Capítulo 25

El padre Sébastien comenzó una letanía ininteligible mientras miraba horrorizado cómo eran rodeados por seis encapuchados. Todos llevaban asidas las espadas, y se acercaban lentamente, confiados en sus posibilidades. El sacerdote se percató de que ellos también eran seis, aunque él y la chica no contaban, y el joven parecía que tampoco, al no ir armado.

Raimond y su mano derecha, Etienne, extrajeron las espadas sin el menor atisbo de preocupación en el rostro, impasibles. En los años que guerrearon aprendieron a no mostrar ningún signo de debilidad ante el enemigo, ya que el aspecto psicológico era vital, y era de suma importancia no comenzar perdiendo la batalla moral. Joseph, por otra parte, parecía estupefacto, y no había movido ni un músculo. Agnés y Edgard se encogieron contra la pared, aterrorizados. Edgard era un humilde trabajador, y nunca en su vida había portado un arma.

—¿Quiénes son? ¿Qué es lo que quieren? —preguntó con el rostro ceñudo Joseph, como si no entendiera que pudieran ser atacados. No daba crédito a esa posibilidad. Creía que debía de ser un malentendido.

Los seis encapuchados se detuvieron a unos cuatro metros de distancia, con las espadas en guardia. Ninguno de ellos contestó.

Joseph miró interrogativo a Raimond, pero este estaba concentrado en los siniestros adversarios. Tenía la certeza de que serían los hombres que buscaba, los verdaderos asesinos de Diégue Cabart y Thomas Vincent. Lo que todavía no sabía muy bien era por qué querían verlos muertos a ellos también.

—Será mejor que desempolves esa bonita espada que llevas al cinto —dijo Raimond sin dejar de mirar al frente. Después giró la cabeza y se dirigió a Joseph—. ¿Sabes usarla? —inquirió muy serio.

Joseph tragó saliva, como si en ese mismo momento se percatara de la gravedad del asunto.

—Soy un caballero —aseguró muy altivo, herido en su orgullo. Los caballeros siempre estaban al servicio del rey para combatir en su nombre, y solían ser experimentados guerreros. Sacó su espada dispuesto a defender con su vida el bien más preciado.

—Nos toca a dos por barba —dijo con su voz ronca Etienne, sin trascender sentimiento alguno, como quien comenta el tiempo que va a hacer mañana.

Raimond observó a sus adversarios con detenimiento. Los rostros los mantenían ocultos, y eran fornidos. Formaban un semicírculo, rodeándolos sin dejar vías de escape, en guardia y preparados para atacar. Súbitamente pensó en que no sería un mal lugar para morir. Defendía la vida de su amigo Laurent, acusado de asesinato injustamente, y, no había que olvidarlo, también defendía uno de los mayores tesoros de la humanidad. Sí, sería un buen modo de morir. Apretó los dientes y dejó emerger la furia. Si había que morir, moriría, pero antes se llevaría a unos cuantos por delante. Lentamente, con disimulo, subió la mano izquierda hasta el cinturón, agarró la empuñadura del puñal y se quedó inmóvil, con los párpados apretados.

—¿A dos por barba? Ni hablar —contestó susurrando Raimond, clavada la mirada en sus oponentes—. No voy a dejaros ni las migajas.

Etienne rio cavernosamente, la espada en alto, con los dos pies bien asentados y preparado para lo que el futuro le deparara. No sabía cómo se desenvolverían aquellos encapuchados, pero sabía con certeza que sudarían sangre a pesar de su superioridad. Miró de reojo a Joseph, inseguro. Esperaba que aquel noble se manejase bien con la espada, podía ser la clave de la victoria.

Raimond no podía esperar a que los encapuchados atacaran. Debían sorprenderles, y nada mejor para ello que embestir. Apretó la mano izquierda sobre la empuñadura del puñal y se concentró en su objetivo. Levantó mínimamente el pie derecho, y con toda la rapidez que pudo, sacó el puñal y lo lanzó con todas sus fuerzas a la vez que adelantaba su cuerpo con el pie derecho, para favorecer el impulso.

Sin poder de reacción, uno de los encapuchados se dio cuenta demasiado tarde de que un puñal venía en su dirección a una velocidad endiablada. Para cuando quiso moverse, ya lo tenía clavado en el pecho. Cayó desplomado al suelo y su espada tintineó al chocar con la piedra del piso.

Etienne gritó alocado y se abalanzó contra el que tenía más cercano. Raimond hizo lo propio, mientras Joseph se quedó inmóvil, tan sorprendido como los hombres encapuchados. No podía creer que estando en clara inferioridad hubieran sido ellos los que atacaran primero.

