Se dirigieron al edificio del Santo Oficio al galope. Raimond Guibert distinguió mucho antes de llegar la silueta inconfundible de Etienne apoyada en la pared de la fachada. Sintió un súbito cosquilleo por todo el cuerpo. Lo había conseguido, había hecho confesar al preso. La excitación que sentía en aquellos momentos era inenarrable, y la saboreó con deleite. Ya podía paladear el sabor de la victoria, restregarle al inquisidor general su metedura de pata.
Se detuvieron, pero no descabalgaron. El preboste con sus dos soldados le acompañaban tras haberle explicado el altercado ocurrido la noche anterior y pedirle su ayuda para encontrar al hombre que había sido delatado por su sicario. El preboste se ofreció a ayudarle de buena gana y le informó que estaba a su disposición.
—¿Qué es lo que te ha contado? —inquirió Raimond desde lo alto de su montura, incapaz de retener su ansia.
Etienne miró al preboste y a sus acompañantes con mirada fría, inmóvil.
—Marcel Helouys —dijo dirigiéndose a su jefe militar con una minúscula sonrisa perruna—. Ese es el hombre que le contrató para asesinar a Laurent Rollant.
Raimond se giró y miró al preboste con intensidad.
—¿Lo conoces?
El preboste estaba petrificado sobre su montura, clavada la mirada en Etienne. Ni pestañeaba. Raimond, presa de una voraz premura al ver que no respondía, volvió a dirigirse a él:
—¡Vincent!
El preboste dio un respingo, estaba pálido.
—¿Conoces a ese hombre? —preguntó Raimond ansioso.
El preboste asintió lentamente, azorado. Tardó unos segundos en articular palabra.
—Marcel Helouys —susurró para sí, consternado.
Raimond estaba a punto de sufrir una parada cardiaca. El preboste parecía hipnotizado, incapaz de reaccionar.
—Bien, ¿de quién se trata? —preguntó irritado Raimond alzando la voz.
El preboste le clavó la mirada y después se removió sobre la silla de montar.
—Marcel Helouys es un noble —contestó alicaído.
Raimond comprendió el azoramiento del preboste, pero él no estaba para juicios morales.
—¿Sabes dónde vive?
El preboste asintió resignado, todavía sin volverle el color a la piel.
Raimond ordenó a Ferdinand que le dejara el caballo a Etienne y que siguiera con el trabajo de vigilancia en las mazmorras, después pidió al demudado preboste que le guiara hasta aquel noble que había ordenado matar a Laurent y, posiblemente, también a Diégue Cabart y Thomas Vincent.
—¿Qué más te ha contado? —preguntó Raimond a Etienne, mientras ambos marchaban detrás del preboste.
—Nada más. Que le había pagado una importante cantidad de dinero por hacerlo. Que le había dado una descripción sobre el sujeto que tenía que matar, y que se asegurara de que no se equivocaba de reo. También le pregunté si él había asesinado al mercader y al noble, y me juró por su madre que él no había matado a aquellos hombres, ni sabía quién lo había hecho.
Raimond asintió reflexivo. Ese tal Marcel podía haber contratado a otro sicario para matar a aquellos dos hombres, aunque le resultaba muy extraño. Lo lógico y normal habría sido contratar al mismo asesino. Aquello no encajaba, y sintió amargura por la decepción, pero no debía precipitarse en sus conjeturas. Pronto saldría de dudas.
El castillo que poseía Marcel rivalizaba con el que acababan de visitar. Quedaba claro con quién se tendrían que enfrentar, lo que en absoluto complacía a Raimond. Gentes tan poderosas y ricas solían estar amparadas por la ley; eran intocables. La tarea de desenmascararlo sería ardua y complicada, y tuvo la certeza de que necesitarían algo más que la confesión de un asesino.
El mayordomo les informó de que su señor se había marchado a primera hora de la mañana a atender varios asuntos que desconocía. Raimond no podía ocultar su nerviosismo.
—Tenemos que pillarlo antes de que pueda intuir que lo buscamos, podría darse a la fuga —aseguró Raimond—. Podemos recorrer la ciudad en su busca —sugirió al preboste, que todavía se mantenía perturbado.
—No creo que sea buena idea —recapacitó el preboste un momento después—. Las habladurías no tardarían en aparecer al vernos merodeando por la ciudad. Además, podría regresar a su castillo sin cruzárnoslo.
Raimond asintió, tenía razón. Pero no podía quedarse allí cruzado de brazos a esperar que regresara.
—Yo me ocuparé, no te preocupes —continuó el preboste—. Está acusado de asesinato, es mi trabajo detenerlo bajo las leyes del senescal. Te mandaré aviso cuando lo detenga para informarte de nuestros avances.
