Después de pasar toda la noche en vela sopesando una decisión tremendamente crucial, Joseph Clyment, invadido ya por la angustia, había decidido dar el paso definitivo. No podía soportar por más tiempo la idea de que el Cáliz de Cristo hubiera sido robado, y debía cerciorarse de ello cuanto antes. La idea de fallar de tal modo a sus antepasados y al propio Cristo era insoportable. Era el momento de actuar, y rezó a Dios para que le ayudara en su decisión.
Antes del amanecer avisó a su hija Agnés, la única todavía soltera, para que se vistiera y se preparase para acompañarlo. Con su ayuda había llegado a la conclusión de que Raimond Guibert era el hombre que podría ayudarlos a encontrar o recuperar el Santo Grial, sabedor de que se enfrentarían a hombres sin escrúpulos y muy peligrosos. Durante la comida que compartieran en el día de ayer pudo comprobar el tipo de persona que se hallaba detrás de esa máquina de matar. Desde el primer momento le causó buena impresión, y con el transcurso de las horas pudo percibir un corazón puro, y un alma bondadosa e incorruptible. O eso quería creer. Evidentemente no lo conocía lo suficiente como para asegurarlo, pero pudo verlo reflejado en el ajado rostro del sacerdote que conociera ayer. El padre Sébastien, un hombre a todas luces de una bondad infinita, adoraba a Raimond, prueba suficiente para creer a pies juntillas en todo lo que había percibido de su persona.
Al llegar a la taberna donde se hospedaba Raimond Guibert, dejó a su hija con los esclavos que los acompañaban y se internó presto a localizarlo. Al entrar, no pudo más que congraciarse con su buena fortuna. Tal vez era una señal divina de su buena decisión. Lo encontró allí, desayunando frugalmente junto a su inseparable soldado, el sacerdote de Carcasona y un joven al que no conocía de nada.
—Buenos días tengan ustedes —saludó al llegar a la mesa con sonrisa franca.
Raimond se sorprendió de verlo allí, tan temprano. Sospechó que querría verlo por algún motivo, y pudo observar que tras su sonrisa había tensión. Tenía la certeza de que ocultaba algo aparte de querer justicia para sus amigos asesinados, pero, por ahora, estaba perdido y no sabía a qué atenerse, aunque no creía que fuese por una razón perversa.
—Qué agradable sorpresa, Joseph —saludó el padre Sébastien—. Siéntese y comparta nuestra mesa —ofreció cordial y sincero.
—Me temo que ahora mismo me resulta imposible —declaró resignado—. Debo hablar urgentemente con Raimond —dijo muy serio y azorado.
El padre Sébastien miró a ambos muy preocupado. Iba a interesarse por esa urgencia cuando Raimond se levantó presto, todavía limpiándose los labios con el dorso de la mano.
—Sentémonos en aquella mesa de la esquina —ofreció Raimond sin esperar consentimiento, parecía que iba a descubrir lo que ocultaba aquel acaudalado hombre. Por boca de él sabía que trabajaba como cambista, y decían que era el más importante de toda Francia. Supo desde el primer momento que la ayuda que ofrecía tendría una contraprestación, ahora faltaba saber la magnitud de esta. Se sentaron en silencio, y volvió a percibir la tensión que emanaba Joseph, ahora todavía más nítida que a su llegada.
—Bien… ¿qué ocurre? —quiso saber Raimond con calma. Su interlocutor la necesitaba.
Joseph Clyment suspiró profundamente, apoyó los brazos sobre la mesa con la cabeza gacha y un rictus descolocado.
—Raimond, lo que voy a contarte es tremendamente delicado, algo que nunca he contado ni debería hacerlo, pero han ocurrido una serie de circunstancias que no me dejan otra salida. Sé que no te conozco prácticamente de nada, pero nos encontramos entre la espada y la pared, y tú pareces ser el hombre adecuado para nuestros propósitos. Lo que sí te pido, es que guardes este secreto hasta la tumba. ¿Puedo confiar en ti?
Raimond se había mantenido expectante, sin intervenir. La gravedad del asunto, fuera cual fuese, se veía reflejada en el rostro de Joseph. Tragó saliva y desvió la mirada a la mesa donde había estado sentado hacía un momento. De momento sólo le pedía que guardara un secreto.
—Tienes mi palabra de que guardaré el secreto, siempre y cuando no haya vidas humanas en juego —advirtió con mirada severa.
Joseph asintió complacido. Una muestra más de su humanidad.
—No, por guardar el secreto no pones en peligro vida alguna —aseguró retomando la tensión que le invadía. Se tomó un momento antes de continuar, de revelar algo que no debía descubrir bajo ningún concepto. Lo miró a los ojos fijamente y se armó de valor—. Verás, Diégue Cabart y Thomas Vincent pertenecían a una sociedad secreta muy antigua. Eran los dos hombres más importantes, y Thomas era el líder. Yo también pertenezco a ella, como tantos otros. La misión de esta sociedad de más de mil años de antigüedad es guardar el… Santo Grial —terminó diciendo en susurros y miradas de reojo. De momento no le revelaría que se trataba de una sociedad cátara.
