Capítulo 12

Agnés Clyment estaba en su habitación sentada en el suelo junto a la puerta, en el piso de arriba de la enorme casa que poseían sus padres. Ya debería estar durmiendo, pero le era imposible conciliar el sueño sabiendo que se celebraba una reunión. Ella, a sus veintiún años de edad, no podía asistir, pero tenía la esperanza de que algún día pudiera llegar a ser uno de los principales de la sociedad. Poseía la inteligencia suficiente para ello, y con los años adquiriría sabiduría. De momento tenía que conformarse con escuchar las reuniones a hurtadillas. Llevaba haciéndolo más de cinco años, y hasta ahora no la habían descubierto.

Escuchó voces en el pasillo de la planta baja, y Agnés imaginó que había llegado otro de los principales, el tercero. Estos iban llegando de uno en uno, a intervalos de diez o quince minutos. Este tipo de reuniones eran clandestinas, y era sumamente importante que nadie en la ciudad sospechara nada. Suspiró cansada, todavía faltaba por llegar uno más. Se acarició los pies desnudos al sentirlos fríos. Pese a mantenerse las grandes chimeneas encendidas, el suelo se hallaba frío, pero no le importó. Debía estar descalza para que no oyeran sus pasos una vez comenzara la reunión y bajara las escaleras.

Mientras llegaba el último hombre, comenzó a tararear en voz baja una canción para distraerse. Era feliz. Tenía unos padres que la adoraban, una vida repleta de comodidades y, por encima de todo, le habían inculcado las enseñanzas del amor y del Camino. Esto último era lo que la colmaba de felicidad, sintiéndose una persona dichosa, completa. O casi. Estaba soltera y sin compromiso. Todavía tenía que conocer al hombre de su vida, a su alma gemela, la persona a la que amar hasta la eternidad. Ya tenía edad más que suficiente para contraer matrimonio, pero tanto ella como su familia tenían claro que sólo se casaría por amor. Nunca se había cansado de agradecer a Dios por darle unos padres tan maravillosos. Sabía que la mayoría de las mujeres no tenían ni voz ni voto, siendo el padre el que elegía marido para su propia conveniencia. Después, una vez casadas, se convertían en siervas de sus maridos. Esclavas, casi. Esto no le ocurriría a ella, ni a ninguna otra mujer perteneciente a la sociedad cátara. La verdad era que se compadecía de esas mujeres vilipendiadas por sus propios padres, viviendo una vida infeliz, a veces aborrecible, pero ella no podía hacer nada al respecto. Ya llegaría el día en que su sociedad pudiera hablar al mundo abiertamente, enseñar el Camino. Pero todavía no.

Escuchó llegar al cuarto hombre, y se puso de pie de un brinco, aliviada por terminar con su larga espera. Se había quedado un poco fría, y se frotó ambos brazos con energía. Esperó un momento para que se adentraran en la sala de reuniones antes de abrir la puerta, cogió una manta y se la echó por encima, lo que le agradó sobremanera. Debía haberlo hecho antes. Ya se aproximaba el buen tiempo, y, de hecho, había sido un día caluroso, pero todavía estaban en abril y las noches refrescaban bastante.

Abrió lentamente la puerta de su habitación y salió al pasillo. La cerró tras de sí con cuidado y se encaminó hacia las escaleras que conducían a la planta baja. Caminaba con sigilo y aguzaba el oído por si alguien de la servidumbre la descubría. Llegó al piso de abajo y con pasos ágiles, de puntillas, avanzó con rapidez hasta la puerta de la sala donde la reunión acababa de empezar. Se sentó a un lado de la puerta, pegada a ella, con la manta por encima de sus hombros sintiendo un reconfortante calor. Pegó la oreja a la puerta y dejó que los sonidos de las voces la envolvieran. Como de costumbre, hablaban en voz baja, y tan sólo podía capturar palabras sueltas, frases incompletas, pero solía apañárselas bien para tejerlas en su cabeza e ir juntando las piezas que faltaban. Tal y como suponía, estaban preocupados por los acontecimientos de los últimos días. Agnés suspiró apesadumbrada, alarmada. La última semana había sido devastadora para su padre, para ella y para todos los cátaros. Desde que aparecieran muertos los dos hombres más importantes de la sociedad, el miedo se iba apoderando de ellos irremisiblemente, y lo peor de todo, ya no tenían el control. Se hallaban en una tesitura muy delicada, y se sentían perdidos. Perdidos en una inmensidad inabarcable. Todavía desconocían si había sido robado lo que llevaban guardando sus antepasados durante siglos, y esta incertidumbre les martirizaba lenta e inexorablemente. La impotencia amenazaba con volverlos locos.