Capítulo 15

Un nuevo día amanecía en Narbona, y Raimond se levantó del camastro dispuesto a emprender sus pesquisas. La luz que penetraba por la ventana era débil a pesar de que hacía un rato que el sol había asomado por las montañas. Sin vestirse se acercó a la ventana y un día gris le dio la bienvenida. El cielo se teñía de copiosas nubes negras. Se encaminó a vestirse apresuradamente antes de que el frío se instalara en su cuerpo. Mientras lo hacía, su mente comenzó a funcionar. Hoy podría ser un gran día, se dijo. En el día de ayer pudo averiguar datos muy importantes sobre el caso que indagaba, el preboste le había sido de gran ayuda. Sin embargo, tras hablar con Laurent, no había obtenido más avances, anulando la posibilidad de que Laurent ocultara algún tipo de información, tal y como había creído tras hablar con el preboste. La incógnita de por qué habían querido matar a Laurent persistía. Tampoco habían conseguido sonsacar información al hombre que intentara matarlo. Los interrogatorios duraron todo el día, pero tal y como predijera Etienne, sin dolor no le harían cantar. Pero hoy sería distinto.

Una vez vestido, sin la túnica blanca identificativa de su cargo para pasar inadvertido, tal como había hecho desde el primer día que llegara a Narbona, se ajustó el cinturón que portaba su espada. En aquella posada residían sus soldados y Camille. Edgard hacía unos días que había regresado a Carcasona para hacerse cargo del buen funcionamiento de la curtiduría. Sintió pena por los que allí se hospedaban junto a él. Todos ellos dormían en la soledad de sus habitaciones, lejos de sus familias, de sus esposas, de sus hijos. Sería duro para ellos. Para Raimond, sin embargo, era la misma vida que llevaba en Aviñón. Era reacio a contraer matrimonio, le gustaba la libertad, la soledad. Y tampoco había tenido tiempo para ello durante los siete años que defendió la Cristiandad en el noreste de Europa. Cuando llegó a Aviñón y fueron reclamados sus servicios por el papa, su vida se asentó lo suficiente como para conocer mujeres decentes en busca de un buen marido, pero él siempre había servido a Dios en la soledad, y con ella se sentía seguro, feliz, complacido con una vida que le llenaba de dicha, sin necesidad de una pareja.

Salió de la habitación y se dirigió al encuentro de Etienne, con el que siempre quedaba al amanecer. También tuvo tiempo de pensar en la misiva que escribiera en el día anterior al papa Urbano V. A regañadientes había decidido hacerlo para intentar que mediara ante el inquisidor y poder conseguir la potestad para indagar en un caso que a todas luces afrentaba contra la humanidad. Había escrito punto por punto todo lo ocurrido desde que llegara a Narbona, sin dejarse nada en el tintero. Sobre todo había recalcado las torturas que infligieron a Laurent durante varios días hasta hacerle confesar algo que no había cometido. Sabía que el papa pondría los ojos en blanco y que no le agradaría que hubiera tenido aquellos enfrentamientos verbales con el inquisidor general, después de haberle advertido que los evitara. Pero no tenía otra salida, necesitaba su ayuda.

Al llegar al piso de abajo, donde se encontraba la taberna, vio que le esperaba Camille de pie, cerca de la puerta que daba a la calle. Etienne todavía no había llegado, se le habrían pegado las sábanas, aunque lo dudaba. Era tan buen madrugador como pocos. Lo que le extrañó sobremanera es que se encontrara allí Camille, anoche ya le había informado de todo lo ocurrido en las últimas horas.

—Buenos días, Raimond. ¿Has dormido bien? —preguntó con una franca sonrisa.

—Buenos días, Camille. He dormido bien. Sin embargo parece que soy el único. —Las ojeras que mostraba Camille eran demasiado pronunciadas, aunque ya llevaban muchos días instaladas bajo sus ojos.

—He decidido marcharme a casa —comunicó apenada—. Aquí no puedo hacer nada por ayudar. Estoy sola, y necesito el cariño de mi hijo Edgard, de mi nuera y de mis nietos, que lo son todo para mí. —La voz se le quebró.

—Lo entiendo —contestó Raimond, apoyando su mano sobre el hombro de la que fuese como una madre para él.

Camille no podía soportar más aquella devastadora soledad en la que anidaba todos los días. Raimond y sus hombres se marchaban al amanecer y no regresaban hasta que el ocaso dejaba atrás otro día. Ella se quedaba en la posada, con sus propios demonios atormentándola incansables. Había llorado amargamente por su hijo Laurent cuando conoció el destino ya fijado por la Inquisición. Se había declarado culpable, y la muerte lo esperaba. Fueron momentos en los que la zozobra se apoderó de su miserable vida, creyendo desfallecer. Pero Raimond no cejaba en su empeño y seguía convencido de poder ayudar a su condenado hijo. Le transmitía tanta confianza, que a pesar de que su hijo esperaba una condena, todavía la llama de la esperanza no la había abandonado del todo. Aquel hombre al que fuera a pedir ayuda no la había decepcionado en absoluto. Todo lo contrario. A pesar de haber sucumbido a las torturas y declararse Laurent culpable, el que fuese como un hijo para ella seguía luchando enconadamente contra el mal, contra un juicio injusto que había llevado a su hijo a una pena que sería la muerte.

