Capítulo 32

Había sido una noche larga, muy larga. Había estado inmerso en un duermevela continuo, incapaz de conciliar un sueño profundo. Estaba hecho un lio. El día anterior habían llegado los refuerzos enviados por el papa: once mercenarios junto con uno de los soldados bajo sus órdenes que dejó en el Papado cuando se marchó. Por fin había llegado lo que tanto anhelaba, pero ahora se veía enfrascado en un dilema que pronto acabaría volviéndole loco. No sabía si esperar la contestación del papa a su última misiva o arrestar al inquisidor general al amanecer, confiado en que el papa autorizaría el arresto. La verdad es que no tendría que esperar mucho, confiaba en que la misiva proveniente del Palacio Papal llegara ese mismo día antes del anochecer. Pero sería una larga espera, casi un día entero. Toda la noche había estado dándole vueltas al asunto. No le cabía duda de que el papa, al leer la misiva con la declaración sellada por parte del senescal, autorizaría a arrestar al inquisidor general, pero… ¿y si no?

Cuando Raimond vislumbró el amanecer desde el camastro, sintió un alivio descomunal. Por suerte acababa una noche interminable, sitiado por sus pensamientos, dudando en su proceder. La tenue luz que penetraba por la ventana puso fin a sus cuitas. No esperaría a que llegara la misiva. Hasta un ciego podía ver que el papa autorizaría el arresto del inquisidor general, las pruebas eran concluyentes. Sentía una angustia difícil de dominar por el hecho de que el inquisidor general pudiera darse a la fuga si esperaba hasta que llegara la misiva. Aquel pequeño ejército de mercenarios que había llegado anoche podría haber puesto sobre aviso al inquisidor, y no podía arriesgarse a que se escapara y quedara sin su merecido castigo. Se levantó del camastro lánguidamente, muy cansado. Hoy sería un gran día, no lo dudaba, pero no encontraba las fuerzas necesarias para levantarse con energía positiva. Resopló sin fuerzas, parecía que había estado toda la noche combatiendo. ¿Se hacía viejo? Una pequeña sonrisa apareció en su rostro ojeroso, a pesar de todo.

Una hora después él y su pequeño ejército de doce soldados entraron en el edificio del Santo Oficio. Raimond ya había recobrado energías, estaba con la adrenalina disparada por la perspectiva de arrestar a ese maldito hijo de puta que asesinaba impunemente a personas inocentes valiéndose de su poder como inquisidor general.

Raimond, que ya sabía de sobra el camino, se adentró por los pasillos hasta llegar a la estancia donde fray Alfred solía trabajar durante el día. Los diferentes frailes que se encontraban en su camino los miraban boquiabiertos y se apartaban. Sin ser anunciado, accedió a la estancia acompañado de su séquito, mientras un estupefacto Alfred Simonet los vio entrar y se quedó petrificado con la pluma a medio camino entre el tintero y el pergamino.

Raimond avanzó con paso decidido hasta llegar a su mesa.

—Alfred Simonet —dijo con voz grave y semblante amenazador, obviando premeditadamente «fray»—. Por orden del papa Urbano V, quedas arrestado por ser el responsable de las muertes de Diégue Cabart, Thomas Vincent, Marcel Helouys, el preboste y Etienne Martine —anunció mostrando entereza para ocultar que no poseía todavía esa orden del papa.

A fray Alfred Simonet se le cayó la pluma de la mano, lo miró con verdadero horror, con el labio inferior temblando levemente. Parecía incapaz de reaccionar. Echó un vistazo a los doce soldados que se mantenían firmes detrás de Raimond. Pareció sopesar sus posibilidades.

Raimond no le dejó opción a recapacitar. Con un gesto de su cabeza dos mercenarios franquearon la mesa, uno por cada lado, y sujetaron al inquisidor.

—Te llevaré ante el senescal, fraile —dijo esto último despectivamente, sabedor de que sería humillante para él.

—Cómo te atreves… —susurró enojado—. ¡Esto es una locura, un atropello! —gritó recobrando la lucidez—. Quiero ver esa orden, ¡ahora! ¡Soy el inquisidor general de Narbona, no tienes derecho a arrestarme! —vociferaba ante el mutismo de Raimond. Los dos soldados lo llevaron en volandas hacia la salida, mientras el inquisidor pataleaba y vociferaba sin control.

Raimond se regodeaba a gusto. Había vencido a la Inquisición, y en particular a aquel hombre malvado con el que se enfrentó verbalmente a su llegada a Narbona. Por desgracia, el mundo no cambiaba. Seguía habiendo hombres al servicio de Dios que hacían el mal, que precisamente se aprovechaban de ello para obtener beneficio propio, y que, incluso, asesinaban a gentes inocentes. Su fe, ya de por sí quebrada, se hacía añicos con el paso del tiempo. Creía en Dios firmemente, pero tenía la certeza de que negaría con la cabeza al ver en lo que se estaba convirtiendo el mundo que Él había creado.

