La boda

Tres horas más tarde, el resultado se define con una sola palabra: impecables. Y sí, lo digo bien alto: ¡requeteguapísimas!

Las dos llevamos vestidos largos: el mío fucsia con un corte prometedor y volantes encubridores de caderas anchas, y mi chica maquiavélica, de azul cielo con la espalda al descubierto, luciendo un bronceado sin marcas de bañador.

«¡Auuuu!», aullaría el lobo feroz.

Nos hemos peinado gracias a los vídeos de Youtube que explican cómo hacer un rizo perfecto con tu propia plancha. Nos ha llevado rato, pero hemos quedado de peluquería.

Todo el tiempo he estado pensando que nuestro atuendo resulta un poco exagerado, pero tal vez vayamos a uno de esos cócteles privados que organiza la empresa cuando vienen visitas de Francia. Se habla de ello, pero nunca nos han invitado; claro, a la plebe, porque Mat es un habitual.

—Es aquí —dice Irene, deteniéndose frente a un conocido hotel de la ciudad—. Tú sígueme la corriente.

Nos acercamos al mostrador de la puerta del hotel. Hay tres empleados vestidos con uniformes morados. Observo a Irene cómo elige a su presa, y obviamente se decanta por el más jovencito.

Comienza a abanicarse con su bolso plateado en forma de sobre y pide por favor, con la voz entrecortada, un vaso de agua. No contenta se tambalea sobre mí, y a duras penas pido también un paracetamol.

—Sospecho que me ha bajado la tensión —dice en voz alta, casi moribunda.

Pienso que le convendría pedir algo de azúcar si es cierto que le ha bajado la tensión, pero no digo nada para no cargarme el plan, pues aún no sé de qué se trata. El calor nos estaba consumiendo. Escondo los dientes para no reírme cuando noto que Irene se tambalea teatralmente y aprieta el brazo contra el pecho marcando escote.

El pobre chico uniformado se muere de ganas por cumplir los deseos de Irene, puesto que no apartaba su mirada del pecho exuberante de mi compañera, pero respira hondo y se disculpa por no poder abandonar su puesto de trabajo.

Llama con urgencia a otra empleada para que nos acompañe a los servicios, dándole indicaciones como si se tratase de un caso de vida o muerte.

—¡Estamos dentro! —me susurra la versión revivida de Irene al oído.

A la chica que nos conduce hacia los aseos le explicamos que veníamos del jardín y que nos hemos perdido por los pasillos del hotel. Todo esto después de tomar una pastilla cada una, pues yo estoy nerviosísima. La morena de aspecto blanco pálido y con pocas ganas de hacer amistades con dos preciosas mujeres emperifolladas se muestra poco interesada en nuestras excusas, aunque muy amablemente nos indica cómo llegar.

¡Qué ven mis ojos! Jardín florido, piscina, DJ —buenorro, por cierto—, sillas tapizadas del mismo aburrido color morado de los uniformes, mesas repletas de tentempiés dulces y salados, y unas cien personas de pie bebiendo cócteles.

¡Guauuuu, una megafiesta!

—Aquí, firma aquí —me interrumpe Irene, señalándome una especie de mural donde la gente deja notas.

Observo detenidamente el mural, que consta de una foto en blanco y negro con dos sonrientes personas totalmente desconocidas y con un cartel que dice con letras rojas: «¡Vivan los novios!».

—¿¡Irene, estamos en una boda!? ¿¡No me parece que sea una fiesta para olvidar penas!? —le grito, asustada—. No conocemos a nadie. ¡Tú estás chiflada!

—¡Normaaaaal! —contesta ella entre risas—. La idea era colarse en una boda; eso de hacer locuras antes de tus treinta, ¿no?

Mi cara esboza una sonrisa forzada y dura. No se distingue si es felicidad o estreñimiento.

Irene, decidida, me coge del brazo, y observamos cómo la novia —de blanco, radiante y espléndida— está rodeada de personas que intentan felicitarla, saludarla y apretujarla. En cambio, al novio —con un traje pingüino que destaca su baja estatura— le pasa lo mismo pero con menos euforia, por ello nos decantamos por él e intentamos acercarnos. Es nuestro turno. ¡Qué nervios!

Voy primera gracias al empujón de mi amiga; perdón, examiga. Después de dos correctos besos y un tímido abrazo esquivándole la mirada, le toca a ella, y una vez más, interpretando a la perfección el papel principal, con toda naturalidad se conmueve y se seca unas lágrimas ficticias con las manos.

—Nuestra primera prueba está superada, Katia. Mira ahí —dice, señalando al fotógrafo que ha inmortalizado el momento.

Nos vemos acorraladas y nos toca ir a por la novia. Queda poca gente a nuestro alrededor, y eso nos asusta. Las mujeres tenemos un sexto sentido para recordarlo todo: nombres, caras, fechas de cumpleaños y, por supuestísimo, mujeres desconocidas.

Está claro que nosotras dos no tenemos un rostro identificable, aunque entre tanto invitado y nervios prematrimoniales, podemos escabullirnos.

En el preciso instante en que nuestras miradas se encuentran y atinamos a felicitar a la nueva esposa, siento que se me escapa el suspiro más largo de mi historia y, al mismo tiempo, noto como si la mano de Hulk estrujara mi estómago. Pero ¿qué pasa? Los invitados en manada se acercan hacia nosotras. ¡Ay, madre, que nos linchan!

—¡Baila, tonta! Te has quedado paralizada —me grita Irene, imitando los pasitos de la canción del verano—. ¡Un monumento al DJ!

