Tropezar

Una sábana a cuadritos azules cubre mi cuerpo desnudo. Miro por la ventana y ya es de noche.

¿¡¡¡Qué!!!? Me he dormido… Creo que me he quedado dormida. ¡Ostras, soy un verdadero desastre!

Tengo la boca seca y un intenso dolor de cabeza. Me visto y abro la puerta. Me encuentro con el videoclub abierto y con algún que otro cliente dando vueltas por los pasillos. José, en cuanto me ve, deja al cliente con el que estaba hablando y viene a preguntarme cómo me encuentro.

¡Qué dulce es este chico! La verdad es que recuerdo sólo la mitad de las cosas que han pasado entre nosotros. ¡Qué bien besa! Eso sí lo recuerdo. Le doy un beso en la mejilla y me marcho muerta de vergüenza.

¡Ayyy, es que no hago nada bien! Y para colmo de mis males, sigo andando por la calle en chanclas, con la cara hinchada tras una siesta indeseada y medio mareada.

Necesito un café y en seguida me topo con un bar. Al leer en la pizarra con letras de tizas de colores «2 x 1 las cervezas y una tapa gratis», entro sin dudar. No puedo evitarlo. Me doy cuenta de que soy más débil de lo que creía: no dejo de pensar en Mat. Y curiosamente, tampoco puedo alejar de mi mente a José. ¿Por qué he hecho eso? ¿Por qué he decidido acostarme con él hoy, después de tantos años?

Le pido al camarero que me ponga las dos cañas y que, por favor, me cambie la tapita por un paracetamol. El camarero sonríe y me trae mi tapita y la pastilla, y al irse, me guiña un ojo.

Dos horas más tarde, con tres cervezas en mi cuerpo, cero tapitas y un montón de amigos nuevos, me decido a marcharme.

Casi no recuerdo ni cómo me llamo ni dónde vivo, así que decido pedir ayuda a la única persona que me puede ayudar. Llamo a Mónica.

—Moni, soy yo. Es que quiero decirte si sabes que… todos los hombres son unos mentirosos, unos canallas, que te arruinan la vida sin más, porque tú comienzas a amarles, se hacen los blandos, y luego, ¡zas, cuchillada por la espalda sin consentimiento!

—¿Qué pasa, cielo? ¿Dónde estás? Se te oye fatal.

—No te enfades, Moni, no lo digo por Juan, que Juan debe ser la excepción. Él y mi padre, claro. Los demás son todos de mala calaña, unos payasos…

—Katia, cariño, ¿dónde estás? ¿Voy a por ti?

—Síiii… —Me derrumbo, llorando—. Espera, cariño, te paso al camarero, que te dará la dirección.

En pocos minutos, llegan Moni y su marido a recogerme. Me asusto al ver sus caras al encontrarme en tal estado.

—¿Y Marcos? —pregunto con mis últimos atisbos de lucidez.

—Lo he dejado en casa de mi madre, Katia. Ven, que te acompañamos a tu casa —dice Mónica mientras me abraza con dulzura y deja que me apoye en su cuerpo. Casi no puedo ni caminar.

Juan paga mi cuenta y me coge del otro lado. ¡Son unos amigos de verdad!

Ya en el coche, Mónica seca mis lágrimas con un pañuelo y me larga un merecido sermón.

—No le digas nada más que su cabeza debe ser un ciclón. Mañana lo habláis tranquilamente —interviene Juan.

—Gracias, Juan —contesto. Y llorando con fuerza, añado—: Le quiero, Moni. No sé por qué me pasan estas cosas. No puedo olvidarle…

—Porque nunca debiste permitir que te arruinase la vida durante tanto tiempo. Es que se ha convertido en tu obsesión, y no, no puede ser.

—Mónica… —vuelve a intervenir Juan.