Capítulo 33

Raimond entró en la catedral de Narbona acompañado por el padre Sébastien, que no había querido perderse un nuevo capítulo de la búsqueda del tesoro. Ahora que Edgard tenía la inmejorable compañía de su hermano Laurent, no sentía la obligación de quedarse a hacerle compañía. También influía el hecho de que ya no correrían ningún peligro, puesto que habían arrestado al hombre que había pagado a asesinos a sueldo para matarlos y encontrar el tesoro. Estaba muy interesado en ver de qué tesoro se trataba, y realmente intrigado por ver en qué lugar secreto lo habían escondido. No tenía que haber sido fácil obtener un escondite eficaz en un lugar tan visitado.

Raimond miró impresionado a su alrededor. La catedral de San Justo y San Pastor era realmente bonita y majestuosa. Tenía unas dimensiones colosales, y esto le hizo arrugar el entrecejo. Iba a ser complicado buscar en un lugar tan grande, aunque, pensó aliviado, Joseph sabría dónde buscar. La catedral, recién comenzado el día, se encontraba vacía. Se alegró de ello, necesitaban estar solos y tener libertad de movimientos para lograr su objetivo. Le extrañó que todavía no hubieran llegado Joseph y su hija, y caminó con paso lento observando cada detalle de aquella monumental catedral. El padre Sébastien le había explicado que las obras comenzaron allá por el año 1272, y que en 1340 se detuvieron sin estar acabada. Al parecer, para continuarlas habría sido necesario demoler una parte de las murallas romanas, y los cónsules de la villa se opusieron, originándose un pleito entre el cabildo y los cónsules. Unos años más tarde, en 1353, el Príncipe de Gales atacó la ciudad y la muralla demostró ser una buena defensa de la misma, por lo que no se había vuelto a hablar sobre su demolición.

La puerta se abrió detrás de ellos y aparecieron sonrientes Joseph y Agnés, quienes avanzaron con paso presto hasta donde se encontraban ellos.

—Buenos días —saludaron al unísono Joseph y Agnés, con unas sonrisas amplias. Estaban entusiasmados por descubrir el Santo Grial. Era evidente que debían cambiar la ubicación donde estaba escondido, a fe de que había personas que sabían tanto como ellos, y no podían arriesgarse, pero la verdad era que ansiaban poder tocar con sus propias manos el cáliz de Cristo. Ahora que la angustia y la zozobra no les arañaba las entrañas al saber que no lo habían robado, se sentían unos privilegiados ante la posibilidad de adorar la reliquia, aunque también era verdad que estaban sumamente preocupados al verse incapaces de lograr un futuro escondite a la altura del que sus antepasados habían conseguido tejer esa maraña de innumerables pistas imposibles de descifrar.

—Me alegro de que finalmente haya podido salvar a su amigo —dijo Joseph tendiéndole la mano. Raimond se la estrechó satisfecho.

—Yo también me alegro… Después de la muerte de Etienne, lo necesitaba —admitió Raimond apesadumbrado. Todavía no se perdonaba que su amigo hubiera tenido que dar la vida para salvar la suya, en una búsqueda absurda. Por suerte, habían podido apresar a uno de los asesinos a sueldo y obtener su confesión, obteniendo la identidad del hombre que estaba detrás de todas esas muertes y pudiendo liberar a Laurent.

—Padre Sébastien, ¿qué tal se encuentra Edgard? —preguntó Agnés sumamente interesada. Aunque no le cayese demasiado bien, sufrió por él.

—Mucho mejor, hija mía. Sobre todo ahora que tiene a su hermano al lado. Anoche me hicieron llorar de emoción —recordó embelesado.

—Bueno… —suspiró Agnés nerviosa—, ¿por dónde empezamos? —Estaba deseosa por comenzar.

Raimond miró inquisitivamente a Joseph, y enseguida reparó en que estaba tan perdido como él.

—Creía que sabríais dónde buscar —dejó escapar Raimond, repentinamente desmotivado. Aquella búsqueda iba a acabar con sus nervios.

—Sabemos… Bueno, creemos saber —confesó Joseph observando a su alrededor—, que se encuentra aquí, pero ahora necesitamos encontrar el símbolo que nos marque la ubicación del tesoro.

