Llevo veinticuatro horas durmiendo. Al despertarme, he notado que hay alguien más en mi casa porque se oyen unos tacones que no paran de martillear. Debe ser Irene, que desde buena mañana se calza los tacones de aguja y comienza con la música zapatera.
«¿Tendrá también pantuflas con tacón?», me pregunto mientras me dirijo al baño con los ojos entreabiertos para darme una ducha refrescante, purificadora y que me despierte.
Aunque mis movimientos continúan siendo escasos, dejo que el agua caliente recorra mi cuerpo. Mientras las pocas gotas de jabón líquido que derramo se disuelven al contacto con mi piel, voy pensando qué hacer con mi vida.
Sospecho que si mantengo los brazos hacia arriba más de un minuto perderé el equilibrio. ¡Me duelen hasta los huesos!
Oigo nuevamente esos tacones insertarse en mi sien como golpes secos contra un muro. Sé que Irene está cerca. Mi casa parece más bien un hotel. Llegué ayer con Mónica y hoy me despierto con Irene. ¿Estarán las dos afuera?
—Cariño, ¿estás bien? —me pregunta Irene desde el otro lado de la puerta del baño.
—Síiii… —intento responder, mientras mi voz se despierta ronca y afónica.
—Pues vístete que nos vamos —me indica Irene con firmeza.
—¿Adónde? —respondo, sorprendida.
—¡Venga, cielo, muévete! No empieces con tus preguntas —añade ella en tono serio.
Mi parsimonia aumenta más de lo debido, pues cuando me meten prisa estando dormida y con resaca las cosas se me dan verdaderamente mal, tan mal que me cargo el neceser azul que está sobre la pila. Al abrir con delicadeza la cremallera veo trocitos de maquillaje en polvo mezclados con trocitos de espejo. ¡Venga, siete años de mala suerte, lo que me faltaba!
Pasa el tiempo mientras se me seca el cuerpo al aire y, sentada en el váter, se me escapaban algunas lágrimas de tristeza. ¿Se me acabarán algún día?
Vuelvo a la habitación, donde me esperan Irene y Mónica. Casi sin decir palabra, me dan un par de tejanos y una camiseta negra.
—¡Qué alegría, chicas, las dos aquí! —exclamo, suspirando contenta.
—Perdona, ¿llevas un tatuaje? —me pregunta Mónica, atónita.
—¡Ejem!, sí. Es muy reciente —respondo con vergüenza, como si estuviera hablando con mi madre.
—Se lo ha hecho un artista. Se llama Ricky. Es por eso de su lista de los treinta.
—Eres una bocazas, Irene —la corto con furia.
—Moni, yo te explico…
—No me expliques nada, que esta mañana ya he hablado con Irene. Me doy por informada.
—¡No pasa nada, cielo! Hoy te llevaré a terapia —interrumpe astutamente Irene—. Tú tranquila, Moni; yo la cuidaré.
—No volveré al despacho de esa psicóloga. Me recuerda a alguien y no sé a quién, y eso me pone aún más nerviosa —contesto rápidamente.
—No se hablé más, Katia. Tienes que empezar una terapia, rehacer tu vida, volver a trabajar, conocer gente nueva y ser feliz. Sé que no es fácil, pero lo de ayer fue muy triste. Te podía haber pasado cualquier cosa. ¿Desde qué hora llevabas borracha? ¿Y ese tatuaje? Es que, vamos, estamos muy preocupadas —apunta Moni.
—Eres una exagerada, Moni, con perdón. ¿Estamos, dices?, ¿quiénes? Vosotras dos, ¿no?
—He hablado con tu madre —confiesa Mónica.
—¡Quéeee! —grita Irene antes de que me dé tiempo a asimilar la novedad.
—Te mato, te mato… ¿Y qué le has dicho? ¿Y qué ha dicho? Ya no soy una niña, por favor —le recrimino a Mónica.
—Le he dicho lo de Mat solamente.
—Nada menos —interviene Irene, defendiéndome.
—Katia, le he comentado que habéis decidido dejarlo para siempre, y que te has tomado una licencia del trabajo por unos meses para no tener que verle todos los días.
¡De unos meses! Éste es mi plazo. Debo coger el toro por los cuernos.
—Estoy bien, Moni. Esta noche llamaré a mi madre y… ¡Venga, empezaré la terapia, y a enderezar un poco mi vida! —acepto.
La verdad es que resulta un alivio esto de que alguien se ocupe de ti. Mónica ha confesado mis pecados con delicadeza y ahora Irene me llevará a hablar con la loca ésa un rato, y todos felices y contentos.
—Venga, cariño, que te vas con Irene. —Y fulminando con la mirada a la otra, agrega—: Confío en ti, Irene.
Antes de salir de la habitación, echo un vistazo disimulado buscando mi móvil, pero no lo encuentro por ningún sitio.
Irene ocupa el asiento del piloto, y yo siento cuánto echaba de menos mi coche. Caigo en la cuenta de que he estado tan triste que no me ha importado que la conductora fuese la inexperta Irene.
—¡Buenos días, dormilona! Y toma —me dice con su típica sobredosis de buen humor y me entrega el bendito móvil.
—¡Ahhh, gracias! —respondo, feliz. Cojo el sagrado aparato como si me faltara una parte vital de mi cuerpo, disimulo mi ansiedad y le pregunto—: ¿Adónde vamos?
—A empezar de nuevo, ya sabes. Se lo he prometido a tu amiguita Mónica —responde, mirándome con firmeza a los ojos y manteniendo la sonrisa.
