Tuvo que esperar hasta después del amanecer para entrevistarse con fray Alfred. Aún así poco había podido dormir Raimond tras lo sucedido en las mazmorras. Tuvo que llamar al secretario del Santo Oficio para informarle de todo lo ocurrido y hacer que fueran a buscar a un médico para que atendiera al alguacil, al que parecían haber drogado. Después buscaron sin fortuna a los soldados que vigilaban la entrada del edificio; quedaba claro que habían sido sobornados para dejar paso franco a los asesinos. Todo indicaba que se trataba de un complot que Raimond no acertaba a descifrar. Se había devanado los sesos para encontrar una respuesta, pero esta no había surgido. ¿Quién querría ver muerto a Laurent? ¿Y por qué? Su mente ya comenzaba a estar saturada sin haber llegado a una conclusión. Había algo que no cuadraba. Evidentemente podrían estar implicados los verdaderos asesinos del rico comerciante y del noble, pero tampoco encajaba. Laurent no sabía quiénes eran esos asesinos, e iba a ser condenado a muerte casi con toda probabilidad. No debían estar preocupados por si Laurent los desenmascaraba, sin embargo, esta era la única explicación que Raimond acertaba a argumentar; lo único que tenía un poco de sentido, aunque no demasiado. De lo que no dudó ni un instante fue de poner a dos de sus soldados apostados en las mazmorras para que velaran día y noche por la seguridad de Laurent.
—Buenos días, fray Alfred —saludó al acceder a la sala del inquisidor general.
—Buenos días —gruñó con cara de pocos amigos—. Parece que ha tenido una noche movida —dijo con malicia.
Raimond se sentó resignado. El encuentro con el inquisidor del día anterior no había terminado bien, y hoy esperaba una entrevista tensa. Se acomodó con cuidado, llevaba la espada colgada en el cinturón.
—Así es. Parece que en el interior de estos muros nadie está a salvo —contestó dispuesto a no amedrentarse. Si quería guerra, la tendría.
—¿Qué quiere decir? —inquirió furioso—. No estoy dispuesto a tolerar que me ofenda ni a mí, ni a esta santa institución.
—No, descuide. No es mi intención —contestó socarrón—. Pero como ya le habrán informado, esta madrugada han intentado asesinar a uno de sus reos.
—Lo sé. Pero el Santo Oficio no se hace responsable de ello. Y no hace falta que le diga que los incidentes ocurridos anoche no deben hacerse públicos. Por otro lado, han indagado y parece ser que los soldados que custodiaban anoche el edificio fueron sobornados. Como comprenderá, no podemos hacer nada ante la maldad de las personas. Pero no se preocupe, estamos siguiendo el rastro de estos soldados, que han abandonado la ciudad, y tenemos preso al hombre que vos capturó. Encontraremos a los culpables.
Raimond carraspeó levemente y se rascó la barba.
—¿Encontrarán a los culpables tal y como han hecho con los verdaderos asesinos del mercader y el noble? Porque después de lo ocurrido anoche queda claro que Laurent es inocente —dijo muy serio y con educación Raimond. Quería hacerle ver con buenos modales que habían cometido un grave error.
—Señor Guibert —saltó indignado—, ¡no tolero sus ofensas! Laurent Rollant confesó su culpabilidad, y no estoy dispuesto a volver a entrar en una discusión ridícula y a la vez ofensiva.
—¿Entonces puede explicarme para qué querían asesinar a Laurent, un reo en las mazmorras de la Santa Inquisición? —preguntó sin perder la calma. Debía mantener su furia a raya si quería abrirle los ojos a tan orgulloso inquisidor.
—No acierto a comprender el motivo, pero no tiene nada que ver con su supuesta inocencia. No ha delatado a nadie. Y si ya no lo ha hecho, no lo hará nunca. ¿Y sabe por qué? Porque él es el culpable.
Raimond le daba la razón en ese aspecto al inquisidor. No había delatado a los verdaderos asesinos, por tanto, ¿quién quería verlo muerto, y por qué?
—Puede que tenga razón, pero aquí huele a podrido, y voy a averiguar, con o sin su ayuda, quién asesinó realmente al mercader y al noble. Ahora mismo voy a encargarme de interrogar al hombre que hice preso anoche y que intentó matar a Laurent. E indagaré en el caso de Laurent Rollant. —Había hablado con serenidad, con respeto.
