Capítulo 10

Dos amaneceres después, Raimond acudía presto al edificio del Santo Oficio para entrevistarse con el inquisidor general. En la jornada anterior no tuvieron percance alguno de Montpellier a Narbona, discurriendo con normalidad. Ya habían tenido más que suficiente en el final de la primera jornada, pero aquello ya estaba olvidado por todos ellos, sobre todo estando tan cerca su objetivo. Habían llegado a Narbona antes del anochecer, satisfechos por haber cumplido el trayecto según lo previsto. En cuanto se adentraron en la ciudad, crearon un gran revuelo por la llegada de una leyenda viviente, aquel guerrero que servía a Dios y al papa, famoso por sus épicas batallas contra los infieles, al que parecía protegerle el mismísimo Jesucristo.

Raimond había dormido mal, ansioso porque el amanecer llegara y así poder de una vez comprobar en qué situación se encontraba Laurent. No podía dejar de pensar en él, y el sufrimiento que veía reflejado en Camille no ayudaba precisamente. Haría lo que fuese por ayudarlo, y estaba dispuesto a ello. Pero también sabía que ante la Inquisición poco podría intermediar para ayudar a su amigo, implacable ante la herejía.

Pocos minutos después de haber llegado, fue recibido por el inquisidor general. Raimond accedió a una imponente sala donde le esperaba de pie tras su mesa. Era de estatura baja, flaco y blanco como la leche, de unos cincuenta años de edad.

—Bienvenido a Narbona, y a mi casa —saludó con una media sonrisa—. ¿A qué debo el placer de esta visita? —Con un gesto le invitó a sentarse.

Raimond se sentó. Se alegró de haber dejado la espada en la posada donde residiría durante su estancia en Narbona. Era molesta para sentarse, pero no iba desarmado, eso nunca, llevaba su inseparable puñal escondido debajo de la túnica.

—El placer es mío, fray Alfred —contestó cordial—. Se trata de un asunto delicado, personal, con el consentimiento del papa, indudablemente. —Debía jugar bien sus cartas. Que fuera el jefe militar papal le abría muchas puertas, y debía aprovecharlo.

Fray Alfred Simonet arrugó la frente, no esperaba algo así. Seguramente no acertaba a adivinar qué podría ser. El posterior silencio de Raimond hizo el efecto deseado.

—Bien, le escucho. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarle a vos, y a nuestro excelentísimo papa —dijo con evidente seriedad.

Raimond sonrió para sus adentros. Haber nombrado al papa había sido todo un acierto y hasta el momento parecía tener controlado al inquisidor. Parecía un hombre condescendiente, aunque podría tratarse sólo de una máscara.

—Verá, hay una persona a la que tengo entendido que han acusado de herejía. Esa persona ha sido como un hermano para mí, y querría informarme, si no es mucha molestia, de lo ocurrido. Como entenderá, es muy importante para mí.

Alfred Simonet se removió en su asiento, entrelazó las manos apoyadas sobre la mesa y endureció el gesto, con la mirada baja.

—Entiendo —contestó muy serio, molesto—. ¿Y de quién se trata?

A Raimond no le gustó su actitud. La máscara con la que le recibió se había desvanecido, y aunque trataba de mantener la compostura, a la legua se veía que no le agradaba en absoluto su visita. Aunque era comprensible, se estaba inmiscuyendo en su labor.

—Se llama Laurent Rollant. Creo que lo acusaron hace una semana.

El rostro del inquisidor general se descompuso brevemente, pero enseguida se recompuso. Raimond lo miraba fijamente. Los ojos irradiaban inteligencia, pero la mirada ahora era desconfiada y dura.

—Sí, sé quién es —anunció meditabundo—. Un vecino de un rico comerciante llamado Diégue Cabart escuchó gritos en casa de este, y acudió raudo a casa del preboste. Cuando estaban a punto de llegar a su casa, vieron salir al acusado de la casa de este comerciante con un cuchillo en la mano. Había cometido algún tipo de rito satánico. Después descubrimos que había cometido otro asesinato idéntico, el de un noble llamado Thomas Vincent.

