Capítulo 4

Unos pasos acelerados reverberaron en las calles prácticamente solitarias. Hacía poco que había anochecido y las gentes de bien cerraban sus negocios o ya habían regresado a sus casas de trabajar. Era la hora en la que las tabernas y las casas de prostitución comenzarían a llenarse y a alborotar la tranquilidad de la noche.

Edgard Rollant caminaba como si estuviera poseído por el demonio. Necesitaba contarle lo ocurrido a su madre. Desde luego, no podía ser portador de peores noticias y tenía un nudo en el estómago imposible de digerir, pese a repetirse constantemente que todo se resolvería favorablemente.

Todo había comenzado una hora antes, cuando sus sobrinos regresaron a la curtiduría informándole que los mercaderes procedentes de Narbona ya se veían a lo lejos. Edgard se encaminó hacia las puertas de la muralla para dar la bienvenida a su hermano, que en el día de ayer, todavía sin amanecer, se había marchado a Narbona a hacer un encargo importante para la curtiduría que su familia poseía. Con el ocaso, debía regresar acompañando a mercaderes y jornaleros para no hacer el viaje en solitario y evitando así los habituales peligros que acechaban en los caminos, pero observó, un tanto extrañado, que su hermano no iba en aquella caravana de carretas y gentes caminando. Pensó que alguna razón habría para retrasar su vuelta, y no dudó en preguntar por su hermano a un mercader que conocía, aunque no pudo obtener peor respuesta.

Cuando llegó a casa, le esperaban jubilosos sus sobrinos, su madre y su cuñada, todos ansiosos por abrazar a Laurent. Edgard todavía vivía con su madre, aunque por poco tiempo. A sus veinte años, estaba a punto de casarse. Su hermano, con su esposa e hijos, vivían en otra casa. Pero ahora los tenía a todos en casa de su madre, impacientes por conocer los detalles del viaje por boca de Laurent. Se le encogió el alma ante lo que se avecinaba. Anunciar algo así le partía el corazón, un corazón ya roto de dolor.

Vio sus sonrisas demudarse cuando comprobaron que entraba solo, aunque no podían ni imaginar el motivo.

—¿Y tu hermano, no ha regresado? —preguntó su madre con una incipiente preocupación.

Edgar tragó saliva, tenía la boca seca. Se armó de valor.

—No, no ha regresado —contestó apesadumbrado.

Su madre, Camille, vio el dolor de su hijo reflejado en su cara, rasgando su serenidad. Ordenó a los niños que se marcharan a la cocina, no quería que escucharan esta conversación. No presentía nada bueno.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó alarmada, levantándose de la silla, sabedora ya de que traía malas noticias.

Edgard no pudo sostener su mirada, y bajó la vista al suelo para poder contestarle.

—Laurent… —comenzó tímidamente, no sabiendo por dónde empezar—. Laurent ha sido acusado de asesinato —susurró con el alma herida.

Un silencio desgarrador se instauró en la estancia. Los gestos de incredulidad fueron dando paso a los de espanto.

—¿Qué? —acertó a preguntar la esposa de Laurent, con los ojos desorbitados, incapaz de asumir lo que su cuñado relataba.

—Por Dios santo —se escandalizó Camille—. Pero, no puede ser eso posible, hijo. ¿Cómo va a matar Laurent a alguien? No puede ser, ¡debe de ser una equivocación!

Eso mismo pensaba Edgard. Su hermano no sería capaz de matar a nadie, a no ser que fuera en defensa propia, aunque no parecía ser ese el caso.

Mientras, Camille no dejaba de murmurar frases inconexas, hablando para sí. Comenzó a divagar sobre lo que le esperaba a su hijo, sin interesarse en preguntar más detalles. La noticia la tenía sumida en una desesperación difícil de aplacar, con su mente funcionando tan sólo para buscar urgentemente motivos de esperanza.

—El preboste indagará, y acabará desentrañando la verdad. Laurent es inocente. En unos pocos días regresará a casa, y todo esto sólo será un horrible recuerdo. —Camille seguía hablando como para sí misma, con los ojos clavados en el suelo, intentando darse ánimos y convencerse de ello.

La esposa de Laurent, petrificada desde la fatal noticia, con un rictus de horror dibujado en su cara, miró a su suegra e intentó impregnarse de esa esperanza que parecía sentir, pero era difícil. Las palabras, al fin y al cabo, son huecas.

Edgard, sin embargo, se rascó la cabeza buscando una fuerza que no sentía. Ante las palabras de su madre, debía contar el resto del relato, que hasta ahora había sido incapaz.