El inquisidor general estaba rojo como un tomate, congestionado por la rabia.
—El caso de Laurent Rollant está cerrado —declaró apuntándole con el dedo, furioso—. Ya tuvo su juicio, y se declaró culpable. ¡Estoy harto de vos! Voy a escribir inmediatamente al papa para denunciar su falta de respeto a esta santa institución.
—¡Abra los ojos de una vez! —contestó Raimond perdiendo la compostura—. Está obcecado con su culpabilidad, cuando lo acontecido anoche muestra a las claras que hay algo detrás de esos asesinatos. Sólo le pido que me deje indagar, nada más.
—¡No puede indagar por su cuenta cuando el Santo Oficio ha dado por terminado un juicio por la confesión de culpabilidad del sospechoso! —declaró con voz chillona, rojo de ira.
—¡Su confesión no vale una mierda! ¡Estuvieron torturándolo varios días! ¡Laurent ya no podía soportar más el tormento y declaró lo que ustedes querían escuchar para dar fin de una vez a las torturas!
—¡Basta ya! ¡No soporto más tanta insolencia! ¡Márchese de aquí ahora mismo!
—¡Están culpando a un inocente, valiéndose de su poder! ¡Se creen por encima del bien y del mal, ese es el verdadero problema de la Inquisición! Arrestan a muchos inocentes sólo por interés. —Laurent ya no podía contener la rabia que sentía por tal injusticia. No estaba dispuesto a que ese hombre se saliera con la suya por el mero hecho de pertenecer a una orden bendecida por el papa que oficiaba en nombre de Dios.
—Tal vez el próximo en ser arrestado por la Santa Inquisición sea vos —amenazó el inquisidor vocalizando cada palabra, enfurecido.
Raimond se levantó de la silla apretando los dientes, con los párpados entornados y la mirada encolerizada. Era más de lo que podía soportar. No estaba dispuesto a que aquel hombrecillo le amenazara. Avanzó el paso que faltaba hasta llegar a la mesa y miró al inquisidor fijamente.
—Le advierto, por su bien, que no desate la ira de Dios —amenazó con voz contenida, mientras le atravesaba con la mirada—, si no quiere probar la justicia de su espada —terminó diciendo mientras apoyaba la mano sobre la empuñadura de la espada.
El inquisidor palideció y se estremeció. Nunca jamás en su vida le habían amenazado, y menos con tal agravio. Aquel soldado parecía dispuesto a matarlo con sus manos allí mismo, y no dudó en que pudiera conseguirlo. Era unas tres veces más grande que él, y su mirada arrojaba una furia devastadora. Por primera vez en muchos años, tuvo miedo.
Raimond, encolerizado, se marchó antes de que cometiera alguna locura. Aquel maldito inquisidor se creía superior al resto de los mortales, pero le había dado una buena cura de humildad, lo había percibido en su mirada. Ahora estaba más convencido que nunca de comenzar a indagar por su cuenta, dando de lado al inquisidor, le gustase o no.
De camino a la salida, Raimond cruzó la antesala, donde le esperaba Etienne Martine con su habitual rostro ceñudo, como si siempre estuviera cabreado. En esta ocasión Raimond no desentonaba.
—Vaya careto que traes —dijo Etienne con su característica voz ronca. No hacía falta ser un lince para saber que la entrevista había sido negativa para sus intereses.
Raimond gruñó y puso cara de resignación, sin querer dar explicaciones. Y tampoco quería desacreditar al inquisidor en el interior de esos muros.
—Voy a indagar por mi cuenta los dos asesinatos por los que ha sido inculpado mi amigo —informó arisco, todavía furioso—. Tú te encargarás del hombre que anoche intentó matarle. Quiero que lo interrogues, que te cuente quién lo ordenó y por qué quieren matarlo, si es que lo sabe. Pero no quiero que te excedas con tus procedimientos. ¿De acuerdo? —afirmó con severidad.
Etienne lo miró un momento sin contestar, aguantando la mirada.
—Intentaré hacerlo como dices, pero si no me empleo a fondo, no cantará —contestó con seguridad.
—Nada de torturas —avisó con voz dura.
Etienne asintió con cara de circunstancias. Sabía que sin infligir dolor no obtendría la información deseada. Se encogió de hombros y se encaminó hacia las escaleras que conducían a las mazmorras.
