Hogar dulce hogar. Me encanta mi casa. Las paredes están pintadas de azul cielo, menos la pared que tiene un ventanal y la puerta que da al balcón, que está pintada de azul eléctrico. ¡Adoro el contraste! Tengo también unos preciosos sofás blancos antiniños, por los que tiemblo cada vez que Moni viene a visitarme con el pequeño Marcos.
Mi habitación también es blanca. Me obsesiona ese color. Me gusta el blanco puro, ese que brilla en la oscuridad. No me va mucho el blanco roto o el beige; los blancos reales me encantan. Tengo una mesilla de noche roja y un cuadro con la típica cabina de teléfono para recordar mis días en Londres.
¡Qué libre me sentía en aquella época! Esas sensaciones son únicas. Los viajes cambian a las personas, aumentan sus ganas de exploración y estimulan su capacidad de tolerancia.
Me siento tan renovada que cojo mi móvil y sin pensarlo llamo… a Mat.
—Princesa, por fin… —responde, sorprendido.
—Hola, Mat —digo casi tartamudeando, y siento que mi corazón desea escapar de mi cuerpo.
—Preciosa, quiero verte. He dejado a Paula. Necesito volver contigo. Perdóname.
El silencio se hace eterno. Por más que quisiera pronunciar alguna palabra, nada saldría de mi voz.
Pienso que son las palabras justas, todo lo que necesitaba escuchar, pero de algún modo empiezo a sentir pena y, de repente, hasta asco.
Dejo caer el móvil al suelo y me voy corriendo a vomitar. Es como si me quitara de encima una lluvia de recuerdos desoladores, tristes y pesados.
Su voz me ha calado tan hondo que mi alma rechaza sus mentiras y se niega rotundamente a permitir que lo siga haciendo.
Nunca antes me he sentido así. Bebo un vaso de agua, y cuando dejo de temblar, vuelvo a llamarle. Y como si hablara otra mujer o la nueva Katia, le digo simplemente:
—Mat, no quiero verte nunca más. Lo siento por ti.
Me miro al espejo varias veces y me prometo recordar la expresión de mi cara en este momento: una mueca de satisfacción que sólo me hace sonreír.
Decido salir de casa, sentarme en un bar y llamar a Irene.