Raimond suspiró hastiado. Se giró y se mordió la lengua para no soltar una retahíla de improperios y maldiciones. Tenía deseos por marcharse de allí y regresar a Aviñón, a su hogar junto al papa.

Joseph y Agnés habían estado en el día de ayer en la catedral buscando disimuladamente el símbolo o algo que les indicara dónde buscar, pero no habían encontrado nada. Se habían devanado los sesos intentando descifrar el significado de la anterior pista por si, aparte de revelar que la catedral de Narbona era el lugar, indicaba algo más concreto, pero no habían podido encontrar una respuesta.

El padre Sébastien, ante el mutismo y la inmovilidad de sus acompañantes, se sentó en una de las cientos de sillas que cubrían el suelo de la catedral, frente al altar. Esta era una de las características de esta catedral, habían sustituido los bancos de madera por sillas.

Agnés miró al sacerdote con cariño, era el hombre más bondadoso que había conocido. Sintió pena por su avanzada edad, que le había obligado a sentarse para descansar sus viejos huesos. Quiso sentarse junto a él para acompañarle, pero debían comenzar con la búsqueda. De repente se quedó paralizada, sin dejar de mirar al sacerdote. Sus ojos fueron agrandándose paulatinamente, desorbitados.

—¡Las sillas! —susurró muy alterada.

Joseph y Raimond la miraron sobresaltados, sin entender lo que la había alterado tanto.

—Padre, Raimond, son las sillas —dijo convencida mirándolos con vehemencia.

—¿Qué pasa con las sillas? —preguntó Raimond, que no entendía nada.

Joseph se quedó meditabundo, intentando alcanzar el razonamiento de su hija.

—Padre, la pista anterior tenía un significado que nos trajo a esta catedral: encuentro espiritual de los cátaros —relató muy concentrada y a la vez jubilosa—. Bien, dentro de la catedral, el encuentro espiritual de los cátaros serían las sillas, donde nos sentamos en compañía de nuestros hermanos para orar, ¿no es cierto?

A Joseph se le iluminó el semblante, radiante al ver con claridad que su hija tenía razón. Se acercó hasta una de las filas de sillas y miró como un poseso.

—Así que sois cátaros —afirmó más que preguntar Raimond. Lo había sospechado, pero ahora tenía la certeza de ello.

A Agnés se le demudó el semblante, y buscó con la mirada la protección de su padre. Joseph se acercó lentamente a Raimond, azorado y sin saber cómo reaccionar a tal acusación.

—No creo que importe demasiado sus creencias —intervino bondadoso el sacerdote—. Lo importante es qué hay dentro de cada persona, independientemente de su religión —aseguró muy convencido.

—No los he juzgado —se defendió Raimond—, simplemente he preguntado. A mí no me importa que sean cátaros, siempre y cuando no hagan daño a nadie —confirmó. Esto le trajo recuerdos de su infancia, unos recuerdos que prefería olvidar, al llevarle a la terrible epidemia de peste que cambió su vida drásticamente. Todos echaron la culpa de la plaga a los judíos, y aunque el papa Clemente VI dictó una bula por la que exculpaba a los judíos, las gentes seguían acusándolos. Raimond, a sus once años de edad y huérfano por culpa de la epidemia, odió a muerte a los judíos por ser los causantes de su desgracia. A partir de ese momento tuvo claro que lucharía contra la herejía para acabar con todos los judíos que habitaran en la Tierra. Sin embargo, con los años, fue comprobando que los judíos no eran tan diferentes a ellos, y el odio se esfumó al tener la certeza de que nada tenían que ver estos con la plaga de la peste que asoló medio mundo.

—Gracias —dijo aliviado Joseph—. El problema es que hay mucha gente que piensa lo contrario. Estamos marcados por la Iglesia desde hace demasiado tiempo —se lamentó apesadumbrado.

—¡Padre! —llamó nuevamente alterada Agnés, indiferente ya a lo que allí se hablaba. Estaba en medio de una fila de sillas mirando con atención el suelo.

Joseph y Raimond se acercaron al intuir que había encontrado el símbolo de la sociedad cátara.

—Aquí hay una enorme letra —dijo asombrada señalando al suelo.

