La puerta se abrió sonoramente y la luz del tenebroso pasillo iluminó tenuemente la mazmorra. Laurent se despertó del sopor en el que estaba y se irguió despacio para indagar, mientras el alguacil se dirigió raudo a uno de los reos, lo desencadenó y lo levantó sin miramientos, mientras el reo comenzó a suplicar clemencia. El alguacil, sin inmutarse, lo zarandeó a la vez que lo sacaba de la mazmorra, entre insultos y blasfemias dedicadas al famélico prisionero, después cerró la puerta y el silencio lo inundó nuevamente. Laurent se acomodó mientras el resto hacía lo propio. Todos temblaban de miedo cuando el alguacil aparecía. No tardaron en oírse los aullidos de dolor del reo desde una estancia cercana, tenues pero desgarradores para los allí presentes; una nueva sesión de torturas.
Laurent se colocó hecho un ovillo intentando no escuchar aquellos gritos que le perturbaban sobremanera, que le traían recuerdos nefastos, hirientes, demasiado lejanos para que hubiesen ocurrido hacía sólo un par de semanas. El recuerdo del dolor que sufrió a causa del tormento ya estaba casi olvidado, pero lo peor era la certeza de que le habían arrebatado la vida tal y como la conocía. Atrás quedaban la familia, los seres queridos, los amigos, la curtiduría, la paz de su casa, el sol, la lluvia, los pájaros, el cielo, la naturaleza, las risas, las charlas. En definitiva, le habían arrebatado la vida. Ahora estaba enterrado vivo en aquella mazmorra rodeado de infelices como él; unos esperando los interrogatorios y otros, la sentencia, pero todos entre gemidos, quejidos, sollozos y lamentaciones. Sería lo más parecido al infierno, de eso estaba seguro, sin embargo, él, a pesar de todo, no podía quejarse, era un privilegiado en aquella mazmorra. Desde que Raimond Guibert llegara para ayudarle, todo había mejorado notablemente, siendo más llevadera la vida allí. El alguacil se portaba muy bien con él, siempre atento a sus necesidades y a su estado. Le traía comida en abundancia, mantas por la noche, agua toda la que quisiera. A veces sentía vergüenza por lo que pudieran pensar los demás reos, vergüenza por tener esos privilegios mientras los demás se pudrían. Pero posteriormente se decía que tendría el mismo final que ellos, o incluso peor. Esa certeza era devastadora, sumiéndole en un estado de rabia, dolor y abatimiento. No obstante, siempre encontraba un pequeño resquicio de luz entre tantas tinieblas, todavía tenía la esperanza de que su gran amigo de la infancia consiguiera su propósito y le sacara de allí. Sabía que Raimond avanzaba en sus indagaciones y esto le hacía creer en el milagro de escapar de las garras de la Inquisición. Esperaba impaciente noticias suyas, ya llevaba dos días sin visitarlo y comenzaba a inquietarse. Un sinfín de elucubraciones por su tardanza circulaban en su cabeza, ninguna tranquilizadora. Bien era cierto que los soldados que Raimond dejó para su vigilancia seguían allí, al otro lado de la puerta, prueba inequívoca de que continuaba en Narbona, pero no dejaba de preguntarse si no serían las malas noticias las que le impedían visitarlo. Respiró hondo y se obligó a adentrarse nuevamente en el sopor, alejándole de malos y tortuosos pensamientos, mientras el eco de los aullidos del torturado reverberaban en el silencio de la mazmorra. Dios, cómo anhelaba con toda su alma que aquel infierno desapareciera de su existencia cuanto antes.