Capítulo 21

A pesar de la urgencia que sentían, tardaron alrededor de una hora en llegar a la iglesia de Nuestra señora de Rominguiére, en Coursan. Apenas dos leguas de distancia (unos ocho kilómetros y medio) montados en buenos y briosos caballos, pero tuvieron que hacer el recorrido con calma debido al padre Sébastien, ya que su viejo cuerpo no estaba para cabalgar a ritmos alegres. Formaban un grupo curioso, con dos fornidos guerreros, un acaudalado cambista, una muchacha joven, un curtidor y un sacerdote. Cada uno montando un caballo, a excepción del sacerdote, que iba montado de lado sobre el caballo de Raimond.

Llegaron a la iglesia y todos descabalgaron con rapidez, ávidos de encontrar respuestas, excepto el sacerdote, sólo deseoso de bajarse de ese enorme caballo, en el que tanto miedo había pasado. Raimond miró en derredor y escrutó receloso el paisaje. Coursan era una pequeña aldea, un lugar de descanso para los viajeros que marchaban de paso. La iglesia se veía en muy buen estado, posiblemente construida en el siglo pasado.

Con Joseph como guía, entraron en la iglesia en silencio. A esas horas tan tempranas se encontraba vacía, y para sus intereses mejor que fuera así. Era una iglesia no muy grande, con pocas representaciones bíblicas.

—La pista se halla en el pilar central de la iglesia —susurró Joseph a Raimond, que le pisaba los talones. Avanzaron a grandes zancadas, presurosos; Joseph invadido por una mezcla de temor y esperanza.

Se detuvo y señaló el pilar al que se refería. Mediría unos diez o doce metros de altura, y era de forma cuadrada. En cada uno de sus lados, se podían apreciar pequeños dibujos diseminados por la superficie, simples adornos. Todos se situaron alrededor de Joseph. Raimond se acercó para indagar. Al observar el pilar más de cerca, se sorprendió al descubrir que no eran dibujos, sino letras floreadas conformando palabras. Ligeramente por encima de su cabeza se encontraba escrita la primera palabra.

—Quienes —leyó en voz alta Raimond. Descendió la mirada hasta la siguiente palabra, escrita con letras muy pequeñas, medio metro por debajo de la anterior—. Oír —pronunció un tanto contrariado. Descendió la mirada hasta el suelo, donde encontró un pequeño dibujo. Se agachó para cerciorarse bien. Parecía tratarse de un racimo con tres uvas de un color rojo muy oscuro. Se volvió para mirar a Joseph, que lo miraba a su vez enigmáticamente.

—Quienes oír —leyó el sacerdote con expresión incrédula. Aquella frase no tenía sentido.

—El resto del texto está en los demás lados de este pilar —informó Joseph divertido. Agnés soltó una risita graciosa.

Raimond la miró. En el día de hoy iba vestida de manera más informal. Había dejado el vestido y llevaba puesto algo más cómodo para montar a caballo, y le había sorprendido gratamente lo diestra que se había mostrado como jinete.

Joseph bordeó el pilar hacia la derecha y se detuvo en el siguiente lado del pilar. Allí se podían ver dos palabras más, dispuestas de la misma forma.

—En la parte de arriba puede leerse «tengan» —dijo Raimond acercándose todo lo posible—. Y en la parte de abajo está escrito «que».

Las caras de incomprensión volvieron a hacer acto de presencia.

—¡Por qué no dejas de jugar —ladró Etienne, de malos modos, dirigiéndose a Joseph—, y nos dices la frase completa!

Joseph sonrió a duras penas. Aquel soldado no solía hablar, pero cuando lo hacía solía soltar veneno por su boca. Intimidaba sólo con el porte que poseía, pero lo realzaba con ese mal genio y con una fea cicatriz que tenía en la mejilla izquierda.