Raimond y Joseph miraron con incredulidad, creyendo que Agnés desvariaba. ¿Cómo iba a haber una letra dibujada en el suelo? Sin embargo, mirando con atención, se sorprendieron de ver, tal y como había anunciado Agnés, que entre las sillas había una enorme letra dibujada en el suelo en finas líneas, del tamaño de una fila de sillas. Cada fila contenía siete sillas, y había que mirar con cierta perspectiva para leerla con claridad, dado su descomunal tamaño. Podía leerse una V, y se apreciaban más letras en el suelo.

—Deberemos comenzar desde una punta de la catedral si queremos leer lo que pone —sugirió Joseph, verdaderamente impresionado.

—¿Y dónde comenzamos? —inquirió dudoso Raimond—. ¿De la parte del altar o de la parte de atrás?

Joseph se quedó pensativo un momento.

—Yo creo que si podemos leer esta letra desde aquí, es que la palabra o frase comienza desde la parte de atrás.

Raimond pensó lo mismo, era lo lógico. Sin mediar palabra se acercaron hacia la salida, hasta llegar a la última fila de la hilera de sillas. En ese momento se percataron de que había dos hileras, una a cada lado del pasillo central de la catedral. Ellos se encontraban en la hilera de la derecha según se accedía a ella.

—¿Y si en la otra hilera también hay un texto que leer? —se aventuró Agnés preocupada.

—Eso ahora no importa. Nos centraremos en el texto que pone en este lado, después ya averiguaremos si en esa otra hilera hay escrito otro texto —sugirió Raimond.

Comenzaron a leer cada letra con cierta dificultad dado el enorme tamaño que poseían y lo finas y disimuladas que se mostraban las líneas. Cuando llegaron junto al altar, intentaron recordar el texto completo.

—«Para ver, que vean» —dijo Raimond un tanto contrariado. Le sonaba familiar esta frase, pero no acababa de recordar el porqué.

Agnés y Joseph, sin embargo, estaban convencidos de que faltaba la mitad del texto.

—Debe de haber más letras en la otra hilera —dijo convencido Joseph, que sin esperar más, se dirigió a grandes zancadas hacia la última fila de la hilera. No podía dominar su excitación, estaba suspendido en el aire, como si estuviera embriagado con el mayor elixir. Estaban a punto de descubrir uno de los mayores tesoros de la humanidad.

Llegaron al altar descubriendo cada letra dibujada disimuladamente en el suelo. Raimond comprendió por qué le sonaba el texto anterior, era muy parecido a otra pista que habían tenido que descifrar. Si no recordaba mal, había sido la primera pista.

—«Quienes tengan ojos» —recitó Agnés con voz cantarina, con una sonrisa de oreja a oreja. Habían conseguido descubrir la que esperaban fuera la última pista.

—«Quienes tengan ojos para ver, que vean» —terminó el texto Joseph, uniendo las dos partes del texto que estaba escrito bajo las sillas. Una enorme y larguísima frase escrita en el suelo, a la vista de todos y, al mismo tiempo, oculta. Era evidente que esta pista se parecía a la primera. La recordó en silencio: «Quienes tengan oídos para oír, que oigan». En aquella ocasión se refería a las campanas. ¿A qué se referiría en esta ocasión? Se concentró sumiéndose en sus propios pensamientos, aunque los nervios le traicionaban y le resultaba difícil centrarse.

—¿Alguna idea de qué es lo que hay que ver? —inquirió Raimond, paseando la mirada por la descomunal catedral.

El silencio se apoderó de ellos, mirando en derredor sobrecogidos. Nuevamente el descomunal tamaño de la catedral dificultaba la tarea.

—¿Qué es lo más importante que puede verse en esta catedral? —preguntó Raimond, recordando que hasta el momento siempre habían funcionado este tipo de preguntas.

Joseph comenzó a mirar los diferentes santos que allí se representaban, concentrado en dirimir cuál de ellos tendría más importancia. A todas luces debería ser Jesucristo. Estaba a punto de dar esta opinión cuando la débil voz del padre Sébastien se adelantó:

—En esta catedral, como en cualquier otra, e incluso en las iglesias, el parroquiano siempre mirará al sacerdote dando la misa —opinó enigmático.

