A media tarde llegaron a Narbona Joseph, Agnés y Raimond Guibert junto con el prisionero capturado. El padre Sébastien se quedó en Arques acompañando a Edgard hasta que la herida comenzara a sanar. No debían de tardar muchos días en poder regresar, vaticinó el médico.
Raimond se mantenía taciturno, verdaderamente afectado por la muerte de su buen amigo Etienne. Lo que las guerras no habían conseguido, lo había hecho aquella absurda búsqueda del Santo Grial. Cada vez estaba más convencido de que perseguían una leyenda, una utopía, fantasías ingenuas. Bien era cierto que aquel tesoro se había cobrado varias vidas inocentes en las últimas semanas, así que tal vez existiera realmente. De momento, como había acordado con Joseph, dejarían aparcado el Santo Grial hasta que el papa le mandara refuerzos, ya habían corrido demasiados peligros como para seguir tentando a la suerte, sin olvidar que no podían contar con la protección que les había brindado Etienne. Joseph se quedó apesadumbrado ante esta perspectiva, pero enseguida comprendió que era lo correcto, sobre todo si valoraba su vida y la de su hija.
Llegó al edificio del senescal en compañía del prisionero, dispuesto a hacerle hablar costara lo que costase. Debía cobrar una deuda por la muerte de su fiel soldado, y qué mejor manera de hacerlo que salvando otra vida, la de su amigo de la infancia Laurent Rollant. No sintió el entusiasmo deseado ante esta posibilidad, seguía torturándole el recuerdo de Etienne, pero ya no podía hacer nada por él, estaba enterrado en Arques. Ahora debía centrarse en ayudar a Laurent.
El senescal le recibió inmediatamente.
—Es un placer recibirlo, señor Guibert —le estrechó la mano con fuerza, invitándolo a sentarse frente a su mesa—. Hablan maravillas sobre vos…
—No haga mucho caso de lo que cuentan… —dijo taciturno.
El senescal lo miró un tanto contrariado.
—He traído conmigo a un asesino —continuó deseoso de hacer hablar a aquel malnacido—. Ayer este hombre, junto con varios más, nos atacaron dispuestos a asesinarnos, y mataron a mi mejor y más fiel soldado. Hay que interrogarlo inmediatamente para que confiese quién los contrató —urgió, sin sentirse incómodo al ordenar de aquella manera a todo un senescal.
—Vaya, cuánto siento su pérdida —confesó el senescal con rostro adusto—. El otro día asesinaron al preboste. Una gran pérdida, sin duda —se lamentó. Después endureció el rostro nuevamente—. No sé qué demonios ocurre en esta ciudad, pero los asesinatos se multiplican, y de gentes importantes y poderosas.
Raimond no pudo ocultar su desasosiego.
—¿Han matado al preboste? —inquirió incrédulo y afectado—. ¿A Vincent Hosebert?
—Sí, así es. Venía de camino hacia aquí, al parecer. Lo asesinaron en plena calle como si fuera un perro —escupió de rabia. Se inclinó hacia delante en tono confidencial—. Creo que había averiguado algo importante —susurró.
Raimond no podía creerlo. Aquel maldito Santo Grial dejaba un reguero de sangre y muerte descomunal, sin importar condiciones. Daba igual que fuesen ricos, nobles, poderosos. No se andaban con chiquitas. Todo el que se interponía en su camino, acababa muerto.
—Hay que interrogar ya a este hombre —urgió con más ímpetu—. Él nos puede llevar hasta los verdaderos culpables de estos asesinatos. Confesar quién o quiénes son las cabezas pensantes, los que llenan las bolsas de esos asesinos a sueldo.
El senescal asintió repetidamente, con un creciente entusiasmo por ver resueltos esos últimos asesinatos. Raimond no supo si era avaricia lo que veía en aquel orondo senescal, o, verdaderamente, estaba interesado en hacer justicia. Lo vio limpiarse el sudor de su frente, con las mejillas coloreadas, la papada colgando flácida. También tenía un tic en el labio, en el lado izquierdo. No superaría los cuarenta años, pero parecía mucho más viejo.