Agnés, ante el mutismo de su padre, quiso tener su momento de gloria:

—Hay que leerlas como si se tratase de una escalera de caracol, en el sentido de las agujas del reloj —informó orgullosa con voz alegre—. Para conformar correctamente la frase, hay que leer la palabra más alta de cada lado del pilar, e ir descendiendo conforme se pasa a otro lado del pilar. —Volvió sobre sus pasos hasta el lado por el que habían comenzado—. El pequeño racimo con las tres uvas que hay dibujado en el pilar a ras de suelo, es el símbolo que… —se interrumpió azorada, y a continuación carraspeó inquieta. No podía decir nada relacionado con la sociedad ni con el verdadero tesoro. Tan sólo Raimond estaba al corriente de ello—. Bueno, el símbolo que usamos las familias poseedoras del tesoro escondido —mintió un poco más tranquila—. Este símbolo indica dónde empezar a leer. Entonces, leyendo la palabra más alta, «quienes», pasamos al siguiente lado, siempre moviéndonos en círculos hacia la derecha. —Avanzó como había explicado, y los demás detrás de ella expectantes—. Aquí podemos leer «tengan». Avanzamos hasta el siguiente lado y aquí leemos la palabra más alta, «oídos». Seguimos y en este lado sólo hay una palabra, «para». Avanzamos hasta llegar nuevamente al primer lado, y aquí leemos la palabra de abajo: «oír». Seguimos hasta el siguiente lado, leyendo la palabra de abajo. Aquí pone «que». Y acabamos en el siguiente lado, con la palabra «oigan» —terminó diciendo con una enorme sonrisa.

Todos, a excepción de Joseph, habían seguido a Agnés dando vueltas alrededor del pilar y ahora Raimond intentaba recordar las palabras para formar la frase.

—En resumen, ¿cuál es la pista? —preguntó Edgard confundido—. Yo con tantas vueltas ya no sé ni dónde estoy.

—A ver —comenzó reflexivo Raimond—. Quienes tengan… ¿oídos? —dudó.

—Quienes tengan oídos escucharán mis pedos —soltó entre risas Edgard, sin poder contenerse.

Etienne rio con su habitual risa cavernosa y apenas audible, Raimond lo fulminó con la mirada, Agnés se escandalizó y el padre Sébastien negó con la cabeza varias veces.

—Esto es muy serio —recriminó Raimond. Estuvo a punto de decirle que la vida de su hermano estaba en juego, pero finalmente se retractó. A aquel muchacho le gustaba bromear.

—No ha tenido ninguna gracia —dijo con desdén Agnés, dedicándole una mirada reprobatoria. Después se dirigió a Raimond—. Sí, Raimond, ibas bien encaminado —alentó con voz cantarina.

—Quienes tengan —recitó impaciente Joseph— oídos para oír, que oigan.

—No me extraña que no hayan resuelto el acertijo —se lamentó Edgard—. Vaya mierda de pista…

—Hijo mío —contestó el padre Sébastien—, yo te enseñé modales desde muy pequeño. Haz el favor de no blasfemar —recriminó con voz débil pero semblante duro—, estamos en la casa de Dios.

—¡Silencio! —gritó Raimond, con la mano alzada. Todos se encogieron, menos Etienne, que estaba más acostumbrado a los sobresaltos.

Raimond aguzó el oído y giró la cabeza lentamente, intentando percibir un sonido revelador, pero lo cierto era que no se escuchaba ni el zumbido de una mosca. El silencio era sepulcral. Se detuvo a pensar en la frase, pero se vio con la mente en blanco, superado por los acontecimientos. ¿Qué demonios querría decir ese acertijo?, maldijo para sí. Paseó la mirada por el resto de sus acompañantes. No hacía falta preguntar si alguien tenía alguna idea sobre la pista, a juzgar por sus malas caras.

—Llevamos más de una semana devanándonos los sesos en el significado de esta frase, pero no hemos conseguido resolverla —declaró apesadumbrado Joseph—. Yo la leí por primera vez hace unos años, y nunca he podido entender lo que quiere decirnos. Porque la verdad, oír, no se oye nada. En una ocasión creímos que se referiría al silencio, pero esa pista tampoco nos llevó a nada.

