¡Una cita!

Las dudas me asaltan. ¿Qué me pongo?, ¿vestido megacorto, o una faldita con su top?, ¿o mejor mis tejanos preferidos recién lavados, que ajustan y suben todo a su sitio?

¡Puff, qué dilema la ropa! Seamos realistas. Tiene que ser algo cómodo, ya que el plan es sedentario, cena y cine, y en el cine con el aire a tope, a veces, hace hasta frío. Sí, sí, el revolcón también, pero eso está más que listo: depilada, suavecita y embadurnada de crema.

Mi móvil se ilumina, mensaje de José: «Paso por ti a las 21. Bsos, wapa». Mi dirección la tiene por la ficha del videoclub. No sé qué responderle. Pruebo varios:

«Fenomenal». Parece que tenga cincuenta años. Borro.

«Vale». Muy seca. Borro.

«Perfecto». Muy exigente. Borro.

«Ok, bsos». Poco original. Borro.

«José, me imagino que ya tienes mi dirección, ¿verdad?». Desconfiada. Borro.

«Ok, 1bso». Ahorrativa. Borro.

«Ok, besos».

¡Mierda! Le doy a enviar y me quedo con la duda de si sabe o no mi dirección, pero supongo que me llamará si no…

¿Qué voy a hacer? Puedo decirle que suba, pero es demasiado pronto para que descubra mi refugio. Además, está todo hecho un lío. Lo mejor será que toque el timbre y yo baje. Eso sí, unos quince minutos después, que una debe hacerse desear.

¿A las nueve? ¿A qué hora debe empezar el cine? Me noto un pelín nerviosa. Me sorprende porque hasta estaba ilusionada. Casi llamo a mi madre para que me cuente más cosas de José y mías de nuestra adolescencia, pero sé que si lo hago no llegaré a tiempo. Además, mi faceta supersticiosa resurge y me impide contar la buena nueva antes de concretarse.

Guardaré el secreto, aunque sé que se me da fatal. Siempre he sido un poco bocazas, no por cizañera sino por el mero hecho de hablar. Me gusta hablar con la gente, y a la gente le gusta hablar conmigo, pero tengo problemas cuando me confían un secreto porque yo sé que se lo contaré a alguien más; aunque sea en versión reducida, algo se me escapará seguro, no lo puedo evitar.

¡Venga! Se me ha cerrado el apetito, y eso es buena señal. Lo admito: José me gusta, me gusta mucho.

Cinco cigarrillos en una hora tampoco es lo peor de mi vida: una media de uno cada trece minutos. Es mucho, lo sé, pero estaba haciendo otras cosas. A pesar de que he cotilleado en el móvil un segundito la hora de conexión de mi ex, la cosas marchan de maravilla.

¡Hoy es mi noche! ¡Será inolvidable!

«¡Guapa, requeteguapa!», me grita mi espejo, el mismo espejo mágico que le habla a la madrastra de Blancanieves. Aunque es una versión más moderna porque me dice: «Tú sí que eres guapa. Dime cómo te llamas y te pido para Reyes».

Salgo del baño con la autoestima por los cielos. Entro en mi habitación y cojo del armario mi vestido rojo, que se desliza como una seda, acariciando mi cuerpo y transformándose en mi segunda piel.

¡Genial! Hace años que no me meto aquí dentro. Es seguro que he adelgazado unos cuantos kilos a causa de Mat. «Pues gracias, Mat; algo bueno has hecho», le grito al viento.

«Vale, Katia no entres en ese juego; vuelve a tu cita», me sorprendo recriminándome a mí misma.

¿Acaso no he dicho a por todas? Pues sí: vestido matador y tacones de miedo.

Acabo de recibir otro mensaje de José: «En 5’ stoy dbajo d tu ksa. Bso».

Me cuesta unos cuantos segundos descifrar el mensaje. Me parece infantil. Además esperaba que me llamase, no que me mandase un mensaje. Tengo ganas de oírle.

¿Ganas de oírle? Definitivamente José me gusta. Es como si, de repente, el tiempo hubiese vuelto atrás para desvelarme una Katia adolescente enamorándose de su compañero de clase.

Venga, va. Nada puede borrar una sonrisa de mi rostro. Deja pasar esas cosillas por ahora.

¿Respondo al mensaje? Decido que no.

Estoy muy nerviosa. Me dedico unos segundos a hacer unas respiraciones: «Respira, exhala, respira, exhala». Recuerdo mi primera (y única) clase de yoga. Sonrío y logro tranquilizarme.

Busco mi bolso y compruebo que llevo las llaves, el móvil, mi cartera azulita (sí, la robada), así que me doy un baño de perfume y cuando estoy dispuesta a bajar…

¡Ringggg! El timbre de la puerta de casa. ¡Ups! «¿Cómo ha subido?, ¿alguien ha tenido que abrirle el portal?», pienso mientras me pongo muy nerviosa.

—¡Cariño, por favor, ábreme!

—¿Moni?