Raimond enarcó las cejas, incrédulo. El Santo Grial era la copa en la que Cristo bebió el vino en la última cena, uno de los tesoros más preciados y buscados de todos los tiempos. ¿Cuántas vidas había costado esa interminable búsqueda? Miles… Ahora aquel acaudalado cambista le revelaba que la custodiaba la sociedad a la que pertenecía. Abrió la boca para preguntar, pero no encontró palabras.
Joseph miró a un boquiabierto Raimond. Aquellas palabras podían dejar mudo al mayor charlatán que existiera. Ante su mutismo, sintió la necesidad de continuar.
—Los torturaron para conseguir la ubicación del Santo Grial, y todo parece indicar que lo consiguieron. Con Thomas no debieron de conseguirlo, pero con Diégue sí, si no hubieran seguido torturando a los demás principales de la sociedad.
Raimond se recompuso con las últimas explicaciones.
—O tal vez no sabían la identidad de los demás miembros de la sociedad —reflexionó en voz alta—. Además, debes saber si han robado el Grial…
Joseph se removió inquieto en su silla.
—No es tan fácil. Thomas, nuestro líder, era el único que conocía la ubicación exacta del cáliz. Los principales de la sociedad, que somos cinco en estos momentos, tan sólo conocemos una pista que lleva a su localización.
—Y Diégue Cabart era uno de ellos —afirmó Raimond.
—Así es.
—Pero… no lo entiendo. ¿Qué clase de pista es? Porque ya deberíais haberla resuelto.
Joseph gruñó resignado.
—He visto con mis propios ojos la pista multitud de veces, y los demás también, pero nunca hemos conseguido resolverla. Ahora, lo que nos urge, es saber si esos desalmados han conseguido resolverla o no.
—¿Cómo?
—Desentrañando el acertijo —confirmó enigmático Joseph.
Raimond se rascó la barba, inquieto. No podía entender en qué iba a poder ayudarles él.
—Joseph, yo soy un simple soldado. Necesitas a un erudito o alguien entendido —aseguró con vehemencia.
—No tiene por qué. Para resolver un acertijo a veces sólo es necesaria la audacia, la imaginación. Además, necesitaremos de alguien como tú para cazar a esos desalmados.
—Lo dices como si hubieran podido resolver el acertijo.
—Es una posibilidad. No lo sabemos. A la mañana siguiente de los asesinatos, fuimos al galope al lugar donde se encuentra la pista, por si conseguían encontrar el Santo Grial, pero ya se habían marchado. Interrogamos al cura y nos dijo que habían estado unos hombres merodeando por la iglesia, pero no supo darnos más información. Lo que no sabemos es si se marcharon con las manos vacías o con el cáliz —confesó con amargura.
—¿La pista se encuentra en una de las iglesias de la ciudad? —inquirió Raimond.
—No, en una aldea cercana.
Raimond resopló y se recostó en la silla, con la mirada perdida en el suelo. Bastantes problemas tenía ya como para meterse en aquel embrollo. Aunque, bien pensado, aquellos hombres que iban tras el Santo Grial eran los verdaderos asesinos a los que él buscaba para probar la inocencia de Laurent. La esperanza se abrió paso una vez más. Debían ponerse en marcha cuanto antes si querían atraparlos.
—Aceptaré ayudarte porque me lleva tras el rastro de los culpables de los asesinatos y, de capturarlos, probaría la inocencia de Laurent —confirmó con un brillo especial en los ojos—. No sé si podré serte de gran ayuda, pero lo intentaré. ¿Cuántos días hace que estuvieron en esa iglesia de la que hablas?
—De eso hará once o doce días —contestó apesadumbrado.
—Estamos jodidos… Será mejor que nos pongamos en marcha cuanto antes.
Raimond se levantó con aplomo, decidido a marchar en aquel mismo momento. Se detuvo y miró a Joseph.
—Nos vendría bien algo de ayuda —recomendó Raimond, indicando con la cabeza a la mesa donde había desayunado.
Joseph arrugó la frente.
—Cuanta menos gente lo sepa, mejor. Tu soldado, ese tal… ¿Etienne?, sí nos puede servir de ayuda.
—No tenemos por qué contarles la verdad. Simplemente podemos decir que guardabais un tesoro, creerán que se trata de dinero y joyas. Además, cuantos más seamos, mejor. Tenemos que descifrar un acertijo que vosotros no habéis podido averiguar en años —confirmó con gestos de evidencia.
Joseph reflexionó un momento. Visto así, tenía razón.
—Está bien, puede venir el sacerdote, me cae bien. ¿Quién es el joven con el que está sentado? —inquirió receloso.
—Es Edgard, el hermano de Laurent. Llegó ayer poco antes del anochecer.
Joseph asintió resignado y a la vez esperanzado. Ahora sólo quedaba esperar que la suerte estuviera de su lado.