Capítulo 18

Al día siguiente, nada más despuntar el alba, Raimond fue avisado por uno de los soldados del preboste. Apenas se acababa de levantar cuando recibió la sorprendente noticia de que habían encontrado a Marcel Helouys asesinado. Acompañado de una espesa niebla y de su inseparable Etienne Martine, llegó hasta el lugar donde se había consumado el asesinato.

El preboste saludó silenciosamente a Raimond al verlo llegar, y este se detuvo a su lado, frente al cadáver.

La víctima estaba tirada en el suelo, bocarriba, como si se hubiera caído de un tejado. Sin embargo, la causa de la muerte era nítida. Lo habían degollado.

—Lo ha encontrado uno de sus esclavos poco antes del amanecer, cuando se disponía a comenzar su trabajo —informó con voz monótona el preboste.

—¿Hay otras pruebas de violencia?

—No. Lo hemos desnudado y el cuerpo no presenta ni el más mínimo moratón. Fue una muerte rápida. Lo degollaron limpiamente.

Raimond no podía estar más crispado. Su tabla de salvación, o mejor dicho, la salvación de Laurent, estaba allí tirado en el frío suelo, muerto, asesinado en un cobertizo de su propiedad. Todas las esperanzas habían quedado tan inertes como aquel cadáver y maldijo para sus adentros.

—Nadie ha visto nada, supongo —confirmó más que preguntar Raimond.

El preboste negó con la cabeza.

—Aquí hay algo gordo, Raimond. Muy gordo —dijo con énfasis—. Otro noble asesinado, y todo parece indicar que está relacionado con los otros dos asesinatos.

—Eso ni lo dudes… —aseguró Raimond, con la mirada fija en el cadáver—. Este hombre ordenó matar a Laurent, acusado de asesinar a Diégue Cabart y Thomas Vincent. Todo está relacionado, pero no hay por dónde cogerlo. No tenía mucho sentido que quisieran asesinar a Laurent, que ya estaba condenado por la Inquisición, y ahora matan al hombre que ordenó asesinarlo. Detrás de todos estos asesinatos hay alguien muy poderoso, sin escrúpulos, que, o bien encontró lo que buscaba y quiere que no queden cabos sueltos, o sigue buscándolo.

El preboste asintió levemente, abstraído en sus pensamientos.

—¿Y qué demonios puede ser lo que buscaba, o todavía busca?

—Dinero parece que no —contestó Raimond al recordar que no habían robado nada al rico mercader ni al otro noble.

—Tal vez busquen poder —opinó Etienne con su habitual voz ronca.

El preboste y Raimond lo miraron un instante.

—Poder… —reflexionó Raimond—. Es lo único que puede rivalizar con el dinero. Sí, mi querido amigo —siguió hablando en voz alta con gesto meditabundo—, es una opción. Poder…

—Lo que es evidente es que, sea quien sea, no le tiembla el pulso en asesinar a quien sea necesario, independientemente de su condición. Ya ha liquidado a tres de los hombres más ricos y poderosos de la ciudad —informó el preboste.

—El asesino sabía que íbamos tras Marcel, y lo ha silenciado —aseguró Raimond—. Seguramente conocía al verdadero asesino, al que podría delatarlo —reflexionó en voz alta.

—Eso sería preocupante —intervino Etienne—. Nadie, a excepción de nosotros, sabía que íbamos tras él —confirmó mirando acusadoramente al preboste.

—Si está insinuando que mis hombres o yo nos hemos ido de la lengua, será mejor que rectifique ahora mismo —amenazó el preboste.

—Aquí nadie insinúa nada —intervino rápidamente Raimond—. Los ánimos están caldeados, será mejor que nos tranquilicemos —recomendó dedicando una mirada reprobatoria a Etienne. Confiaba ciegamente en el preboste, y no albergaba dudas en su lealtad.

—¿Sigues sin encontrar una conexión entre las víctimas? —preguntó Raimond con expectación, queriendo zanjar la discusión.

—¿Marcel Helouys con Diégue Cabart y Thomas Vincent? Este hombre era una víbora sin corazón, un alma endemoniada. Diégue Cabart y Thomas Vincent eran buenas personas, bondadosas. No, imposible que pudieran tener la más mínima relación. Son la noche y el día.

Raimond dejó al preboste que hiciera su trabajo y se marchó del castillo propiedad del difunto Marcel Helouys.

—Te fias demasiado de ese hombre —recriminó Etienne mientras accedían a la calle, donde una multitud se agolpaba en los alrededores, ansiosa por los chismorreos.

Raimond se quedó boquiabierto al ver toda esa gente sin otro que hacer que indagar sobre lo ocurrido. Se trataba de un noble, pero aún así le pareció insólito.

—El preboste es una buena persona, un hombre en quien se puede confiar. No tengo la menor sospecha de él —aseguró sin reproches.

Etienne se encogió de hombros, tan reservado como siempre. Y tampoco es que tuviera nada en contra del preboste.