—Madre, se le acusa de matar a dos de los hombres más importantes de la ciudad. Uno de ellos es Diégue Cabart, el mercader.

—¡A dos hombres! —exclamó su cuñada—. Esto no puede estar pasando… —Comenzó a murmurar pidiendo a Dios que los ayudara en este trance, y ya no pudo aguantar más. Los sollozos invadieron la estancia—. ¿Qué va a ser de mí?

—¡Ten fe, mujer! —le recriminó Camille—. Mi hijo es inocente, de eso no hay duda. El preboste y el senescal indagarán y encontrarán al verdadero asesino. Hay que confiar en la justicia. —Quería que sus palabras sonaran convincentes. Y lo eran, aunque ella también estuviera a punto de venirse abajo. Pero no, debía ser fuerte. Siempre lo había sido. La peste se había llevado a su marido y a tres de sus hijos a la tumba. Sin embargo, pudo mantener el negocio y sobrevivir, sacando adelante a sus otros dos hijos.

Edgard sintió una opresión en el pecho que le hizo respirar con dificultad. Aún había algo más que contar, y maldijo con furia en silencio.

—Es que… —comenzó titubeante—. Lo pillaron saliendo de la casa del mercader con un cuchillo en la mano —soltó de carrerilla. Decirlo en alto era una tortura para él. Era como si al decirlo, los hechos se convirtieran en realidad.

Camille, asombrada, intentaba buscar una respuesta.

—Pero para qué va a querer tu hermano matar al mercader —pensó en voz alta—. Eso no tiene ningún sentido. Seguro que hay una explicación para que llevara un cuchillo. —Se detuvo a pensar, cada vez más contrariada. No encontraba el significado para aquello.

Edgard, angustiado por soltar de una vez todo lo que sabía, no lo pensó dos veces y terminó de narrar los hechos.

—Por lo que me han dicho, la Inquisición le acusa de hereje por hacer ritos satánicos, y lo han llevado a las mazmorras del Santo Oficio. —Ya está, ya había terminado. Ya había soltado todo el veneno que había ido acumulando desde que escuchara el relato.

Su cuñada ni se inmutó, sollozando como estaba desde hacía un rato, con el alma por los suelos. Seguramente no le había escuchado.

Camille, sin embargo, se quedó blanca como la leche, con el pavor dibujado en sus ojos.

—La Inquisición… —susurró Camille con un espanto en su rostro que daba miedo. Ahogó un gemido desgarrador al ser plenamente consciente de lo que le esperaba a su hijo. Súbitamente se sintió desfallecer y cayó de rodillas al suelo, gimoteando y llorando desconsoladamente. Toda esa fuerza anímica que ostentaba se había diluido como un liviano manto de nieve bajo el sol. Era más de lo que podía soportar. La Inquisición… Sólo con pronunciarlo sentía como si le desgarraran el alma a pedazos. Sabía a ciencia cierta lo que le esperaba a su hijo. Lo torturarían hasta que confesara lo que ellos querían oír. Edgard intentaba consolarla, pero era inútil. El mundo entero se le venía encima. Su hijo, su querido hijo estaba condenado de antemano. Nadie se libraba de la Inquisición. Daba igual si eras inocente o culpable. Ellos se encargarían de que te declararas culpable. Lo peor para ella era la imagen de su hijo torturado, sufriendo tormento durante horas. Camille se quería morir. Estos pensamientos eran insufribles. Sintió que se desmayaba, y se sentó en el suelo y apoyó la espalda en la pared. No podía dejar de llorar, de lamentarse. Su hijo mayor, que había sido más fuerte que la peste, sucumbiría ahora a manos de la peor plaga: la Inquisición. Por su mente, sin quererlo, desfilaron recuerdos de la infancia de Laurent. Una secuencia de recuerdos inconexos, con Laurent de protagonista, viviendo una infancia feliz. Entonces, como un rayo en la noche, la esperanza se abrió paso. En uno de esos recuerdos, un niño de la misma edad que Laurent apareció nítido, como una revelación. Camille dejó de llorar y de gimotear y su mente comenzó a sopesar las posibilidades. No tardó en darse cuenta de que si había un hombre sobre la faz de la Tierra capaz de salvar de las garras de la Inquisición a su hijo, era él. Sí, cada vez estaba más convencida. Debía intentarlo. No sería empresa fácil, la Inquisición era muy poderosa, intocable, y ese hombre, un simple mortal, pero había un hilo de esperanza y no descansaría hasta intentarlo. Debían ir en su busca, pedirle ayuda. El viaje sería largo, pero bien merecía la pena. La vida de su querido hijo estaba en juego.