Raimond necesitó muy poco para atravesar con su espada a uno de ellos. Esa furia que siempre emergía con facilidad se multiplicaba en momentos como aquellos, siendo devastador para sus enemigos, que no sabían cómo parar sus enfurecidas envestidas. A ello había que sumar el ataque sorpresa, que había sido positivo para minar moralmente al adversario. El segundo contendiente le atacó a traición, cuando todavía no había sacado la espada del cuerpo herido mortalmente de su primer contrincante. Raimond tuvo que esquivar el golpe y darle un codazo en las costillas para igualar la contienda, después atacó como un león herido asestando brutales golpes con la espada que a duras penas podía detener el hombre encapuchado. Por el rabillo del ojo vio a Joseph entrar en combate en ayuda de Etienne, al que estuvieron a punto de matar por la espalda mientras luchaba contra otro adversario. Raimond emitía sonidos guturales cada vez que descargaba su espada contra el oponente. Poco a poco fue ganándole terreno hasta que consiguió engañarle con un movimiento del cuerpo y ensartarlo como a una lagartija. Sacó la espada del cuerpo y se volvió para buscar su siguiente adversario, pero se encontró con Etienne y Joseph, ni rastro de los demás encapuchados.

—Acaban de huir los muy hijos de puta —aclaró Etienne entre dientes, sediento de más sangre.

Raimond se serenó un poco y miró alrededor. Cuatro cadáveres en el suelo. Joseph y Etienne no parecían heridos, y Agnés, Edgard y el sacerdote seguían acurrucados bajo la protección del Cristo resucitado.

—Han escapado dos —continuó Etienne—. Al parecer, no les ha gustado esta fiesta —rio cavernosamente.

Raimond reaccionó y salió a la carrera hacia la puerta de la iglesia, no podía dejarlos escapar, la vida de Laurent dependía de ello. Estaba seguro de que aquellos hombres encapuchados eran los responsables de las muertes por las que habían condenado a su amigo. Salió a la oscuridad de la calle pero no vio a nadie, seguramente habían huido a caballo, y maldijo no haber reaccionado antes.

Etienne salió un instante después.

—Hemos dejado escapar una gran oportunidad —se quejó Raimond amargamente—. Si hubiéramos cogido a uno de ellos, podríamos haber resuelto el entuerto en el que está metido Laurent.

—¿Tú crees que son los mismos tipos?

—Es evidente —aseguró apesadumbrado—. Buscan la localización del tesoro. O lo han encontrado ya y pretenden mantenerlo.

Etienne se encogió de hombros y ya se marchaba al interior de la iglesia cuando se detuvo.

—Los cogeremos, Raimond —dijo Etienne con voz grave y poderosa.

Raimond asintió. No podía quitarse de la cabeza la ocasión perdida, tal vez no tuvieran otra oportunidad. Maldijo nuevamente, cabreado consigo mismo. Decidió entrar en la iglesia y olvidarse de su error.

El cura de la iglesia, sobresaltado ante tanto ruido, había salido de sus estancias privadas y hablaba con el padre Sébastien. Los dos parecían horrorizados mientras comprobaban el estado de los cuerpos inertes que se hallaban en el suelo.

Joseph fue al encuentro de Raimond, preocupado al ver su semblante.

—¿Estás herido?

—No —dijo escuetamente mientras se acercaba a los sacerdotes—. ¿Queda alguien con vida? —preguntó observando los cadáveres.

—No, hijo. Están todos muertos —contestó el padre Sébastien con el rostro demudado por la pena.

—No se apiade de ellos, padre —criticó Raimond con serenidad—. Nos hubieran matado a todos de haber podido.

Minutos después, cuando el cura de la iglesia se marchó para avisar al preboste de Lézignan y los nervios se templaron un poco, decidieron seguir con la búsqueda del tesoro antes de que regresara el cura con el preboste y no pudieran indagar más. También habían podido beber agua y reponer un poco las fuerzas.

Con la ansiedad dominando sus mentes, se pusieron a desplazar la representación de Cristo resucitado con más ahínco todavía. Debían hacerlo rápido, y no sólo por la vuelta del cura, sino por si los dos encapuchados que huyeron regresaban con refuerzos. Raimond había ordenado al padre Sébastien que vigilara la entrada para advertirles de cualquier anomalía.

Aplicando toda la fuerza que albergaban en su interior, la pesada imagen tallada comenzó a desplazarse mínimamente. Volvieron a escucharse los gemidos por el sobre esfuerzo y algún resoplido lastimero mientras seguía retumbando en sus cabezas el altercado que a punto estuvo de costarles la vida a alguno de ellos, incluso a todos. Pero ahora estaban plenamente concentrados en la búsqueda del tesoro, en mover al Cristo resucitado. Aquella maldita imagen tallada acabaría con ellos.

—¡Aquí hay algo! —exclamó Agnés a duras penas, jadeante por el esfuerzo.