—Quiero que arrestéis a todo el personal que trabaje bajo este techo y que los llevéis ante el senescal —ordenó Raimond a los diez soldados restantes, todavía en la estancia del inquisidor general. Allí se quedó solo un momento, mirando a su alrededor, con la mente en blanco, sin querer pensar en nada ni en nadie.

Con el sol desapareciendo por el horizonte, Raimond bajó a las mazmorras del Santo Oficio con un júbilo ostensible, con una excitación que lo envolvía por completo. Acababa de leer la misiva del papa, y daba su autorización para arrestar al inquisidor general de Narbona y a todos los que trabajaban a sus órdenes. También anunciaba que enviaba a un inquisidor y un notario para que se encargaran de los interrogatorios inmediatamente. Posiblemente llegaran hoy, o como muy tarde mañana al mediodía, ya que venían procedentes de Béziers, a unas seis leguas (28 kilómetros) de distancia de Narbona.

Entró en la mazmorra y se dirigió casi a la carrera hasta donde Laurent estaba prisionero. Lo había conseguido, e inevitablemente recordó a Camille, que no cabría en sí de dicha cuando se enterase.

—¡Laurent, viejo amigo! —saludó cuando todavía no había llegado a su posición.

Laurent Rollant ya se incorporaba al verlo aparecer. Era evidente que traía noticias, y por su semblante, debían de ser buenas. El corazón le dio un vuelco ante la posibilidad de que hubiese encontrado al verdadero asesino.

—Vengo a liberarte —dijo con una satisfacción y una dicha insuperables—. He conseguido desenmascarar al culpable de los asesinatos. He conseguido las pruebas sobre tu inocencia y tengo la autorización del papa para liberarte —terminó diciendo emocionado. Sí, lo había conseguido. Lo que parecía una quimera en un primer momento, había acabado haciéndose realidad.

Laurent lo miró incrédulo, como si viera a un fantasma, con los ojos desorbitados. Movió los labios pero no salió palabra alguna, y rompió a llorar como un niño, sin acabar de creerse que iba a abandonar aquel infierno. Era tan maravilloso, tan irreal, que costaba darle crédito. Era como estar en un sueño muy vívido, un sueño en el que morías y al cabo de muchos días volvías a la vida. Un tropel de pensamientos cruzaron su mente a una velocidad vertiginosa. Todavía recordaba como si fuera hoy el juramento que Raimond le hizo el primer día que lo visitó, asegurándole que lo sacaría de allí costara lo que costase. Lo dijo con tanta seguridad, con tanta rabia, que le creyó. En su fuero interno le creyó. Después siempre se decía a sí mismo que era imposible que, ni siquiera él, todo un jefe militar del papa, pudiera salvarle de las garras de la Inquisición, pero ahora veía que aquel hombre, al que tan bien conociese en su infancia, estaba hecho de otra pasta. Pensó si no sería verdad lo que decían de él, que estaba protegido por el mismísimo Dios. En aquel momento, realmente lo creyó.

Mientras abandonaban las mazmorras, Raimond le narró lo sucedido en los últimos días. Laurent sólo podía articular palabras de agradecimiento, sin dejar de llorar. Lo llevaría junto con su hermano Edgard, que aquel mismo día había llegado a Narbona junto con el padre Sébastien. Todavía debía recuperarse de la herida en la pierna, pero ya se encontraba mucho mejor. Después se dirigió a uno de sus soldados que había estado vigilando la seguridad de Laurent.

—Quiero que vayas ahora mismo a casa del cambista Joseph Clyment y le digas de mi parte que mañana al amanecer nos reuniremos en la catedral para continuar con nuestra búsqueda —le ordenó hablando despacio para que recordara cada palabra. En el día de ayer, después de recibir los refuerzos, acudió a casa de Joseph para saber si tenía pensado seguir hasta el final en su búsqueda del Santo Grial. Después de consensuarlo con su hija Agnés, decidieron que sí, que necesitaban cambiarlo de escondite, que habían llegado demasiado lejos como para dejarlo en la misma ubicación. Habían descifrado muchas pistas, pudiendo resultar fácil encontrarlo para alguien avezado. Ahora que sus vidas ya no estaban en peligro, al ser arrestado el inquisidor general, que era el hombre que estaba detrás del Santo Grial y el que había ordenado eliminarlos, podían terminar la búsqueda con tranquilidad, aunque en su fuero interno se preguntaba si aquella búsqueda tendría sus frutos. Esperaba que sí. Les prometió que les ayudaría a encontrarlo para que no cayera en manos de indeseables, y estaba dispuesto a cumplir su palabra. Al final, se dijo con cierta satisfacción, la muerte de Etienne no había sido en vano, y había podido salvar la vida de Laurent, pero enseguida la amargura lo envolvió. Se trataba de un pobre consuelo, al ser una vida a cambio de otra.