Capítulo 29

Etienne tan sólo dispuso de una milésima de segundo para reaccionar. Cinco hombres encapuchados se abalanzaron sobre ellos dispuestos a ensartarlos por la espalda. Etienne, en esa milésima de segundo, totalmente lúcido, supo que iban a morir todos en menos que cantase un gallo. Amparados en aquel paraje irregular, los encapuchados habían ido acercándose sigilosamente hasta ellos sin poder ser vistos, y tan sólo aquel chasquido advirtió a Etienne del peligro, pero ya era demasiado tarde y no tendrían tiempo de sacar las espadas del cinto antes de que acabaran atravesados por una de sus espadas. Los tenían encima, dos de ellos abriendo la marcha con sus espadas por delante y los otros tres encapuchados detrás, dispuestos a no dejar vivo a ninguno de ellos. Etienne comprendió que sólo había una salida, una opción para intentar seguir vivos, y no lo dudó, aunque tampoco tenía tiempo para ello.

—¡Raimond! —gritó para advertirle del peligro, mientras él se abalanzó con los brazos abiertos sobre los dos encapuchados que marchaban delante, para detener su avance y ganar un tiempo precioso para que Raimond y Joseph se armaran y pudieran combatirlos.

Raimond se giró bruscamente ante el grito alarmado de Etienne, justo a tiempo para verlo abalanzarse sobre dos hombres encapuchados. Los tres cayeron al suelo, mientras otros tres encapuchados los esquivaron para llegar a donde estaban ellos. Extrajo su espada a tiempo para detener la primera acometida de uno de ellos, debiendo defenderse como gato panza arriba. Joseph había hecho lo propio, esta vez mucho más rápido en reaccionar. Si hubiera dudado como en el día anterior, ya estaría muerto. Agnés y el sacerdote cayeron al suelo ante la feroz acometida de los atacantes, mientras Edgard, con el puñal que le había prestado Raimond, intentó defenderse del tercer encapuchado.

Raimond enseguida revertió la situación ante su contrincante y pasó de defenderse como buenamente pudo a atacar con una ferocidad brutal. La sensación de luchar al borde de la muerte le trajo lejanos recuerdos de las guerras contra los herejes. El mismo sabor metálico en la boca, con la adrenalina disparada recorriendo cada poro de su piel, luchando codo con codo junto a sus compañeros de armas. Pero en esta ocasión también había una joven y un cura a los que defender. Por el rabillo del ojo vio cómo uno de los encapuchados clavaba su espada en la pierna de Edgard, quien aulló de dolor. Raimond le dio una patada como buenamente pudo para derribarlo al suelo y quitárselo de encima a Edgard con el fin de ganar un poco de tiempo, a la vez que se jugaba el todo por el todo contra su contrincante. O le vencía, o Edgard sería rematado, junto al sacerdote y a Agnés. Con la piel de gallina, aumentó la intensidad en sus mandobles, pero su adversario era un experimentado guerrero, de eso no había duda. Descargó su espada una vez más, dio un paso atrás, invitando a que atacara su adversario, le esperó con los pies bien plantados, aguantó el envite, dejó que se confiara y entonces pasó al ataque con un giro rápido de su cuerpo descargando a su vez un mandoble que alcanzó el vientre de su oponente. Sin perder tiempo se giró justo para ensartar por la espalda al encapuchado que había herido a Edgard y que ya se levantaba del suelo para rematarlo.

Miró a Agnés y al sacerdote, que se mantenían encogidos en el suelo aterrorizados, mientras Joseph mantenía a raya a su oponente. Decidió ayudarlo cuando en ese momento apareció otro encapuchado. En ese instante recordó a Etienne, que había cortado el ataque abalanzándose contra los dos hombres que marchaban delante. Imaginó que sería uno de ellos y cayó en la cuenta de que tal vez Etienne había sido abatido. Arremetió contra él con una furia inhumana, incluso a él le sorprendió tanta ira. La posible muerte de Etienne, fiel soldado y buen amigo, le insufló energías para sacar una rabia acumulada de años. En esas estaba cuando vio a Joseph, que acababa de matar a su contrincante, acercarse hasta ellos y meterle tres cuartos de acero por la espalda al encapuchado. Raimond asintió en muestras de agradecimiento, habían conseguido salir victoriosos. Seguidamente se dirigió hasta Etienne, que estaba tirado en el suelo al lado de uno de los encapuchados, que intentaba escapar en ese momento arrastrándose como la víbora que era. Lo agarró del pelo y lo sujetó con fuerza mientras este intentaba zafarse sin éxito. Tenía una herida en el muslo y perdía bastante sangre.