—¿Y por qué cree que querrían matarlo a vos?
—Estamos tras la pista de los verdaderos asesinos de Diégue Cabart y de Thomas Vincent. Nos acercamos y nos quieren muertos —reveló Raimond, ocultando el tesoro.
El senescal se levantó con dificultad y le instó a que le siguiera, Raimond le informó que había dejado al asesino custodiado por uno de los soldados del senescal, e hizo llamar a un notario para hacer oficial el interrogatorio y ordenó que llevaran al asesino a la sala de interrogatorios.
—Si lo desea, yo le informaré personalmente de la confesión —le anunció el senescal, dispuesto a comenzar el interrogatorio.
—Si no le importa, deseo estar presente en el interrogatorio —pidió con severidad. No quería perdérselo por nada del mundo, necesitaba comprobar que eran lo suficientemente eficaces como para hacerle confesar. Y si no lo eran, ya se encargaría de apretarles las clavijas para obtener la confesión.
Tras un momento de duda, el senescal aceptó y lo guio por el laberinto de pasillos hasta llegar a la sala de interrogatorios. Se trataba de una estancia lóbrega, con un par de sillas para el senescal y el notario. El verdugo estaba de pie con un látigo en la mano al lado del asesino, que estaba de rodillas con la espalda desnuda atado a un pesado tronco. Todavía le sangraba la herida de la pierna a pesar de las curas del médico.
Tras hacer una breve presentación para que el notario levantara el acta, el senescal se dirigió al acusado.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó con dureza.
El asesino a sueldo se mantuvo callado, con la cabeza gacha e inmóvil.
El senescal asintió al verdugo. Este asintió a su vez y comenzó a azotarlo con saña. Se detuvo tras diez latigazos.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó nuevamente.
—Jacques —contestó a duras penas, gimiendo de dolor—. Jacques Dupont —balbuceó.
El notario rasgó el pergamino anotando con rapidez.
—¿Quién te contrató para asesinar a Raimond Guibert y los que lo acompañaban?
El asesino a sueldo comenzó a temblar.
Tras un momento de silencio, el senescal asintió al verdugo. Este volvió a azotarlo con fuerza, esta vez veinte latigazos. Raimond seguía el interrogatorio en silencio, asqueado ante el espectáculo, pero necesario para conseguir llegar hasta los verdaderos culpables. De todas formas, dudaba que consiguieran su objetivo valiéndose tan sólo de latigazos. Cambió de postura y bajó la cabeza, mientras los latigazos se sucedían.
—¿Quién te contrató? —volvió a preguntar el senescal.
Jacques Dupont dejó de aullar, envuelto en sudor y con la espalda descarnada por los brutales latigazos. Jadeaba y gemía de dolor.
—Jacques Dupont, ¿quién te contrató para asesinar a Raimond Guibert y sus acompañantes?
El asesino a sueldo comenzó a gimotear y a negar con la cabeza, era evidente que luchaba contra sí mismo.
—Yo… yo no lo sé —confesó con dificultad tragando saliva varias veces—. Yo sólo recibí el dinero de mi socio, que fue quien recibió el encargo.
El senescal miró a Raimond, y este negó con la cabeza para hacerle ver que mentía. No podían creerle, todavía no. Debían exprimirlo más si querían conseguir la verdad. El senescal se dirigió al verdugo:
—Cambia de látigo —dijo escuetamente.
El verdugo retiró el látigo que llevaba en la mano y se acercó a una pared. De allí extrajo un látigo de cinco puntas rematadas con picos de metal, se acercó al asesino y esperó el consentimiento del senescal. Jacques vio aquel látigo y comenzó a removerse espantado, asegurando que decía la verdad, que debían creerle. El senescal asintió al verdugo, y este descargó el látigo sobre la castigada espalda del asesino a sueldo. Las puntas de metal se clavaron en la carne, y al retirar el látigo, arrancó pequeños trozos de carne. Los aullidos de Jacques Dupont hicieron temblar el edificio.
