Camille y su hijo Edgard entraron en la ciudad de Aviñón al mediodía. Estaban cansados, sobre todo Camille. Tres días y medio caminando sin cesar, parando tan sólo para pasar la noche y dormir, resultaba demoledor para los cuarenta y ocho años de Camille Bernier. Por suerte para ellos pudieron descansar en posadas, dado que podían permitirse económicamente ese lujo. Esto la ayudó a reponerse de las caminatas diarias, que comenzaban con el alba y terminaban al ocaso. Unas diecisiete leguas diarias (70 kilómetros). Pero lo que más la ayudaba a sobrellevar este viaje era la angustia que la devoraba por llegar cuanto antes a su destino, por encontrar al hombre que, tal vez, y sólo tal vez, pudiera ayudar a Laurent, su hijo mayor. El viaje le había servido para pensar con más calma, y sabía que había pocas posibilidades de que aquel hombre pudiera interceder por su hijo. Pero también sabía que era su única esperanza, y se aferraba a ella como a un clavo ardiendo. También había pensado sobre las acusaciones que se vertían sobre su hijo y no le cabía la más mínima duda de que Laurent era inocente. Lo había parido como para saberlo. Y más si se le acusaba de ritos satánicos. Le costaba creer que algo así pudiera suceder realmente. Sabía que la vida a veces era caprichosa, y que podía albergar los más negros destinos, pero algo así escapaba a su cordura. Aquellos pensamientos le acompañaron durante todo el viaje, sumida en la angustia y la desesperación.
Edgard llevaba mejor el viaje. Sus veinte esplendorosos años ayudaban a tal menester. Y eso que cargaba a sus espaldas las dos bolsas de cuero con ropa y algo de comida necesarias para tan arduo viaje. No había consentido que su madre llevara ninguna. Ya tenía una edad avanzada, y el viaje en sí era demasiado para ella, a lo que había que sumar el dolor que soportaba; podía verlo a leguas de distancia. Nunca antes había visto así a su madre. Ella siempre se había mostrado fuerte ante cualquier revés, nada parecía doblegarla, pero todo había cambiado desde aquel fatídico momento, cuatro días atrás. Incluso la vio llorar por primera vez en su vida. Ahora la veía luchando por enmascarar ese sufrimiento, pero había momentos en que no lo conseguía. Verla así hacía sufrir a Edgard, más todavía de lo que ya sufría por el futuro de su hermano. Lo único que podía hacer era darle cariño a su madre, arroparla en lo posible, aunque al ser tan reservada se hacía más complicado.
Sin saber hacia dónde ir, se detuvieron en una especie de plaza y miraron a su alrededor. La ciudad, a esa hora, bullía de actividad, de gentes que deambulaban. Vieron una taberna y no lo dudaron. Preguntarían allí mientras Edgard reponía fuerzas con un buen vaso de vino.
—Buenos días —saludó Edgard al tabernero—. Póngame un vaso de vino. —Esperó a que se lo sirviera, mientras se relamía viendo el contenido que vertía en el vaso. Camille esperaba impaciente detrás de él, deseosa de encontrar cuanto antes al hombre que podía salvar a Laurent.
El tabernero le acercó el vaso rebosante.
—También necesito su ayuda. ¿Sabría decirme la casa dónde vive Raimond Guibert?
—¿Raimond Guibert? —preguntó el tabernero con gesto reflexivo. Enseguida se le alumbró el semblante—. ¿Se refiere a «el Invencible»?
Edgard se volvió y cruzó la mirada con su madre. Edgard recordaba vagamente a Raimond, tendría cuatro o cinco años de edad cuando lo vio por última vez. Incluso lo había olvidado por completo hasta que su madre le habló de él durante el viaje.
Camille, ante el desconcierto de su hijo, se acercó a la barra y se dirigió al tabernero:
—Sí, el mismo. Creo que trabaja para el papa —aseguró con cierto orgullo. Que hubiera llegado tan alto le henchía de felicidad.
—Sí, así es. Es el jefe militar del papa. Vive en el Palacio Papal —se explicó el tabernero con amabilidad. Raimond parecía despertar simpatía en él.
—¿Vive en el Palacio Papal? —se extrañó Camille—. Muy bien, gracias por su ayuda —agradeció con una leve sonrisa.