—Agnés —llamó a la vez que se giraba en su dirección. La vio llorando de puro terror, mientras el sacerdote y Joseph atendían a Edgard, que parecía no tener una herida de gravedad—. Tráeme algo para atar a este canalla, haz el favor.

—Ya voy yo —dijo Joseph al ver que su hija era incapaz de moverse de donde estaba.

Raimond se acercó a Etienne, inerte bocabajo sobre la dura tierra, la sangre empapando sus ropas. Lo giró con cuidado y vio una expresión en su rostro que conocía demasiado bien, por desgracia: la expresión de la muerte, y observó que le habían herido varias veces en el estómago. Tenía grabada a fuego la imagen de Etienne abalanzándose sobre los encapuchados, y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Los encapuchados iban con las espadas asidas, dispuestos a ensartarlos, y Etienne se lanzó sobre ellos y sobre sus espadas, desarmado. Probablemente cuando cayeron al suelo ya estaría herido de muerte, pero pese a ello, se las había arreglado para herir a uno de ellos y sujetar al otro el tiempo suficiente. Las lágrimas le asaltaron repentinamente, reteniéndolas como buenamente pudo. Clavó su espada en la tierra con rabia y se arrodilló junto al cuerpo sin vida de Etienne. Había sido un suicidio por su parte, o una heroicidad, según como se mirase, lo que estaba claro es que había dado su vida por las suyas. Agarró con las dos manos la empuñadura de la espada donde estaba enmarcado el emblema papal y apoyó la frente sobre ella. Quiso gritar de rabia, llorar amargamente, pero no pudo. Sintió un gran vacío en su interior, como si le hubieran arrebatado algo propio, y no era para menos. Etienne había estado a su lado durante los últimos ocho años guerreando contra los Infieles y posteriormente al servicio del papa. Era un gruñón, pero era un hombre bueno. Sintió una mano temblorosa apoyarse sobre su hombro.

—Lo siento, hijo mío —dijo con dulzura el padre Sébastien, apretando la mano—. Dios ha querido llevárselo a su lado.

Raimond se levantó lentamente y se giró, siendo observado por todos.

—Sólo espero que su muerte no sea en vano —dijo iracundo mirando fijamente a Joseph. Se acercó a grandes zancadas al herido que había sido amordazado y le agarró del cuello levantándolo en el aire—. ¿Quién os contrató? —gritó fuera de sí—. ¡Habla o te mato ahora mismo! —urgió a la vez que lo zarandeaba violentamente. Este se mantuvo en silencio, con quejidos de dolor. Lo dejó caer al suelo nuevamente y extrajo su espada que estaba clavada en la tierra.

—Raimond, hijo —le sujetó del brazo débilmente el sacerdote—. Si lo matas, nunca obtendremos su confesión.

Raimond lo miró un momento e intentó digerir la ira que sentía. A regañadientes asintió y volvió a clavar la espada en la tierra. Gustosamente hubiera atravesado con su espada a ese malnacido y le hubiera hecho pagar la muerte de Etienne, pero el sacerdote tenía razón, lo necesitaban vivo.

—Lo mejor será llevarlo ante el senescal y que lo interroguen las autoridades —sugirió Joseph—. De esta forma se hará oficial su declaración, y los responsables de todo esto pagarán por lo que han hecho.

Una vez vendado convenientemente Edgard, y más tranquilos al comprobar que la herida había sido limpia, decidieron terminar el trabajo antes de ir a la población más cercana a pasar la noche, ya que faltaba poco para anochecer, y, de paso, para que un médico curara a Edgard.

Joseph continuó excavando con rapidez mientras Raimond depositaba el cuerpo sin vida de Etienne sobre el caballo y lo sujetaba para llevarlo con ellos y darle el entierro que se merecía. También deberían avisar al preboste de aquella región para que se encargara de los cadáveres.