Raimond escuchó con interés, por si había algún dato que no supiera. Era tal y como se lo habían contado. Se mostraba escéptico, no podía creer que Laurent hubiera cometido esos crímenes. Bien era cierto que no lo veía desde hacía once años, pero mucho tendría que haber cambiado para hacer algo así.

—¿Han encontrado alguna prueba que reafirme su culpabilidad?

El inquisidor general lo miró extrañado.

—¿Acaso necesita más pruebas? Después de escuchar gritos en la casa, el preboste lo pilló huyendo con un cuchillo en la mano —reafirmó.

Raimond carraspeó incómodo y cambió de postura. Desde luego no podía negar que pareciese a todas luces el culpable, pero le costaba admitirlo, lo veía incapaz de consumar un asesinato.

—¿Y él qué explicaciones ha dado?

Nuevamente el inquisidor general lo miró extrañado.

—Las habituales en estos casos. En un primer momento alegó que él había llegado a casa del mercader para hacer un encargo, y que lo encontró asesinado.

Raimond vio la luz. Podía ser inocente, tal y como pensaba. Sabía que el destino a veces jugaba malas pasadas.

—¿Y han indagado quién podría ser el verdadero asesino?

Alfred Simonet bajó la mirada un instante y se removió en su asiento con lentitud.

—No ha sido necesario —aclaró mirándole a la cara—. Laurent Rollant, en el día de ayer, se declaró culpable —concluyó con voz firme, autoritaria.

A Raimond Guibert se le cayó el alma a los pies. Escuchar aquello fue como recibir una estocada en el corazón y una vorágine de malos pensamientos le invadieron sin piedad. Se quedó derrotado en la silla, con los hombros caídos, ya no había nada que hacer por Laurent. Gruñó sin darse cuenta, volviendo a la sala donde se encontraba. Miró al inquisidor, que le miraba con avidez. Estaba sin fuerzas, ni siquiera sabía qué hacer a continuación. Laurent se había declarado culpable. Aún así se mostraba reacio a creerlo. Entonces recordó algo que se le había pasado inexplicablemente por alto, seguramente por el impacto de las últimas palabras de fray Alfred.

—Pero, hay algo que no entiendo. Hace un momento acaba de decir que Laurent relató su inocencia, que encontró a ese mercader asesinado en su casa —rebatió confuso—. Y ahora dice que Laurent ha confesado su culpabilidad. Lo siento, pero no lo entiendo.

Alfred Simonet se acomodó sobre el respaldo con parsimonia, con la mirada perdida en la mesa.

—Así es. Laurent Rollant declaró su inocencia en la primera comparecencia del juicio. Sin embargo, tras someterle a interrogatorio en sucesivos juicios, acabó confesando su culpabilidad. Ayer precisamente —informó con gesto grave. Después sacó un pañuelo de lino y se sonó tímidamente la nariz.

Raimond sabía perfectamente a qué tipo de interrogatorio se refería el inquisidor general. Seguramente se habían valido del tormento para hacerle confesar, era muy típico de la Inquisición. Esto le sembró de dudas respecto a la culpabilidad real de Laurent. Que confesara a base de torturas no era sinónimo de veracidad. Ante él se abría una puerta a la esperanza, dejando atrás toda esa consternación que había experimentado hacía apenas unos momentos.

—Entiendo —contestó escuetamente. Poco más podía decirle. Además lo de las torturas sólo eran conjeturas. Necesitaba ver a Laurent, saber cómo se encontraba, y sobre todo escuchar de su boca lo acontecido—. Quisiera ver a Laurent —pidió con afabilidad—. Sé que algo así es inimaginable, pero era como un hermano para mí. Necesito verlo, seguro que lo entiende. Se lo pido como un favor para mí, y por consiguiente para el papa.

Alfred Simonet le clavó su mirada, parecía calcular las consecuencias que tendría su respuesta. Para Raimond estaba claro que había acertado nuevamente al mencionar al papa. Para el inquisidor sería un dilema no dejarle que viera al reo, ya que llegaría hasta los oídos del papa y podría desagradarle. Todo eso estaría sopesando el inquisidor, pensó Raimond.