Sin perder ni un segundo se encaminaron hacia allí. Camille ya podía sentir el nerviosismo por el reencuentro. No lo veía desde hacía once años. Aunque la felicidad propia de verle se veía totalmente empañada por el sufrimiento que la embargaba, y también por los nervios que la atenazaban. Durante el viaje, había imaginado la posibilidad de que se negara a ayudarla. Estando la Inquisición de por medio era fácil que él se viera incapacitado para intentar ayudar a su hijo, y se negara a hacerlo. Incluso cabía la posibilidad de que se hubiera vuelto una persona altiva y arrogante y le diera la espalda. Estas dudas la desesperaban. Sería como abandonar a su suerte a su hijo, dejarlo a merced de las alimañas.
Tras preguntar en el Palacio Papal y comprobar que Raimond no estaba pero que regresaría en una o dos horas, se encaminaron hacia una fuente cercana para descansar y comer algo. No habían probado bocado desde el desayuno, y necesitaban reponer fuerzas. Se sentaron al lado de la fuente y sacaron de una de las bolsas de cuero un poco de queso, pan, tocino y una botella de vino que Edgard se cuidaba mucho de rellenar en cada posada. Se abstrajeron viendo el trajín de personas de toda condición que a su alrededor fluía como un río de caudal poderoso.
Media hora después, ya casi satisfechos sus estómagos, mientras Edgard empinaba la botella haciendo verter el tinto brebaje por su gaznate, vio pasar en la distancia a un grupo de caballeros. Tal vez fuera Raimond uno de ellos. Sin dudarlo, se levantó como un resorte para averiguarlo.
—Madre, he visto pasar por aquella calle a un grupo de jinetes. Usted espere aquí, yo iré a averiguar si se dirigen al Palacio Papal.
No se encontraba lejos, por lo que no tardó ni un minuto en recorrer a la carrera el trayecto. Cuando observó en la distancia que aquellos jinetes se detenían a las puertas del Palacio Papal, se apresuró a avisar a su madre de que tal vez Raimond había llegado. Pero, para su sorpresa, no había dado ni dos pasos de regreso cuando vio acercarse a su madre dando grandes zancadas, con las dos bolsas de cuero a cuestas. Edgard endureció su mirada, decidido a reprenderla por no haberle esperado y por acarrear ella sola con todo el peso, cuando su madre, con los ojos desorbitados e ignorándolo, dejó caer las bolsas a su altura y continuó ahora al trote hacia los jinetes que se disponían a traspasar las puertas del Palacio Papal.
Camille se puso a correr al ver a aquellos jinetes. No sabía si Raimond sería uno de ellos, pero al ver que estaban a punto de desaparecer en el interior del Palacio, la angustia que sentía desde hacía cuatro días apareció implacable.
—¡Raimond! —comenzó a gritar, alocada. Era como si los fuera a perder para siempre si cruzaban las puertas del edificio pontificio.
—¡Raimond! —volvió a llamar a voz en grito, ahora un poco más cerca. Parecían indiferentes a sus llamadas, lo que le hizo dudar si su salvador se encontraría entre ellos.
Los guardias se hicieron a un lado y ordenaron abrir las puertas del Palacio Papal. Raimond Guibert y tres soldados a sus órdenes se disponían a acceder al interior del edificio.
Regresaban de una aldea cercana tras un encuentro con unos acalorados campesinos que exigían colgar al sacerdote por haber violado a una joven de catorce años. Se habían puesto tan mal las cosas que ni el preboste con sus soldados podía mantener a raya a una turba de enloquecidos campesinos pidiendo venganza. Solicitaron al papa ayuda para disolver este altercado, y Raimond Guibert había tenido que acudir para salvar, como mínimo, de un linchamiento al sacerdote, que se mantenía parapetado en la iglesia con la ayuda del preboste y su séquito.
Raimond, jefe militar del papa, no sólo ejercía como guardaespaldas del sumo pontífice. En estos cuatro años al servicio de Urbano V, le había tocado ocuparse de la protección de familiares de este o de altos cargos eclesiásticos, asuntos personales del Santo padre y diferentes tipos de reyertas, alguna de ellas realmente peligrosas.