Raimond no pudo más que asentir nuevamente.
—Tienes toda la razón, tú representas la ley. Cuento con tu palabra de que me informarás de inmediato —dijo con simpatía, convencido de ello. Se marchaba ya con Etienne cuando detuvo su caballo—. ¿Crees posible que ese tal Marcel pudiera hacer una cosa así? —inquirió con los párpados entornados. Necesitaba saber su opinión, comprobar si el preso los había engañado. Que un noble estuviera implicado eran palabras mayores.
El preboste se tomó un momento antes de contestar.
—Es posible… Marcel Helouys es un hombre cruel y despiadado —aseguró en voz baja, temeroso de que alguien pudiera oírle.
Raimond y Etienne regresaron a la posada para comer y reponer fuerzas, y sobre todo para ordenar las ideas y serenar los nervios. Dejaron sus monturas al cuidado del mozo de las caballerizas y se encaminaron hacia la puerta de entrada de la posada. Allí, hablando con lágrimas en los ojos, se encontraba Camille. Raimond la observó preocupado, y observó con detenimiento a la figura que la acompañaba, que se encontraba de espaldas a él. Vestía hábito negro, parecía anciano y estaba prácticamente calvo, con el poco pelo que conservaba de color blanco como la nieve. Cuando llegó hasta ellos para preguntar qué ocurría, el corazón le dio un vuelco.
—Por todos los santos… Padre Sébastien… —dijo sorprendido.
El sacerdote lo escrutó con avidez, debiendo forzar el cuello para verle bien la cara. Una sonrisa afloró en su ajado rostro.
—Llegó anoche a la ciudad —informó Camille con alegría—. Y te ha buscado desde el amanecer.
—Te has hecho todo un hombre —saludó el sacerdote con voz débil y gesto de admiración—. Y no te recordaba tan alto, ni tan fuerte —declaró con mirada escrutadora. Se había quedado prendado por su porte—. Siento compasión por tus adversarios —concluyó con sonrisa cómplice.
—No sienta compasión por ellos, mis adversarios suelen ser hijos del demonio —contestó muy serio pero con mirada jubilosa.
El sacerdote se rio quedamente y le cogió el brazo.
—Cuánto tiempo sin vernos, hijo mío… —dijo con pesar.
—La última vez yo tenía diecinueve años —confirmó con una gran sonrisa. Le tenía un gran cariño. Ya desde niño, jugando en los alrededores de la iglesia de Carcasona, lo conoció, y desde entonces les unía una gran amistad. Raimond percibió desde el primer momento la bondad que irradiaba aquel sacerdote, que invitaba a confiar en él ciegamente. Fue su segundo padre, y le ayudó a sobrellevar la carga de quedarse huérfano, a superar aquel espantoso trance de tales dimensiones. Sintió deseos de abrazarle, y no lo dudó. A pesar de estar en plena calle, con las gentes yendo y viniendo, dio un paso y lo abrazó con cariño, con emotividad. Pertenecía a su pasado, a un tiempo en el que también fue feliz.
—Veo que a pesar de ser el gran Raimond Guibert, «el Invencible», toda una leyenda en esta región, incluso en el país entero, no te importa rebajarte abrazando a un pobre anciano en mitad de la calle —dijo con ojos brillantes, húmedos por la emoción.
Raimond rio la gracia del sacerdote. Todas sus penas y quebraderos de cabeza se habían esfumado de un plumazo al verle. Le traía recuerdos de la infancia, de una infancia feliz, lejana y añorada.
—Bueno, padre, ¿qué le ha traído por Narbona?
—Me enteré de que habías llegado. Ya sabes, al ser famoso, la noticia de que estabas en Narbona se corrió muy rápido por Carcasona. Así que no me lo pensé dos veces y aquí estoy. Era una gran oportunidad para verte, yo ya estoy muy viejo y no sabía si habría una próxima vez —declaró con afecto.
Raimond sintió vergüenza por no ser él el que hubiera visitado a sus seres queridos, era imperdonable por su parte. Por otro lado, estaba henchido de dicha. Que el padre Sébastien hubiera viajado hasta Narbona por el mero hecho de verle, era muy de agradecer. Y tan viejo como estaba. El corazón se le encogió al observarlo detenidamente: encorvado, surcado por infinidad de arrugas, bolsas debajo de los ojos, voz débil, manos temblorosas, casi calvo. Aunque todavía se mantenía recio, con una pequeña barriga y la barba larga.
—Vaya, me deja de piedra —contestó Raimond profundamente conmovido—. No le habrá resultado fácil el viaje. Pero vamos, entremos a comer y a ponernos al día.