Todos se detuvieron y se acercaron a la repisa. Efectivamente, allí podía verse una letra.

—Es una R —anunció Joseph con un brillo especial en los ojos—. Y seguido parece haber otra letra.

Raimond y Etienne gruñeron al mismo tiempo.

—Espero que no se trate de otra pista… —refunfuñó Raimond. No quería ser pesimista, pero aquello parecía un círculo vicioso sin fin.

—¡Vamos, empujemos! —sugirió Agnés emocionada por encontrar el tesoro, apoyando las manos sobre la representación dispuesta a empujar. Todos la imitaron, aunque la mayoría sin tanto optimismo.

Una palabra corta apareció bajo el símbolo del pequeño racimo con tres uvas. Agnés y Joseph no cabían en sí de gozo. Recobraron el resuello antes de enfrentarse al tesoro.

—«Rosa» —leyó Agnés, dando saltitos jubilosa. No tenía ni idea de su significado, pero volvían a encontrar el rastro del Santo Grial.

—Otra maldita pista —se quejó amargamente Etienne, asqueado de tanto jueguecito.

—Al menos la palabra es corta —dijo Edgard—. Imagínate que estuviera escrito «Rosa en un macetero adornado de florecitas». Tendríamos que haber movido la representación un metro… —bromeó todavía cogiendo aire en sus maltrechos pulmones.

Raimond lo miró un momento. Cada vez le caía mejor Edgard, era un chico despierto, alegre, que en momentos como aquel, seguramente sin pretenderlo, rebajaba un poco la tensión. Sin remediarlo recordó a Camille y a Laurent. Un dolor agudo le oprimió el pecho súbitamente al rememorar las imágenes que tenía grabadas a fuego en la mente. Camille sufriendo lo insufrible por su hijo, y Laurent tirado en aquella inmunda mazmorra lleno de moratones, con el cuerpo consumido y el alma entregada. Debía acabar con aquello costara lo que costase.

—Bien, Joseph, ¿te dice algo esta palabra? —preguntó alterado Raimond, deseoso de terminar antes de que regresara el cura, o quién sabe si más hombres encapuchados.

Joseph enarcó las cejas con cara de circunstancias.

—No…

—No sé si os habréis dado cuenta —anunció preocupada Agnés—, pero debemos dejar la representación tal y como estaba.

—Señorita, no me venga con milongas —se quejó Etienne—. Qué más da…

Un silencio incómodo invadió la iglesia.

—Me temo que Agnés está en lo cierto —corroboró Raimond con signos de fatiga—. Será mejor que la desplacemos cuanto antes, o dejaremos al descubierto la pista.

A regañadientes y con las fuerzas debilitadas, se pusieron manos a la obra nuevamente, esta vez en sentido inverso, y con menos ímpetu. Se hizo más duro al rayar el desfallecimiento por tanto sobre esfuerzo acumulado y la tensión que habían vivido al ser atacados por aquellos hombres encapuchados, sin obviar que mentalmente tampoco estaban tan entregados como antes.

Sin llegar a desplazarla del todo, la dejaron a mitad de camino, sin fuerzas ya ni para respirar, y convencidos de que nadie se daría cuenta de que la habían movido de sitio. En todo caso el cura, pero desistiría al comprobar su elevado peso.

Ya más tranquilos al no poder ser descubiertos por el cura, y tras beber un poco más de agua y recobrar el aliento, se concentraron en la nueva pista.

—Deberíamos buscar algo de color rosa —sugirió Agnés barriendo con la mirada a su alrededor. Se había sentado en el suelo, bajo la imagen que tanto les había costado mover. A su lado, incapaz de mantenerse en pie, se encontraba Edgard, que le dedicaba alguna que otra sonrisa, aunque como respuesta sólo encontrara desaires.

—O una rosa dibujada… —sugirió Joseph.

—Está bien —dijo Raimond mirándolos severamente—. Pongámonos a mirar —urgió con desesperación. Estaba cansado física y mentalmente, sobre todo de tanta inútil pista.

Todos se pusieron en marcha, unos más animados que otros, pero todos comenzaron a recorrer la iglesia buscando algo que hiciera referencia a «rosa». El padre Sébastien, mientras tanto, se mantenía en su peculiar puesto de vigilancia. Ya no temían la llegada del cura ni del preboste, pero sí de más hombres encapuchados.