Cuando Raimond llegó a la iglesia y vio a unos veinte campesinos armados con todo tipo de herramientas y aperos, exaltados como demonios, sabía que habría problemas. Sin embargo, una vez más, su sola presencia hizo que se calmaran los ánimos de aquellos campesinos ultrajados por aquel sacerdote incapaz de mantener a raya sus instintos más bajos. La túnica blanca que vestía con la cruz púrpura dibujada en el pecho, distintivo del jefe militar del papa, causaba este efecto en todas las personas, sin importar rango ni condición. Todos se doblegaban ante su presencia, sobre todo por todas las leyendas que corrían por Francia sobre su persona. Era temido y admirado a partes iguales, una curiosa mezcla que conseguía tal efecto en las gentes. Este hecho, sumado a su astucia, hizo que Raimond pudiera reconducir los acontecimientos y disolver aquella trifulca valiéndose solamente de palabras. Lo que no consiguió fue dejar de sentir repugnancia por aquel sacerdote amparado en el poder de la iglesia para salvarse de la justicia.
Cuando cruzaban las puertas del edifico papal, creyó escuchar su nombre a lo lejos. Incrédulo, se volvió con el ceño fruncido. Nadie le llamaba por su nombre salvo los más cercanos, y podían contarse con los dedos de las manos. Entre el gentío, enseguida reparó en una mujer mayor de pelo entrecano corriendo en su dirección y voceando su nombre. Raimond detuvo su caballo, y la miró intrigado. ¿Quién sería esa mujer que parecía perseguida por el diablo?, pensó contrariado. Lo que más le extrañaba era que lo llamara por su nombre. Esperó a que llegara mientras seguía observándola con detenimiento, y ordenó a los soldados que entraran en el edificio. Era una mujer de unos cincuenta años, regordeta, de estatura mediana para ser mujer, o incluso un poco bajita, con mirada suplicante y rostro angustiado. ¿Acaso vendría a pedirle ayuda? No sería la primera vez que alguien desesperado pedía su ayuda para interceder contra la justicia. A veces creían que él estaba por encima de la justicia, lo que le molestaba sobremanera. Era un servidor más de Cristo, nada más. Pero esa mujer lo llamaba por su nombre, y estaba seguro de que no la conocía.
Cuando Camille llegó a su altura se abalanzó sobre la pierna de Raimond que caía inerte a un lado de su montura, llorando desconsolada, mientras pronunciaba su nombre una y otra vez.
—Mujer, haga el favor, y compórtese —reprochó, incómodo.
Camille alzó el rostro bañado en lágrimas, suplicando con la mirada, incapaz de pronunciar otra cosa que no fuera su nombre.
Raimond, por primera vez, vio a la mujer con claridad, y el corazón comenzó a martillearle con fuerza. Ese rostro, esos ojos, le recordaban a alguien muy especial, una mujer que en el pasado fuera tremendamente importante en su vida. ¿Podría ser cierto que fuera ella? La miró con avidez y no le cupo ninguna duda.
—Por el amor de Dios —exclamó con un escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Se bajó de su caballo de un brinco y se colocó frente a ella—. ¡Camille! ¿Qué hace vos aquí? —preguntó feliz, y a la vez preocupado.
Camille se arrojó a sus piernas, abrazándolas, incapaz de dejar de llorar.
—Raimond, necesito tu ayuda —dijo dificultosamente entre sollozos, aferrada a sus piernas con fuerza—. Tienes que ayudarme, por lo que más quieras —gimió desesperada, incapaz de contenerse.
Raimond, con el corazón dolido por verla así, la cogió por los hombros y la irguió.
—Camille, deje de llorar, se lo ruego, y cuénteme qué ha pasado para que se encuentre tan atormentada.
—Se trata de Laurent —contestó como pudo, sollozando—. La Inquisición… La Inquisición lo tiene encerrado en las mazmorras.
Un tropel de recuerdos invadió a Raimond al escuchar aquel nombre. Laurent Rollant había sido su mejor amigo en la infancia. Desde que se conocieran correteando por las calles de Carcasona, se convirtieron en uña y carne, inseparables desde el primer instante en que sus cortas vidas se encontraron. Pero todos esos felices recuerdos se esfumaron al percatarse de la gravedad del asunto.
—¿La Santa Inquisición? —preguntó incrédulo. Algo no cuadraba—. Por… ¿hereje? —Le costó formular la pregunta. Lo conocía como a un hermano gemelo, resultándole imposible aceptarlo. Pero ¿por qué otro motivo iba la Inquisición a encerrarlo?
Camille asintió desmesuradamente, con los ojos enloquecidos, pudiendo controlar a duras penas los sollozos.