—No puedo seguir aquí, Raimond, la soledad me va a matar —confesó apesadumbrada—. La suerte de mi hijo la dejo en tus manos. Ya no espero que puedas salvarlo, hemos llegado demasiado tarde, pero nunca podré agradecerte lo suficiente lo que estás haciendo por nosotros. —Las lágrimas comenzaron a brotar. La emoción la embargaba de tal manera que si hubiese podido le habría regalado el Cielo a aquel hombretón, se lo merecía, aunque no estaba en su mano. Se abrazó a él como lo hiciera tantas veces cuando era un niño y se aferró a la esperanza de que todavía era posible salvar a Laurent.

—No tiene nada que agradecerme. Usted me salvó de una muerte segura, y me regaló una familia maravillosa que me acogió en su seno como si fuese uno más. Soy yo el que le estará eternamente agradecido —confesó emocionado. Casi siempre le hablaba de usted, dado el tremendo respeto que le profesaba—. La pena es no poder prometerle que salvaré a su hijo, pero sí puedo asegurarle que haré todo lo que esté en mi mano para intentarlo —dijo endureciendo el gesto.

—Lo sé, hijo mío. Rezaré por ti y por mi hijo todos los días. En cuanto parta una caravana hacia Carcasona me marcharé.

—No, no permitiré que vaya caminando. Usted irá acomodada en una carreta. Yo me encargaré de contratar a un carretero, no se preocupe. Irá escoltada. Dígame qué día quiere partir, y yo me ocuparé de todo.

Camille asintió todavía con los ojos nublados por el llanto.

—Eres un buen hombre, Raimond. La vida no te ha cambiado, gracias a Dios. —Se restregó los ojos con las manos, y desvió su mirada un instante—. Si por mí fuese, me marcharía ahora mismo.

Raimond sintió la urgencia que emanaba de Camille. Sin duda debía de ser un infierno estar sola en la posada.

—Mañana a primera hora partirá hacia su hogar —aseguró convencido.

Camille asintió y le apretó el brazo cariñosamente.

—Por la noche me despediré de ti. Ahora tienes que marcharte —dijo Camille, indicando con un movimiento de su barbilla hacia la barra de la taberna.

Raimond se giró y se encontró con la mirada escrutadora de Etienne, que bebía plácidamente un vaso de vino. Se despidió de Camille hasta la noche y se encaminó hacia la barra.

—Etienne, llevo prisa, debo marcharme. He decidido que continúes con el interrogatorio, pero que seas más duro con el preso. Sin pasarte de la raya —advirtió Raimond muy serio. Necesitaba esa información, era vital si querían seguir avanzando en sus pesquisas. Además, no sabía hasta cuándo el inquisidor general le dejaría manejar a ese preso a su antojo.

Etienne mostró una mueca que Raimond conocía bien. Eso era una de sus bonitas sonrisas que pocas veces solía exhibir.

—El tiempo va en nuestra contra —opinó Etienne—. Ayer desperdiciamos el día entero, y necesitamos esa confesión. Dame vía libre en el interrogatorio y tendremos lo que ansiamos.

—Sin pasarte de la raya —volvió a advertir endureciendo su mirada—. Sé lo que nos jugamos tan bien como tú, pero ya sabes que no me gustan las torturas.

—Lo sé, pero tienes que recordar que estuvo a punto de matar a tu amigo. Se merece eso y más.

—Ya te he dado permiso para que endurezcas el interrogatorio, con eso debería ser suficiente —puntualizó Raimond—. No te excedas.

Con estas palabras de advertencia se marchó de la posada Raimond, le esperaba el preboste en la calle. El día anterior habían quedado para visitar las casas de los dos asesinados. No había dudado en ofrecer su ayuda en cuanto Raimond se lo propuso. Tal vez fuese porque no tenía que dar explicaciones al senescal, ya que se encontraba fuera de la ciudad, pero el hecho era que mostraba verdaderos esfuerzos por ayudar.

Sin pérdida de tiempo se encaminaron Raimond, el preboste y dos soldados hasta la casa de Thomas Vincent, el primero que fue asesinado.

—A Thomas Vincent lo encontraron en un cobertizo cercano —informó el preboste mientras cabalgaban en dirección al castillo propiedad de la víctima. Por ahora la lluvia que amenazaba refrescar el ambiente se mantenía alejada—. Al parecer paseaba como cada tarde por los alrededores con un esclavo cuando los amordazaron y los llevaron hasta el cobertizo. Allí perpetraron la atrocidad que le narré.

—Entonces tuvieron que ser más de uno los asaltantes —opinó Raimond.

—No tiene por qué. Con reducir al esclavo sería suficiente para doblegar sus voluntades.

Al llegar al castillo, Raimond pudo percibir la importancia de aquel noble salvajemente asesinado. Era un castillo de considerables dimensiones, muy bien cuidado.