—Es algo extraordinario, pero también lo es su visita —contestó al cabo de unos momentos de silencio—. Le concedo el deseo de ver al reo… pero con una condición. Lo que vea en las mazmorras, quedará entre vos y yo —advirtió categórico.

Raimond se encaminó hacia las mazmorras acompañado por uno de los frailes. Al llegar a la antesala donde anteriormente le habían recibido al entrar al edificio, el fraile le indicó unas escaleras que descendían hasta las mazmorras.

—Baje estas escaleras, le llevarán hasta el alguacil. Infórmele que va de parte de fray Alfred. —A continuación el fraile se despidió y le dejó que continuara solo.

Raimond descendió por las lóbregas escaleras y percibió la humedad que emanaba del subterráneo. Esto le hizo torcer el gesto, las condiciones en aquellas mazmorras serían corrosivas para la salud. Llegó a una estancia bien iluminada por antorchas, donde el alguacil se hallaba recostado en su silla, con los pies sobre la mesa.

—Buenos días, alguacil —se presentó Raimond con tono rudo.

El alguacil bajó lánguidamente los pies de la mesa y la silla crujió ante el orondo cuerpo que sostenía. Después bostezó y mostró una negra dentadura a la que también faltaban varias piezas. El pelo y la larga barba eran de un color rojizo oscuro, mostrando grasa y suciedad, lo que asqueó a Raimond.

—Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó sin atisbo de amabilidad.

—Vengo a ver a un reo llamado Laurent Rollant. Me envía fray Alfred.

El alguacil se levantó pesadamente y cogió un manojo de llaves. Imperturbable, y sin decir nada, con un gesto apenas imperceptible para indicarle que lo siguiera, se adentró en un pasillo justo enfrente de las escaleras. Raimond lo siguió. El hedor era insoportable. Las antorchas iluminaban tenuemente este pasillo, donde había cuatro puertas en el lado derecho del mismo. Una rata salió corriendo hacia su escondite. No era nada nuevo para él, ya había estado en alguna que otra mazmorra, y tenía constancia de que la simple estancia allí era un tormento. El alguacil se detuvo en la tercera puerta y eligió la llave adecuada, la abrió y un hedor todavía más fuerte les recibió con los brazos abiertos. La oscuridad en el interior era casi total, a excepción de una pequeña ventana enrejada por donde la luz se filtraba mortecinamente. No obstante, la luz del pasillo iluminaba un poco la mazmorra. El alguacil se apartó de la puerta.

—Es el segundo a la izquierda. Dejaré la puerta abierta para que pueda ver. Yo me quedaré aquí esperando —dijo mecánicamente.

Raimond se adentró en la mazmorra con el corazón latiéndole con fuerza. Avanzó con paso firme hacia donde el alguacil le había indicado, viendo por el rabillo del ojo fantasmas que se movían inquietos. Barrió con la mirada la mazmorra completa. Habría veinte reos o más. Cuando llegó hasta Laurent, sintió un dolor agudo en lo más profundo de su ser. Bajo la exigua luz reinante, le vio tirado en el suelo, inerte, encadenado al tobillo, como un perro. Se agachó afligido y posó su poderosa mano con delicadeza en su hombro.

—Laurent —susurró con fuerza.

Este se removió con dificultad y giró su cabeza para mirarlo con verdadero pavor, gimiendo de puro horror. Otra vez volvían a llevárselo para torturarlo.

—Tranquilo, Laurent, soy yo, Raimond —intentó tranquilizarlo con un nudo en la garganta. Al girar este la cabeza, pudo ver los moratones que presentaba, con un ojo cerrado totalmente a causa de la hinchazón.

Laurent se quedó petrificado, debía de estar en alguna ensoñación. Ese hombre que tenía delante no pertenecía a este mundo, al menos al suyo. Ese hombre, que aseguraba ser Raimond, tenía el rostro que recordaba, aunque transformado. De hecho, no lo veía desde hacía muchos años. Pero sí, podía ser cierto. Podría ser Raimond, como él aseguraba, sin embargo, debía de tratarse de un sueño. Raimond servía al papa, tal y como había escuchado cientos de veces, así que no era posible que se encontrara allí, en el mismísimo infierno.

—Laurent, ¿no te acuerdas de mí? —preguntó contrariado, ante el mutismo de su gran amigo.

