La cena oficial

Una semana después de la noche de pasión con José no hemos dejado de mandarnos mensajes y hablar horas y horas por la noche. Es una persona estupenda.

Me ha invitado a cenar. Es sábado, y estoy contentísima y felicísima.

¡Toca cita! ¡Toca cena! Y cena romanticona al ciento por ciento. ¡Estoy dispuesta a ñoñerías, a muchas ñoñerías! Quiero rosas, vino del bueno, tocadita por debajo de la mesa, compartir un postre: cucharita que va, cucharita que viene, y ¡oh!, nata entre los labios, y ¡oh!, que sólo pueden limpiar otros labios, y ¡sí!, a punto de caramelo toda la noche.

José me espera en el coche y ¡está guapísimo! Lleva camisa negra; jamás lo he visto tan elegante. Su coche está impecable. Hoy es una noche especial.

Nos saludamos y reímos. Con complicidad comentamos que esta vez sí que sí. No habrá sorpresas ni niños llorando y pasaremos una noche mágica bajo las estrellas. Nos besamos largo rato en el coche. Estamos como bobos, casi empalagosos.

—José, ¿tú te acuerdas por qué dejamos de estar juntos en el instituto? —pregunto con curiosidad.

—¿Lo dices en serio, Katia? ¿No te acuerdas?

—No —contesto con vergüenza y miedo. Han pasado diez años.

—En segundo curso, después de las vacaciones de verano en las que tú te ibas al pueblo, no pudimos vernos ni hablar, pues no había móviles ni nada por el estilo. Y cuando regresamos a clase me dijiste que eras muy joven para tener novio. Eras toda una liberal y muy presumida, señorita Katia —responde entre risas.

—Te acuerdas hasta del año. ¡Qué barbaridad! Y qué mala era, ¿verdad?

—Sí. Yo seguí enamorado de ti durante mucho tiempo. ¡Rompecorazones!

Mientras habla, observo embelesada sus manos, sus gestos y sus tiernas maneras al expresarse sobre nosotros. Noto también que un sentimiento fácil y natural, extraño a mis últimos años de vida, florece con fuerza y con ganas de amar.

Sentados ya en el Ristorante Il Basilico, el camarero nos sirve dos copas de chianti, mientras que yo presumo de mi perfetto italiano haciendo todo el pedido.

Cuando por fin las distracciones se alejan, José se anima y me suelta:

—Verás, Katia…, yo…

—Dime… —respondo, enarcando las cejas y mostrando mi dentadura blanqueada.

—Pues el caso es que tú y yo… Bueno, nosotros nos hemos…

—¿Conocido? ¿Divertido?

—Vaya, que yo quería decirte algo —añade José con nerviosismo.

—Pues dilo, ¡cielo! —replico un poco ansiosa.

—He estado pensado…, sobre todo después de lo del otro día… —se explica José.

A mí me parece que lo hace a cámara lenta. Escondo mis dientes tras mis labios, intentando que mi mueca parezca una sonrisa y no desvele mi miedo. Lo sé, sé lo que me va a decir, que seamos sólo amigos. Ya está, pues me da igual. Tal vez yo también lo prefiera. Eso de echarse novio antes de los treinta tampoco es primordial.

—Pues quería… —dijo sonriendo, aunque estaba como un flan—, quería proponerte algo…

—Dime…

—Me da vergüenza porque te pareceré un antiguo, pero ¿quieres ser mi…?

—¡Sí, quiero!

Mi rápida respuesta me pilla tan desprevenida a mí como a él.

¿Por qué habré sido tan impulsiva? ¡Ni que estuviese tan desesperada!

—Pero ¡si no te he dicho el qué! —suelta, aliviado, entre risas.

—Ya, ya… Era broma —añado, poniéndome como un tomate y culpando al vino.

—Quería decirte si quieres… —Su pausa es eterna—. Si quieres ser…, ser mi novia. Puedes decir que no, pero te invito a pensarlo, si te apetece empezar. ¡Ojo, no tengo prisa!, pero me gustaría comenzar algo contigo.