—Debía de ser muy rico —comentó admirado.

—Era muy rico, en efecto. Y muy respetado, sin enemigos aparentes. Era ya anciano, tenía sesenta y cuatro años. Era viudo, su mujer murió de la peste. Poseía grandes extensiones de tierra, y muchos campesinos vivían de ello. Era un hombre bueno, trataba de igual a los esclavos.

Raimond lo miró un tanto contrariado. No era normal que la gente rica y poderosa tratara bien a los esclavos, ni siquiera a los que no lo eran. Sintió lástima, para uno que había con buen corazón, lo mataban. Así era la vida que les tocaba vivir.

Al entrar al castillo el mayordomo los condujo a la sala de visitas, donde tuvieron que esperar cerca de una hora hasta que les recibió una hija de la víctima. El preboste se apresuró a presentar a su acompañante.

—Perdone que la moleste, pero mi ilustre acompañante está indagando la muerte de su padre. Se trata del jefe militar del papa —quiso dejar constancia cuanto antes al ver la crispada actitud que mostraba la mujer.

—Es un honor, pero creo que ya no hay nada que investigar. El asesino de mi padre declaró su culpabilidad —dijo con semblante hosco.

—Tal vez no sea él el asesino —dejó escapar Raimond.

La hija de Thomas se escandalizó, y miró al preboste con incredulidad.

—¿Cómo puede decir algo así? ¡Ese hombre se declaró culpable!

—Tan sólo queríamos cerciorarnos —intercedió rápidamente el preboste para tranquilizar los ánimos— si ha echado en falta algo de valor en estos últimos días.

La hija del noble relajó paulatinamente los músculos, reflexiva.

—No, absolutamente nada, como ya le dije en su día —contestó altiva, retadora—. Está claro que no buscaba dinero. Tal y como me informó fray Alfred, el asesino hizo un pacto con el diablo y se valió de la pobre alma de mi padre. Espero que la Inquisición lo condene a la hoguera, es lo que merece. Si no, yo misma lo mataré con mis propias manos —dijo echando bilis por la boca.

Raimond entornó los párpados e intentó calibrar las palabras de esa arrogante mujer que tenía enfrente. ¿Y si había sido ella la que había ordenado matar a Laurent por venganza? Era una hipótesis que no habría que descartar. Tenía el suficiente poder y dinero para contratar a un sicario. Se rascó la barba, pensativo. Esta suposición encajaría, pero enseguida dudó de su consistencia. Como bien había dicho ella, lo normal para consumar una venganza sería matarlo con sus propias manos. Pero no era descabellado. Era una posibilidad que debería estudiar con frialdad. Por otro lado, quedaba claro que no se habían apoderado de algo valioso. Maldijo para sus adentros. ¿Qué demonios buscarían con tanto afán como para torturar a dos de los hombres más ricos e importantes de Narbona?

—¿Vos tiene constancia de si su padre escondía algo de suma importancia? —se atrevió a preguntar Raimond.

—¿Esconder algo? Que yo sepa, no —contestó arrugando el ceño, con voz cortante.

—Bien —anunció el preboste—, será mejor que nos marchemos. —Miró con fijeza a Raimond, haciéndole ver que sería lo mejor—. Gracias por su tiempo —agradeció a la hija del noble.

Se marcharon de allí mientras Raimond no cesaba de hacerse mil preguntas, y había una que lo martirizaba especialmente. ¿Qué podría haber más poderoso que el dinero? Era evidente que el asesino o asesinos buscaban algo, y todo parecía indicar que no era dinero. Volvió a preguntarse incrédulo: ¿puede haber algo más poderoso que el dinero?

—No recordé advertirte sobre la singular amabilidad de la hija de la víctima —bromeó el preboste.

—Vaya genio… Desde luego será una gran anfitriona —ironizó Raimond. La imagen de aquella mujer se asemejaba a la idea que tenía de los ricos y poderosos, nada que ver con lo que el preboste le había contado sobre su difunto padre. Pero no estaba para pensar en banalidades. Ahora se encaminaban a casa de la otra víctima, donde no podrían hablar con familiares, ya que no tenía, pero sí echar un vistazo con calma. Su mente se puso a trabajar a destajo cuando un jinete al trote lo interrumpió al detenerse ante ellos. Para su sorpresa, era Ferdinand, uno de sus soldados.

—¡Señor, me envía Etienne! —anunció alterado—. Dice que tiene que acudir a las mazmorras inmediatamente. ¡El preso ha confesado!

Raimond sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. Como había vaticinado, hoy sería un gran día. Sintió un júbilo desmesurado al percibir que estaba cerca de desenmascarar a los verdaderos asesinos y librar de la hoguera a su querido Laurent. No podía perder un instante, pero antes se dio cuenta de que debería narrarle al preboste lo ocurrido en las mazmorras. El inquisidor general le advirtió que lo sucedido en el interior de aquellos muros no debía salir de allí, pero necesitaba la ayuda del preboste. Le confiaría el secreto y le pediría que guardara discreción. Confiaba en él a pesar de apenas conocerle, podía percibir su bondad, su humildad. No solía equivocarse.