Enfrentarme a mis padres

Conduzco dos horas hasta la casa del pueblo donde hace años que viven mis padres. No existe sensación más placentera que fundirme en un abrazo con mi madre. No hacen falta palabras. Ella conoce todos mis gestos y cala en seguida mi estado de ánimo.

Llego a la hora de cenar y es papá quien prepara unas verduras al horno rellenas de carne y queso. No sé cómo lo hacen pero siempre hay un plato de más para mí, aunque no avise de que voy a ir.

—¡Hija mía, qué bonita estás! —comenta papá, dándome un beso en la frente.

—Me alegro de que hayas dejado ese trabajo. Sé que no era un lugar para ti. Si necesitas ayuda puedes contar con nosotros, como siempre —dice mi madre, utilizando una frase que englobaba todos mis problemas.

Comprendo perfectamente que no habla sólo del trabajo o de dinero; se refiere también a Mat, y tiene razón.

—Toma, cariño. ¡Feliz cumpleaños!

Papá me da una cajita con un precioso reloj.

—Muchísimas gracias —respondo, emocionada, y los abrazo otra vez.

Debo cambiar. Me lo debo a mí misma y a ellos. Desde siempre me han enseñado a no mentir, y con Mat viviría siempre en la mentira.

Después de cenar y casi en la puerta de salida, me animo a soltarle a mi madre:

—Mami, ¿sabes una cosa?, tengo una cita con José, el hijo de Loli, del instituto, ¿te acuerdas?

—¿Qué me dices? Claro que me acuerdo. Me encantaba ese chico. ¿Te acuerdas tú de que papá te pilló besándote con él en la esquina del colegio? —me comenta entre risas.

—¡Adiós, mamá! Ya te contaré.