Raimond no pudo ocultar su sorpresa. Le parecía increíble aquello. Sintió la necesidad de conocer todos los detalles, y apresurado la invitó a que le siguiera a una de las estancias del Palacio Papal. Entonces se dio cuenta de la presencia, un tanto apartada, de un joven con el rostro demudado por el dolor, mirándolos muy atento. Raimond entornó los párpados. Era alto, el pelo negro le colgaba hasta los hombros, con una barba no muy larga. No le conocía, aunque había un cierto parecido con Camille, incluso con Laurent. Súbitamente recordó al hermano pequeño de Laurent. Podría ser él. Calculó la edad que debería de tener, y encajaba. Recordaba perfectamente que era diez años mayor que él. Lo que no podía recordar era su nombre, por más que lo intentó.
—Tú debes de ser el hermano de Laurent, ¿verdad?
—Sí, señor. ¿Me recuerda?
—Vagamente. Desde luego has cambiado mucho desde la última vez que te vi —dijo con una sonrisa.
—Era un niño. Por cierto, le debo un cachete. Todavía me duele… —dijo divertido, llevándose la mano a la cabeza.
Raimond no recordaba aquel cachete, pero le agradó la cercanía y buen humor de aquel joven. Sin más dilación, los condujo hasta una estancia en el interior del Palacio Papal, dejando el caballo a uno de los mozos que trabajaba en las caballerizas. Mientras caminaban, Raimond aprovechó para interesarse por la vida de ellos, lo que hizo que Camille saliera de su tormento.
Sentados a una mesa, en una austera sala de reducidas dimensiones, con los ánimos más calmados, Raimond vio la desazón y la angustia que invadían a Camille.
—Bien, explíqueme con calma y con todos los detalles lo ocurrido —quiso saber Raimond, sin desviarse del tema.
Camille suspiró profundamente, apesadumbrada, rota por el dolor.
—Será mejor que te lo explique Edgard, él recibió las fatales noticias —dijo con amargura.
Edgard se removió en su asiento ante los ojos marrones de mirada severa que poseía Raimond, clavados en su persona.
—La verdad es que no sé mucho, tan sólo lo que narró un mercader —comenzó con nerviosismo. Después, un poco más tranquilo, contó todo el relato de lo ocurrido.
Raimond escuchó en silencio, e intentó no mostrar preocupación al respecto. Camille lo miraba fijamente, esperando una respuesta que ayudara a aplacar todo el tormento que sentía. Tragó saliva cuando le tocó enfrentarse a la realidad.
—Camille, la Santa Inquisición es muy poderosa —comenzó con tono suave, intentando no herirla más todavía. Debía ser claro con ella, y no hacerla albergar falsas esperanzas. Se quedó reflexivo un momento, con la mirada clavada en la mesa—. Tiene que haber un error en esa acusación, me cuesta creer que Laurent sea culpable de algo tan atroz y retorcido, pero yo no tengo potestad para interceder por él. —Alzó una mano ante la réplica que se avecinaba por parte de Camille, acallándola—. Aunque puedo presentarme en Narbona e indagar un poco.
Camille rompió a llorar de felicidad. Sabía que Raimond no le fallaría. Lo que más le henchía de alegría era que él no había dudado en ofrecer su ayuda. Lo quería como a un hijo. De hecho, durante cuatro años, fue su «hijo». Cuando en abril de 1348 la peste asoló Francia, Raimond se quedó huérfano y solo en el mundo. Sus padres y sus dos hermanos pequeños murieron a causa de esta terrible enfermedad que devastó el país y toda Europa. Por aquel entonces Raimond tenía once años, y Camille no dudó en ir a su casa y rescatarlo de aquel horror, haciéndose cargo de él. Desde aquel día, sumido el país entero en un caos, fue como un hijo para ella, suplantando en la medida de lo posible la pérdida de sus tres hijas. Lo que no pudo suplantar hasta años después fue la pérdida de su marido.
—No garantizo nada —se apresuró a aclarar Raimond—. Y para ser sincero, será difícil que pueda salvarlo. Si no hay pruebas que desestimen la acusación, no se puede hacer nada.
—Lo sé, hijo mío —contestó Camille, mortificada nuevamente—. Pero tú podrás hablar con el inquisidor general, y pedirle clemencia. A ti te escuchará.
Raimond asintió. Eso sí que podía asegurarlo. Pero tal vez llegara demasiado tarde.
—¿Cuántos días hace de esto?
—Hace ya cuatro días que está encerrado en las mazmorras del Santo Oficio —contestó Edgard.