Raimond estaba seguro de que ahora sí conseguirían su confesión. Sintió compasión por aquel hombre, mientras el verdugo le arrancaba la carne a tiras con cada latigazo. Bajó la mirada nuevamente, asqueado. No era la primera vez que veía algo así, pero a pesar de que ese hombre quiso matarlo a él y a los demás, no se merecía aquel tormento. Ningún hombre se merecía algo así, por muy malvado que fuese.
Cuando el verdugo se detuvo, sudando y jadeante, Raimond suspiró aliviado. Tal vez se habían pasado un tanto de la raya. Seguramente hacía rato que el asesino a sueldo hubiera confesado.
—¿Quién te contrató para matar a Raimond Guibert? —repitió una vez más el senescal.
Jacques Dupont apenas estaba consciente, con la espalda hecha un jirón sanguinolento. El verdugo cogió un cubo de agua y lo echó por encima del rostro del atormentado. Jacques pareció recobrar mínimamente la lucidez y emitió lamentos ahogados.
—¡Jacques Dupont! ¿Quién te contrató para asesinar a Raimond Guibert y sus acompañantes?
Jacques levantó la mirada a duras penas, con el rostro deformado por el dolor.
—Fray… —musitó con dificultad—. Fray Alfred…
El senescal dio un respingo en su silla. Raimond, sin embargo, no sabía de quién se trataba, aunque quedaba claro que parecía tratarse de un dominico. Por fin la suerte parecía hacerle un guiño.
—¿Fray Alfred? —dijo incrédulo, con los ojos muy abiertos—. ¿Fray Alfred Simonet? ¡Esa es una acusación muy grave! ¿Estáis seguro de lo que decís? —preguntó vehemente.
Jacques asintió a trompicones.
—Sí, señor. Fue fray Alfred Simonet quien nos contrató. Yo mismo recibí el encargo junto con otro socio que murió en Arques —confesó con dificultad.
Raimond se quedó pensativo. Aquel nombre, no sabía por qué, le resultaba familiar.
—Por todos los Santos… —susurró escandalizado el senescal. Se quedó en silencio un buen rato, incapaz de digerir lo que acababa de oír. Después clavó la mirada en el asesino a sueldo—. ¿Fray Alfred Simonet también ordenó asesinar a Diégue Cabart, Thomas Vincent y Marcel Helouys?
Jacques Dupont comenzó a gimotear. El senescal esperó pacientemente a que se decidiera a hablar, no quería ordenar al verdugo otra tanda de latigazos.
—¡Sí! —bramó entre sollozos, como enrabietado.
—¿Quién es ese tal fray Alfred? —preguntó Raimond deseoso de saber quién era el culpable de tanta muerte, y el responsable indirecto de la suerte de Laurent, y de Etienne.
—¿No lo conocéis? —preguntó contrariado el senescal—. Fray Alfred Simonet es el inquisidor general de Narbona —anunció con gravedad, todavía trastornado por la confesión.
Raimond se quedó boquiabierto, sin poder reaccionar. Aquel hijo de puta era el responsable de todo, él era el que estaba detrás del Santo Grial, y ahora comprendió su vehemencia en culpar a Laurent. Fray Alfred había sido el verdadero culpable de aquellas muertes con las que acusaba a Laurent. Apretó los puños con fuerza e intentó calmar su ira. Se vengaría, juró que se vengaría de ese diablo disfrazado de fraile dominico. Para ello debía escribir inmediatamente una misiva al papa narrando la confesión obtenida y pidiendo autorización para arrestar al inquisidor general de Narbona y a todo el que estuviera implicado. No podía perder más tiempo. Lo tenía, tenía al alcance de su mano al verdadero culpable, y a la vez la libertad de Laurent, ahora que la Inquisición no podría oponerse, pero debía jugar sus cartas con maestría, sin dejar que su ira lo dominara.