—Fíjate en toda esta gente —continuó Raimond, sintiendo necesidad por explicarse—. ¿Cómo es posible que toda la ciudad sepa lo que ha pasado si no hará ni una hora que lo han encontrado muerto? Por alguna razón el asesino intuyó que íbamos tras Marcel. Nada más. No ha habido chivatazo.

Ante el mutismo de Etienne, Raimond se volvió para escrutar su mirada. Parecía estar conforme, pese a todo. Atravesaron aquella multitud dispersa cuando un hombre se acercó hasta ellos.

—Buenos días, señores —saludó risueño, aunque un tanto nervioso.

Raimond se detuvo y lo observó un momento. Estatura media alta, pelo largo castaño claro, barba larga, delgado, ojos vivaces, refinado, pero lo que más le llamó la atención y más claramente revelaba su condición eran sus vestimentas: una gonela blanca de tela de Malinas, forrada de piel con una cota hasta las rodillas de seda roja y zapatos de seda negros. Y para completar el conjunto un manto negro forrado de armiño y bordado en piedras preciosas.

—Me llamo Joseph Clyment —se presentó ante el mutismo de los dos fornidos interpelados—. Vos sois Raimond Guibert, ¿verdad?

Raimond continuó impertérrito, intentando averiguar qué demonios querría ese hombre tan rico.

—¿Qué quiere? —preguntó arisco.

Joseph Clyment carraspeó inquieto, se rascó la cabeza y miró a ambos lados. No esperaba tal recibimiento.

—Verá… —comenzó a explicarse titubeante—, yo soy… o, mejor dicho, era amigo de Diégue Cabart y de Thomas Vincent. Y sé que está indagando sus muertes. Así que he pensado que tal vez yo pudiera serle de ayuda —confesó con una palpable inquietud que parecía acompañarle siempre.

Raimond frunció el ceño, sorprendido. Era algo extraña su propuesta, aunque también era cierto que no le vendría mal información de primera mano sobre las vidas privadas de aquellos dos asesinados. Necesitaba, ahora más que nunca, toda la ayuda posible para intentar desenmascarar al verdadero asesino e intentar salvar a Laurent.

—En efecto, soy Raimond Guibert —se presentó todavía receloso. Algo querría a cambio aquel hombre—. No me vendría mal que me hablara de ellos. A decir verdad necesito toda la información posible sobre sus vidas —declaró sin dejar de observarlo.

—Para eso he venido —contestó risueño, aunque ahora, por primera vez, sereno—. Estaré encantando de ayudar al jefe militar del papa. Y por otra parte, ayudar a encontrar al asesino de mis amigos —confirmó poniéndose serio.

Raimond apretó los párpados hasta dejarlos en unas finas líneas.

—¿Vos no cree que sea culpable de esas muertes el que ha sido acusado por la Inquisición? —inquirió con gravedad.

Joseph Clyment volvió a ponerse nervioso. Se tomó un tiempo antes de contestar.

—Si quiere que le diga la verdad, no lo creo —adujo con serenidad—. Yo conocía a ese hombre. A ver si me entiende, no es que hablara nunca con él, pero le unía cierta amistad con Diégue Cabart, y sabía de él por lo que me contaba mi amigo. En más de una ocasión me habló de ese tal Laurent Rollant. No, no creo que sea el asesino. Es un humilde curtidor. El causante de todas estas muertes tiene que ser alguien importante —aseguró mostrándose muy seguro de sí mismo.

Raimond estaba un poco perdido. Tan pronto se mostraba nervioso como un momento después se mostraba sereno. Era un comportamiento raro, pero parecía buena persona. Aunque demasiado acaudalado. Tal vez pudiera ayudarle en casa de Diégue Cabart para comprobar si faltaba algo. Sí, podría serle de gran ayuda.

—Por cierto, esta es mi hija Agnés —continuó Joseph, presentando a una joven que se había mantenida un poco apartada. Avanzó unos pasos hasta situarse al lado de su padre y susurró un «encantada».

Raimond no había reparado en ella hasta ese momento. Y sus ojos no se detuvieron en su bonita cara y en sus ojos almendrados, sino que descendieron hasta sus pies recorriendo todo su cuerpo. Era una muchacha muy atractiva y lucía un bonito vestido adornado con perlas y pedrería, y poseía la misma seguridad en sí misma que mostraba su padre. Él no estaba acostumbrado a quedarse prendado por ninguna mujer, pero aquella joven tenía algo especial.

Agnés Clyment se mantuvo apartada mientras su padre se presentaba a aquel hombre del que tanto había escuchado hablar. Era famoso por sus victorias frente a los herejes, y la gente hablaba de que Dios lo protegía. Era como se lo había imaginado. Alto, fornido, de anchas espaldas, un hombre capaz de partir en dos a una persona con sus propias manos. Ahora dependían de él, aunque él no lo supiera todavía. Su padre, y todos los principales de la sociedad cátara, habían pensado en el jefe militar del papa Urbano V para salvar lo que todos sus antepasados llevaban guardando desde hacía más de mil años.