Laurent, muy lentamente, se incorporó con evidente dolor hasta quedar sentado, y alargó su mano para tocar la cara del que fuera su mejor amigo de la infancia.

Raimond se percató entonces de su ropa, hecha jirones, donde se podía ver la piel igual de amoratada que su cara.

—Qué te han hecho, Laurent —susurró con pesar, aunque no se sorprendió por ello. Albergaba la posibilidad de que le hubieran torturado, y ahora podía corroborarlo.

Laurent lo miraba como hipnotizado. Había acariciado su cara, había sentido el tacto de su barba. Parecía tan real, que no quería despertarse nunca.

—¿De veras eres tú, Raimond? —preguntó con un hilo de voz, esperanzado y a la vez atemorizado.

—Sí, Laurent, soy yo, tu hermano.

Laurent cerró los ojos y comenzó a llorar. Un torbellino de recuerdos y de sentimientos felices se apoderaron de él. Era como si Cristo hubiera descendido del cielo para visitarlo y reconfortarlo.

—Raimond —dijo dificultosamente, llorando como un niño—. No puedo creer que estés aquí.

—Tu madre, nuestra madre, vino a Aviñón a pedirme ayuda. Y aquí estoy, viejo amigo. —La emoción lo embargaba. Ahora más que nunca se juró que haría lo posible por ayudarle, aunque ya era casi imposible al haberse declarado culpable.

Laurent aumentó sus sollozos por las palabras de Raimond. Su madre había viajado a Aviñón, había pedido ayuda al jefe militar papal. Sí, la vio capaz de eso y de más, era una luchadora. Ahora sufriría terriblemente por él.

—Raimond —dijo agarrándole con inusitada fuerza por el brazo, dando fin a los sollozos—, tienes que creerme, yo no cometí esos asesinatos que me atribuyen. Tienes que ayudarme. —Pero enseguida se detuvo, sabedor de que ya era tarde.

—Tranquilo, te creo, y toda tu familia también. Sabemos que eres inocente —aseguró muy convencido. Lo había leído en sus ojos. No, no mentía, la sinceridad de sus palabras era innegable.

—No podía soportarlo más, y me declaré culpable —confesó angustiado, tragando saliva repetidamente con dificultad—. Me han torturado, Raimond, salvajemente. Ellos se mostraban ciegos a mis palabras, a la verdad. Sólo querían escuchar de mi boca que yo había cometido aquellos terribles asesinatos. Debes creerme, yo no lo hice.

Raimond asintió. No había más que verlo para saber que lo habían torturado.

—Primero me dieron garrotazos —continuó Laurent, con la mirada perdida—, pero proclamé mi inocencia. Al día siguiente me torturaron en el potro. No sé cómo, pero aguanté y seguí declarando mi inocencia. Pero al tercer día, otra vez en el potro, no pude soportarlo más. El dolor era atroz, y no cejaban en su empeño. Lo siento, Raimond, pero no he podido aguantar. Pobre madre… —se lamentó profundamente.

Raimond cerró los puños con fuerza. Había escuchado en alguna ocasión que la Inquisición torturaba más de una vez al reo, algo que tenía terminantemente prohibido el papa. Ahora podía confirmar estas prácticas.

—Malditos hijos de puta —masculló iracundo. Ante él no tenía a una persona, sino a un desecho humano. Estaba en los huesos, y parecía tan frágil como un cuenco de barro. Tenía el cuerpo molido a palos, y la humedad y el frío eran latentes. Si no hacía algo pronto, tal vez moriría incluso antes de ser sentenciado.

—Raimond, no le digas a madre el estado en el que me encuentro. Miéntele, te lo pido por favor —dijo con el rostro deformado por la desesperación.

Raimond asintió. Tenía razón, sería mejor no hacerla sufrir más de lo que ya padecía.

—No te preocupes, haré lo que me pides. —Bajó la mirada un momento, reflexivo—. Voy a hablar con el inquisidor. Intentaré ayudarte. No sé cómo, pero no dejaré que te pudras aquí. Lo juro por nuestra santa madre —aseguró con rabia, con el rostro colérico y los ojos humedecidos por la emoción que le embargaba. Tal vez fuera lo último que hiciera en su vida, pero no dejaría a su «hermano» abandonado a su suerte.

