Capítulo 19

Los días transcurrían en una opulenta agonía, esperando el momento en que la Inquisición dictara su más que previsible sentencia a muerte, pero todavía lo atormentaba más la vaga esperanza de que Raimond consiguiera probar su inocencia. Cada hora, cada minuto, era un suplicio esperando que la puerta se abriera y apareciera el que fuera como un hermano para él con la carta de su libertad bajo el brazo, antes de que la Inquisición lo mandase a la hoguera. La ansiedad lo invadía varias veces a lo largo del día. La espera se hacía dolorosa, invadido por los recuerdos de sus seres queridos. Unos seres queridos que ya no volvería a ver jamás, al menos en vida. Pero al final siempre se decía que tal vez pudiera librarse de aquel sinsentido, que tal vez el bien venciera al mal y la justicia prevaleciera. No podía hundirse antes de tiempo. Se cambió de postura sobre el frío y húmedo suelo. Por la pequeña ventana en lo alto de la pared pudo observar que un nuevo amanecer despertaba de su mundo de tinieblas, un nuevo día tortuoso y febril. Bien era cierto que sus condiciones habían mejorado ostensiblemente. El infierno que conociera en los primeros días como reo de la Santa Inquisición se había tornado en una más que aceptable subsistencia. Raimond se había encargado de que el alguacil se portara bien con él, de que le trajese comida caliente una vez al día, agua potable y mantas para que se abrigase por la noche. Debía de haberle pagado muy bien. A esto había que añadir que iba recuperándose poco a poco de las heridas.

La puerta de la mazmorra se abrió y vio entrar a su queridísimo «hermano». El corazón comenzó a galopar desbocado, llevaba esperándolo todo el día de ayer. Después de que hicieran confesar al hombre que intentara, inexplicablemente, matarlo, sabía que Raimond y sus hombres habían ido tras esta pista, y que no podrían tardar en dar con el hombre que había pagado a un sicario para matarlo. Que no tuviera noticias en el día de ayer supuso una desolación y una agonía indescriptibles.

Laurent se irguió hasta quedar sentado, incapaz de controlar sus ansias, y escrutó el semblante de Raimond con avidez. La tenue luz mostraba seriedad. No traería buenas noticias.

—¿Qué tal te encuentras hoy, viejo amigo? —preguntó Raimond con una leve sonrisa al llegar a su lado.

—¿Habéis dado con ese tal Marcel? —inquirió con los ojos muy abiertos, ignorando el saludo.

Raimond bajó la mirada, apesadumbrado. Se puso en cuclillas.

—No. Al menos no en vida —informó con pesar—. Lo han asesinado, Laurent. Le rebanaron el cuello.

Laurent creyó que esos tenebrosos muros se derrumbaban sobre él. La esperanza que sintió cuando oyó confesar al que intentó matarlo se desvanecía ahora entre sus dedos irremisiblemente, como el agua. Estaba sentenciado. Su cuerpo quedó laxo, derribado anímicamente.

—Hay alguien detrás de todo esto que debe de ser muy poderoso —aclaró Raimond resignado—. Y que nos tiene desconcertados. Hay algo que se nos escapa, y que parece tener una magnitud inabarcable. —Lo miró y percibió su desánimo, estaba hundido—. No te preocupes, seguimos indagando. Daremos con el verdadero asesino, estoy convencido —aseguró categórico. Debía transmitir esa seguridad a Laurent si no quería verlo sufrir. Y la verdad es que la sentía, estaba convencido de que desenmascararía al asesino. La tarea sería ardua, habría que tener mucha paciencia y sobre todo tener los ojos muy abiertos.

—¿Por qué me pasa esto a mí? —se lamentó con el rostro demudado por el dolor—. He sido un buen cristiano… No merezco esto.

Raimond lo miró desolado, no soportaba verlo así. No, no se lo merecía, pero nada tenía que ver el merecimiento con lo que uno recibía. Había visto mucha muerte y destrucción, y casi siempre lo pagaban las gentes humildes, sencillas y de buen corazón. Tenía la certeza de que la gente malvada llegaba a vivir la vejez, maldita la hora. Puso la mano sobre su hombro con afecto, y dejó que llorara sin impedimentos, que descargara todo el padecimiento que había ido acumulando.

