En la soledad de la posada, dispuestos a pasar la noche antes de partir hacia Arques al amanecer, Raimond pensó por enésima vez en Laurent. El reencuentro con Camille y Laurent le había llevado inevitablemente a recordar su infancia, una infancia feliz truncada con el horror de la peste. En esta ocasión no pudo mantener aquellos insufribles recuerdos escondidos en lo más profundo de su memoria y salieron en tromba a la superficie, pillando desprevenido a Raimond. No quería revivir aquel trágico y espantoso episodio de su vida, pero en esta ocasión le fue imposible. Apenas era un niño de once años cuando en abril de 1348 la peste asoló Francia. Él no acababa de entender muy bien por qué la gente se moría a su alrededor en plena calle, a decenas, a cientos. Sus propias familias echaban de sus propias casas a los apestados, aterrados ante la posibilidad de contagiarse. Para Raimond era una imagen dantesca, con aquellas personas agonizando con horribles rostros por culpa de la peste, teniendo pesadillas todas las noches por ello. Pero todo cambió drásticamente cuando su padre se contagió. Todo comenzó con un dolor de cabeza y algo de fiebre. Al día siguiente la fiebre había aumentado considerablemente acompañado de escalofríos, pero lo que más recordaba Raimond, con el alma encogida a pesar de tantos años después, era como comenzaron a salirle bultos repugnantes en el cuello, primero pequeños, luego muy grandes, de un color negruzco. Al principio lo visitaba con lágrimas en los ojos, sabedor de lo que le esperaba a su padre, después derrotado y asustado al comprender que moriría. Su madre se afanó en curarlo, como tantas otras esposas y maridos que cuidaron de sus enfermos sin importarles el contagio, pero su padre no duró ni cuatro días.
Sus hermanos pequeños, de nueve y seis años, no tardaron ni horas en caer ante la inmisericorde plaga, sumiendo a Raimond en una encrucijada de sufrimiento inabarcable. Duraron menos que su padre, apenas un par de días, mientras él lloraba de rabia, de angustia, de dolor, de miedo. No entendía lo que estaba pasando, no podía ni quería entenderlo. Rezaba a Dios todos los días para que sanaran a su padre y hermanos, pero los veía consumirse con rapidez, incrédulo. Fueron los peores días de su vida, un auténtico infierno. Pero lo que no sabía es que todavía el horror no había acabado.
Raimond tardó en darse cuenta de que su madre también estaba infectada. Con el dolor lacerante por la muerte espantosa de su padre y hermanos, no reparó en lo débil y enferma que se encontraba su madre, hasta que descubrió unos de esos bultos negruzcos que intentaba ocultar con el cuello de la camisa. Cuando Raimond lo vio, se quedó petrificado, horrorizado, mientras su madre se quedó inmóvil con un llanto silencioso, con la mirada más triste y desgarradora que haya visto en su vida. En su día creyó que era por el miedo a morir, pero después, ya con la madurez de un adulto, comprendió que esa mirada era por el sufrimiento de dejarlo solo en el mundo.
Se afanó en cuidarla cuando su madre ya no tuvo fuerzas para ello. Día y noche se sentaba en su cama al lado de su querida madre, haciendo todo lo que le pedía para intentar bajar la fiebre y el dolor. Su madre desde el primer momento se opuso a que se acercara a ella por miedo a que se contagiase, pero las fuerzas fueron abandonándola y ya no pudo hacer nada por impedir tener a su hijo a su lado. A él no le importaba morir, iba a perder a toda su familia, estaba roto de dolor y estaba aterrorizado. Prefería la muerte. Cuando su madre exhaló el último aliento lloró durante horas, tal vez durante días. Se mantuvo allí, sentado al borde de la cama mientras el cuerpo de su madre se descomponía poco a poco. No pensaba moverse de su lado, conseguiría infectarse él también y acompañaría a toda su familia al encuentro con Dios. Eso era lo que ansiaba. Pero el destino le tenía deparado otro futuro. Cuando ya estaba moribundo, tumbado junto al cadáver de su madre, esperando pacientemente la muerte, Camille lo rescató a tiempo y lo llevó a su casa para curarlo al comprobar que no estaba infectado.