Capítulo 9

Camille estaba a punto de ser violada por aquel desalmado y luchaba por evitarlo con todas sus fuerzas, pero era inútil, él era mucho más fuerte que ella. Gimió de rabia, de desesperación, de pánico. Estaba horrorizada ante lo que le esperaba, por ello no reparó en que la calle se quedaba desierta en unos pocos segundos.

Cuando Camille vio, impotente, que el agresor se disponía a penetrarla, la cabeza de este desapareció como por ensalmo, y un chorro de sangre apareció en su lugar. Se quedó petrificada, sin entender absolutamente nada.

Raimond Guibert y sus hombres cabalgaban desbocados, preocupados al comprobar que el carretero con Camille y Edgard no habían llegado todavía a la posada. Raimond no tardó en imaginárselo. Seguramente el zoquete del carretero no habría hecho caso de sus sugerencias y se habría adentrado en el barrio de «Los pecadores». Hacia allí iban ahora como locos, sabedores de que estarían en peligro. En aquel barrio vivía la escoria de Montpellier, un sinfín de delincuentes de la peor calaña moraban en ese sector de la ciudad, como si hubieran decidido juntarse para mayor gloria humana. No conocía peor lugar que aquel, y dudaba que existiera otro igual. Ni siquiera de día era seguro transitar por allí, sobre todo para algo tan apetecible como una carreta con humildes servidores.

Cuando se adentraron en el barrio, hubo una espantada general, y no tardaron en ver a lo lejos la carreta detenida en mitad de la calle, con tres tipos que no conocía de pie en la parte trasera de la carreta dando patadas. No podía ver a quién iban dirigidas, pero imaginó que se trataría de Camille, Edgard y el carretero. Apretó las mandíbulas y maldijo para sí. Les daría un escarmiento ejemplar, la furia lo consumía, pero todo cambió al acercarse más y distinguir a Camille en el suelo bajo un hombre sentado a ahorcajadas que intentaba violarla. De hecho se disponía a hacerlo. Su furia se descontroló, la ira lo embargó. Sacó su espada que llevaba al cinto y se la cambió de mano. Sin detener la galopada, se inclinó hacia su izquierda lo suficiente como para asestarle con la espada un golpe certero al pasar a su lado, cercenándole la cabeza, que cayó hacia atrás. Detuvo su caballo y descabalgó de un brinco, corriendo al encuentro de Camille.

—¿Se encuentra usted bien, Camille?

Camille se encontraba histérica e intentaba quitarse de encima ese cuerpo decapitado. Raimond lo apartó y se arrodilló para abrazarla y tranquilizarla. Había llegado a tiempo. Nunca se habría perdonado si Camille hubiese sido violada. Miró a su derredor, entonces recordó a los otros hombres, y la furia volvió a apoderarse de su ser. Se levantó impulsado por la cólera, sin embargo, no había ni rastro de ellos. El carretero y Edgard eran atendidos por sus dos soldados, aunque sólo parecían tener magulladuras. También vio a un hombre desangrado en la carreta.

—Ha muerto, Raimond, lo siento —dijo Ferdinand Yvain, uno de sus soldados que ayudaba a Edgard a levantarse—. Sólo quería herirle, pero calculé mal. Le he debido de seccionar alguna arteria importante.

—No lo sientas, has hecho lo correcto. Lo tiene merecido —aseguró iracundo Raimond—. ¿Y los otros dos malnacidos?

—Los ha seguido Etienne —dijo señalando hacia el este.

Raimond miró en esa dirección y lo vio corriendo a su encuentro.

—¡Raimond, deprisa, ven. Sé dónde se esconden! —gritó alterado Etienne Martine desde la lejanía.

Raimond se puso en marcha al instante y fue al encuentro con él. Se podía percibir a leguas de distancia el cabreo que llevaba encima.

—Se han metido en esa casa —le informó su fiel y leal amigo, señalando una vivienda cercana.

Raimond se giró y llamó a otro soldado. Dejó a Ferdinand Yvain al cargo de Camille y los otros. No quería que aquellos malditos cabrones se le escaparan. Apretó la empuñadura con fuerza, con rabia.

—¿Hay alguna puerta trasera?

—No. Tampoco tiene corral. Sólo la puerta, y las ventanas de la fachada —informó Etienne con suficiencia.

La vivienda era de dos pisos. Los vecinos se asomaban mínimamente por las ventanas y por las puertas, curiosos, y atemorizados. Podría haber represalias para todo el barrio, sobre todo tratándose del jefe militar del papa, como su vestimenta bien indicaba.

Raimond asintió complacido, no tendrían escapatoria. Al llegar a la casa, dejó al soldado vigilando la fachada, por si pretendían huir por alguna de las ventanas. Él, sin contemplaciones, derribó la puerta de una patada. Su ya enorme fuerza, se veía aumentada en esta ocasión por la ira.

Al instante apareció un hombre mayor con los brazos levantados, asustado.

—Yo no conozco a los hombres que han entrado en mi casa —dijo al instante, moviendo las manos, angustiado porque le creyeran.

Raimond le apuntaba con su espada, como si fuera a ensartarlo en cualquier momento. Se volvió a mirar a Etienne, que le respaldaba.

—No es uno de ellos —confirmó sin atisbo de duda.

—¿Dónde están? —preguntó Raimond al dueño de la casa.

Señaló al piso superior. Raimond le indicó con un gesto que se marchara, y salió a la carrera.