Una hora y media después accedió a la vivienda del que fuera un acaudalado e importante mercader, e iba acompañado por Joseph Clyment y su hija Agnés. Habían quedado en el día anterior para indagar en la ahora deshabitada y lujosa vivienda.

—Bueno, Joseph, tú conoces muy bien esta casa, así que quiero que te concentres en cada detalle y que me digas cualquier anomalía que veas, por insignificante que parezca. Agradecería que nos mantuviéramos en silencio para poder concentrarnos en nuestra labor —informó con tono grave Raimond. Esa era la misión que les había llevado hasta allí. A falta de familiares con los que hablar, aprovechando el interés que Joseph había mostrado por ayudarle, no dudó en proponerle indagar en la vivienda de Diégue Cabart.

Joseph se concentró en lo que le pedían, él también quería desenmascarar al verdadero asesino, pero por diferentes motivos. Todavía no sabía si aquel asesino, o asesinos, habían conseguido robar lo que con tanto denuedo y esfuerzo habían conservado durante generaciones. Ellos eran los elegidos, los guardianes del cáliz de Cristo, y sólo de pensar en que hubiera caído en otras manos se le quebraba el alma. No soportaría que algo así ocurriese, y tenía la certeza de que acabaría suicidándose al no soportar su propia existencia. Sería terriblemente humillante, terriblemente deshonroso que él y los suyos fallaran tan gravemente a lo que el propio Cristo les encomendó. No, definitivamente, no lo aguantaría. Pero no estaba allí sólo por el hecho de intentar ayudar a Raimond Guibert a indagar en busca de una pista para encontrar a los verdaderos asesinos, sino también para conocerle mejor y decidir si se podía confiar en él lo suficiente como para confesárselo todo. Había oído hablar de él, y quién no, y aparte de su gallardía, de sus victorias en el campo de batalla, de su invencibilidad, también había oído decir que era un hombre recto, justo, de buen corazón. Esto le había hecho decidirse a dar el paso, pero todavía quería cerciorarse mejor. No obstante, tras su primer encuentro había tenido una muy buena impresión.

Mientras dejaba en su labor a Joseph, Raimond y su inseparable Etienne miraban cada recoveco de la vivienda en busca de alguna pista que hubieran podido dejar los asesinos, a pesar de que sabía que el preboste había hecho lo mismo sin encontrar nada. Pero no estaba tan concentrado como quisiera, aquella joven, Agnés, la hija de Joseph, lo tenía desconcentrado en su labor. A cada momento posaba los ojos en ella, cada vez le parecía más hermosa. No era alta, pero tampoco baja, el pelo castaño oscuro le llegaba hasta media espalda, liso y perfumado. Era muy guapa, delgada y grácil, con un caminar seguro y la cabeza alta, rebosando sensualidad. Nunca había conocido mujer igual y esto lo tenía confundido. No era asiduo, ni lo había sido, a los placeres carnales. De hecho, muy de vez en cuando se acostaba con una prostituta para calmar su adormecida sed, pero con esta joven todo era distinto, sentía al verla un ardor en su interior nunca antes experimentado.

Tras un meticuloso rastreo por toda la vivienda, Joseph no reparó en nada anormal. Todo estaba en su sitio, tal y como lo recordara, y no habían podido encontrar la menor pista. Había sido agotador, y además no había servido de nada.

—Será mejor que nos marchemos a comer —dijo resignado Etienne, casi cabreado por no haber encontrado nada.

—Muy buena idea —contestó Joseph Clyment—. Les invito a comer en mi casa —se ofreció con una sonrisa franca.

—He quedado para comer con un viejo amigo, un sacerdote al que no veía desde hacía muchos años —contestó Raimond.

Joseph se quedó pensativo. Tenía la necesidad de conocerlo mejor, y nada mejor que una amigable tertulia mientras comían. No se lo pensó dos veces, no desperdiciaría aquella oportunidad.

—Si no les importa, estaría encantado de acompañarles a la mesa. Es la mejor posada de la ciudad y en su taberna se come de miedo.

Raimond iba a protestar, quería intimidad con su viejo amigo, pero enseguida vio la posibilidad de seguir teniendo la inmejorable compañía de una dama sin par. Aquello empezaba a asustarle de veras.