Se abrazaron de rodillas, Laurent sollozando nuevamente, agradeciendo su ayuda. Su presencia lo reconfortó, le dio ánimos para seguir viviendo. La llama de la esperanza, aunque débil, se abrió paso entre las tinieblas que allí lo envolvían.

Raimond salió de la mazmorra decidido a luchar por la justicia, a hacer frente ni más ni menos que a la poderosa Inquisición. Antes de marcharse, le entregó unas monedas al alguacil para que tratara muy bien a Laurent, asegurándole que le entregaría más monedas, y le instó a que cumpliera el trato. El alguacil, ante la clara amenaza, mostró por primera vez emociones.

Raimond se personó nuevamente ante Alfred Simonet, conteniendo su ira.

—Lo han torturado salvajemente —se quejó manteniendo los modales a duras penas—. A causa de ello sucumbió y se declaró culpable.

El inquisidor general lo miraba con cara de pocos amigos.

—Confesó gracias al tormento —contestó alzando la voz—, no confunda términos. Lo confesó todo, punto por punto. Es culpable. Punto y final. Las torturas son necesarias para que el reo diga la verdad.

Raimond apretó la mandíbula para no soltar blasfemias y agarró los reposabrazos con tanta fuerza que podrían romperse en mil pedazos en cualquier momento.

—Lo han martirizado con tanto afán que ha dicho lo que ustedes querían oír. Ni más ni menos. Han obligado a un inocente a que se declarara culpable, y se han valido para ello del tormento durante más de un día, algo que el papa tiene terminantemente prohibido —acusó controlando su incipiente ira.

—¿Le ha dicho eso el reo? —dijo con serenidad—. Miente. Sólo torturamos una vez, y no fue tan terrible —aseguró con malicia.

Raimond volvió a apretar la mandíbula con fuerza. Aquel malnacido se reía de él en su cara. Se levantó lentamente y se aproximó a la mesa.

—Todo reo necesita un trato y un juicio justo —anunció con voz grave—, y más pruebas para inculparle. No estoy dispuesto a semejante atropello contra la vida de un hombre.

El inquisidor general se levantó de su asiento, con mirada amenazadora, aunque quedara cuatro palmos por debajo de él.

—No tolero que se presente en mi «casa» y me dé lecciones —contestó altivo y arrogante—. Se ha hecho un juicio justo y el reo ha confesado su culpabilidad. No tengo nada más que hablar con vos.

—Exijo potestad para indagar en el caso. —Raimond no estaba dispuesto a rendirse, aunque se encontraba limitado ante el inquisidor.

Alfred Simonet se quedó perplejo, y soltó una carcajada forzada.

—No tiene potestad para exigir tal cosa. Además, le recuerdo que el reo se ha declarado culpable. El caso está cerrado —aseguró autoritario. Sacó el pañuelo y se limpió la nariz, con aire amenazante.

Raimond podía ver ahora la clase de persona que era realmente el inquisidor, sin la máscara de la cortesía puesta. Era orgulloso, altivo, y probablemente se creía superior a todos, incluso podría asegurar que más bien andaba escaso de bondad.

—Entonces pediré potestad al papa —amenazó sin ambages. Necesitaba jugar todas sus cartas.

Alfred Simonet palideció momentáneamente. La Inquisición estaba dirigida directamente por el papa desde hacía más de doscientos años, y a él le debían su poder. Comenzaba a hartarse de ese fantoche, que pretendía inmiscuirse en su labor, pero era un hombre peligroso, mano ejecutora del papa.

—No creo que sea necesario molestar al papa. Como ya le he dicho, el reo se ha declarado culpable. No hay caso en el que indagar —dijo más comedido.

—Se ha declarado culpable porque no podía aguantar más el tormento que le infligían. Lo han obligado a declararse culpable. —Asqueado ya, Raimond se dirigió hacia la puerta, incapaz de permanecer allí ni un segundo más—. Tendrá noticias mías, téngalo por seguro —amenazó antes de abandonar la sala sin esperar respuesta.