Unas copas de más

—Irenuchi, ¡amore!, ¿cómo estás?

—Katia, cielo, ¡me he enamorado! Ha sido fantástico. Cuarenta y ocho horas devorándonos en el hotel. Casi no hemos comido…

—¿Aún éstas con el portugués? —pregunto, agradeciendo al cielo tener amigas tan dispares que me hacen olvidar mis propias penurias.

—Con el portugués, no; con LOS portugueses, ¡con los dos, cielo! Ahora estoy en casa, descansando. Lo necesitaba.

—Eres una cabra loca.

—Ha sido alucinante. La mejor experiencia sexual que pueda haberme imaginado.

—Irene, gracias a ti, ahora se confirma el dicho de que todas las españolas somos unas salidas —le suelto en broma, interrumpiéndola.

—¿Nosotras, las españolas? Si yo soy una santa… Sólo decía: «Más, más, más». Pero siempre con un por favor por delante, que ya sabes que una es educada —comenta Irene, riéndose.

—Estoy en el bar de debajo de casa. Tengo que contarte muchas cosas.

—¡Aiiiis, adelántame algo! ¡Porfa, plisss!

—Pues que he hecho algo muy loco, y aunque me duele un poco, soy feliz.

—¿Tiene que ver con Mat? No quería nombrarlo, pero te oigo tan eufórica que no me fío.

—No, Irene, tranquila. Ven, que te espero aquí.

No había pasado ni media hora e Irene ya estaba a mi lado, imitando las posiciones que había hecho la otra noche con los dos amantes portugueses:

—Pata pa’ arriba, pata pa’ abajo, uno por aquí, el otro por acá, los dos así…

—Venga ya, tía. Eres una loca.

—Una noche de lo más increíble. ¡Pufff, es que te lo cuento y es como revivir imágenes! ¡Ayyyy, qué calor hace aquí!

—¿Y ahora qué?

—Eso digo yo, ¿y ahora qué? Después de una experiencia así, el sexo normal de a dos me resultará aburrido, sin sentido.

—Ireneeee…

—Sí, es que lo pienso y volver con una persona sola a la cama es como decir: «¡Vaya plan cutre!». —Entre risas vuelve a ser una mujer normal y agrega—: Nada, ellos hoy regresaban a Portugal. Me lo he pasado genial. De verdad, Katia, tendrías que apuntar lo del trío en tu lista. ¡Eso sí que es algo atrevido!

—¿Me toca? Digo yo que ya me toca contar a mí…

—Es verdad. Dime, ¿qué has hecho?

—He conocido a un hombre perfecto, un japonés de lo más espiritual que ha cambiado mi vida.

—Katia, luego dices de mí, pero lo tuyo también hay que mirarlo.

—¿Otra cerveza? ¿O un gin-tonic?

—¡Gin-tonic! —respondo entusiasmada—. Ahora, observa esto —añado, y levanto mi camiseta por la espalda—. ¡Quita las gasas!

—¡Guau, Katia, es precioso!

Saltamos las dos juntas en la silla, algo que sólo las mujeres solemos hacer con gracia, mientras ella corea:

—¡Llevas un tatuaje, llevas un tatuaje!

—Es que el chico es un gurú, cielo. Es de esos japoneses guapísimos, joven de piel perfecta, y aunque no tienen fama de galanes, él se salta la regla. Su madre es americana y vivió en Miami; es más, es una especie de artista del tatuaje.

—Tía, eres una suertuda. ¡Te ha tatuado un artista!

—¿Comemos algo, que me estoy mareando, Irene?

La mañana ha dado un vuelco feliz. Irene está conmigo y yo cancelo al instante el recuerdo de Mat cada vez que vuelve a relucir en mi mente; por desgracia, es más a menudo de lo que me gustaría.

Seguimos bebiendo unas cuantas horas más, hasta el momento en que en la mesa no cabe ni el cenicero, pues está rodeado de vasos vacíos. Entonces, llegamos a la conclusión de que ya está bien por hoy.

Subo las escaleras de mi casa como si estuviera escalando el Everest. Estoy mareadísima. Abro la puerta y pongo música inmediatamente; lo necesito. Vocifero cosas como «¡Qué vivan las mujeres!», y canto a voz en grito todas y cada una de las canciones de Mónica Naranjo.

Son las tres de la tarde, no he comido y estoy completamente borracha. ¡Hacía mucho que no bebía tanto! Me tropiezo con un mueble; podría jurar que se ha movido solo, y mientras maldigo el mueble en cuestión, suena mi móvil.

No puedo describir lo que me cuesta levantarme y emitir un hola decente.

—¡Ho…, hooola! Dime —respondo.

No he reconocido el número fijo, aunque con la cogorza que llevo dudo de que sea capaz de distinguir palabras, números, jeroglíficos, el sonido del despertador…

—Soy José. —Pausa interminable—. Soy José, Katia, el del videoclub. Te llamo por la película que te llevaste. Era para saber si podrías… ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Estás bien?

¡Ayyy! Me vuelvo a caer. Mientras buscaba la película que me estaban reclamando, me he caído al suelo y desde ahí respondo:

—No te preocupes. Te la llevo ahora.

—Pásate a las cinco. Es que estoy cerrando la tienda.

—Tú espérame, que ya voy —insisto en un tono medio agresivo.

Me ducho en cinco minutos, me pongo unas braguitas y un vestido blanco, y con el pelo todavía mojado me dirijo al videoclub, sabiendo perfectamente que no voy solamente a devolverle la película.