Raimond y Etienne comenzaron a subir por la escalera con sigilo. No podían confiarse. Tal vez les hubieran escuchado al entrar, pero era mejor no delatarse con facilidad, podrían arrojarles cualquier objeto contundente. Raimond no cesaba de pensar en Camille. La imagen de ella a punto de ser violada la tenía grabada a fuego en su mente. Eran unos bárbaros, todos y cada uno de los que vivían en aquel maldito barrio. Pero lo pagarían, y con creces. Aquel asqueroso barrio no se olvidaría de Raimond Guibert fácilmente.

Llegaron al piso de arriba, el silencio era sepulcral. De momento no había ni rastro de esas ratas. Avanzaron con sigilo, con los cinco sentidos aguzados y las espadas en guardia. Tenían constancia de que no iban armados cuando asaltaron la carreta, pero podían haberse armado en cualquier momento. No tardaron en llegar hasta la primera puerta, que estaba cerrada. Raimond se pegó a ella, y aguzó el oído. Silencio. Se apartó a un lado y giró la manija de la puerta. A continuación la empujó violentamente para abrirla de par en par. Un tonel salió volando de la habitación. Por suerte habían sido precavidos y se mantuvieron apartados de la puerta. Después de ese caluroso recibimiento, Raimond se plantó en el umbral, desafiante. En el interior se encontraban los dos maleantes con vida que habían asaltado la carreta, dispuestos a luchar. El problema para ellos era que tan sólo contaban con un cuchillo cada uno. Y cuando vieron aparecer en el umbral a un soldado alto y fuerte empuñando una enorme espada, con el semblante iracundo y la cruz púrpura pintada sobre la túnica blanca, se quedaron lívidos, pero no les quedaba otra que luchar.

Para sorpresa de Raimond, aquellos malnacidos arremetieron contra él como una estampida de búfalos. Sólo les quedaba la sorpresa para salir de allí con vida, pero Raimond, pese a su corpulencia, poseía una rapidez y agilidad envidiable, y se desplazó ágilmente hacia un lado esquivando la embestida. Al mismo tiempo alargó a su vez la espada para herir a uno de ellos en el brazo. Del otro tipo se encargó Etienne, que se mantenía detrás de su jefe dispuesto a entrar en acción cuanto antes. Lo pilló por sorpresa, tan centrados en atacar a Raimond como estaban. Le atravesó con la espada el estómago, cayendo lánguidamente al suelo, incrédulo, con las manos taponando la herida. El que había herido Raimond presentaba un profundo corte en el brazo, y había caído de rodillas. Cuando se quiso levantar, Raimond le puso la punta de la espada en el cuello, y ni respiró siquiera. La estampida de búfalos había resultado ser un espejismo.

—Ve a buscar una cuerda —dijo escuetamente Raimond a Etienne.

Los gemidos moribundos del que había sido ensartado en el estómago invadían la estancia. Raimond sabía que sería por poco tiempo, no tardaría en desangrarse. Se alegró de ello, tenía una muerte merecida. El otro se mantenía de rodillas y respiraba con dificultad.

—Por favor, señor, yo sólo soy un pobre ladrón. No era mi intención hacerles daño a esos muchachos —suplicó intentando ganarse el perdón. Pero sólo obtuvo una mirada severa, furiosa.

—Señor, por favor —continuó, pero una patada en el costado le acalló.

—Cállate si no quieres enfurecerme más —masculló con unos deseos enormes de darle una paliza. Pero no, le quería intacto.

Etienne regresó con una cuerda larga y gruesa. Se dispuso inmediatamente a atar a ese ladrón, cuando Raimond le arrebató la cuerda.

—Abre la ventana —ordenó a Etienne. Este, sin comprender todavía, se encaminó a hacer lo que le pedía. Abrió la ventana y volvió sobre sus pasos, viendo cómo Raimond le anudaba la cuerda al cuello. Alzó las cejas en un primer momento. ¿Pensaba colgarlo? ¿Por la ventana? Estaba más sorprendido por el hecho de que lo colgara por la ventana, por su aparente complicación, que por el hecho en sí. Su jefe, estando a las órdenes del papa Urbano V, había ajusticiado a unos cuantos malhechores, tenía potestad para ello, así que no se sorprendió. Aquellos canallas habían propinado una paliza al hijo de su madre adoptiva, y a ella la habían intentado violar.

Raimond lo arrastró de la camisa hasta la ventana abierta, mascando su rabia, mientras el ladrón suplicaba clemencia. Buscaron dónde amarrar el extremo de la cuerda, la ataron fuertemente y, después, entre los dos, arrojaron al desdichado por la ventana. Antes de tocar el suelo la cuerda se tensó y le partió el cuello, quedando suspendido en el aire, balanceándose macabramente pegado a la pared.

Raimond y Etienne salieron a la calle, miraron al ahorcado y se marcharon con el otro soldado. Era una buena idea dejarlo allí, como advertencia de lo que ocurría cuando trasgredían la ley. Camille, Edgard y el carretero vieron el brutal desenlace desde la distancia. Raimond, mientras caminaba con determinación, pudo liberarse de la ira que le había dominado. Aquellos cuatro salvajes habían tenido lo que se merecían. Ahora sólo pensaba en llegar a la posada y descansar, mañana les esperaba otra dura jornada de viaje, la última antes de llegar a su destino.