Joseph iba a replicar pero calló en el último momento. Podría estar en lo cierto.

—Se refiere, entonces, al altar —preguntó Raimond mirando al padre Sébastien. Este asintió convencido, satisfecho por poder ayudar.

Agnés, sin esperar, corrió hacia el altar dando brincos de alegría, estaba segura de que el Santo Grial se encontraba en la catedral, podía intuirlo. Al llegar al altar comenzó a rastrear con la mirada invadida por la excitación. El altar era grande, de unos diez metros de ancho por algo más de un metro de alto, con un fondo de más de dos metros. Era de madera, se veía pesado y voluminoso. En la parte frontal podían verse infinidad de dibujos, insertados en cuadrículas. Se concentró en los dibujos, pero no le decían nada. Allí no había dibujo que hiciera mención a lo que buscaban, ni tampoco aparecía el símbolo de la sociedad cátara. Avanzó hacia un lado para seguir indagando.

Raimond se colocó frente al altar e inspeccionó los dibujos. Diez metros lineales con infinidad de ellos adornando el lugar donde el sacerdote daba la misa. Observó a Agnés que avanzaba con rapidez, se la veía especialmente guapa aquel día. Sonrió para sí al percatarse de sus pensamientos, no era normal en él. Paseó la mirada sin demasiado interés por aquellos dibujos y enseguida reparó en uno minúsculo en la parte de abajo del altar, casi a ras de suelo. Se agachó y, a pesar de encontrarse el dibujo al revés, distinguió el símbolo que acompañaba a cada pista. Llamó a Joseph para que se acercara.

—Creo que he encontrado el símbolo —anunció en cuanto llegó a su lado Joseph. Este se agachó para comprobarlo. Junto con aquellos dibujos, el símbolo de la sociedad cátara aparecía en relieve, no midiendo más de dos centímetros y medio de diámetro.

—¡Es cierto! Es el símbolo —corroboró entusiasmado—. Aunque es extraño que se encuentre bocabajo —dijo contrariado. No tenía demasiado sentido.

Agnés y el sacerdote se acercaron hasta allí al escuchar a Joseph. Agnés se arrodilló para contemplarlo mejor.

—Está al revés —anunció contrariada. Enarcó las cejas y se quedó pensativa. El tamaño parecía…—. Padre, parece del mismo tamaño que la medalla.

Joseph la miró sorprendido, después devolvió la vista al símbolo.

—¿Qué medalla? —preguntó interesado Raimond.

Joseph metió la mano por la abertura del cuello de su jubón y extrajo una medalla que llevaba sujeta al cuello. Era de plata, con el símbolo en relieve.

—Cada uno de los líderes de nuestra sociedad poseemos una medalla como esta —anunció Joseph mirándola embobado.

Raimond miró la medalla y después el símbolo en relieve del altar. No tuvo ni la más mínima duda de que encajaría a la perfección.

—Prueba a insertarla —urgió con el corazón a mil.

Joseph tardó en reaccionar, ensimismado en su medalla.

—Lo que no sospechaba —dijo Joseph sin dejar de mirarla—, es que sirviera para acoplarse y… ¿encontrar el Santo Grial?

—¿El Santo Grial? —exclamó el padre Sébastien, que todavía desconocía este hecho.

Raimond lo miró compasivo.

—Al parecer, el tesoro que guardan los cátaros es el Santo Grial.

—Santa madre de Dios —susurró seriamente impactado—. No es posible… —pensó en voz alta, incrédulo. No daba crédito a la posibilidad de que él estuviera a punto de descubrir el cáliz que Cristo utilizó para beber vino en la última cena.

Joseph se quitó la medalla y se agachó para insertarla en el símbolo del altar. Efectivamente, encajaba a la perfección. Dejaron de respirar esperando que algo ocurriera, pero para su decepción, no observaron nada. Se quedaron inmóviles, contrariados.

—Tal vez hay que girar el símbolo —dedujo Raimond. Era una posibilidad, sobre todo al encontrarse al revés.

