El día era inmejorable para viajar. Avanzado ya el mes de abril, el calor se dejaba notar bajo un sol libre de nubes. Una bandada de pájaros sobrevolaba por encima de sus cabezas haciendo un sinfín de acrobacias en grupo, siendo digno de ver. Los sonidos de la naturaleza lo inundaban todo, y se podía respirar una paz y una tranquilidad envidiables.
Marchaban a buen ritmo, y el objetivo de llegar a Montpellier antes del anochecer parecía posible. Raimond quería pasar la noche allí, con la mitad del recorrido completado, así podrían llegar mañana al anochecer a su destino. 44 leguas (184 kilómetros) en dos jornadas, no estaba nada mal. Hacía ya rato que habían dejado atrás Nimes, por lo que pronto deberían atisbar Montpellier. Sabía que la carreta retrasaría un tanto el viaje, pero la necesitaba para que Camille y Edgard fueran cómodamente sentados y no tuvieran que hacer el viaje caminando.
A Raimond le gustaban aquellos viajes, esa tranquilidad que le rodeaba, montar a su caballo, disfrutar de los parajes. Podría estar así eternamente, pero no todo eran satisfacciones. El recuerdo de Laurent acusado de herejía por la Inquisición le revolvía el estómago y sentía cierta urgencia por llegar cuanto antes a Narbona, por ayudar a su amigo. El tiempo iba en su contra. Ya habría comenzado el juicio, y todavía tenía esperanzas de llegar a tiempo antes de que comenzaran las torturas. No era de extrañar que quisiera llegar lo antes posible para intentar salvar a su «hermano». Lo cierto era que lo había visto una vez en los últimos quince años, justo antes de marcharse como mercenario para la Iglesia, día que visitó a sus seres queridos en Carcasona. Esto ocurrió hacía ya once largos años, y necesitaba despedirse por si no volvía a verlos. Sabía que la vida del soldado podía llegar a ser fugaz, pudiendo ser atravesado por la espada de un infiel en cualquier momento. Aquella fue la última vez que vio a Laurent. Once años después la perspectiva era bien distinta. Él estaba acomodado en un trabajo envidiable, sirviendo nada menos que al papa, mientras Laurent podría acabar en la hoguera. Este pensamiento le hizo removerse en la silla de su caballo. Realmente lo había amado como a un hermano, y todavía esa llama estaba viva en su corazón.
Muchos recuerdos le venían a la mente al pensar en Laurent. Unos buenos, otros malos, pero la mayoría eran buenos. Sonrió al recordar cuando jugaban a caballeros en las Cruzadas, sobre todo por revivir algo que ya había olvidado. Su padre le hizo una espada de madera. Era pequeña, como él, todavía era un niño. Con ella jugaba día y noche incansablemente, siempre soñaba que se convertía en un caballero, que luchaba en una de esas épicas batallas defendiendo la cristiandad que narraban los mayores. Muchas veces jugó con Laurent, otras muchas solo. Ahora sabía que aquellos inocentes juegos le habían beneficiado años después cuando cogió una espada de verdad por primera vez. Desde su niñez había acostumbrado su cuerpo a manejar una espada, a que fuera parte de su cuerpo, a manejarla con soltura, con maestría, dándole agilidad a sus movimientos de piernas. Sonrió nuevamente al recordar aquella espada de madera que le regaló su padre y sintió añoranza por aquellos años, feliz como sólo los niños pueden serlo, cuando sus padres y sus dos hermanos pequeños todavía estaban en este mundo. Sus padres eran humildes, campesinos. Qué orgullosos estarían de él, estaba seguro. Ellos se deslomaban trabajando los viñedos que poseían, y la huerta, que tan buenos alimentos daba. También tenían cerdos, gallinas, una mula con la que trabajaban la tierra… Raimond suspiró profundamente. La vida ahora le sonreía, y era feliz, pero sintió tristeza. Tristeza por sus familiares fallecidos, por su niñez acabada, por aquella vida pasada. Incluso echaba de menos aquella casa pequeña y desvencijada cercana al amurallado donde vivían. El abatimiento le invadía cuando atisbaron la ciudad de Montpellier en la lejanía, y se alegró de quitarse aquellos pensamientos que auguraban nubarrones. Miró al cielo y comprobó que todavía tardaría más de una hora en anochecer, tiempo suficiente para llegar a la ciudad.
Raimond se giró sobre su montura, preocupado por Camille. Sabía el sufrimiento que la atenazaba. Iba cómodamente sentada en la parte trasera de la carreta, sobre mantas y bolsas de cuero repletas de ropa que usarían él y sus soldados. Junto a ella iba Edgard, un tanto adormecido. El carretero pareció alegrarse de estar cerca de la ciudad donde pasarían la noche, seguramente estaría cansado de soportar la dureza del camino en sus nalgas. Observó a su alrededor. Nadie. A lo largo del camino había podido percibir sombras que se movían tras los árboles colindantes al camino, posiblemente ladrones o maleantes, pero no habían tenido el valor de atacarlos. Raimond pensó que estarían locos si lo hacían. Él y su fiel amigo, Etienne, abrían la marcha, con la carreta en medio y sus otros dos soldados cerrando la caravana. Cuatro expertos guerreros bien armados sobre grandes monturas, sin contar la señal que llevaba grabada en el pecho sobre la túnica blanca como jefe militar papal.
Cuando cruzaron las puertas de la ciudad, todavía con el sol sobre el firmamento, no dudaron en acercarse a la casa donde vivía un soldado al que conocían. Alegres por reencontrarse con él, se dirigieron hacia allí, mientras el carretero arrugaba el ceño por desviarse del trayecto que les debía conducir a la posada.
