Las sombras de la noche comenzaban a extenderse por las calles de Narbona a la vez que las gentes se adentraban en las casas a descansar tras un nuevo día de duro trabajo. El preboste caminaba con paso decidido, abstraído en turbios pensamientos. En el día de ayer tuvieron un golpe de suerte en casa de Marcel Helouys. Bajo una baldosa habían encontrado un pequeño escondite donde guardaba una importante cantidad de florines de oro y, lo más importante para sus intereses, unos documentos que lo relacionaban con oscuros asuntos. Siguiendo la pista a esos documentos, acababa de descubrir quiénes estaban tras los últimos asesinatos, incluido el del propio Marcel Helouys.
Torció por una esquina sombría y avivó todavía más el paso. Debía informar inmediatamente al senescal, aunque no le gustaba que le molestaran a esas horas, incluso pese a que el sol todavía se vislumbraba tras las montañas dejando un color rojizo en el horizonte. Pero era de suma importancia, así que no dudaba en su proceder. Lo que todavía desconocía era la repercusión de lo que había descubierto, lo que aquella información podría desencadenar. Estaba turbado, sobrecogido. Nunca pensó que llegaría a estar en una situación tan comprometida. Súbitamente, recordó a Raimond Guibert, y decidió que tras informar convenientemente al senescal debería poner sobre aviso al jefe militar papal, que tan interesado se mostraba por ayudar a su amigo y condenado Laurent Rollant. Sí, lo avisaría aquella misma noche. Tenía la certeza de que correría peligro si seguía indagando por su cuenta.
Giró por otra esquina con el único sonido de sus pasos reverberando en la noche. Todavía no era noche cerrada, pero pronto lo sería, y no tardarían en prender las luminarias. La noche era fría, había cambiado el tiempo súbitamente. Dejó atrás todas sus turbaciones y miró al cielo parcialmente cubierto en la semioscuridad. En ese momento oyó pasos cercanos detrás de él, pasos atropellados, y se volvió justo para ver a tres hombres encapuchados abalanzarse sobre él. En este último momento de lucidez, maldijo haber estado tan abstraído en sus pensamientos para darse cuenta demasiado tarde de las sombras malignas que le acechaban. Se encomendó a Dios al mismo tiempo que desenfundaba su espada, pero ya era demasiado tarde. Una hoja metálica fría como el hielo le atravesó las entrañas, cayó al suelo con un gemido lastimero y sintió cómo su vida se escapaba lentamente, semejante al sol que aquel día parecía demorarse en desaparecer completamente en el horizonte.