Raimond arrugó el entrecejo, preocupado. Seguramente ya había comenzado el juicio. Incluso podría ser que ya hubieran comenzado con las torturas. El semblante se le demudó. Llegarían demasiado tarde. Al ver que Camille lo miraba fijamente, intentó ocultar sus sentimientos para no preocuparla innecesariamente. Cuanto menos supiera ella, mejor.
—Crees que ya estarán interrogándole a base de torturas, ¿verdad? —preguntó Camille con un hilo de voz.
Raimond maldijo para sus adentros. Bajó la mirada y se pasó la mano por su barba recortada. No quería herirla. Decidió esquivarla.
—Será mejor que prepare todo lo necesario para partir mañana al amanecer. Nos acompañaréis a mí y a mi séquito, no puedo permitir que regreséis caminando. —Miró fijamente a Camille. Había hecho un esfuerzo colosal por estar allí. El viaje debía de haber sido muy duro para ella. En el fondo de su corazón se alegraba de que hubiera pensado en él como salvador de su hijo, aunque seguramente no pudiera hacer nada—. No podemos perder ni un instante —anunció con seriedad, mientras se levantaba con premura—. Esperad aquí, mandaré que os preparen alojamiento para esta noche. —Se marchó presto, aliviado por no enfrentarse a la pregunta que había dejado en el aire Camille.
—Raimond —llamó suavemente Camille. Raimond se detuvo y se giró—. Gracias —pudo decir con dificultad, embargada por una enorme emoción.
—Es lo menos que puedo hacer por un hermano y una madre —aseguró con convicción. Para él lo habían sido. Se marchó envuelto en una pena difícil de digerir. Laurent, su mejor amigo de la infancia, que llegó a ser como un hermano para él, estaba en manos de la Inquisición acusado de herejía. No albergaba demasiadas esperanzas en poder salvarlo, pero se juró que haría todo lo posible por ayudarlo.
Unas horas después, Raimond se reunía con el papa Urbano V.
Tras la habitual genuflexión, Raimond se irguió y esperó su turno.
—Siéntate, mi buen amigo, y dime qué es tan importante que no puede esperar a mañana —dijo el papa con cariño.
—Guillaume —comenzó con decisión. Era uno de los pocos hombres en la Tierra que actualmente se dirigía a él por su nombre—. Necesito partir mañana al amanecer por un asunto personal de máxima urgencia.
Seguidamente le relató todo lo sabido referente a la acusación vertida por la Inquisición sobre la persona de Laurent Rollant.
El papa asintió repetidamente mientras escuchaba con atención. Sabía la vida completa de Raimond, y sabía lo que significaría para él ayudarles. No podía negarle algo así, pese a que no le gustaba la idea de que su jefe militar se inmiscuyera en la labor de la Santa Inquisición. Lo miró detenidamente. Lo conocía bien para saber que no habría nada que le hiciera cambiar de decisión. Les unía una relación de amistad, de respeto mutuo, y confiaba plenamente en él, era un hombre de alma y corazón puro, algo difícil de encontrar hoy en día. No se equivocó cuando contrató sus servicios. Había superado con creces sus expectativas, así que no podía negarle ese favor.
—Te doy mi permiso para que acudas a ayudar a tu «hermano». Indaga lo que puedas, pero sin obstaculizar el proceso inquisitorial. —Hizo una pausa, reflexivo—. Puedes llevarte contigo a Etienne y a dos soldados más. Deberás dejar a los dos soldados restantes para que hagan tu trabajo.
Raimond asintió complacido, no necesitaba más. Bajo su mando contaba con su mano derecha, Etienne Martine, y con cuatro soldados más, leales a él y a los Estados Pontificios. Cuando hacían falta más hombres, se contrataban, pudiendo llegar incluso a reclutar a un ejército si hiciera falta.
—Lo que sí te pido —continuó el papa—, es que, pase lo que pase, mantengas los modales ante el Santo Oficio. No quiero problemas con la Inquisición. —Lo miró con severidad, inquisitivo—. Mantén a raya tu genio colérico. ¿Me he expresado con claridad?
—Se ha expresado con suma claridad —afirmó asintiendo respetuosamente. Ese genio colérico al que el papa se refería le había traído quebraderos de cabeza, sobre todo al sumo pontífice, y se juró que no volvería a fallar al papa, aunque también sabía que si le enfurecían sobremanera era incapaz de aplacar su ira devastadora.