Joseph no se lo pensó dos veces y giró la medalla. Tuvo que esforzarse para comenzar a moverla, pero enseguida cedió y su pulso enloqueció al ver girar la medalla. Cuando giró noventa grados y puso el símbolo correctamente se oyó un chasquido y una ranura apareció entre aquellas cuadrículas que contenían dibujos. Ante ellos surgió lo que parecía una puerta, disimulada entre tanta cuadrícula. Raimond empujó con cuidado y la puerta se abrió hacia dentro, lentamente, sobre unos goznes, mientras, Joseph estaba paralizado. La puerta tendría un metro cuadrado y un grosor de doce centímetros. Parecía que al fin habían encontrado el dichoso tesoro. Embobados, observaron cómo se abría la puerta, apareciendo tinieblas en su interior.

Dubitativo, y al ver que nadie movía un músculo, Raimond se asomó al interior. Esperó a que la vista se acostumbrara a la penumbra. El padre Sébastien comprobó que la catedral siguiera vacía, observando desde la distancia cada recoveco. Si los descubrían harían llamar al sacerdote de la catedral o, quién sabe si, al senescal.

Raimond examinó el interior del altar y vio al instante una especie de trampilla que había en el suelo. Se acercó para inspeccionar más detenidamente.

—Aquí hay una especie de trampilla —anunció mientras asía un agarrador y tiraba de él. La trampilla de madera se abrió, pudiendo verse en su interior unas escaleras de piedra que descendían hacia la negrura—. Necesitamos una vela.

Agnés llegó con una vela encendida y un nerviosismo que invadía todo su ser.

—Será mejor que vayamos cuanto antes a recoger el Santo Grial y nos vayamos de aquí antes de que alguien nos vea —recomendó Raimond mientras cogía la vela.

—Pero… ¿vais a robar el Santo Grial? —exclamó el padre Sébastien horrorizado.

—No, no lo vamos a robar —contestó Joseph—. Vamos a cambiarlo de escondite.

—¿Por qué motivo? —preguntó con dureza, sin comprender.

—Porque hemos desentramado todas las pistas, y hay personas que las conocen, como ese inquisidor general o los asesinos a sueldo. No podemos arriesgarnos —explicó muy seguro de sus palabras. Aunque bien era cierto que no tenía ni idea de dónde lo escondería de una forma tan eficaz como lo habían hecho sus antepasados.

—Iré yo delante —dijo Raimond—. Tened cuidado con los escalones. De todas formas, no hace falta que bajemos todos —sugirió mirando al sacerdote y a Agnés, pero vio en sus miradas que no estaban dispuestos a quedarse allí esperando mientras ellos accedían al escondite del Santo Grial. Gruñó resignado y se dispuso a adentrarse en el interior del altar. Se agachó para entrar por la portezuela y comenzó a descender por las angostas escaleras, mientras sostenía la vela en alto para alumbrar convenientemente no sólo sus pasos, sino también los de sus compañeros. Ya tenía ganas de coger la maldita copa y regresar a su casa junto al papa.

Tras una docena de escalones, llegó a una estancia de unos cuatro o cinco metros cuadrados. La vela barría a duras penas las tinieblas de aquella sala, pero enseguida vio algo al fondo, una especie de mesa o algo así. Se acercó entrecerrando los párpados forzando la vista y tras unos pasos en su dirección vio que se trataba de una tumba. El vello se le erizó y tragó saliva. ¿Quién podría estar enterrado bajo la catedral de Narbona? Joseph se acercó a la tumba y la observó detenidamente, lo mismo que Agnés. A él no le gustaban las tumbas, y menos en una sala tenebrosa como aquella.

Intentaba escudriñar la tumba desde una distancia prudencial. Desde luego era una tumba digna de reyes, con la losa exquisitamente esculpida, adornada en sus paredes con fastuosos detalles tallados. Quiso acercarse un poco más para observar con detenimiento las dos figuras esculpidas en la losa cuando Agnés cayó fulminada al suelo de rodillas, ahogando una exclamación. Raimond se sobresaltó, y seguidamente la escuchó sollozar.

—¿Qué te ocurre, Agnés? —preguntó preocupado. Todavía no había terminado de formular la pregunta cuando Joseph siguió los pasos de su hija y se arrodilló junto a la tumba. Raimond pensó que se trataría de algún antepasado suyo, no había otra explicación.

