Capítulo 22

Raimond acercó la vela al interior de la campana donde había visto la inscripción. Aguantó la respiración inconscientemente, allí pondría la localización exacta del tesoro. Todos esperaban expectantes, Joseph y su hija Agnés desbordados por la emoción.

—¿Por qué motivo han tocado las campanas? —preguntó sin resuello el padre Daniel, que, justo en ese momento, aparecía tras la estela del padre Sébastien.

Sobresaltados, se giraron dando un respingo porque no les habían oído llegar, tan concentrados como estaban. Raimond, sin embargo, no lo escuchó. Estaba releyendo la inscripción para asegurarse. Era decepcionante.

—Cristo resucitado —anunció Raimond apartando la vela y girándose hacia sus compañeros de fatigas.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó sumamente preocupado el padre Daniel. No entendía por qué motivo el jefe militar del papa portaba una vela y miraba en el interior de una campana. Y menos todavía soltando semejante exclamación.

Raimond se quedó en silencio al ver al párroco de la iglesia. Tras unos momentos de indecisión, apagó la vela de un fuerte soplido e intentó pensar en cómo salir de esta.

—Perdone, padre, pero nunca habíamos visto una campana de estas dimensiones, y sentimos curiosidad —dijo sintiéndose como un idiota.

El padre Daniel los miró uno a uno muy despacio con incredulidad.

—¡Vaya vistas! —exclamó el padre Sébastien mientras se acercaba a las aberturas del muro del campanario, presto a despistar al cura—. Qué preciosidad…

El padre Daniel, recobrando el semblante amable que le caracterizaba, avanzó hasta colocarse al lado de su homónimo y corroboró la belleza que desde allí se disfrutaba, ignorando el extraño comportamiento de aquellos hombres.

—¿Qué has encontrado? —susurró Joseph a espaldas de los dos sacerdotes, incapaz de mantener su incertidumbre por más tiempo. El resto rodeó a Raimond para no perderse detalle.

—Me temo que se trata de otra pista —contestó apesadumbrado.

—¿Otra pista? —gruñó con desprecio Etienne, que empezaba a hartarse de tanto jueguecito. Raimond no esperaba menos, lo conocía demasiado bien como para no esperar una reacción semejante. Haría ocho años ya que se conocieron combatiendo juntos frente a la herejía, y desde entonces había surgido una amistad inquebrantable.

—¿Y qué ponía en la inscripción exactamente? —inquirió Joseph con los nervios a flor de piel.

—¿No me habéis oído? —se sorprendió Raimond—. Pone «Cristo resucitado».

—Cristo resucitado… —rumió muy pensativa Agnés. La tensión que sentía le dificultaba pensar con claridad, irritándola sobremanera.

Raimond miró a Joseph intentando averiguar si encontraba una respuesta. Parecía reflexionar. Después miró a Etienne y a Edgard. De Etienne no le cabía ninguna duda de que ni siquiera había perdido un segundo en pensarlo; no era creyente, y aborrecía a la Iglesia. Edgard parecía pensativo, pero a todas luces perdido en sus disquisiciones. Desvió la mirada al padre Sébastien, ajeno a sus preocupaciones por dar coba al cura de la iglesia. Era evidente que sería la persona ideal para resolver este nuevo acertijo al ser un fiel seguidor de Cristo. Raimond había sido un acérrimo creyente desde muy pequeño, un devoto seguidor de las enseñanzas de Dios a través de la Iglesia, pero ya hacía varios años que su creencia había quedado seriamente diezmada. Él mismo había derramado mucha sangre en nombre de Cristo, sangre de hombres, mujeres y niños inocentes. Por más que se había querido convencer a lo largo de los últimos años, no le cabía duda de que Cristo no podía ser el causante de tanto horror y crueldad.

—Creo que podría referirse al sustituto de Cristo —anunció Joseph con un destello en su mirada, aunque no parecía del todo convencido.

—¡Claro! —exclamó Agnés convencida al cabo de un momento, dedicándole una mirada admirada a su padre.

—Cristo resucitado podría tratarse del legado que deja en la Tierra —se explicó Joseph—, que no sería otra cosa que seguir predicando sus enseñanzas, en este caso por el apóstol más importante, su sustituto. Al que podría verse como un Cristo resucitado —terminó con evidente satisfacción, ahora más convencido.

—San Pedro… —reflexionó en voz alta Raimond, con una penetrante mirada clavada en Joseph. San Pedro fue uno de los discípulos más destacados de Jesús, y el que «recibió» de manos de Jesucristo las llaves del Reino de los Cielos. Se le considera el primer papa.

—Creo haber visto representado a San Pedro en esta iglesia —exclamó Edgard con ojos desorbitados.

—Sí, así es —confirmó el padre Daniel girándose al escuchar esto último—. Tenemos una bonita representación de San Pedro hecha en alabastro. ¿Quieren verla? —invitó ante tanto interés mostrado.

—Por supuesto, estaríamos encantados —respondió con una abierta sonrisa Raimond. Tendrían que bajar apresuradamente para no darle tiempo al padre Daniel y registrar aquella obra de San Pedro. Sin esperar más, se encaminaron con premura escaleras abajo.

—¿Qué les pasa a estos hombres? —preguntó el padre Daniel con cara de circunstancias y en voz baja al sacerdote—. Se comportan muy raros.