—Una cosa más —anunció Raimond—. Diles a Ferdinand y a Jaume que se turnen en la vigilancia tanto de Laurent como de nuestro preso. Las veinticuatro horas del día. Me da igual cómo lo hagan, pero los quiero frescos en todo momento.
Etienne asintió nuevamente. Era un hombre de pocas palabras, de malas pulgas y de trato difícil, pero era un soldado fiel, listo y un combatiente formidable de corazón incorruptible. Con Raimond le unía una amistad muy poderosa, y daría su vida por él.
Raimond se marchó del Santo Oficio intentando olvidarse de su nefasta entrevista con el inquisidor. El enfrentamiento verbal le había nublado las ideas, por lo que era conveniente desembarazarse lo antes posible de este nubarrón. Respiró hondo y el aire fresco a esas horas de la mañana comenzó a despejarle la cabeza. Narbona bullía de intensidad, la vida se abría paso por sus calles, en un constante ajetreo de hombres y animales de carga. Avanzó con paso rítmico, ajeno a todo, abstraído en su propio mundo. Debía probar la inocencia de Laurent, y eso sólo lo conseguiría descubriendo al verdadero asesino. Disponía de tiempo para ello. Ahora que la Inquisición lo había declarado culpable, pasarían semanas antes de dictaminar una sentencia. Tenía la certeza de que iba a pisar sobre arenas movedizas, pero no estaba dispuesto a que su «hermano» acabara en la hoguera por algo que no había cometido. Encontrar al verdadero asesino, esa era la clave. Si lo encontraba y obtenía las pruebas suficientes, la Inquisición debería invalidar la confesión de Laurent. Suspiró apesadumbrado, no sería tan fácil. Había llegado tarde, y la confesión de Laurent suponía un obstáculo difícil de esquivar. Se consoló pensando en que por lo menos ya no recibiría más tormento, y el alguacil se encargaría de tratarlo bien en todos los aspectos.
Después de preguntar un par de veces para no perderse, accedió al cuartel general del senescal. Raimond había hecho avisar al preboste para entrevistarse con él.
—Buenos días, señor Guibert —saludó cortésmente el preboste.
—Buenos días, señor…
—Me llamo Vincent Hosebert. Es un placer para mí recibir al jefe militar del papa. Y a un hombre tan… famoso como vos.
Raimond asintió y sonrió tímidamente en forma de agradecimiento. Se sentaron en unas sillas frente a frente, sin mesa de por medio. Seguramente el preboste no tenía sala propia. Era el ayudante del senescal, el que hacía el trabajo de campo.
—Vos dirá en qué puedo ayudarle.
—Se trata de los dos asesinatos que se cometieron la semana pasada —dijo con serenidad, afable, ya se encontraba mucho más tranquilo. El preboste parecía buena persona, y sobre todo con predisposición para ayudarle.
—¿Se refiere a los asesinatos de Diégue Cabart y de Thomas Vincent?
—Así es. Tengo constancia de que vos los encontró tal y como los dejó el asesino. Quisiera que me relatara lo que vio —pidió con amabilidad.
El preboste lo miró receloso, meditabundo.
—¿Tenía vos alguna relación con ellos? —preguntó intrigado.
—No, ninguna. No los conocía de nada. Pero sí al acusado, Laurent Rollant.
—Um, ya veo —contestó con cara de circunstancias. Volvió a mostrarse meditabundo.
Raimond lo observó sin recato. Era delgado, de mediana estatura, de unos cuarenta años. El pelo y la barba larga de color negro. Tenía una pequeña deficiencia, el párpado del ojo derecho se abría la mitad que el del izquierdo.
—Intenta ayudar a su amigo —continuó el preboste. Era más una confirmación que una pregunta.
—Sí. No ha tenido un juicio justo, e intento esclarecer los hechos.
El preboste lo miró fijamente, sin mostrar sentimiento ni emoción alguna.
—Si no me han informado mal, la Inquisición ya lo ha declarado culpable —informó con el ceño fruncido.
—Por desgracia, sí. Se han valido de torturas para arrancarle una confesión falsa. No tienen más pruebas que las que vos declaró, y ni siquiera se han molestado en indagar. Para la Inquisición, desde el primer momento, Laurent era culpable.
El preboste asintió repetidamente, pesaroso.
—Todos sabemos los procedimientos de la Inquisición —susurró acusador.