—Es… es la tumba… —comenzó a hablar entre sollozos Agnés—. Aquí está enterrada… Nuestra Señora. La Reina de la Compasión —reveló incapaz de creer lo que estaba viviendo.

Raimond y el padre Sébastien intercambiaron una mirada de extrañeza. No tenían ni idea de a quién se refería Agnés. Raimond se acercó un poco más y vio, efectivamente, escrito en la lápida «Notre Dame». ¿Quién sería aquella mujer que estaba enterrada allí? También le extrañó que en la lápida estuviera esculpido a tamaño real un hombre junto a una mujer, cogidos de la mano. Habían hecho un trabajo exquisito, esculpidos al detalle, primorosamente. Las dos figuras parecían cobrar vida. Estaba claro que tendría que ser alguien muy importante, pero no tenía ni idea de quién o quiénes podrían ser.

Se agachó para susurrarle al oído a Agnés:

—¿Quién es Nuestra Señora? —preguntó casi avergonzado por no saber de quién se trataba, ya que Agnés lo había anunciado con tanta seguridad que parecía que ellos debían de saber quién era.

Agnés levantó la mirada de la tumba arrasada en lágrimas.

—Nuestra Señora, la Reina de la Compasión, es María, María Magdalena —dijo en voz baja, sumamente emocionada.

—Aquí yace —intervino Joseph con lágrimas en los ojos— para toda la eternidad. La han esculpido junto a su esposo, Jesucristo. Están cogidos de la mano, simbolizando la unión eterna.

Raimond estaba asombrado. Miró al hombre que estaba majestuosamente esculpido y no le cupo ninguna duda de que, en efecto, era Jesucristo. Al final parecía que los cátaros tenían razón, y Jesucristo fue esposo de María Magdalena, una prostituta según la Iglesia. Miró con interés al padre Sébastien, que miraba incrédulo la tumba, con un rictus de horror, sorpresa, compasión. Sonrió para sí, divertido al verlo de tal guisa.

—Pero… —articuló con dificultal el padre Sébastien—. Pero esto no puede ser posible… —dijo incapaz de encontrar palabras para explicar lo que sentía. Se resistía a creerlo, todo su mundo tal y como lo había conocido se desmoronaba. Sentía que lo habían engañado, estaba descorazonado. Quería pensar con lucidez, pero su mente se resistía a hacerlo dado el impacto de aquella revelación. Jesucristo casado, humanizado, y con María Magdalena. Era más de lo que podía soportar.

—¿Y el cáliz? —preguntó Raimond observando a su alrededor. No parecía haber ningún objeto más en la sala.

—Me temo que no existe ningún cáliz. El tesoro es la tumba —reveló Joseph. Señaló debajo de «Notre Dame».

Raimond acercó la vela y pudo leer «Sang Real».

—¿La tumba es el Santo Grial? —preguntó incrédulo.

Joseph tardó un poco en contestar, intentando pensar con claridad.

—No estoy seguro, porque estoy tan sorprendido como vos. Pero Sang Real podría significar sangre real —explicó un emocionado Joseph—. Tal vez el Santo Grial sea la descendencia de Cristo y María Magdalena.

—Nosotros somos descendientes de Cristo y María Magdalena —confesó Agnés sintiendo la obligación de decirlo en voz alta.

—Y como tales merecéis morir —bramó una voz iracunda a sus espaldas.

Raimond se giró sobresaltado, los habían descubierto. Seguramente sería el senescal hecho una furia, pero se encontró con una imagen mucho peor de la que esperaba. Al pie de la escalera había cuatro hombres armados, y todavía seguían descendiendo más individuos. Pero no se trataba de soldados del senescal, sino que parecían mercenarios de la peor calaña. No saldrían de aquella, estaba seguro. Eran dos contra… de momento más de seis. No, no saldrían de aquella, al menos con vida.

El padre Sébastien, como en otras ocasiones, se puso a rezar. Le había ido bien en las anteriores ocasiones donde también estuvo a punto de morir a manos de individuos como aquellos, saliendo victoriosos de aquellos lances. Pero sobre todo necesitaba rezar porque estaba aterrorizado.