—La juventud, padre Daniel, la juventud —respondió el padre Sébastien para ocultar la realidad—. No hay quien los entienda…

El padre Daniel asintió un par de veces, resignado.

Mientras, el resto se encaminaba casi a la carrera hacia San Pedro.

—¡Pero no es San Pedro el!… —se interrumpió Agnés al ver cómo su padre le apretaba con fuerza del brazo y le miraba significativamente, comprendiendo que debía estar callada al respecto. Como siempre ocurriera desde que naciera, debía ocultar que eran cátaros si no querían acabar en la hoguera por herejes. El pueblo cátaro había sufrido medio siglo de persecuciones por parte de la Iglesia, ciudades enteras habían sido pasadas a cuchillo. Ellos vivían en paz, y enseñaban lo que ellos llamaban el Camino, una vida centrada en las enseñanzas del amor. La Iglesia se sentía amenazada por la pureza de los cátaros, y por ello estaba dispuesta a eliminarlos, pero no podía porque se trataba de buenos cristianos, de manera que la Iglesia lanzó falsas acusaciones contra los cátaros para poder exterminarlos.

Raimond no le prestó mayor atención al comentario inacabado de Agnés, sumido en sus propios pensamientos. Tras la decepción de una nueva pista, habían encontrado finalmente la ubicación del tesoro, o eso creía. Esperaba no encontrarse con otro molesto acertijo.

Accedieron a la iglesia y avanzaron a grandes zancadas hacia el apóstol. Un parroquiano rezaba sentado en las últimas filas de la iglesia. Cuando llegaron delante de San Pedro, se pusieron a buscar como locos el símbolo que parecía acompañar a cada pista o cualquier inscripción que tuviera aquella representación. No encontraron nada, por lo que buscaron la manera de desplazar la enorme figura de San Pedro, pero sus esfuerzos fueron inútiles porque comprobaron que estaba pegada a la pared.

—Tal vez el tesoro se encuentre a los pies de San Pedro, en el suelo —consideró Edgard. Miraron bajo sus pies. El suelo de la iglesia era de madera. Taconearon un poco por si sonaba a hueco, pero no lo parecía. ¿Deberían levantar el suelo para averiguarlo?

El tiempo se les acababa, los dos sacerdotes estarían a punto de aparecer en la iglesia. Lo que sí pudo observar Raimond fue que tanto Agnés como su padre se mantenían al margen, sin interés. Entrecerró los ojos y los miró sorprendido. Joseph percibió su mirada inquisitiva y desvió la mirada, aunque enseguida se recompuso.

—Tal vez nos hemos equivocado en descifrar la pista… —declaró Joseph mirando fijamente a Raimond—. Sí, estoy convencido de nuestro error.

—Bien, pues no nos hagas perder más el tiempo —reprochó Etienne malhumorado.

Raimond pensó que podría ser ese el motivo por el que Joseph se había mostrado un tanto desinteresado en los últimos minutos.

—Podría tratarse literalmente de Cristo resucitado —explicó muy serio.

Raimond enarcó las cejas.

—¿Te refieres a su resurrección? Estamos un poco lejos de Jerusalén… —ironizó Raimond.

—Yo había pensado en una representación —contestó Joseph mientras sus ojos resplandecían—. Si mal no recuerdo, la imagen de Cristo resucitado se encuentra en la iglesia de Lézignan.

—Otra iglesia… —masculló Etienne—. ¿Debemos ir a otra iglesia para encontrar ese maldito tesoro? —preguntó directamente a Raimond.

—Eso parece… —contestó resignado.

En ese momento aparecieron los dos sacerdotes conversando amigablemente. Parecía que se habían caído a las mil maravillas.

—¿Qué les parece esta representación de San Pedro? —dijo teatralmente el padre Daniel—. Fabulosa, ¿no es cierto?

—Oh, sí, es muy bonita —contestó educadamente Raimond—. Pero me temo que tenemos que marcharnos ya, se nos hace tarde —anunció dedicando una mirada cómplice al padre Sébastien.

—Es una lástima que se marchen tan pronto —se lamentó el padre Daniel.

—Volveremos en otra ocasión —garantizó Raimond, estrechándole la mano—. Se ha portado muy bien con nosotros.

—Gracias, es lo menos que podía hacer. Ha sido un placer conocerle, señor Guibert.

Montaron sobre sus caballos y se marcharon rumbo a Lézignan. El padre Daniel, que había salido para despedirse, vio alejarse a tan genuino grupo. Sus comportamientos habían sido extraños, a excepción del padre Sébastien, pero se habían mostrado educados en todo momento. Y tenía que sentirse agradecido porque un hombre tan importante como Raimond Guibert, mano ejecutora del papa, había visitado su humilde iglesia. Perdido en esos pensamientos se encontraba cuando varios encapuchados salieron del interior de su iglesia y la rodearon. Poco después aparecieron montados en caballos encaminándose en la misma dirección por la que se acababan de marchar Raimond Guibert y sus amigos. Un estremecimiento le inundó completamente, no vaticinó nada bueno de aquello. Se puso a contarlos con el dedo mientras se alejaban sin prisas. Un total de seis encapuchados que, al parecer, estaban escondidos en su iglesia. No sabía lo que ocurría, pero debería ponerse a rezar inmediatamente.