya pared se elevaba ahora como obstáculo frente a la plataforma descendida.

El ir y venir se reprodujo varias veces, gracias a la maniobra de la urraca, que oscilaba sin cesar entre una y otra abertura. La estatua del ilota seguía pegada al vehículo, cuyos viajes seguía, y el conjunto era de una ligereza tal que los rieles, pese a su inconsistencia, no ofrecían ninguna huella de aplastamiento ni de ruptura.

Talú contemplaba maravillado el éxito de la peligrosa experiencia, que él mismo había imaginado sin creerla realizable.

La urraca cesó por sí misma sus maniobras y alcanzó, en unas aletadas, el busto de Emmanuel Kant; en lo alto del poste asomaba, a la izquierda, una pequeña percha, sobre la cual fue a posarse.

En seguida una poderosa luz iluminó el interior del cráneo, cuyas paredes, excesivamente delgadas a partir de la línea de las cejas, estaban dotadas de una transparencia perfecta.

Bruscamente la urraca voló para descender de inmediato sobre su percha, apagando e iluminando sin cesar el hueco craneano, que brillaba con mil fuegos, mientras la cara, las orejas y la nuca seguían en la oscuridad.

A cada movimiento parecía que una idea transcendente nacía en el cerebro bruscamente refulgente del pensador.

Abandonando el busto, el pájaro se posó sobre el amplio zócalo consagrado al grupo de esbirros; aquí nuevamente el enfurecido pico se introdujo en una delgada tripa vertical, poniendo en movimiento cierto mecanismo invisible y delicado.

A la pregunta: «¿Es aquí que se ocultan los fugitivos?», la monja, de pie ante el convento, contestaba «No», con persistencia, balanceando la cabeza de derecha a izquierda después de cada profundo picotazo dado por el ave, que parecía picotear y nada más.

La urraca tocó al fin la plataforma, unida como una plancha sobre la que se elevaban las dos últimas estatuas; el lugar elegido por el inteligente animal representaba un fino rosetón, que se hundió media pulgada bajo su ligera carga.

En el mismo momento el Regente se inclinó aún más profundamente ante Luis XV, indiferente a esta cortesía.

El pájaro, saltando en su sitio, provocó muchos saludos ceremoniosos y después regresó, volando, al hombro de su ama.

Tras lanzar una larga mirada a Yaúr, Louise volvió a descender al interior de la casilla y cerró con rapidez la portezuela como apurada por iniciar de inmediato alguna misteriosa tarea.