Todos se quedaron pensativos, rumiando la información de que disponían. Etienne comenzaba a desesperarse, gruñendo por perder el tiempo.

—¿Qué se puede escuchar en esta iglesia? —preguntó Raimond reflexivo.

—Al cura —respondió instantáneamente Edgard—. Dando la misa.

—Tal vez el cura sea la clave —opinó con renovadas energías Raimond mirando a Joseph.

—Hablamos con él, pero no conseguimos avanzar. Él no sabe nada al respecto —confirmó Joseph.

—Bien, ¿qué más? —preguntó Raimond intuyendo que iban por el buen camino.

—El coro —susurró titubeante Agnés.

Todos la miraron con semblantes abstraídos, rumiando esa posibilidad.

—En una iglesia —explicó muy seguro el padre Sébastien—, el sonido más alto y representativo es el producido por las campanas.

—Pero, padre —intervino Edgard—, ¿cómo va a estar escondido un tesoro en una campana? —se rio de la ingenuidad del sacerdote.

Raimond miró a ambos con fijeza. El sacerdote había tenido una muy buena idea, pero Edgard también tenía razón. A no ser que el tesoro no estuviera escondido en la campana. Buscó con la mirada a Joseph, abstraído en sus pensamientos.

—El campanario —dijo muy despacio Raimond, con fulgor en los ojos.

Joseph levantó la mirada como un resorte, con la boca abierta. ¿Cómo no había caído en eso? Era una buena posibilidad, un sitio ideal donde nadie buscaría, sobre todo por lo inaccesible.

—Podría ser —confirmó Joseph entusiasmado—. Pero ¿cómo subiremos?

Raimond miró alrededor con premura, y sintió la adrenalina fluir por sus venas. No sabía si encontrar el tesoro le llevaría hasta los hombres que buscaba, pero era evidente que avanzaba en el caso. Por otra parte, todavía le costaba creer que estuvieran tras el Santo Grial. No era consciente de la realidad a causa de su magnitud. Él era un simple soldado que había ido ascendiendo de «rango» a pasos agigantados, pero era un simple mortal. Sin embargo, por curiosidades del destino, estaba a punto de descubrir dónde se escondía la copa de la que el mismísimo Jesucristo había bebido en la última cena.

—El acceso al campanario suele estar en las dependencias privadas del sacerdote —informó el padre Sébastien mientras se encaminaba hacia allí con paso renqueante—. Pero será mejor que llamemos al cura para que nos dé permiso, no podemos entrar así como así —endureció la voz. Sus acompañantes serían capaces de transgredir la privacidad de un sacerdote.

Mientras seguían la lenta estela del padre Sébastien, Joseph no cabía en sí de gozo. Habían conseguido descifrar la pista que les conducía hasta el Santo Grial, y estaba casi seguro de que no lo habían robado, al menos si se fiaba del relato del cura. En ningún momento comentó que aquellos hombres que merodearon en el interior de la iglesia accedieran a las estancias privadas, y mucho menos que subieran al campanario. A no ser que lo hicieran de noche, mientras el cura dormía. Esta última posibilidad le martirizó súbitamente. Si descubrían que habían robado el cáliz de Cristo, se arrojaría al vacío desde el campanario para terminar con su miserable vida.

Sin llegar al altar, una puerta lateral se abrió y apareció un sacerdote. Los miró un tanto extrañado al principio, y expectante después. Tendría más de cincuenta años, era delgado y se movía con dificultad.

—Buenos días, hermano —se presentó el padre Sébastien al comenzar a subir los tres peldaños que lo conducían al altar—. Perdone que le molestemos, pero necesitamos subir al campanario —dijo con su habitual rostro risueño y amable.

—¿Al campanario? —preguntó incrédulo.

—Padre Daniel, ¿se acuerda de mí? —Joseph se apresuró a intervenir al intuir que podría beneficiarles el encuentro del otro día—. Soy Joseph Clyment. No sé si lo recordará, pero hablamos hace semana y media.