—Cielo, me han llamado para trabajar esta noche. Es importante. Tú sabes cómo está el panorama. Quédate con Marcos; serán unas horitas. Además, se dormirá en nada. Dale esta papilla. Lo siento, cuqui. Toma el bolso; lleva el chupete. Gracias, gracias. Eres un sol —dice Mónica mientras entra en casa sin mirarme. Repentinamente evocando a un pitufo, cambia su voz y agrega—: Marcos, hazle caso, patatita, que mamá vuelve en seguida.

¡Stop! Mi cara es un poema. ¡Ahhh, quiero gritar!

—¿Tú estás segura, Mónica? —le pregunto—. Sabes que no sé nada de niños Además, mírame…

¡Una idea rápida! Tengo que salir con José, soy una soltera. ¿Qué haré yo con Marquitos?

—Sí, cariño, cuento contigo. No he conseguido a nadie. Me han llamado de repente. Lo siento. ¿No me digas que ibas a salir? Juan está fuera por trabajo y con los padres de él no lo dejo ni loca, para que después me juzguen. Por favor te lo pido —suplica, poniendo su mejor cara de clemencia.

—¿Que si yo iba a salir? ¡Qué va! Voy de mujer fatal para limpiar los cristales de casa. Además, un viernes por la noche, ¿qué iba a hacer yo? Pues claro, tengo una cita. ¡Tengo una cita! —respondo mientras le doy un besito a Moni y le digo que no se preocupe.

—Gracias, cielo. Eres increíble, te lo compensaré.

—Oye, Moni, ¿dónde vas a estas horas? ¿Ahora los profes curran de noche?

—Es un nuevo proyecto; luego, te lo cuento bien. ¡Adiós, adiós, me voy!

Crisis total de pánico mientras un ser vivo de dos años, medio niño, medio bebé, con su pañal y que come comida de bote me mira de manera extraña. Imito la voz de pitufo y le digo:

—Marcos, Marquitos, soy yo, la tía Katia.

Otra vez el timbre, y esta vez sí es José.

¡Timbreeeee! ¡Ahhh! ¿Cómo le explico esto? Es más, ni yo misma me lo explico…

Me quito los tacones; no, mejor me los pongo. Vuelvo a coger al niño en brazos y sonríe. ¡Menos mal, al menos Marcos no me odia!

Respiro hondo y le digo a José por el interfono que suba, y le adelanto que le espera una sorpresita.

—¡¿Estás bien?!! —me pregunta, atónito, antes de que termine la frase.

Claro, el chico está curado de espantos conmigo, y hoy no iba a ser menos. Espero sinceramente que no escape corriendo.

El pequeño Marcos, de improviso, comienza a llorar desaforadamente, y su cara se convierte en un pantano de mocos en dos segundos. Veo con espanto cómo su manita recoge toda esa gelatina verde para depositarla seguidamente sobre mi pelo al son de una sola palabra: «¡Mamáaaa!».

Llega el ascensor. ¡Ahhh, José ya está aquí!

—Ven, pasa —le digo, sonriente, mientras hago una pirueta alejando a Marcos, que refriega su cara contra mi cuello, para darle un tímido beso en los labios a José.

—Hola —dice José, frunciendo el ceño.

—¡Mmm!, ¿cómo te digo esto? Soy mamá. Creo que ya te lo había comentado, ¿no?

La cara de José es un poema. Hace mil muecas sin decidirse. No sabe si reír o llorar.

—¡Qué va, tonto! Mi amiga Moni me acaba de pedir el favor. La han llamado para currar y me ha pedido que le cuide al peque unas horas. Se lo debo. Está sola y no tiene con quién dejarlo. Es como una hermana para mí, ya la conocerás. No te enfades; te lo compensaré. Te lo prometo.

La explicación se la doy a voz en grito, buscando algo que calme al niño, mientras que José coge el chupete que Marcos lleva colgando de una especie de cadena de plástico y se lo pone. ¡Ohhh, santa paz!

«¿Será un buen padre?», se pregunta mi subconsciente.

Bien, nos volvemos a saludar, y esta vez el besito es más dulce. Hay un intento de lengua, pero nos cortamos porque Marcos no para de mirarnos fijamente. ¡Qué observadores son los niños!

—Visto que no vamos a poder salir de aquí, ¿qué te parece si pedimos unas pizzas? —propone José, acariciándome la espalda.

—Sí. Yo le daré de cenar al peque, pues me ha dicho su mami que después de la papilla se duerme. Es automático —le contesto feliz por la actitud positiva que demuestra.

De repente, me siento YO misma una mami. Eso de que antes de los treinta hay que tener un hijo, no sé yo…, tal vez sea una buena idea.

El tiempo de espera un viernes por pizzas ronda los cuarenta minutos, así que no tengo prisa por darle la papilla a Marcos y nos ponemos a juguetear los dos con el niño.

En cuanto me pongo a darle la comida me doy cuenta de que el pequeñajo derrama más papilla de la que come.

¡Madre mía, qué tarea más compleja!

Entre risas, ahogos, llantos, cucharada en el ojo, plato en la alfombra y papilla hasta las orejas, por fin nuestro intruso se termina esa especie de puré de lenguado y verduras. No puedo describir la angustia que me entra, lo mal que huele y su color blanquecino. Ahora comprendo por qué lloran muchos bebés ante su comida: ¡da repugnancia!