—¿Qué, qué pasa? No te hagas la misteriosa. Ya sé que me he equivocado, ¿sabes? Bebí demasiado —contesto, intentando defenderme.
—Guapa, deja de mirar ese móvil que te he borrado hasta el alma. No quiero que llames más a tu ex, ni mensajes, ni nada —dice—. ¿Tú quieres cambiar, cielo? Hoy es el gran día. No lo olvidarás jamás.
—¡Uyyyy, sí! ¡Planazo! No olvidaré jamás mi sesión de terapia con la psicóloga extraña. —¿Qué tiene de extraña? Pobre mujer, has ido únicamente una vez.
—Ya, y no me van esas cosas de hablar de uno mismo. Al final, acabo autoanalizándome y dándome cuenta yo de mis errores, y no, para eso lo hago sola en el sofá con una película de Julia Roberts.
—Katia, hoy has dicho una gran verdad: no eres una niña. No te llevaré a la psicóloga; puedes tranquilizarte. Tú sabrás qué hacer y cuándo, y chica, si te tienes que equivocar, nada, a apechugar con la decisión.
No estoy enfadada con Irene ni con Mónica. Sé que todo lo hacen porque me quieren. Y lo de borrar el número no me importa. ¡Cuántas veces yo misma lo he borrado y lo he vuelto a guardar! Por desgracia para mí, me lo sé de memoria. Podría escribirlo con los ojos cerrados o bajo el agua.
Podría ir a su casa caminando y llorar horas en el portal esperando a que su coche vuelva, y al verlo llegar con Paula, esconderme y regresar con mis ojos hinchados otra vez sola. Podría hacer cualquier cosa por él, y eso no lo borra nadie.
—Ya estamos aquí, hemos llegado. ¿Has oído hablar del puenting? —suelta Irene, risueña.
—¡¡¡Qué!!!! ¿Tú estás chiflada?
—¡Pues no! Y no me hagas hablar —responde con desconfianza mientras aparca el coche en un descampado.
Caminamos abrazadas. A lo lejos se ve a dos chicos en plan escaladores y unas cinco personas sentadas en el suelo oyendo lo que debe ser la charla inicial.
Irene saluda con un beso a los monitores. Se nota que no es la primera vez que está en este sitio. Además, todos saben su nombre. Yo creo que forma parte de sus propias terapias inventadas.
Me mira en plan ¡¡camina p’alante!! Y con la cabeza me indica que me acerque al grupo de los novatos.
Yo obedezco refunfuñando y oigo cosas como «péndulo al vacío» y «un salto de treinta y cinco metros de altura no apto para cardíacos». ¡Ostras! Estoy más que cagadita… y deseo tener problemas de corazón para evitar el salto.
Irene sigue coqueteando con uno de los macizos, mientras éste juega con su pelo, acaricia su brazo y la abraza, acercándola hacia su cintura. Ella brilla con su hermosa sonrisa. Esta chica no deja nunca de sorprenderme. ¿Y yo? Muerta de miedo, ¡quiero escapar!
Llegado este punto, habría preferido hablar con Ana, la psicóloga. ¡Ya lo sé! Justo en este momento me doy cuenta de a quién me recuerda la psicóloga: ¡me recuerda a Paula! Pero con veinte años más. Perfecta, guapa, impecable, elegante, manos estupendas… ¡Arggg!, por eso no quería ir.
¡Es Paula! Son de esa clase de personas preciosas que vienen al mundo a llevar una vida ideal y a las que nunca les tocará limpiar un vomitado.
¡Ay, qué asco! Si sigo así, la que va a vomitar soy yo.
—Ven, guapa, empiezas tú —me indica uno de los entrenadores—. ¿Yo? ¿La última en llegar? ¡Que no, que no pasa nada! Espero… —respondo, nerviosa.
¡Ay, madre! ¡Ay, santa Madre de los Desamparados! ¡Ay, todos los inmortales santos y demonios!
Mientras, Irene coge mi brazo en plan instructora, me coloca uno de esos petos llenos de mosquetones y me acompaña hasta la mitad del puente. Cruzo una pequeña pasarela y veo mi reflejo en el río. Estoy a punto de decidir que no lo hago, pero de pronto recuerdo el ave fénix que llevo tatuado. «Ahora eres una mujer nueva y puedes volar», me digo a mí misma.
Irene se acerca y me susurra al oído: «Pide un deseo». Y, ¡zas!, me empuja.
—¡¡¡Ahhh!!!!
Aunque grito y grito, por suerte me da tiempo a pedir mi gran deseo, que es: renacer, renacer siempre ante la dificultad.
En tanto espero a que me suban, me siento potente y libre. La sobredosis de adrenalina que recorre mi cuerpo lo ha renovado, y es como si pudiera con todo.
También resulta divertido ver cómo se lanza Irene, su grito desaforado y su gran sonrisa al volver a mi lado.
—Somos grandes, hermana —me dice dándome un abrazo enorme.
La charla de regreso a casa es muy constructiva, casi como mi primera consulta con Ana, alias Versión Paula Vieja.
Al llegar llamo a José. Quedamos para el viernes, en plan cena y cine.
—Irene, ¿hoy no te quedas?
—Ya no lo necesitas, cielo, y si quieres puedes apuntar lo del puenting a tu lista.
—Vale, cariño, y gracias por todo.
Estoy planteándome elaborar la dichosa lista. Lo único que sé es que tengo grandes amigas y… ¡una cita!