El cura lo miró con los párpados entornados, como si no viera bien. Tras unos segundos de confusión, su sonrisa apareció.

—Oh, sí. Ya me acuerdo. Sí. Estuvo aquí interesándose por unos hombres que merodearon por la iglesia.

—Exacto. Veo que tiene buena memoria —dijo con exquisita amabilidad.

—Pues será lo único bueno que conserve —se lamentó sin perder la sonrisa.

—Verá, padre. Nos complacería enormemente poder otear el paisaje desde un lugar tan privilegiado como el campanario —mintió descaradamente—. No se lo creerá, pero un siervo del papa Urbano V nos acompaña —anunció señalando discretamente a Raimond.

Al cura se le iluminó el semblante, como si hubiera aparecido ante él un hereje sinceramente arrepentido. Aunque por las ropas y el aspecto parecía un soldado.

—Así es —confirmó un tanto titubeante. Le gustaba pasar inadvertido—. Me llamo Raimond, y soy jefe militar del papa.

—Oh… —exclamó acercándose con dificultad. Aquel hombre sería de total confianza para el papa, y volvió a iluminársele su faz. Además, comenzó a recordar quién era—. Vos debéis ser ese soldado tan famoso… Vaya, es un honor teneros en mi humilde iglesia —manifestó verdaderamente orgulloso.

Raimond asintió cortésmente. Era el momento de rematar la faena.

—Como bien ha dicho mi buen amigo Joseph, nos encantaría, si fuese posible, admirar las vistas desde el campanario —dijo con toda la amabilidad de que fue capaz.

—¡Oh, faltaría más! —exclamó. Se giró al instante y les invitó a que lo siguieran. Con paso cansino e inseguro, el padre Daniel los condujo por un pasillo privado hasta detenerse frente a una gruesa puerta de madera. La abrió y ante ellos aparecieron unas escaleras de caracol que ascendían—. Estas escaleras conducen al campanario. Si no les importa, iré detrás de ustedes. Soy muy viejo y la artrosis que padezco en los huesos me mata poco a poco. Suban ustedes, a mí me costará un buen rato hacerlo —invitó sin perder la sonrisa.

Raimond se alegró por ello. Podrían buscar sin ser molestados, al menos por un rato. De todas formas, saltaba a la vista que se trataba de un hombre amable y risueño, lo que también les beneficiaba para campar a sus anchas. Y también reparó en que era un poco descuidado; el hábito que vestía estaba sucio.

Raimond, Edgard y Etienne ascendieron sin inmutarse dada su buena condición física. Joseph y su hija Agnés llegaron boqueando. Los dos sacerdotes ya era otra historia, llegarían más tarde, tal vez con el cambio de siglo.

Comenzaron a buscar desbocados, con la urgencia propia de quien ve en peligro su propia vida. Buscaban el símbolo perteneciente a la sociedad a la que pertenecían Joseph y su hija, o cualquier cosa que les llamara la atención. Empezaron por las campanas. Las miraron con minuciosidad y buscaron el símbolo allí, marcado con su correspondiente ubicación del tesoro, pero no encontraron inscripción alguna. Al cabo de quince minutos y habiendo registrado cada recoveco, comenzaban a desesperarse. No habían encontrado el emplazamiento donde se escondía el tesoro. Los dos sacerdotes todavía no habían llegado, aunque los escuchaban dialogar.

—Está bien, pensemos —recomendó Joseph, con el rostro demudado por la tensión.

—Tal vez no esté aquí escondido —opinó decepcionado Edgard—. Puede que no hayamos descifrado correctamente la pista.

Todos lo miraron fijamente, era una posibilidad.

—Yo creo que estamos en el sitio correcto —aseguró altiva Agnés, desafiando a Edgard. No le caía bien aquel chico, parecía un niñato.