Raimond y Etienne se detuvieron y bajaron de sus cabalgaduras, levantando expectación en las gentes del lugar. El distintivo de guerrero papal despertaba interés allá donde fueran. Los imitaron los otros dos soldados.
—Adelantaos vosotros hasta la posada, nosotros no tardaremos. Vamos a saludar a un viejo compañero de fatigas —informó Raimond con evidente júbilo al carretero. Caminó hacia la parte trasera hasta colocarse frente a Camille—. El carretero os llevará hasta la posada, nosotros iremos enseguida. ¿De acuerdo?
—Muy bien —contestó satisfecha—. Yo la verdad es que estoy molida.
Raimond sonrió levemente, haciéndose cargo. Los baches eran un martirio, a pesar de estar cómodamente sentada. Regresó nuevamente hasta el carretero y se dirigió a él ahora muy serio:
—Para llegar a la posada tendrás que dar un pequeño rodeo. No pases por el barrio de «Los pecadores», no es seguro. ¿Entendido?
El carretero lo miró extrañado. Tras unos segundos de silencio, contestó:
—Entendido. No se preocupe —dijo muy convencido.
El carretero arreó a las mulas y se pusieron en marcha, dejando atrás a los cuatro soldados. Reflexionó sobre la advertencia de Raimond Guibert, pero enseguida la desestimó. Estaba harto de ese viaje, tenía el trasero dolorido, y se le hacía la boca agua al pensar en beber un buen vaso de vino. Pasaría por aquel barrio. Era de día, ¿qué podía ocurrirle? Negó varias veces con la cabeza pensando en el exagerado temor de Raimond. No sonaba bien el nombre de ese barrio, era cierto, pero estaban en plena ciudad, de día, con gentes por todos los lados.
La carreta avanzaba lentamente por calles abarrotadas de gente. Muchos eran los que se quedaban mirando fijamente, y el carretero comenzó a ponerse nervioso. Las apariencias no solían engañar, y aquellos hombres apoyados sobre las paredes de las casas, en corrillos, no parecían precisamente monjes. Intentó acelerar el paso, pero era imposible al tener que adaptarse a las personas que caminaban o se cruzaban delante de él. Sin tiempo a reaccionar, tres hombres recios asaltaron la carreta. Dos de ellos saltaron a la parte trasera, mientras otro agarró las mulas para que se detuvieran. Camille comenzó a gritar y se acurrucó en una esquina de la carreta mientras Edgard se levantó dispuesto a enfrentarse a ellos, aunque iba desarmado. El carretero los insultó y los amenazó, pero de nada sirvió. Aquellos hombres estaban decididos a robarles, y comenzaron a arrojar al suelo las pertenencias que trasportaban en la carreta, donde un cuarto hombre iba recogiéndolas. El carretero accedió a la parte trasera dispuesto a moler a palos a esos bribones y se enzarzó con ellos a puñetazos y agarrones. Edgard aprovechó para ayudarle, equilibrando las cosas. Pero enseguida subió a la carreta el hombre que iba recogiendo lo que los otros lanzaban, y no tardó en aparecer el que sujetaba a las mulas. Camille estaba horrorizada, atemorizada, y no podía creer que les atacaran en pleno día. Comenzó a gritar pidiendo ayuda, pero incomprensiblemente la gente los miraba sin intervenir.
Edgard y el carretero habían mantenido a raya a aquellos dos, pero todo se había complicado con los refuerzos que aquellos maleantes habían tenido. Ahora eran cuatro contra dos, y comenzaron a recibir puñetazos por todos los lados, debiendo centrarse en protegerse. Los asaltantes aprovecharon para seguir lanzando a la calle todo el contenido de la carreta. Pero Edgard y el carretero parecían no haber tenido suficiente, y se abalanzaron sobre ellos una vez más. La pelea no parecía tener fin, mientras uno de ellos comenzó a recoger todas las pertenencias arrojadas de la carreta para llevárselas a una casa cercana.
—¡Se están llevando nuestras cosas! —gritó Camille, espantada por lo que sucedía. Sobre todo por ver a su hijo defenderse de los golpes que le volvían a llover. Incapaz de mantenerse inmóvil viendo cómo les robaban, se bajó de la carreta decidida a detener a ese ladrón que quería llevarse sus cosas y las de los soldados. Lo agarró del pelo por detrás y tiró de él con fuerza, con una rabia inusitada. El hombre gritó de dolor e intentó agarrarse el pelo infructuosamente, mientras Camille lo hizo retroceder. Miró a Edgard para indicarle que abandonara la carreta y viniera a proteger sus cosas, cuando el hombre que tenía agarrado por el pelo se medio giró como pudo y la golpeó en el vientre. Camille se dobló por la cintura, con un dolor agudo. El ladrón, enfurecido, la tiró al suelo y se dispuso a violarla. A Camille le costaba respirar tras el brutal puñetazo recibido en el estómago, y no tenía fuerzas para defenderse, ni aun sabiendo lo que le esperaba. Era consciente de que aquel asqueroso y maloliente ladrón iba a violarla en plena calle a la luz del día. ¿Qué ciudad era esa que permitía que robaran y violaran en plena calle? Intentó defenderse ahora que podía respirar mejor, pero él era muy fuerte y comenzó a romperle la ropa a tiras. Con las manos quiso arañarle pero enseguida se las apartaba. Estaba a su merced. Miró a Edgard, pero este debía de estar, junto al carretero, tirado en el suelo de la carreta, recibiendo patadas por parte de los malhechores. Cerró los ojos y se encomendó a Dios, por ella, por Edgard y por Laurent.