Afuera comenzó a llover torrencialmente, convirtiendo las calles en un lodazal. Ajeno a ello, fray Maurice seguía con su plan establecido. El papa Urbano V le había encomendado la tarea de interrogar al inquisidor general de Narbona y los demás miembros del Santo Oficio de la ciudad. Había tenido que dejar a medias su trabajo en Béziers para acatar la orden inmediatamente, tal como le pedía el Santo Padre. No le entusiasmó la idea de interrogar a hermanos suyos, y menos a un inquisidor tan importante y poderoso como fray Alfred, pero no podía negarse bajo ninguna circunstancia. Era un hombre recto, honrado, meticuloso en su trabajo, y odiaba a las personas corruptas, sobre todo si se valían de su poder.
—Fray Alfred, ¡confiesa tus pecados! Estás ante Dios —repitió una vez más con voz potente. Llevaban cerca de una hora con el interrogatorio y fray Alfred negaba con vehemencia todas las acusaciones vertidas sobre él. Incluso había amenazado a fray Maurice, algo que le hizo irritarse sobremanera. No consentiría amenazas, él era en esos momentos el inquisidor, y fray Alfred, el acusado.
—Ya he dicho todo lo que tenía que decir —contestó con voz chillona—. Soy inocente.
Fray Maurice comenzaba a impacientarse. Desde el primer momento había percibido maldad en aquel inquisidor, y el tiempo transcurrido no había hecho sino corroborarlo. Estaba ante un ser humano altivo, autoritario, arrogante, orgulloso, avaricioso, malvado. No le cabía duda de que mentía, de que escondía algo oscuro. Lo que todavía no sabía era si las acusaciones eran verídicas o no. Su vehemencia en negarlo todo no hacía más que intensificar la creencia de que fray Alfred estaba detrás de todas esas muertes. Su mirada calculadora se clavó en los ojos del inquisidor general de Narbona, no estaba dispuesto a perder el tiempo, y el mismísimo papa le había recomendado severidad en los interrogatorios, por lo que no dudó en dar el siguiente paso. No le caía bien aquel inquisidor, a decir verdad le caía fatal, y no soportaba ver a un hermano con un alma tan podrida. Le haría confesar todos sus males, incluso suplicaría por hacerlo.
El verdugo, por orden del inquisidor, llevó a fray Alfred hasta un pesado tronco de un metro de altura y lo obligó a arrodillarse. Fray Alfred comenzó a chillar como un cerdo a punto de ser degollado.
—¡Cómo os atrevéis a darme tormento, rata inmunda! ¡Soy un inquisidor, no podéis hacer esto! —bramaba enloquecido y a la vez aterrorizado.
Fray Maurice apretó los puños con fuerza. Jamás, en su vida, había sido insultado tan despreciablemente. En cuanto el verdugo lo tuvo atado al tronco, dio la orden para que fuese azotado. El verdugo cogió el látigo y ya se disponía a azotarlo cuando fue interrumpido por fray Maurice.
—Ese látigo no —corrigió—. Coge el látigo de cinco puntas —ordenó con severidad.
El verdugo, impasible, cogió el látigo de cinco puntas rematadas con trozos de metal. Fray Alfred, al ver lo que se le avecinaba, se orinó encima mientras temblaba de puro horror.
—¡Confesaré! —gritó mirando suplicante al inquisidor—. No hace falta darme tormento. ¡Confesaré mis pecados! —dijo atropelladamente.
—Por supuesto que confesarás —ladró fray Maurice, todavía herido en su orgullo por el grave insulto que todavía retumbaba en su cabeza. Obviando al acusado y su supuesta confesión, ordenó al verdugo que lo azotara.
—¡Yo ordené asesinar a esos hombres! —confesó angustiado al ver que el inquisidor no atendía a razones—. Soy culpable de todo lo que se me acusa —dijo atropelladamente al ver que el verdugo levantaba el látigo. Después, los aullidos reverberaron en el silencio de la estancia, mientras el verdugo azotaba sin piedad.
Fray Maurice ya tenía lo que quería. Había obtenido la confesión de aquel demonio disfrazado de dominico, y ahora recibiría el correspondiente castigo por todos sus pecados, que debían ser demasiados, aparte de lo confesado.