En fin, el improvisado plan no está tan mal. He descubierto una faceta de José llena de ternura y me está volviendo loca. No veo la hora que el niño se duerma.

Casi que me emociono pensando en mi familia y en la familia que quisiera tener. Oye, después de todo, la idea no es tan mala; cada vez lo veo más claro. Sería una madre joven, moderna, junto a José, un padre divertido y tierno que llenaría nuestras vidas de películas de cine.

La fantasía me dura hasta el cambio de pañal. Ahí estamos los dos new papis luchando con las piernitas del diablillo, que además de tener un premio marrón líquido e impregnar la casa de su horrendo olor, no para de moverse.

¡Venga! Toallitas húmedas por todos lados, hasta en nuestra propia nariz, en plan mascarilla. ¡Qué bien huelen! Son las que siempre cojo en el aseo de Moni, perfumadas y con aloe vera.

¿Y ahora qué? Yo estoy agobiadísima y sólo ha pasado una hora. Gracias a lo apañado que es José, colocamos almohadas alrededor de mi cama y ponemos al niño en una especie de fuerte de cojines varios.

Aunque confieso que mi pensamiento era: «¿Y nosotros dónde leches follaremos?».

Me doy cuenta de que no estoy preparada para la maternidad. ¿Y quién lo está?

Además, estoy en mi año sabático. Nada de cambios radicales en mi vida; tengo que aprender a ir despacio. Un hijo antes de los treinta sería una debacle en mis planes.

¡Síiii! Después de mecer el culito durante unos quince minutos y cantarle mil canciones de cuna, riéndonos a coro, el peque se duerme.

Y otra vez la vena maternal que late y evoca un pensamiento dulce, pues parece un angelito durmiendo.

El arrobamiento dura un segundo. Los dos nos bebemos un vaso de cola y nos tiramos en el sofá con el único fin de matarnos a besos.

¡Guauuu! Me encanta este hombre. Menos mal que llevo vestido y el tema va a ser rápido. Me subo como una fiera encima de él, y cuando noto que sus manos bajan delicadamente mis braguitas, se oye: «¡Buaaaah! ¡Mamáaaa!». El peque se ha despertado.

Vamos los dos corriendo a la habitación a calmar al niño con unos mimos durante unos diez minutos más.

¡Otra vez, entre risas, los dos, como hienas hambrientas, empezamos a devorarnos en la alfombra del salón!

«¡Buaaaah! ¡Buaaaah!».

¡Noooo! Nos miramos, decepcionados, y para la habitación nuevamente los dos.

¿Cómo diablos hacen el amor los padres de hoy? Menuda nochecita con Marquitos. Ahora comprendo de repente por qué a veces Mónica está así de estresada.

En fin, decidido, antes de los treinta años ser madre: ¡no!

El niño se ha despertado una cantidad innumerable de veces, hasta que su madre ha venido a por él. Nosotros finalmente hemos desistido. Hemos calentado la pizza en el microondas y hemos estado mirando algunas series en el ordenador; eso sí, acurrucaditos en el sofá.

—Guapa, el niño ya se ha ido y creo que yo también me iré —dice José, bostezando.

—Tú no te vas a ningún sitio —le contesto con ojitos picarones.

—¿Tienes alguna otra idea? —me pregunta, dándome besos muy lentamente en el cuello.

—Sí, tengo una sola idea —replico mientras le llevo a empujones suaves hacia mi cama.

Tiro al suelo el edredón y todas las almohadas que han protegido al niño hasta hace unos minutos, y nos empezamos a devorar mutuamente.

Mi vestido rojo me abandona en unos segundos y yo rompo un botón de su camisa al arrancársela con desesperación. Los dos nos miramos y sonreímos.

Nos besamos, nos tocamos, nos deseamos. Siento que no estoy follando; siento que estoy haciendo el amor con José.

¡Me pide permiso para besar mi vagina! ¿Qué ser humano pide permiso para besarte ahí?

«Este José no es real», pienso. Pero en estos momentos de pasión le respondo con acción y bajo su cabeza con fuerza hasta mi ser, mientras le dejo jugar con su lengua.

La excitación es plena, y yo, sin permiso esta vez, le devuelvo el favor. Se vuelve loco. Me encanta mirarle mientras estoy en ello. No puede más, me quita de encima y por fin me penetra.

Nos movemos toda la noche sincronizadamente, como si lo hubiésemos hecho toda la vida juntos.

Me encanta, me encanta, me encantaaa… Dormimos lo que resta de noche juntos y abrazados.

Él no se va, él no tiene que irse. Me parece maravilloso, aunque tendría que ser de lo más normal. Él no me deja, él no besa otros labios; sólo está aquí por mí y pensando únicamente en mí.

Voy a llorar de la emoción.

Por la mañana nos tomamos un café con leche y José se marcha al videoclub. Los sábados está abierto todo el día. Pero antes me da un beso que me deja tumbada un rato en el sofá.

¡Ahhh! Estoy soñando.