—Siento de veras lo de su amigo —oyó que le decían a su espalda. Raimond se giró para encontrarse con los bonitos ojos almendrados de Agnés. Asintió agradecido.

—Hemos encontrado una nueva pista —anunció apesadumbrada—. Pensé que le gustaría saberlo.

Raimond, sorprendentemente, no se enfadó por no hallar el tesoro y sí en cambio una nueva pista. Seguramente el dolor por la pérdida era demasiado grande como para experimentar otros sentimientos.

—¿La habéis descifrado ya? —preguntó sin ánimo tras un largo silencio, con la mirada en el más allá.

—No, todavía no.

Joseph y el sacerdote se acercaron.

—Será mejor que nos vayamos cuanto antes, Edgard necesita que lo vea un médico —sugirió Joseph un tanto triste.

—¿Y la pista? —preguntó Raimond.

—La sé de memoria. Podemos resolverla por el camino o una vez que lleguemos a una posada. Ya la hemos tapado con tierra, tal y como estaba.

Raimond asintió. El silencio se apoderó de ellos.

—¿Y cuál es la pista? —preguntó finalmente.

—«Te he amado antes, te amo hoy, y volveré a amarte. El tiempo vuelve» —recitó de memoria Joseph.

Raimond enarcó las cejas, parecía un acertijo realmente complicado, y era incapaz de poder pensar con lucidez.

—Está bien, marchémonos de aquí cuanto antes —dijo poniéndose en marcha—. Quiero enterrar a Etienne antes de que anochezca completamente.

El grupo se puso en marcha hacia la aldea de Arques para buscar un médico, enterrar a Etienne, informar al preboste y pasar la noche. La aldea estaba muy cerca de donde se encontraban. Lo que sí tenía claro Raimond era que advertiría al médico de que no quería que realizara ninguna sangría a Edgard, bajo ninguna circunstancia. Los médicos quitaban más vidas de las que sanaban, lo sabía por experiencia, tan arraigados a las sangrías para expulsar los malos humores del cuerpo. Menuda sandez.

Joseph, Agnés y el sacerdote debatían sobre la pista, mientras Edgard y Raimond marchaban en silencio, con el asesino a sueldo amordazado. Raimond ni siquiera encontraba consuelo ante la posibilidad de hacerle confesar y salvar a su amigo Laurent de una muerte segura.

—Yo estoy perdida con esta pista —confesó malhumorada Agnés, negando con la cabeza varias veces de impotencia. A pesar de tratarse de una frase que conocía bien, al hallarse entre las enseñanzas que los cátaros transmitían de generación en generación, no entendía de qué lugar podría tratarse. La frase en cuestión se refería a que había vida tras la muerte, que las personas volvían a resucitar y se rencontraban con la misma persona a la que habían amado en otras vidas.

—Tal vez no tengamos que pensar en un lugar —sugirió Joseph con un brillo especial en su mirada—, sino como algo espiritual. Creo que ese es el error que estamos cometiendo.

Agnés se concentró en lo que su padre sugería.

—Tal vez se refiera —continuó en susurros— al lugar donde espiritualmente los cátaros nos reunimos en vida.

El sacerdote arrugó el entrecejo, hablaban en voz baja, y tenía la certeza de que ocultaban algún secreto en relación al tesoro que buscaban o, incluso, algo más relacionado con sus creencias.

—¿La catedral de San Justo y San Pastor? —inquirió Agnés con expresión de asombro.

—Podría ser —admitió dubitativo todavía—. Es el lugar donde amamos a través de los siglos a Dios y a nuestros antepasados —dijo más convencido, reflexionando sus palabras—. Pensaremos en ello con tranquilidad, tenemos toda la noche —dijo seguro de sí. Sentía cómo se acercaban al Santo Grial. La posibilidad de que estuviera escondido en la catedral de Narbona le hizo regodearse. Qué mejor sitio que el lugar donde espiritualmente se reunían en clandestinidad. La emoción lo embargó una vez más. Además estaban venciendo contra las huestes del Mal. No se había equivocado en elegir a Raimond para esta búsqueda, sin duda Dios lo había puesto en su camino. Alzó la cabeza hacia el cielo y dio las gracias una vez más.