Por fin me suelto el pelo y bailo como una posesa, haciéndole ojitos al DJ. ¡Qué guapo, Dios! Esos tatuajes en los brazos; esa camisa vaquera abierta, arremangada, con el cuello desarreglado; su look urban me está matando. Nada que envidiar a los amigos del novio, que ya se ven bastante relajados en la pista de baile, con los trajes antes impecables y ahora arrugados.

—¿Estás aquí? Tenemos que cumplir los objetivos, ¿lo recuerdas? —interrumpe Irene mis pensamientos.

—¡Ah, sí! Es verdad. Dime qué más… —respondo excesivamente contenta a causa del segundo cóctel que me he tomado en cuestión de segundos.

Y en un soplo, nos vemos rodeadas de todos los invitados, que se dirigen, excitados, al centro del jardín como si hubiesen dado con la teoría de la evolución, bailando, gritando y tarareando a duras penas la canción. Eso sí, el estribillo a tope. ¡Que se oiga en Jamaica!

—Ven. Es el momento ideal para evitar a la novia y bailar con el novio.

—Me encantaría organizar un tren e invitar al DJ a que me coja de la cintura —le confieso a Irene con una sonrisa perversa.

—¿¡Quééééé!? No, el DJ está trabajando. No puede dejar la música. Oye, mantente en el plan. Tres objetivos inamovibles y punto.

—¿Desde cuándo eres la experta de los planes? Además ni sé cuáles son los objetivos, y el fotógrafo no deja de hacerme fotos. Estoy por confesarle en secreto que no soy una invitada, porque me sabe mal.

—¡Centro del mundo, vamos, tenemos que bailar con el novio!

Entre la multitud de la pista, están los típicos que intentan dar lo mejor de sí haciendo un pasito brasileño. Vemos cómo tres chicas comienzan a formar un corro alrededor del nuevo maridito. Sin pensarlo mucho, nos acoplamos y cumplimos con nuestro segundo objetivo, notando cómo un desconocido babea entre las risas y los roces de las que podrían ser las amigas de su mujer.

¡Hombres! Recuerdo cómo Mat miraba —es más, admiraba— sin disimulo a otras mujeres, y lo peor es que siempre lo comentaba, y eso me ponía verde de celos. Al principio lo hacía de manera refinada y solía decir cosas como «qué estilazo, qué saber estar, qué elegancia»; luego ya no se cortaba un pelo y decía: «¡Qué par de melones! Ese culo lo moldeo yo», aunque en realidad siempre miraba lo mismo. Demasiado.

Después de bailar, pido un mojito con hierbabuena y me lo bebo hasta olvidarme de mí misma. Busco con desesperación la mesa con los tentempiés y devoro mi quinto canapé de salmón, queso y caviar, aunque la verdad es que ya no distingo el sabor a nada. Noto cómo la lengua me resulta pesada y adormilada.

—Activamos radares —me dice Irene cuando me encuentra junto a la mesa del resopón.

—¿Qué quieres, cielo? —pregunto, intrigada.

—Radares de soltera. Debemos salir de aquí acompañadas.

—¡Ni loca! Estamos medio borrachas y no conocemos a nadie.

—¡Mejor! —grita, y alza su mano al son de la música—. Nos queda sólo un objetivo de los tres marcados y así podremos declarar esta aventura completa.

—¿Cuál es ese tercer objetivo?

—Estás tonta de verdad. ¡Argggg! Conocer a alguien. ¡¿Cuántas veces te lo tengo que repetir?!

Irene se va a hablar con el fotógrafo. Se ríen con complicidad y me señalan. Yo me siento muy observada y noto una ola de calor, como si huracanes internos de sangre me acecharan. Me pongo como un tomate en un segundo.

—¿Estás bien? —me pregunta un chico con un gorro de pirata y un collar hawaiano.

—Sí, tranquilo —respondo, rezando para que se me vayan los colores.

—En las mesas están las bolsas de cotillón, para disfrazarse —me comenta amablemente.

—Lo veo en ti —digo entre risas, haciendo esfuerzos por mover la lengua correctamente y no tartamudear.

—Te acompaño y buscamos lo tuyo. Las chicas van de hawaianas, y los chicos, de piratas.

—¡Qué original! Pero paso, no me interesa mucho.

—¿Estás sola?

—No, con mi amiga, Irene. Somos compañeras de trabajo.

—¿De Marta? ¿Trabajáis en la tienda de decoración?

—Pues no. Bueno, sí, en la oficina, pero la vemos a veces, o sea que la conocemos, y claro la queremos mucho, por eso nos ha invitado a su boda, claro.

—Soy Irene. ¿Tú quién eres? —interrumpe Irene en el mejor momento, porque mi historia estaba perdiendo credibilidad.

—Soy Mateus, un amigo de Portugal de Javi. Estoy aquí con Marcos. Esperad, que le llamo. ¡Marcos! ¡Marcos!

Mateus grita como si estuviera en la calle. Media fiesta se vuelve y nos fulmina con miradas cansadas. La noche se termina y el buenorro del DJ pone los últimos temas para que bailen los que se han disfrazado y así luego despedir a los novios.

Irene celebra la conquista con su estilo característico:

—Tercer objetivo cumplido. ¡Somos las putas amas!

—Irene, yo prefiero irme a casa.

—Aguafiestas, son cariocas, ¿lo entiendes?

—Cielo, son de Portugal, no de Brasil, y en cualquier caso, no tiene importancia. Yo no quiero estar con nadie.