Raimond asintió. Le caía bien aquel preboste. Ya podía confirmar que era una buena persona, saltaba a la vista. Y parecía inteligente.
—¿Puede ayudarme?
El preboste inclinó su peso sobre el reposabrazos derecho.
—Recuerdo que cuando vi por primera vez a su amigo, tuve la certeza de que era el asesino. Vino a mi casa un vecino de Diégue Cabart, alarmado por unos gritos que escuchó provenientes de la casa del mercader. Enseguida reuní a dos soldados y marchamos hacia la casa de este. Cuando restaban pocos metros para llegar, Laurent Rollant salió de la casa del mercader como si el diablo le persiguiera. Huía, pero al vernos llegar, se detuvo, indeciso. Nosotros íbamos a la carrera, y debió de asustarse. Después vi que portaba un cuchillo.
—¿Está seguro que huía?
—Esa fue mi impresión, sí. Lo que más lo inculpaba era el cuchillo. Si no había cometido el asesinato, ¿qué sentido tenía llevar un cuchillo?
Raimond asintió. Era comprensible.
—Laurent me dijo que lo llevaba en defensa propia, por si tenía un mal encuentro. Entró en la casa sabedor de que algo iba mal.
El preboste se quedó pensativo.
—El caso es que cuando vi lo que habían hecho con el pobre mercader, supe en ese instante que Laurent no había cometido tal atrocidad. No me diga por qué, pero tuve esa certeza. Yo no lo conocía, pero para hacer algo así hay que ser un diablo o estar loco. Y ese tal Laurent no es ninguna de las dos cosas.
Raimond lo miró complacido, agradecía esas palabras. Las necesitaba. Necesitaba que alguien respaldara su creencia de que Laurent era inocente.
—¿Podría describirme lo que vio al entrar en casa del mercader?
El preboste se removió en su asiento, y su cara se descompuso.
—Le advierto que no había visto nada parecido en mi vida. Y he visto mucha muerte —aseguró categórico. Se tomó unos segundos para reflexionar—. Cuando entré en su casa el mercader estaba colgado por los pies de una viga. Estaba desnudo. En el torso le habían pintado con su propia sangre una cruz. Lo habían degollado después de colgarlo, por lo que la cabeza estaba cubierta de sangre. Pero lo más curioso fue lo que encontramos al descolgarlo. —Se inclinó hacia delante, con los ojos resplandecientes—. Le habían desollado las plantas de los pies.
Raimond arrugó el ceño, incrédulo. Ahora fue él quien se tomó un momento para reflexionar. No tenía mucho sentido aquello. ¿Para qué querrían desollarle los pies? Sólo había una explicación.
—¿Le torturaron?
El preboste enarcó las cejas.
—Yo apostaría que sí —aseguró convencido—. Le desollaron ambos pies como si se tratara de una manzana. Eso sólo puede hacerse con un cuchillo muy afilado y por manos expertas.
Raimond sentía el corazón martillar con vehemencia. Este descubrimiento no hacía sino confirmar la inocencia de Laurent. Iba por el buen camino, pero todavía había algo que no entendía.
—¿Le robaron sus pertenencias?
—No. Que sepamos no falta nada. Y se trataba de un importante y acaudalado mercader. Sin embargo, no se llevaron nada, y poseía cosas de gran valor.
—Tal vez lo torturaran para que revelara algún lugar secreto donde escondía una gran cantidad de dinero —reflexionó Raimond, intentando dar sentido a aquello.
—Podría ser. Aunque lo más curioso es que con la otra víctima, Thomas Vincent, hicieron exactamente lo mismo. Punto por punto. La única diferencia era que uno de sus pies no lo desollaron por completo, como si hubieran dejado el trabajo a medias.
Raimond escuchaba muy concentrado. Sin duda había gato encerrado.
—Estaban buscando algo… —reflexionó en voz alta—. ¿Pero el qué? ¿Tenían algo en común las dos víctimas?
—No, aparentemente. Se asemejaban en que eran dos de las personas más importantes y ricas de Narbona.
Raimond procesaba todos los datos, con la mente funcionando a pleno rendimiento. Los habían torturado para sonsacarles algo, era evidente. Después Laurent había aparecido en el momento menos preciso, cargándose las culpas. Y ahora habían intentado matar a Laurent. ¿Pero para qué? ¿Acaso sabía algo que no le había contado? Tendría que hablar con él inmediatamente.