—Quienes tengan oídos para oír, que oigan —recitó de memoria Raimond. Se quedó un momento reflexivo, dando vueltas al acertijo—. Las campanas… Están en silencio. Tal vez suceda algo cuando tañen. De ahí que la pista nos dicte a escuchar —reflexionó muy concentrado. Era una idea, aunque no acababa de convencerle. Las campanas seguirían siendo las mismas en silencio o en funcionamiento. O no.

—¡Es una brillante idea! —exclamó alborozado Joseph, que no parecía tener las dudas de Raimond.

Cada una de las dos campanas tenía atada una cuerda en el extremo del badajo para hacerla sonar desde abajo. Edgard se arrodilló junto al hueco que había en el suelo y estiró su brazo para alcanzar la cuerda y tocar la campana sin necesidad de bajar las escaleras. Con esfuerzo logró asirla y se irguió con la cuerda en la mano, después esperó a que le dieran el visto bueno.

—No te quedes ahí como un pasmarote, hazla sonar —ordenó Joseph incapaz de reprimir la ansiedad que sentía.

Edgard puso los ojos en blanco.

—Me aturdís —se quejó reprobadoramente. Acto seguido, con torpeza, la hizo sonar y retumbó todo el campanario. Todos se llevaron las manos a los oídos, mientras asistían hipnotizados al tañido de la campana, concentrados observando si ocurría o veían algo. Tras unos toques más, desistieron y decidieron probar con la otra campana a ver si había más suerte.

—Es que no sabemos qué mirar exactamente, ni dónde —se quejó Etienne. Lo poco que hablaba, siempre solían ser quejas.

—Lo sé —se lamentó Raimond—. Estamos un poco perdidos. Veamos con la otra campana, y después ya determinaremos —dijo un tanto desolado. Aquello no iba bien. Parecía alejarse la posibilidad de encontrar la ubicación del tesoro.

Edgard, ahora un poco más seguro de lo que hacía, hizo sonar la segunda campana con menos torpeza, pero inhibido por el poderoso sonido que emitía, que amenazaba con reventarle los tímpanos.

Agnés enseguida lo vio, fue como un milagro, no tenía otra explicación. Hechizada por lo que veía, se quedó un momento boquiabierta, incapaz de articular palabra. Con la vibración de la campana por el violento contacto del badajo, en la superficie de la campana se dibujaba ilusoriamente el símbolo de la sociedad cátara a la que pertenecía. Finalmente pudo apartar los ojos de aquella mágica visión y los miró jubilosa. Los demás miraban otros lados de la campana y no habían podido observarlo.

—¡Mirar aquí! —exclamó enfervorizada señalando la superficie de la enorme campana que tenía frente a ella.

Todos acudieron al instante.

—Hazla sonar otra vez, Edgard —instó poseída por una excitación máxima.

Edgard hizo sonar nuevamente la campana, con los oídos doloridos. Esperaba que no tuviera que hacerla sonar más veces, o se quedaría sordo para el resto de su vida.

Raimond, Joseph y Etienne se quedaron estupefactos. Donde sólo había marcas inconexas, al tocar la campana creaba una vibración que hacía que apareciera casi por ensalmo la imagen del pequeño racimo con tres uvas, el símbolo que buscaban.

—Por todos los santos —susurró Joseph maravillado.

Raimond se recuperó del trance y enseguida comprendió que debía mirar al otro lado del símbolo. Se asomó al interior de la campana, pero las sombras que allí moraban le impedían ver si había algún tipo de inscripción.

—¡Necesitamos una vela! —urgió Raimond mirando en derredor. Miró a Edgard con urgencia.

—Está bien, ya voy —dijo maldiciendo, parecía el chico de los recados.

Al cabo de un par de minutos que se hicieron eternos, Edgard apareció con un candil encendido y un resuello sonoro. Se lo tendió a Raimond y puso los brazos en jarras. Jamás había corrido tanto en su vida.

Raimond acercó la vela al interior de la campana justo detrás de donde estaba marcado el símbolo, y enseguida apreció una inscripción.

—¡Lo hemos encontrado! —exclamó victorioso, habían descifrado el acertijo y habían encontrado la ubicación del, nada más y nada menos, Santo Grial.