Joseph iba observando con minuciosidad, emocionado por estar en el camino correcto para encontrar el Santo Grial. Sus antepasados se habían tomado muchas molestias para esconderlo, y no era para menos. Muchos hombres a lo largo de la Historia lo habían buscado con verdadero ahínco. Por otro lado, seguía pensando en si aquellos encapuchados todavía estarían tras el Santo Grial, o si ya lo tenían en su poder y simplemente querían deshacerse de ellos antes de que consiguieran recuperarlo. Lo único evidente era que habían estado a punto de morir a manos de esos desalmados. Sin poder evitarlo miró a Raimond y volvió a sentir admiración por él. Nunca antes había visto luchar a nadie de ese modo, con esa mezcla de fuerza y agilidad y con una gran coordinación de movimientos a pesar de su fornido cuerpo. Pero lo que más le había sorprendido, fue la ferocidad con la que combatió. Era una máquina de matar, perfecta y bien engrasada. No le extrañaba que fuese una leyenda viviente, que su fama invadiera el país entero.

—Padre —oyó que le llamaban, interrumpiendo sus pensamientos. Joseph se detuvo y se giró. Agnés llegó hasta él y lo cogió del brazo con el semblante iluminado—. Ya sé a qué se refiere exactamente «rosa».

Unos minutos después se reunieron en la salida de la iglesia para que el padre Sébastien también escuchara lo que Joseph tenía que decirles.

—Mi hija y yo creemos saber el significado de esta nueva pista —anunció Joseph con gravedad. No se perdonaba que él no hubiera caído en la cuenta, era un nuevo error imperdonable, tal vez no mereciera el cargo que ocupaba. Últimamente sufría demasiados desencuentros consigo mismo—. La rosa es el símbolo de todas las mujeres descendientes de Cristo y de… —se interrumpió, dudando de continuar. Tenía miedo de que fuesen descubiertos, de que sus nuevos amigos se percataran de que eran cátaros. Se tomó un momento para reflexionar, con la vista clavada en el suelo para encontrar la serenidad necesaria. Llegados a este punto, pensó, qué más daba. Alzó la mirada y continuó—: De Cristo y de María Magdalena —terminó con determinación.

El padre Sébastien dio un respingo, verdaderamente horrorizado.

—Por Dios, Joseph, cómo osas ensuciar el nombre de Cristo de una manera tan vil —recriminó con el rostro crispado.

—Padre, ya sé que le puede parecer una locura, pero así es tal y como ocurrió. Cristo y María Magdalena estuvieron casados y tuvieron hijos —aseguró muy convencido.

El padre Sébastien se santiguó repetidamente, escandalizado.

—Eso no es una locura, ¡es una blasfemia! —gritó débilmente, indignado, temblando de pies a cabeza.

—Joseph —intervino Raimond con serenidad—, María Magdalena era una prostituta —dijo incrédulo.

—¡No era ninguna prostituta! —saltó horrorizada Agnés—. Eso es lo que la Iglesia nos ha querido hacer creer, pero en realidad fue la esposa de Cristo —zanjó airada.

—María Magdalena es la mujer caída del Evangelio de san Lucas —replicó con severidad el padre Sébastien, no dando crédito a lo que escuchaba.

—Esa fue una difamación urdida por el papa Gregorio Magno para lograr sus propósitos particulares —contradijo Joseph con calma—. María Magdalena fue la primera persona a la que el Señor resucitado bendijo tras su aparición —dijo señalando la imagen tallada que habían movido para descubrir la pista.

El padre Sébastien se volvió a santiguar y farfulló palabras ininteligibles.

—Es la Virgen María —concluyó con los nervios exaltados.

—Si se fija bien en la imagen, padre, la mujer es pelirroja, y va vestida de rojo. Como María Magdalena.

—Efectivamente, va vestida de rojo, como las prostitutas —rebatió el padre Sébastien.

—¡No! Eso es totalmente erróneo. El manto y el velo rojos que viste María Magdalena representan su linaje real en la tradición nazarena.

Raimond comenzaba a hartarse de aquella discusión sin fundamento. No estaban allí para dirimir quién fue María Magdalena. A él le importaba bien poco si fue prostituta, tal y como siempre había escuchado, o si fue la esposa de Cristo, algo que le costaba creer, y que incluso había estado a punto de hacerle soltar una carcajada al escucharlo.

—Señores, ¡basta ya! —recriminó furioso Raimond—. Buscamos el tesoro, y así sólo perdemos el tiempo. Y estoy cansado —se quejó enojado—. Joseph, ¿puedes decirnos el significado de la pista?

Joseph asintió, turbado por la discusión.

—Como había dicho con anterioridad, la rosa es el símbolo de todas las mujeres descendientes de Cristo y de… María Magdalena —recalcó con vehemencia, consiguiendo que el padre Sébastien les diera la espalda escandalizado—. Conozco el lugar donde vivió la primera descendiente. Se llamaba Sara Tamar, y vivió en Arques, en una caverna. Allí se encuentra un pequeño monumento levantado en memoria de María Magdalena —explicó con orgullo, excitado por dar un nuevo paso hacia el Santo Grial, que esperaba fuese el último.